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La vida de Eve

Tenía ganas de aprovecharme de la dulce soledad derivada de una reciente ruptura con mi novio Pablo que, tras un tiempo de rencillas, al fin conseguí que desapareciera por unos días en lo que se nos ocurrió llamarlo “un descanso”. Hacía varios meses de eso y, sin duda, me estaba adaptando de maravilla a esa libertad que, si bien ofrece un sinfín de oportunidades con otros hombres, en realidad lo que regalaba era la ausencia de ellos. Y, afortunadamente, mis juguetes no daban el coñazo.



Vestida de oficina, con falda de tubo y chaqueta oscuros, y unas medias perla que hacían resaltar mis Blanik morados, aparqué el coche a una manzana y caminé hacia el portal de mi casa en movimiento presto y forzado. La falda apresaba mis rodillas, y las prisas obligaban a mi cuerpo a contornearse para delicia de algunos mirones. Justo en mi edificio habían empezado unas obras de remodelación que aglutinaba unos cuantos obreros en posición de descanso, bocadillos en mano, y soeces en ristre: “Eh, preciosa, si fueras mi madre papá iba a dormir en el sofá…”, “Niña, tu casa debe estar en obras, porque no veas qué polvo tienes…”, “¡Joder qué curvas… y yo sin frenos”…



Reconozco la gracia de estos tipos que, probablemente, volverían a casa después de trabajar muy duro para encontrarse con unas esposas horrendas, obesas y sudorosas, así que con cara de ofendida pero mostrando una risa muy sutil en la comisura de mis labios, dejé ir un leve “cochinos”. En realidad estaba bastante acostumbrada ya a escuchar este tipo de guarradas frente a las obras urbanas, pero aun así sentía cierta simpatía por su situación y, si se me permite la intimidad, hasta podían ponerme caliente en esos días del mes. En un solo fotograma de mi imaginación me los imaginaba corriéndose todos en mi cara en un improvisado bukkake. Un asco en verdad.



Al llegar a mi rellano resultó que las obras se hacían justo frente a mi puerta. Recordé entonces que, efectivamente, la señora que habitaba ese piso lo había vendido y, probablemente, estarían renovándolo por completo. Mientras introducía mi llave en la cerradura me resistí a mirar atrás, pero pude sentir cómo clavaban su mirada esos poetas callejeros. Ni siquiera el ruido de los trabajos iba a interrumpir mi proyecto de baño y la copa de Cavernet que lo acompañaría.



Pasaron los días y las obras eran cada vez más molestas y ruidosas. Incluso alguno de las paletas se permitía de vez en cuando llamar a mi puerta para solicitar que les llenara un cubo de agua o que les prestara mi aspiradora. Yo nunca hacía preguntas, me limitaba a ser cortés y a expulsar de mi intimidad a cualquier extraño ajeno al momento. “Gracias señora”, me espetó muy respetuosamente el último que me pidió algo, como si cada tarde no me follaran todos con la mirada, y como si sus piropos fueran grandes citas de Plutarco. Y entonces, aquella tarde, llamaron al timbre una segunda vez. Cuando abrí la puerta, un tipo de metro noventa, corpulento, sucio y maloliente dio rápidamente un paso al frente para poseer el umbral. A este no lo había visto aún. Parecía el capataz o como se llame el jefe de los obreros, iba con un peto azul, sin camiseta, unas Martins enormes, y una cara de baboso que tiraba para atrás. Es cierto que estaba cachas de cojones, pero juro que me estaba dando mucho asco tener a ese gorila delante.



-“Señora, perdone que le moleste, soy Paco, el encargado de las obras que tiene delante de casa. Mi jefe me ha pedido que le dijera que sentimos mucho el ruido, y que le agradezca su comprensión”.



Lo cierto es que cuando ya estaba a punto de soltarle un grito para que retrocediera, resulta que solo quería ser amable conmigo. Relajé los hombros y le respondí que todo estaba bien, que esperaba que acabaran rápido.



