Devore cuadras y cuadras, encontrando solo caras desaliñadas y gestos hoscos que respondían a mi gentil pregunta como sí de un desafío se tratara. Merced a la larga experiencia adquirida contesté sonriente y con palabras buenas a los gestos de desagrado, empequeñecimiento o indiferencia a mi llamado. Pulsando un botón repetí este ante una rutilante verja verde, de agudas puntas y altivo gesto. El metálico artilugio, con voz de mujer contestó: -Te estaba esperando. Entre el universo de palabras escuchadas hasta entonces ninguna oí que fuera tan rara y maravillosa, tan segura, tan inesperada. Apareció ella, como nunca creí que persona alguna aparecería: pequeña, de una menudencia infinitamente frágil, con una cascada dorada que caía por su nuca, su cuello y sus hombros. Su rostro ovalado enmarcaba un trazo rojo, que venia a ser su boca, y una mirada que parecía saberlo todo. Ante mi gesto de asombro fijo sus ojos en los míos, tomo mi mano y sin decir palabra me condujo adentro. Al cerrar la puerta la casa cerro sus ojos y se abrió en ella, como si ella y la casa tuvieran un pacto secreto. -¿Qué buscas?-preguntó. -La felicidad- yo dije. -Sígueme entonces. Me hizo acompañarla por entre corredores tenuemente iluminados y escaleras envueltas en una suave penumbra, por entre mármoles fastuosos y cuadros apocalípticos, por entre ventanas ojivales ( en las que creí sorprender un guiño), por alfombras espesas y alamedas impenetrables. Traspasamos una puerta con un sello dorado que emplazaba un puño cerrado. El interior estaba tapizado de cuero negro, con una gruesa alfombra negra también. En esta pieza se encontraban pilas de monedas de oro, dólares, marcos y libras. Se encontraban los más puros diamantes y joyas de todos los colores, tamaños y formas; topacios, amatistas, ágatas, esmeraldas, perlas, zafiros, turquesas, engarzados todos en una finísima orfebrería. -Aquí tienes la felicidad, te la doy, tómala, pues tuya es- me dijo. Avance unos pasos y me senté completamente deslumbrado en medio de toda esta maravilla ¡ Todo tenía tanto esplendor, tanto colorido!, todo brillaba y danzaba. -No, esta no es la felicidad- yo le dije. Hizo un mohín con los labios, me tomo de la mano y me saco de la sala. Me hizo recorrer varios salones oscuros, con pesados cortinajes de satín negro (los que me hicieron una mueca) y pasamos por entre las dos hojas de un portalón de hierro. Adentro la mas abigarrada muchedumbre, de todos los colores y razas que es dable imaginar, se encontraban en una copula inmensa, universal. Fornicaciones aberrantes, uniones normales y anormales. Los sexos se confundían y entremezclaban en una masa promiscua que me arrojo una plétora de olores, fluidos y emanaciones que escapaban de todos los agujeros, grutas, resquicios, recovecos, pliegues y pilosidades que conforman el cuerpo. Me volví hacia ella y la tomé con fuerza del cabello. -Quiero ser felíz-le dije. Se frotó la nuca allí donde le había yo tirado el pelo y tomándome de la mano me sacó de la pieza. Nos internamos por un sinuoso corredor celeste en donde el eco de nuestras pisadas dibujaba extrañas melodías en el aire. Al final del corredor encontramos una claraboya de cobre que se abrió en cuanto ella la tocó con los dedos. Bajamos por una escala de caracol, con los pasamanos recubierto de lapizlásuli, que parecía no terminar nunca y que finalizaba en un sótano de paredes acolchadas con una tapiz de un color sangre venosa. Aquí se encontraba el más bello instrumento que yo hubiera podido imaginar. Brillaban sus cuerdas y la madera oscura que lo conformaba era un lugar en donde las miradas se perdían. Con tan solo tocar el cordaje, este vibraba y su dejo profundo te marcaba con una huella imborrable. Tome su mano, la hice acariciarlo y después la mordí en ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas y al subir me hizo un gesto imperceptible de que la siguiera. Yo