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LA ZORRA DE TU MUJER

"Pilar estaba harta de su trabajo, ella se merecía algo mejor."

 

Ya no aguantaba más, el estrés era continuo. Las cosas no podían seguir así. En la empresa para la que trabajaba habían despedido a un compañero y la sobrecarga de faena era cada vez mayor, por lo que aquella insoportable situación no tenía visos de mejorar.

La presión en la oficina estaba afectando a mi vida personal. No sólo a mí individualmente, si no también a la relación con mi hija y con mi marido. Estaba siempre agotada, siempre irascible. Tarde o temprano acabaría pasando factura también a mi estado de salud. De hecho, la ansiedad empezaba a hacer que me costase conciliar el sueño por la noche.

Transmitir mis quejas al encargado no había servido de nada. Necesitaba dejar aquella maldita empresa y afortunadamente mi marido me apoyó a la hora de dar el paso.

Después de presentar la renuncia, lo primero que hice fue tomarme una semana de descanso. Luego me puse a buscar trabajo. Esa vez no pensaba coger lo primero que me ofrecieran, quería que mi siguiente trabajo fuese interesante, que supusiera un paso hacia delante en mi carrera y sobre todo, que se adecuase a mis obligaciones como madre. No fue fácil, llevó tiempo, pero al fin llegó mi oportunidad.

A primeros de junio respondieron a una de mis solicitudes. Me llamaron para concertar una entrevista. La empresa tenía unos cuarenta trabajadores y no estaba demasiado lejos. Además, la flexibilidad de horario que prometían me vendría muy bien para llevar y recoger a mi hija del cole.

No me puse nerviosa, de algo debía servir tener ya una edad. Eso sí, me daba mucho coraje reconocer que para que te vaya bien en una entrevista de trabajo, aparte de tener buenas aptitudes profesionales, es importante cuidar también tu apariencia. Cuando era joven y exuberante todo eso me daba igual. Sin embargo ahora, habiendo pasado los cuarenta, tendría que arreglarme antes de ir a aquella entrevista. Era muy probable que un señor calvo y barrigón fuera el encargado de elegir a la nueva e imponente diseñadora…

Alfonso, mi marido, estaba de acuerdo conmigo. Siempre dice que en lo primero que se fija la gente es en tu apariencia, tus modales, por eso es tan importante esa primera impresión. Así pues, mi marido insistió en que sacase provecho de mi belleza natural, incluso me recomendó ir aún más elegante y ceñida de lo habitual. Según él, esa forma de vestir denotaba seguridad y asertividad en una mujer. Yo no estoy de acuerdo, pero, para bien o para mal, tanto una cara bonita como un cuerpo esbelto puede influir en la decisión final, sobre todo en caso de duda entre dos candidatos.

Lo peor era que mi marido no dejaba de recordarme que en nuestra pequeña ciudad no había casi ofertas de lo mío. ¡Como si yo no fuera consciente de ello! Supongo que por eso al muy idiota no le importaba que, además de mi currículum, exhibiera también mis piernas en las entrevistas.

A mi esas situaciones me repugnan. Es denigrante que para conseguir trabajo una mujer esté obligada a ir impecablemente vestida y maquillada, como si eso importara a la hora de diseñar o supervisar la ejecución de un proyecto industrial.

Ojalá me entrevistase una mujer porque no pensaba ir echa un putón. De hecho, me puse una sobria falda de las que solía usar a diario y me maquillé muy discretamente, para disimular un poco las secuelas de la edad, nada más.

Por cierto, aún no me he presentado. Me llamo Pilar y tengo cuarenta y tres años. Soy una mujer alegre, optimista, inquieta y una lectora empedernida de novelas policíacas. La gente dice que tengo demasiado carácter, ese es mi principal defecto, que soy muy exigente conmigo misma y con los demás. Siempre me ha gustado ganar.

Físicamente, diría que me conservo bien, de hecho sigo usando una treinta y ocho de pantalón. Tengo el cabello castaño, pero como no tengo tiempo de ir a la peluquería lo llevo bastante corto. Mi rasgo más notable son unos ojos de un azul claro perfecto. Siempre fueron un buen reclamo a la hora de ligar, aunque la verdad era que mis grandes pechos ejercían una atracción aún mayor sobre el género masculino.