-“Ah, por cierto, si alguno de mis hombres le pide agua o cualquier cosa, no les haga caso, solo quieren verla a usted contorneándose mientras va a buscarlo”.



De golpe me cabreé mucho, cogí carrerilla para empujar al gigante fontanero, y el impulso más fuerte que he propinado en mi vida lo apartó un solo palmo hacia atrás. Lo justo para dejarlo más allá de mi puerta. “¡Buenas tardes, capullo!” Le solté antes del portazo.



El destino me preparó una sarcástica paradoja cuando, unas dos semanas más tarde, estando con unas amigas en un local de copas en el centro de la ciudad, pude vislumbrar a Paco unos cuantos metros más allá, bailando y pasándolo bien con unos colegas acompañados de sendas chonis con el pelo frito y ataviadas de mercadillo. Afortunadamente, no me vio, y no tuve que hacerme la “encantada de verlo”, así que me escurrí en mi asiento lo mejor que pude y seguí disfrutando de mi ocio noctámbulo. Es verdad que la conversación que estábamos teniendo nosotras tampoco era de taller literario, hablando del sexo con las respectivas parejas, de si a una le gustaba tragarse el semen de su novio, de si a otra le dolía la penetración por la oscura retaguardia... cosas que, en realidad, me importaban poco, puesto que en mi situación actual no me apetecían los detalles conyugales. Acabé rayándome, me excusé ante las colegas y me levanté para disfrutar del aire libre de la terraza del mismo local. La noche era fresca y la brisa llenaba mis pulmones con aire puro, así que decidí intoxicarlo con un cigarrillo. No me dio tiempo a encenderlo y una mano desconocida lo hizo por mí, con un Zippo que presentaba la bandera de España ondeando en un mástil. Solo me faltaba eso.



-“Nunca te había visto por aquí”, susurró una voz al oído. Una voz que me era familiar y que enseguida relacioné con la imagen del paleta enorme y desangelado que arreglaba la casa de mi vecina, y también con la silueta del personaje del que hacía unos minutos intentaba escabullirme. Efectivamente, Paco se había separado de su tropa poligonera para saludar a la pija de turno. No creo que eso le gustara a su chica.



-“¿Por qué crees que soy un capullo?” Me preguntó, imagino que de forma retórica.



-“Ah vaya, eres tú, no te había visto. Siento lo de capullo, estaba de mala leche”. El tipo seguía teniendo una cara desagradable, ruda, muy marcada por los golpes que la idiosincrasia de su barrio le debían haber propinado pero, ahí de pie, con una camiseta blanca ajustada que marcaba sus músculos desarrollados, y unos vaqueros del Mercadona, el tío podía dar el pego si lo veías de lejos. Entendí entonces que el gorila me había estado siguiendo con la mirada por todo el local para coincidir conmigo aquí y ahora. Me hice la interesante y exterioricé mi fachada más sexy pero de forma muy sutil, sin mandar mensaje alguno. Apoyé la espalda en la pared y crucé los brazos sobre mi torso de forma que cada calada de mi cigarrillo se hiciera más fácil y en un menor recorrido. Esa es una pose de putón de puerto, lo sé, pero tampoco me importaban mucho las formas en ese momento. Mi escote era recatado y la falda me cubría muy bien por encima de las rodillas. Además, seguro que este tío, si de algo estaba acostumbrado, era de las meretrices baratas y de moral laxa.



-“Me imagino que las niñas pijas y estiradas como tú no se relacionan con gente de mi calaña, ¿me equivoco?”



-“No sé qué quieres decir, tío. No soy una pija, y tampoco una estirada”, le respondí algo incómoda. “Mira, me largo a casa porque entre mis amigas y tú me vais a dar la noche”.



-“De acuerdo, demuestra que no eres una niñata. Deja que un paleto te lleve a casa”, me lanzó el tío con gran seguridad en sí mismo.



