LA VIRGEN DE LA INOCENCIA
Primera parte.
Marisa, la hija de doña Luisa, estudiaba en un colegio de monjas cercano a nuestra pensión. Tenía doce años, era rubia, de ojos azules, con unas trenzas que le llegaban a la cintura y una carita tan inocente y virginal como la de un querubín. La expresión de sus ojos era tan cándida e inocente que todos los vecinos la trataban como si en efecto fuera la mismísima Virgen María. Se hacía querer y uno sentía ganas de protegerla de no se sabía qué. Era tan modosita y tan angelical que daba la impresión de haber salido de un cuento de hadas.
Por mi parte ingresé en un colegio particular. Ya no tenía que ir a misa ni levantarme a las siete de la mañana. En el nuevo colegio nos daban clases profesores de paisano, nada de sotanas de las que estaba hasta la coronilla. Entrábamos a las nueve, salíamos a la una, volvíamos a entrar a las tres y regresábamos a casa a las seis. Un horario bastante decente, pero sin recreos. Me quedaban muchas más horas libres que en el colegio de frailes.
Hacía los deberes en el gabinete, sentado frente a la angelical Marisa. No había pasado una semana que ya estaba enamorado hasta las cachas de mi preciosa y seráfica compañera que, por entonces, preparaba el curso de ingreso al primero de Bup. Era muy tímida, no se atrevía a mirarme con sus preciosos ojos azules de pestañas largas y curvadas. Y yo, por hacerme el simpático, hacía tantas payasadas que ni Charlot las hubiera mejorado. Se reía con una risa tan cantarina como un cristal de Bohemia. Me tenía embobado. Lástima que fuera tan apocada.
Un día me miró fugazmente, bajó de nuevo los ojos con timidez y continuó con sus ejercicios y una media sonrisa en los labios que acabó de embobarme.
Si mal no recuerdo creo que fue al día siguiente mientras realizaba un dibujo a lápiz que exclamó de pronto:
— ¡Vaya por Dios!
— ¿Qué pasa, Marisa? – pregunté levantando la cabeza.
— Se me ha caído el lápiz en la alfombra.
— No te preocupes, yo te lo recojo.
—
Me agaché bajo la mesa, mirando a un lado y al otro buscando el lápiz. El lápiz no aparecía, pero lo que sí apareció ante mis atónitos ojos fueron sus muslos tan separados que se le veía claramente, al no llevar puestas la braguitas, el imberbe y carnoso sexo, tan cerrado como el de la virgen que seguramente era.
Mi corazón se paró un segundo, encabritándose luego como un potro salvaje, aunque no fue lo único que se encabritó.
¡No podía ser! ¿Cómo era posible? Mi inocente alondra, mi virgencita de ojos cándidos y azules me estaba enseñando su delicioso coñito con todo descaro. No podía creerlo, pero no había más remedio. Lo tenía delante de mis narices.
Hipnotizado como un pajarito por una serpiente, estuve un buen rato mirando sin moverme. Un buen rato estuve sin que ella hiciera otra cosa que balancear sus preciosas y rellenitas piernas. Tenía unos muslos regordetes fantásticos, pero el chumino era de una perfección fidiana. Y de pronto la oí exclamar:
— ¡Uy, qué tonta soy, si lo tengo en la falda!
En vez de aproximarme y acariciárselo, que era seguramente lo que esperaba, salí de debajo de la mesa colorado como una guindilla. Me senté mirándola de refilón, esperando encontrar algún signo de turbación. ¡Una mierda! Se mostraba tan angelical como si acabara de comulgar.
Se mordía la punta de la lengua mientras dibujaba de nuevo, tan seráfica y encantadora como siempre. Ya no podía concentrarme en mi ejercicio. Intentaba mirar las letras pero no las veía. La miraba furtivamente de cuando en cuando esperando no sé qué. Me dije que, si volvía a caérsele el lápiz, no me quedaría hipnotizado de nuevo. Lo que pensaba hacerle no es para contarlo, pero no pararía hasta que se le saltaran las lágrimas de placer e hiciera palmas con las orejas. Pero no se le cayó. Sin embargo, la oí preguntar sin levantar la cara del dibujo:
— ¿Te ha gustado?
—¿El qué? – pregunté como un imbécil.
Y sin levantar la cabeza del dibujo, susurró:
—Lo que has visto debajo de la mesa, tonto.
—Ya lo creo.
—¿Y por qué no me enseñas el tuyo?
Me quedé como el que ve aterrizar un extraterrestre en su dormitorio. Pero me repuse rápido. Me saqué la tiesa verga y, en un momento de inspiración, comenté:
—Se me ha caído el lápiz en la alfombra.
Dejó el dibujo, se deslizó de la silla al suelo y me quedé esperando muy excitado. Supongo que es fácil de comprender. La oí que exclamaba en voz baja con asombro:
—¡Madre mía! ¿Esto que es?
—¿Cómo que esto que es? – repetí alelado
Permanecí en silencio. No sabía que decir.
De pronto sentí sus deditos recorriéndola de arriba abajo, estirando el prepucio hasta que todo el glande quedó al descubierto. Uffff… que deditos más suaves, que caricia más tierna… Me incliné en la silla hacia atrás para ver que hacía y vi que se la acercaba a la boca intentado tragarla. Solo pudo meterse la punta del glande pero lo chupó como si fuera un pirulí… de La Haba que son los más gustosos, según aseguran las entendidas.