Aquella mañana combiné mi falda gris por encima de la rodilla con una blusa blanca y unos zapatos negros con poco tacón. Cuando me disponía a salir me miré en el espejo. A pesar de ser ya una mujer madura me vi bien. Aquella blusa vaporosa hacía resaltar mi pecho y la falda contorneaba mis caderas a la perfección. A decir verdad, me vi demasiado atractiva para una entrevista de trabajo, pero Alfonso dijo que estaba perfecta.

Lamentablemente, en cuanto me senté en el coche la falda se me subió mostrando casi la mitad de mis muslos. Comprendí entonces que me había equivocado de atuendo, pero ya no había tiempo para volver a cambiarme. “Tampoco es para tanto, con tener un poco de cuidado bastará”, me dije tratando de restarle importancia. A mi edad, con el rodaje acumulado, una no se pone nerviosa fácilmente.

Agradecí que no me hicieran esperar. De hecho, me llamaron exactamente a la hora indicada, cosa que me encantó. Eso sí, me extrañó encontrarme un chico en recepción en vez de la típica secretaria exuberante y charlatana.

Al entrar me recibió un hombre de aproximadamente mi misma edad. Era bastante alto, o eso me pareció a mí. Yo mido uno sesenta y poco. Al mirarle más detenidamente me di cuenta de que era más joven de lo que aparentaba, llevaba barba para parecer mayor.

El inconfundible olor de su perfume impregnaba todo el despacho. Lo reconocí al instante, BOSS Bottle. Aquel era un hombre elegante que cuidaba los detalles. He de reconocer que me alegré de haberme arreglado para la entrevista. De no haberlo hecho, me habría sentido fuera de lugar. Me fijé en que no llevaba alianza y deduje precipitadamente que ese esbelto galán debía ser homosexual. Eso también explicaría que hubiera un chico en recepción y no una mujer.

Antes de que nos sentáramos eché un rápido vistazo a su despacho. Era muy amplio, no obstante albergaba una gran mesa de reuniones y una zona de descanso con sillones y una mesa baja en el centro. Aquella empresa debía funcionar bien.

Se llamaba Alberto y me pareció un hombre amable y correcto en un primer momento. Me tendió la mano de forma respetuosa en lugar de darme dos besos.

― Sentémonos ―dijo.

No pude evitar fijarme en su trasero. ¡Qué desperdicio! Me dije convencida de su homosexualidad. Ni siquiera me había mirado las tetas.

Los sofás estaban colocados perpendicularmente justo enfrente de una gran cristalera que daba al aparcamiento. Las vistas no eran muy bonitas, pero era prácticamente como estar en una terraza, eso sí, sin el calor propio del mes de junio. Más bien hacía fresquito.

Nos sentamos cada uno en un sofá. Aunque Alberto tenía una visión perfecta de mis piernas, no me pareció que reparase en ello. Recordé entonces mi dilema cuando se me subió la falda en el coche, y me sentí un poco estúpida. De todas formas, debía estar alerta si no quería mostrar más de lo debido.

Alberto comenzó a hacerme preguntas triviales siguiendo el guión que llevaba escrito en un portafolio. Yo respondí con sinceridad a preguntas como: ¿cuál es tu canción favorita?, ¿dónde pasaste tus últimas vacaciones?, ¿participas en algún grupo de ocio o deporte?, etc.

Mientras conversaba con ese galán recordé cuánto le gustaba al pervertido de mi marido que me vistiera de forma provocativa. Ese inoportuno pensamiento me llevó a ladearme con disimulo para mostrar mejor toda la longitud de mis piernas. Estaba convencida de que al muy cerdo le hubiera excitado ver cómo me exhibía delante de aquel desconocido.

Percatándome de mi descaro, traté de centrarme en sus preguntas. Aquel era un momento clave para mejorar mi situación personal y profesional.

De todos modos, era inútil, Alberto no parecía interesado en mi sinuosa silueta ni en querer algo a cambio de darme ese contrato de trabajo. Cada vez estaba más convencida de que aquel tío era maricón. Comprendí con rabia que me estaba equivocando de estrategia.