-“¡Vaya tela!”. No supe qué más decir. Bajé las escaleras de la terraza que llevaban directamente a la calle, y Paco me siguió para invitarme a subir a su coche, una pickup de Toyota tan grande como su ego. Si el tío se creía que esta noche se iba a meter en mis bragas, lo llevaba claro. “Oye, acepto que me acompañes porque eso te hace feliz, pero no te creas que te estoy dando ninguna oportunidad para nada más”.



-“Tranquila señorita, ya sé que usted solo folla con modelos de Wall Street”.



-“Lo has pillado”, le solté irónicamente.



Esa misma noche, en casa, frente al televisor, eran ya las 3 de la madrugada, y no dejaba de darle vueltas a los motivos por los que ese circunspecto personaje habría insistido en traerme de vuelta, sabiendo perfectamente que jamás podría aspirar a tirarse a una mujer como yo. Creo que debió pensar que “esta pija es una chica demasiado decente y virtuosa”, y que compartir fluidos conmigo hubiera sido una gesta que al día siguiente podría compartir con su grupo de juglares. De momento, lo que estaba muy claro tras haberme mirado el interior de mis bragas, y haberme tocado los labios del coño con los dedos, es que en el viaje de vuelta me había estado mojando más de lo que quisiera. Un secreto que me llevaría ahora a la cama, pero después a la tumba.



Pasaban los días entre martillazos y cánticos sureños, y cada vez que entraba o salía de mi apartamento se paralizaban las obras y el grupo de académicos repasaba mi indumentaria por si podían apreciar, o al menos, imaginar, algo de carne bajo mi tela. Era bastante desagradable y muy incómodo. A veces me sentía incluso violada, pero sabía que cualquier reproche derivaría en un cachondeo conjunto. Paco era el único que no paraba su trabajo, y hasta en alguna ocasión ordenaba un poco de compostura a sus colegas. Al ser consciente del detalle, esa mañana le miré fijamente durante un solo segundo y le sonreí sin detenerme. Mientras seguía caminando me arrepentí de haberlo hecho, de ofrecerle un momento de empatía o atracción. Y entonces recordé que yo llevaba ya 4 meses sin echar un polvo, y que ese primate enorme y pueblerino era lo más parecido a un hombre con el que había hablado desde entonces.



Por la tarde me sorprendió mucho el sonido del silencio, imaginé que, por alguna razón, ya se habían ido todos a casa tras un día de duro trabajo. Me relajé y abrí el agua de la ducha mientras me quitaba la ropa lentamente perdida en pensamientos del trabajo, y de las tareas para el día siguiente. Y entonces, cuando ya estaba únicamente en bragas, sonó el timbre de la puerta. No podía ser, joder. Hoy que había tranquilidad en el piso de enfrente, ¿y me iban a dar la lata los putos vecinos? Pillé mi bata de algodón trenzado y me la cerré muy bien para atender la molestia. No pude ver a través de la mirilla. Debía estar llena de polvo de las obras, así que abrí con firmeza.



-“Ho… hola Paco. Pensaba que no estabais… me iba a dar una ducha. ¿Puedes venir más tarde por favor?”



Ni me respondió. Simplemente cruzó de nuevo el umbral de mi apartamento. En silencio me agarró por los dos hombros echándome hacia atrás, obligándome a retroceder unos pasos, dio un portazo para cerrar y, sin mediar palabra alguna, con la mirada encendida y el rostro sudoroso, me llevó atropelladamente hasta hacer tope con la mesa del salón.



-“¿Qué… qué haces Paco?”



-“¡Joder tía, qué ganas tengo de follarte!” gruñó mientras me daba repentinamente la vuelta para ponerme de cara a la mesa y empujarme sobre ella.



La verdad es que 4 meses de sequía podían más que la ortodoxia de los métodos y, aunque este tío no me gustaba nada físicamente, al abalanzarse sobre mi trasero noté claramente el bulto de su pantalón sobre el albornoz que me lo cubría. Reconozco que me excité muchísimo, y para no resistirme a la fuerza bruta de 90 kilos contra mi cuerpo, dejé que continuara el asalto. Emití unos gemidos de fingida desaprobación primero, y de agitación después.



