A día siguiente, durante las dos horas que pasábamos en el gabinete haciendo los deberes, me preguntó en voz baja:
-Ayer te mojaste todo el pantalón ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes? – pregunté sorprendido.
—Lo sé y basta.
—Eres muy lista. ¿Y qué?
—Pues que nos hemos salvado de milagro.
—¿Por qué?
—Porque tengo la regla desde hace dos meses. ¿Te imaginas lo que hubiera pasado si llegas a dejarme embarazada?
—Uf – exclamé – pero ¿Si sólo tienes doce años?
—Me falta un mes para cumplir trece, tonto.
—Casi no me lo puedo creer – comenté con la cabeza hirviéndome de ideas encontradas y sin saber darles explicación.
—¿El qué? – quiso saber mirándome con su angelical sonrisa.
— Pareces más inocente que un bebé, ¿cómo es posible que sepas tantas cosas?
—Y tú pareces tonto. Me interesa que lo crean así. Además, las mujeres siempre sabemos más que los hombres. Por algo os traemos al mundo.
—Pero tú ya lo habías hecho antes, no mientas.
—Eso no importa. Lo que importa es que ya no podremos hacerlo más sino te pones un condón.
—Claro, como que a mí me iban a vender un condón en la farmacia en cuanto lo pidiera. Estás tu lista.
—Tú te lo pierdes – respondió tan fresca.
—¿Es que tampoco te lo podré chupar más? – pregunté ansioso.
—¡Ah! Si te conformas con eso.
—Menos es nada – respondí con tristeza.
Debió de hacerle gracia la respuesta y mi cara de pena porque comenzó a reírse a carcajadas y tuvo que contenerse con las manos en la boca para que no la oyeran desde las habitaciones.
Movió la cabeza y sus largas trenzas rubias se le cayeron sobre las ya bien formadas tetitas y con un nuevo movimiento de cabeza se las echó de nuevo a la espalda, mirándome tan provocativa como nunca lo había hecho hasta entonces.
— Ahora mismo podía caérseme un lápiz al suelo – informé esperanzado.
—Mejor que no. Están todas en casa.
—Las sentiremos llegar.
—No quiero sorpresas. Ya te avisaré.
—¿Cuándo?
—Cuando yo te lo diga. ¿De acuerdo?
Y, sin darme tiempo a responder ni la oyéramos llegar, se abrió la puerta de golpe y entró mi tía Chelo para decirnos que teníamos la merienda en la cocina. Nos levantamos al mismo tiempo. La mirada que me dirigió la nena era todo un poema. Tenía toda la razón. No me quedaba más remedio que tener paciencia y barajar.
No se presentaban muchas ocasiones de quedarnos solos en casa. Un día, o como mucho dos días a la semana, coincidía que todos tenían algo que hacer en la calle. Entonces me hartaba de comerle el coño. Tenía una leche tan espesa como el engrudo que yo consideraba afrodisíaca porque cada día sentía más ansia de ella.
Yo me la tragaba ardiendo de pasión y deseo, pero ella paraba de chuparme justo en el momento en que se corría y yo, como suele decirse, me quedaba a la luna de Valencia. Otras veces, la muy lagarta, si veía que yo me adelantaba, me cortaba el orgasmo en seco apretándome los testículos hasta hacerme daño.
—Oye – le dije en cierta ocasión – yo me trago tu leche muy gustoso. No me da ningún asco ¿Es que a ti te da asco la mía?
—No sé, no la he probado nunca.
—¿Qué no la has probado nunca? No mientas, preciosa. La próxima vez, cuando yo me trague la tuya ¿harás tú lo mismo con la mía?
—Veremos – fue todo lo que pude conseguir que prometiera.
Cuando la ocasión se presentó volví a insistir. Ella no dijo nada, se metió la polla en la boca y yo le comí el coño hasta que la sentí gozar. Aspiré con fuerza su vagina esperando sentir el dolor de su apretón en los testículos, pero no, saltó el primer borbotón en su boca y la sentí tragar haciendo un esfuerzo, y el segundo, casi seguido le produjo bascas, pero siguió tragando hasta dejarme seco y, al final, aspiró la polla hasta sacarme de los testículos toda la leche que restaba.