La entrevista fue metiéndose en materia con preguntas cada vez más interesantes. Alberto me interrogaba con frialdad acerca de mis objetivos personales y mis expectativas sobre ese puesto de trabajo.

Aquel sofá no ayudaba, cada vez me hundía más. Empecé a estar incómoda, más preocupada de no enseñarle las bragas en un descuido que de sus preguntas.

Después, ese hombre me entregó un panfleto y me explicó a que se dedicaban y cuáles eran sus productos estrella. Se trataba de una empresa puntera en el diseño y fabricación de todo tipo de mobiliario urbano: zonas de juego para niños, máquinas de ejercicio para mayores, paradas de autobús y un largo etcétera.

Por último, Alberto se puso en pie y poniendo una caja de cartón sobre la mesa fue sacando con cuidado algunas maquetas.

Resultaba obvio que Alberto se sentía muy orgulloso de los diseños de su empresa. No dejaba de enumerar sus cualidades, así como los distintos premios y reconocimientos que habían ido logrando en los últimos años. Aquellos diseños eran eficientes obras de arte. Definitivamente yo deseaba formar parte de su equipo de ingenieros.

La entrevista continuó. Nos centramos en mi experiencia profesional, y ahí desplegué toda la artillería.

Alberto asentía con gestos de aprobación mi evolución dentro del mundo del diseño. Sin embargo, su lenguaje no verbal, sus gestos, denotaban que no era nada que no hubiera escuchado con anterioridad a otros candidatos. Eso me irritó, no pensaba rendirme tan fácilmente. Expuse mis conocimientos en idiomas y entonces Alberto me pidió que le enseñara mi titulación de Cambridge.

Siendo una mujer extremadamente previsora había preparado todo bien ordenado en una carpeta. Sin embargo, al abrirla varias hojas cayeron al suelo.

No fue apropósito, estaba nerviosa. No entendía que me pasaba. Yo quería aquel trabajo y no me iban a escoger. Hice un gesto rápido e instintivo para evitar que se cayeran todas, pero lo único que conseguí fue separar las piernas y que se me subiera la falda.

En un acto reflejo, Alberto se había agachado para recoger mis títulos esparcidos por el suelo. “¡Soy idiota!”, me dije crispada. Cuando de pronto, y contra todo pronóstico, le sorprendí mirando entre mis piernas. De pronto nuestras miradas se cruzaron. Alberto me miraba severamente, inexpresivo. “¡Qué hombre, por Dios!”, pensé desolada ante tanta masculinidad. Me quedé embelesada mirando aquellos ojos oscuros mientras mis papeles esperaban que alguien los recogiera. No acertaba a reaccionar, creo que ni si quiera llegué a cerrar las piernas.

Me sentí como una incauta gacela acechada por un guepardo agazapado entre la hierba alta y seca. Demasiado cerca de mi depredador para lograr escapar. Un salto y me convertía en su desayuno.

No había sido mi intención provocar aquella situación, pero supe advertir al instante que aquella era mi oportunidad. Quería trabajar en esa empresa, a las órdenes de ese hombre, pero debía controlar mi deseo. No quería parecer una fulana dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir ese trabajo, aunque fuera la verdad.

Aquello se me estaba yendo de las manos. Una cosa era un pequeño descuido y otra mostrar mi intimidad a un desconocido sin hacer nada por impedirlo. Pese a ello, no junté las rodillas, era hora de sacar la puta que llevaba dentro.

Me entró un sofoco asfixiante al darme cuenta de que Alberto no sólo no era gay, si no que probablemente en ese mismo momento se le estaría poniendo dura. Tuve el deseo de hacer a un lado mi braguita y mostrarle a aquel hombre lo excitada que estaba.

Logré contenerme, pero ya era demasiado tarde. Había dejado que aquel hombre me viera las bragas sin hacer nada por impedirlo y mi pasividad tuvo consecuencias. Veía la astucia en sus ojos, haciéndome sentir terriblemente deseada.

No podía ser, aquello no podía estar pasando. “Eso sólo ocurre en las películas”, me dije. Entonces Alberto tocó mi muslo con su mano y supe que aquella escena erótica era real y yo la protagonista.