-"Por favor, déjame", le dije un par de veces. "No quiero que me toques", le mentí otras dos. Forcejeé lo justo para no parecer que me ofrecía abiertamente a su deseo, que ahora era también el mío. Me contorneaba bruscamente primero y más sutilmente después, en varios intentos por parecer que quería desprenderme de sus garras.



Eran movimientos muy bruscos los que propinaba Paco, como si estuviera enojado conmigo por algo. Al inclinarse sobre mí expuso la grupa a su disposición y, sin perder un solo momento, como si tuviera prisa por violar mi templo, abrió el nudo delantero de mi bata tanteando su atadura, me la arrebató de un tirón dejándola caer, mostrando mi cuerpo arqueado y desnudo, mientras con la misma decisión extraía de su bragueta una verga erecta que no llegué a ver desde mi posición, pero que intuí húmeda sobre mi nalga izquierda. El sonido de esa carne golpeando la mía exacerbó el instante. Ahora tenía claro que no iba a soltar ni una palabra más. Me iba a centrar en disfrutar ese momento sin pensar en las consecuencias que derivarían.



El olor de Paco era intenso, asquerosamente erótico. Abalanzado sobre mí pude olfatear sus feromonas, aunque también podría ser una simbiosis aromática entre su recién extraído apéndice genital y mis gelatinosos efluvios, que ya salían de mi interior, como si adivinaran que iban a hacer falta muy pronto.



Quedaba patente que Paco había venido hoy a mi casa con un propósito muy claro. No acababa de entender qué es lo que se le había pasado por la cabeza para estar tan seguro en asaltarme de esa forma sin esperar una reacción adversa o, al menos, algún tipo de explicación. En esos breves segundos de forcejeo abrupto hasta lograr penetrarme, se me pasó por la cabeza que quizás le di algún tipo de mensaje subliminal que él interpretó de forma errónea. Muchas cosas rondaban en mi cabeza a toda prisa, pero una de ellas acabó imponiéndose: el puro deseo. Ya no me importaba quién estaba agarrándome el cuello violentamente desde atrás, en ese momento me centré en los detalles, en la intensidad sexual, en esa furia física presuntamente controlada. Y sobre todo, me centré en el momento en que me arrancó las bragas de su posición inicial para bajármelas lo justo y necesario; en cómo usó sus dedos para repasar mis labios inferiores desde atrás mientras bramaba una frase muy trillada: “estás empapada nena”; y en cómo mis líquidos chasqueaban entre sus dedos justo antes de sentir una embestida feroz en mi interior.



Esa arremetida inicial fue implacable, su pubis chocó contra mi trasero con gran vigor, y al sonido de las carnes restallantes se añadió un suspiro de regocijo que se fugó de mi garganta, y aprovechando que mi boca estaba abierta para facilitar la respiración, el atacante la atrapó en gancho con dos de sus dedos, por la comisura, a modo de anzuelo, de manera que deformaba mi expresión y sublimaba sus intenciones: "chupa mis dedos como si fueran una polla", me susurró al oído. Ni siquiera me concentré en hacer lo que me pedía, simplemente lamí sus extremos gruesos y deformes porque los tenía ya en mi interior emulando una verga de dimensiones imposibles.