así lo hice, pero antes, sin que se diera cuenta, tome el instrumento y me lo escondí en la manga. Comenzamos a subir peldaño tras peldaño y pasamos el corredor hasta llegar a varios desniveles alfombrados que se extendían por una largo pasillo que tenía un techo sujeto, cada cierto trecho, por vigas de madera olorosa. Caminamos por él y llegamos al final a una terraza, bordeada por una baranda sostenida por leones de piedra en posiciones heráldicas, desde donde era posible ver el horizonte. En esta terraza, sobre un paño de brocadodamasco había un hombre arrodillado, desnudo, que temblaba. Al llegar, de entre sus ropas ella saco un cuchillo y me lo alargó, sin decir palabra. Tome el cuchillo, que tenia una hoja serpenteada con puño de marfil y me embargo un infinito poder sobre las cosas, los elementos, la vida y la muerte. Esto me lleno de complacencia. Me acerque al hombre y le pase suavemente la hoja por detrás de la oreja, por el cuello, por entre los hombros. Bruscamente me volví hacía ella y la amenace. Se puso pálida y por primera vez bajo los ojos. Apartó la hoja y me acarició los labios con su mano izquierda. Tiré el puñal por encima de la baranda de la terraza y los leones, al rugir, me mostraron sus fauces de un bermellón rutilante. La tome de la mano y me interne con ella tras de mí. Empuje una puerta dibujada en el pasillo que cedió al instante, con solo el vaho de mi mano. La transpuse y luego la empuje suavemente con lo que se cerró, pareciendo que nunca hubiera existido. Ella se acostó sobre unos cojines tapizados de seda blanca que se encontraban indisciplinadamente esparcidos por una alfombra azul. Me recosté junto a ella, bese su boca roja, acaricie su cabello dorado y recorrí su cuello, que era un camino infinito, redondo, opalescente. Un horizonte expectante de vida, un ocaso que separaba el día de la noche. Nos miramos largamente y sus pupilas candentes quemaron mi retina para siempre. La desnude como si leyera un poema, descubriéndola, sintiéndola, encontrándola. Nuestra unión no fue épica, sino gloriosamente humilde. Las montañas no se abrieron ni se oscureció el cielo, pero sí sus ojos se humedecieron y mis labios temblaron. Finalmente me sumergí en las lagunas ambarinas de sus ojos, resbalé por los óvalos gemelos de sus senos, baile locamente sobre su vientre y tomando aliento me interne en su pubis; desordenándolo, alborotándolo, dándole vida. Así nos conocimos, así nos encontramos y así nos tuvimos. ¿-¿Qué quieres?-me preguntó. -Buscó la felicidad- yo dije. -No puedo dártela, no la tengo, no la conozco. Pero te seguiré a donde vayas, si es eso lo que quieres. Se vistió de rojo, poniéndose encima una capa con caperuza. Salimos por una pequeña puerta de madera, con un fauno tallado en centro, bajamos por escaleras de madera tallada hasta dar con una puerta con extraños jeroglifos grabados, la cruzamos y dimos con un patio lateral. Caminamos entre dos arboledas que impedían ver más allá de ellas, tan tupidas eran y que desembocaban en un desnivel del terreno en cuyo centro estaba erigido un pedestal. Al acercarnos pude ver que, apoyado en barrocas volutas, se encontraba un grueso libro. Su tapa lisa, la encuadernación vieja y gastada. Con solo tocarla mi mente se abrió más allá de los confines de la sabiduría humana y supe que en él se encontraba la respuesta a todas las preguntas. Lo tomé y me lo puse bajo el brazo. Así cargado, con el libro en el brazo siniestro y con ella tomada con el diestro seguí caminando hacia la salida del patio lateral. Pronto nos detuvimos ante un vallado de madera, que tenía más de dos metros de altura. Ella se puso ante mí, sacó una llave de plata en forma de crucifijo, la hizo girar en la cerradura y empujó la puerta. Salimos directamente a una callejuela. Ella sé hecho la caperuza sobre sus dorados cabellos y apurando el paso nos mezclamos rápidamente con la multitud.