Me acarició suavemente, con cautela, atento a cualquier reacción mía. No la hubo, estaba paralizada, como si el roce de su mano hubiese inoculado en mí alguna especie de toxina.

Debí haber dado un salto y haberme largado de allí, pero no lo hice, el deseo sexual se había apoderado de mí voluntad.

Aquel hombre fue deslizando lentamente su mano por el interior de mis muslos. Su ofensiva me hizo respirar jadeante, alzando mi pecho exageradamente con cada bocanada de aire. Gemí, un poquito nada más, pero no me moví, continué con las piernas abiertas como una auténtica puta.

Yo no pensaba llegar tan lejos, pero la oportunidad de parar dignamente hacía tiempo que había pasado. Aquel ejecutivo acariciaba ya el sexo de una mujer casada que no hacía nada por impedírselo. “Si mi marido pudiera ver cómo me dejaba tocar”, pensé terriblemente excitada.

Alberto comprobó por sí mismo lo mojada que estaba mi braguita, hacía rato que mis fluidos manaban sin control. Estaba a merced de aquel hombre, necesitaba que taponase urgentemente el torrente que amenazaba con desbordar mi ropa íntima.

― El trabajo es tuyo ―dijo de repente sacando la mano de entre mis piernas― Eres justo la persona que estaba buscando. Ya puedes irte si quieres.

― ¡Cómo! ―dije sin entender de qué coño me estaba hablando.

La frialdad de sus palabras contrastaba con la intensidad con que me miraban sus ojos oscuros, apenas quedaba rastro de disciplina en ellos.

― Mañana tendrás redactado tu contrato a primera hora.

Estaba perpleja. Yo me moría de ganas de sacarle la polla y él me venía con esas.

― No puedo venir antes de las nueve y media ―dije irritada― Tengo que llevar a mi hija al colegio.

― No hay problema. También puedes marcharte antes para ir a recogerla ―contestó tranquilamente mientras olía en sus dedos el aroma de mi sexo― Aunque tendrás que completar tu jornada desde casa, ¿de acuerdo?

― ¡No! ―contesté perdiendo los nervios― ¡No pienso irme de aquí sin que me folles! ¡Calientabragas de mierda!

Joder, estaba furiosa y… a punto de correrme. Inconscientemente apreté los muslos con todas mis fuerzas y tuve un orgasmo delante de él.

Alberto esbozó una sonrisa visiblemente encantado con lo insólito de mi conducta.

Me recosté estremecida entre intensos temblores y jadeos.

― ¡Vamos! ―le exhorté al tiempo que volvía a separar las piernas.

Entonces el que ya era mi jefe volvió a meter la mano entre mis muslos y retomó sus caricias sobre mi encharcada braguita.

Ya no me reprimí, suspiré loca de placer. Aquel tipo sabía cómo tratar a una mujer. Cuando se cansó de toquetear mi coño, me dasabrochó la blusa y el sujetador. El lametón enroscando que dio sobre mi pezón me hizo elevarme dos metros del sofá.

Mis gemidos perdieron su timidez inicial anunciando lo necesitada de polla que estaba. Me subí la falda antes de que Alberto apartase a un lado la goma de mis braguitas, no quería que se mojara.

Aquel tipo me comía las tetas como un lobo hambriento, y yo empecé a buscar su polla con desesperación.

― Tranquila, no dejaré que te vayas en este estado ―me informó mi jefe.

Poco a poco me había ido escurriendo en el sofá, cosa que por fin aprovechó para quitarme las bragas. Me las bajó despacito, mirándome a los ojos, disfrutando de su dominio sobre mí. Me tenía a sus pies.

Cuando empezó a acariciar mi clítoris con sus dedos entré en éxtasis. Mojé sus dedos, el sofá, mi culo, todo… Estaba chorreando. Al masturbarme, mi respiración se tornó tan profunda y agitada que no tardé en gemir de nuevo.

Entonces le vi meter la cara entre mis piernas y casi me da un infarto. Aquel canalla hizo que me saltaran chispas del coño. Lo lamió enterito.

No tardé en correrme. Todo mi cuerpo entró en tensión y mi sexo le estalló a mi jefe en plena cara.