Sus envestidas eran pausadas y muy profundas. No parecía querer descargar rápidamente, pero en cambio mostró un gran interés por robarme el cuerpo haciendo fondo en mis entrañas. Llegado ese momento, yo solo permitía que Paco me taladrara como él creyera oportuno. Debido a que ni siquiera tenía que verle la cara, aproveché para fantasear a mi manera. Esa polla que ahora me tomaba era grande y abría mis carnes a cada golpe así que, apelando a mi imaginación, pero también a la sensibilidad genital, sospeché que su trozo de carne debería estar ya bien cubierto con mi lubricante blanquecino. A cada acometida introducía un poco más los dedos entre mis dientes, llegando incluso a generarme unas arcadas cuando casi tanteó mi campanilla. No pude evitar salivar exageradamente haciendo que mis babas le recorrieran el brazo hacia abajo. Y entonces me volvía a regalar uno de sus murmullos: "también estoy en tu boca". Solo me liberó de ese coito digital cuando, sin esperármelo, salió del interior de mi coño y sustituyó su pollón por los dos dedos mojados que hasta ahora me follaban la cara. Pegué un salto de sorpresa y de incomodidad inicial, pero cuando comenzó un rápido vaivén con la clara intención de obligarme a chorrear contra el suelo, noté una repentina necesidad de descargar lo que me estaba rogando. Sin ser una fuente, sí que pude confirmar que empapé la mano de Paco de forma intensa, pero también mis bragas, posicionadas y dadas de sí a tan solo unos centímetros de mis dos agujeros. Podía también imaginar ahora mi semblante corrompido y emponzoñado con un deseo ardiente. Entonces Paco retomó su propio morbo, metiéndome de nuevo los dos dedos manchados de mí en la boca, e invadiendo mi chocho dilatado con su sexo firme y enhiesto.



Es posible que, precisamente debido a esa expansión física que él ejercía dentro de mí, decidiera llevar a otro nivel el usufructo carnal, volviendo a salir de mi interior vaginal para tantear la areola de mi entrada más privada. Mientras palmeaba con fruición mi clítoris tumefacto, y yo saltaba de hipersensibilidad, empujaba su glande lentamente contra mi culo para pretender invadirlo. En ese momento yo dejaba escapar un gemido de delirio, y entonces retrocedía la maniobra y retomaba la follada para lubricar de nuevo y reintentar la sodomía. Paco intentó varias veces profundizar en mis intestinos, pero a cada milímetro más de penetración mis lamentos acrecentaban proporcionalmente. Supongo que repetir esas maniobras acabó no solo con su paciencia, sino con su aguante testicular. Debía estar ya tan cargado que desistió y volvió a las andadas iniciales.



Entre varios gruñidos de advertencia, agarrándome ahora por la cintura con sus dos manos, y de vez en cuando atrayéndome hacia sí a través de mis hombros, el paleta acortó los espacios de tiempo entre una embestida y la siguiente. No parecía querer anunciar su final, pero yo notaba cómo esa incursión acelerada iba a derivar en un éxtasis repentino. También estaba llegando a mi propio límite, y le rogué un par de veces, entre sendos sollozos, que me follara más fuerte. Estaba ya tan congestionada que, cuando al fin comprimí su bate con mis espasmos orgásmicos, pude notar con extraña sensibilidad cómo las salvas de su semen golpeaban las paredes de mi útero, en una complicidad física final que nunca antes había experimentado. Algo me había quedado meridianamente claro acerca de Paco: era capaz de expulsar mucha cantidad de semen, y con gran vigor.



En cualquier caso, caí rendida sobre la mesa, como un trapo usado al borde de la misma, sudando y agotada, irritada y, en parte, avergonzada. No quería girarme para no tener que confirmar que era ese gorila apestoso el que me había llenado con su savia espesa. Era precisamente todo ese engrudo albino el que ahora fluía de mi interior hacia afuera, generando ese ruido característico de las espesuras que reclaman libertad. Cuando me incorporé y me di la vuelta advertí que ya estaba sola. Quizás él tampoco quería corroborar que había mancillado el cuerpo de una pija estirada, y debió desaparecer como alma que lleva el diablo, tan sigiloso, tan pusilánime. Apenas pude encaminarme hacia el lavabo sin dejar un rastro de lefa caducada por todo el piso.



Los días pasaron sin saber nada más el uno del otro. Me daba mucha vergüenza salir de casa a diario para encontrarme de frente con Paco que, por otra parte, ya habría contado a toda su tropa la reciente conquista. No sabía muy bien cómo afrontar la supuesta vejación a la que quise convencerme que él me sometió. Los poetas callejeros dejaron de soltar piropos al verme pasar, y enseguida supuse que se debía a que ahora considerarían que "soy de Paco".



Fin


Datos del Relato
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