¡Por Júpiter Capitolino! Aquella angélica y seráfica criatura de doce años me la estaba chupando con más ansia que Doña Nuria de quien algún día les contaré la historia. Casi se tragó el glande entero, volvió a soltarlo y se pasó la palma de la mano por los labios húmedos de saliva. Ya no esperé más. Me deslicé bajo la mesa y le pregunté:
—¿Quieres que yo te…? – no tuve tiempo de acabar la pregunta.
—Bueno –respondió tan tranquila.
Y allí, debajo de la mesa, sobre la alfombra, se montó encima de mí boca a horcajadas separando sus preciosos muslos para dejar delante de mis narices su cerrada almeja de virgen. La abrí con los dedos.
Su carne íntima tenía un color rosa intenso y un sabor al famoso bivalvo de Carril delicioso. Acaricié con la lengua su encantador botoncito, o por decirlo científicamente, su clítoris, duro como un garbanzo crudo, y comenzó a temblar y a estremecerse en cuanto se lo aspiré titilándolo con la lengua.
Se corrió en seguida y volvió a correrse de nuevo antes que yo. Ella rezumaba un zumo del color de la leche condensada, pero salada y ligeramente amarga… que me encantaba tragarme. Mi miembro saltó en su boca como un caballo salvaje y ella lo agarró con las dos manos por la raíz para mantenerlo quieto, mientras seguía tragando con el ansia de un sediento; hasta que sentimos pasos por el pasillo.
Volvimos a nuestras sillas como rayos, enfrascándonos en los deberes tan intensamente como si tuviéramos que resolver arduo problema de física cuántica.
<< ¡Joder – pensaba para mi coleto – vaya con la virgencita de los cojones! Seguro que la han follado más veces que yo a Doña Nuria. La próxima vez me la tengo que cepillar. Tiene una abertura pequeña, pero ya se la agrandaré. Seguro que le gustará.>
La puerta del gabinete se abrió y entró Doña Luisa, su madre, con la merienda de la nena. Su vasito de leche, su tostadita con mantequilla y mermelada y una servilleta azul celeste que hacía juego con el vestido de raso y organdí de la preciosa criatura.
La nena, con virtuosos modales dignos de una novicia, apartó los libros y el bloc de dibujo para merendar despacito y con mucha corrección… Todo un poema.
Yo miraba a la buena señora de refilón. No tendría más edad que Doña Nuria, pero aún era más guapa que la catalana. Era tan rubia como la hija, con unos ojos azules impresionantes, grandes y rasgados, y unas facciones que, sin ser tan angelicales como las de la nena, eran mucho más perfectas.
El cinturón de charol brillante que ceñía su vestido negro, marcaba una cintura tan fina y estrecha como la de la difunta Marilyn Monroe. El óvalo de su rostro era impecable, su piel tenía el color de la nieve, y los labios tan bien dibujados y con la misma forma de corazón que los de La Virgen del Jilguero de Rafael, aunque para mi gusto estaba mucho más cachonda que el famoso cuadro
Pero sobre todo, bajo la falda negra, se destacaban unas ancas de potranca joven y unas piernas tan bien formadas que no se necesitaba ser adivino para profetizar la perfección de las columnas que sostenían el templo de Venus que ocultaba la negra tela del vestido. Pensé que debía tener un sexo maravilloso, gordito y sabroso como un percebe… ¡Señor, Señor, con lo que a mi me gustan los percebes!
Pero a mí, de momento, sólo me interesaba la hija. Aquella angelical criatura escondía, bajo sus delicadas facciones y una mirada más pura que la inocencia, un torrente de lujuria tanto o más potente que mi lascivia.
Sentada al lado de su hija, la madre se preocupaba de limpiarle la boquita, aquella boquita que acababa de hacerme una mamada tan elegante y perfecta que me dejó secó y asómbrense… ni un chorrito blanco por la comisura de los labios… en bomba aspirante en perfecto estado de funcionamiento. Fue Doña Luisa la que me preguntó:
—Tito, ¿cómo van esos estudios?
—Por ahora bien – respondí mirando sus grandes ojos azules con timidez más que calculada.
—Me alegro, de verdad que me alegro. Espero que ayudes a Marisa siempre que puedas. Supongo que no te importará ¿verdad?
—No, señora, al contrario, me encanta ayudarla ¿verdad Marisa?
—Si, me ayuda mucho, es muy amable – respondió tan modosita como siempre y sin levantar la vista del vaso.
—¿Y tú – me preguntó recogiendo el vaso y el platillo de la merienda – ya has merendado?
—No, señora. Ahora no tengo apetito, pero me han dejado la merienda en la cocina – respondí, mientras pensaba espiarla la próxima vez a través de la cerradura del cuarto de baño.
—Bueno. Os dejo con vuestros deberes. También yo tengo que salir. Supongo que no os importará quedaros solos un ratito. Solo voy a Correos a echar una carta para mi hermana.
—Mi abuela tampoco tardará mucho en regresar – mentí con todo descaro, sabiendo que cuando salían de visita tanto ella como mi tía Chelo no regresaban hasta la hora de cenar.
—Bueno, pero de todas formas será mejor que cierre con llave. Sed buenos.
(No sabe usted lo buenos que vamos a ser – pensé para mi coleto – porque en cuanto la oiga bajar las escaleras me voy a pasar de bueno)
muy buen relato heeee, me gusto mucho