Cuando logré abrir los ojos vi a Alberto de pié justo delante de mí, esperando. Estaba arrebatador, pero no sólo por su soberbia musculatura, si no por la imponente erección que exhibía ya fuera del pantalón de su traje hecho a medida. Afortunadamente mi nuevo jefe tenía una buena polla.

La agarré con fuerza y di unos largos lametones a lo largo del grueso tronco. No podía dejar de sonreír como una boba. Sin duda era el mejor regalo de empresa que me habían hecho en toda mi vida.

No estaba dispuesta a quedar mal en mi primer día de trabajo, así que me empleé a fondo. Sé de sobra cómo hacer una buena mamada.

Primero le miré a los ojos con su enorme polla entrando y saliendo de mi boca. Después me detuve a masajearle los testículos. Se me hacía la boca agua al sentir su miembro golpear mi paladar, pero llevé cuidado de no hacerle daño con los dientes, cosa difícil con una polla tan grande llenándome la boca.

Alberto me regaló los oídos con sus lujuriosos comentarios: ¡Qué bien la chupas!; Has practicado mucho, ¿verdad?; Tendrías que incluirlo en tu currículum; Experta en sexo oral…

En ese momento me retiré, sonreí y le anuncié que todos los lunes me encargaría de que empezase la semana con una sonrisa.

A él le pareció una gran idea, pero me pregunto qué contraprestación pensaba solicitar a cambio.

― Todo el semen que tengas ―me relamí― Te sacaré hasta la última gota.

Aquello hizo que se le pusiese durísima. “Se va a correr”, pensé. Sin embargo, Alberto me cogió por el brazo y me echó de bruces sobre su mesa.

Estaba tan mojada que su miembro entró con asombrosa facilidad. Aún así, Alberto me dejó boquiabierta de la impresión. Ese hombretón usaba una talla más de polla que mi marido.

A partir de ahí, su cortesía se esfumó. Empezó a clavármela con todas sus fuerzas, propinándome unos estruendosos golpazos que debieron oírse en todo el edificio.

Me ruboricé al acordarme del chico de recepción. Sin duda el muchacho estaría escuchando los golpes de Alberto contra mis nalgas, deduciendo que su jefe me estaba entrevistando en profundidad. Además, con la gran cristalera del despacho de Alberto era como si me estuviera follando en la calle. Veía delante de mí coches y camiones que iban y venían, mientras que una polla lo hacía dentro de mí.

Paradójicamente, fui yo quien anuncié que me iba a volver a correr. Le urgí que me llenara de semen, informándole sin ningún pudor de que llevaba puesto un DIU.

En cuanto Alberto me oyó rugir de placer empezó a ensartarme con más rabia todavía. Apenas serían unos pocos segundos, pero creí que me iba a mear encima si no me moría antes de gusto.

De repente me dio tres agónicos arreones al grito de “puta” y su ardiente elixir me inundó alargando de paso mi propio clímax, el tercero de aquella mañana.

Resollé incapaz de creer lo que había pasado. Llevaba doce años casada, pero tenía el miembro de otro hombre dentro de mí. Había salido de casa para ir a una entrevista de trabajo e iba a regresar repleta de semen. En una hora tenía que ir a recoger a mi hija al cole y tendría que disimular el temblor de piernas delante de las otras madres.

Después de haberme follado como un bruto, Alberto me recompensó con unos cariñosos besos detrás de la oreja, en el cuello, sobre mis hombros, por toda la espalda… Después de dejarme vacía, Alberto me recompensó amasándome las tetas con deseo… Después de ensuciarme, Alberto sacó una caja de pañuelos de papel, y él mismo limpió el esperma que rezumaba de mi sexo.

Cuando terminó, me volví y le besé con toda mi alma.

― Espera ―susurré.

Aquella no era forma de terminar el mejor polvo que me habían echado en muchos años, ni hablar. Me puse en cuclillas y empecé a limpiar a lametones los últimos vestigios de su erección. Como se suele decir, es de bien nacida ser agradecida.

Un mes después ya me había divorciado. En aquella entrevista no sólo conseguí el trabajo de mis sueños si no también un nuevo y maravilloso marido.

Datos del Relato
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