Al sentir deslizarse por el canal los últimos restos de leche, el placer fue tan agudo que casi pierdo el sentido.
Se sentó encima de mi estómago, se inclinó sobre mí con un chorrete de esperma cayéndole por la comisura de los labios y me besó metiéndome la lengua hasta la garganta. Era una putita aquel angelito del cielo. Luego, pasándose la lengua por el chorrete para limpiárselo me preguntó con una sonrisa pícara:
— ¿A que te sabe la mía?
—A caviar y es tan salada como la mía - respondí acabando de limpiarle la boca con la lengua.
Nos interrumpieron cuando volvíamos a empezar de nuevo. Mala suerte.
Mala suerte porque de metérsela nada de nada. Ni siquiera la puntita. O condón, o no había manera de volver a follarla.
Tuve que ingeniármelas para agenciarme un condón de un chico mayor, medio amigo, que antes de dármelo quería saber con quien lo iba a usar.
Tuve que decirle que pensaba ir de putas. No sé si me creyó, pero me dio uno y me lo guardé en mi pequeña cartera. Cuando se lo dije a Marisa me preguntó:
—¿No estará usado?
—No, es nuevo – le dije enseñándoselo.
Lo miró de un lado y del otro. Movió la cabeza afirmativamente y dijo:
—Vale.
Tuvimos que esperar toda la semana antes de poder utilizarlo. Cuando estuvimos debajo de la mesa, rompimos el envoltorio y se empeñó en ponérmelo. Me apretaba como un demonio y cuando al final se desenrolló del todo faltaban más de tres dedos para que llegara hasta la raíz.
Lo estiró un poco y lo único qué consiguió fue romperlo y que la roja cabeza quedara al descubierto.
—¡Maldita sea! Pero ¿por qué tienes que tenerla tan grande? – comentó enojada – Mira lo que ha pasado.
—Si no lo hubieras estirado...
—Eso, so memo, para que se me quede dentro con leche y todo, ¡serás borrico!
—Bueno, no te enfades – comenté acariciándole el coñito – Te la sacaré antes de correrme.
—Ni hablar. Sin condón, nada de nada.
No hubo manera de convencerla. Pero mi caricia en su coño la había puesto caliente y nos chupamos hasta quedarnos secos… bueno, por lo menos yo, porque ella parecía tener dentro del cuerpo unas reservas como las de un pozo petrolífero saudí.
Tenía la lengua en carne viva, el frenillo bajo la lengua inflamado, los morros hinchados como si los hubiera restregado contra una lija del cuatro. Esto no puede ser, me dije, tengo que encontrarle remedio sea como sea.
Me decidí a comprar un condón y armado de valor me dirigí a una farmacia situada al otro extremo de la ciudad. A ver si a un niño de 12 años podían venderle un condón, por lo menos en aquellos tiempos.
Llegué sudando y entre decidido… y volví a salir más decidido todavía porque inmediatamente detrás de mi entró una señora en estado de buena esperanza.
¿Qué hago? – me preguntaba nervioso y atribulado – ¿Busco otra farmacia? ¿Espero a que salga -la embarazada?
Atisbando desde la otra acera decidí esperar. Con los nervios a flor de piel tuve la impresión de que la señora había decidido dar a luz en la botica. Cuando por fin la vi salir, entre decidido.
-- ¿Qué desea? – preguntó el farmacéutico un hombre no muy mayor.
-- Esto, pues verá… deseo un... una profiláctica – respondí echando mano de mi léxico más profesional.
-- ¿Del 3 o del 4? – me pareció ver en sus labios una sonrisa irónica.
-- No, de seis o del siete – respondí sin saber que aquello iba por números como los zapatos.
Soltó una carcajada, se inclinó y sacó un condón sin envoltura como el que se me había roto y lo puso con todo descaro encima del mostrador. ¿Pero cómo? – pensé mirando el círculo -- ¿Es que también los venden usados?
--¿Cuánto vale?
-- Veinte euros.
-- Perdone, me… me… he dejado la cartera en casa -- y salí disparado hacia la calle.