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Categoría: Confesiones

LA VECINA DE ALDO

"Aldo consigue, por fin, entrar en la vida de su hermosa vecina"

 

La vecina de Aldo

 

A veces las cosas suceden de la forma más inesperada; quizá cuando algo se desea ardientemente, hay unas fuerzas invisibles que actúan para encaminar los hechos en una u otra dirección.

Me llamo Aldo y vivo con mis padres en un barrio tranquilo, tengo 22 años y estudio economía. Entre los vecinos del portal nada había digno de destacar, pero hace unos seis meses las cosas cambiaron, al menos para mí, cuando un matrimonio de recién casados se vino a vivir a la puerta de enfrente de la nuestra. A decir de la gente eran la pareja ideal, él alto, atlético, bien parecido, aunque un tanto huraño, y ella como la diosa de un cuadro de Julio Romero, cuerpo escultural y una cara morena preciosa. Los tres primeros meses (febrero-abril) coincidimos solamente un par de veces o tres; cierto que ella me pareció guapísima, de sonrisa fácil y cautivadora, aunque apenas había reparado en su cuerpo, oculto por la ropa de invierno, pero con la llegada de la primavera pareció abrirse como un capullo. Coincidimos un viernes, ella recogía la correspondencia del buzón y yo llegaba de la facultad, eran las tres pasadas.

–Hola, dije. Buenas tardes.

–Aún buenos días, respondió sonriente, si es la comida la que divide mañana y tarde.

–Parece que ambos hemos apurado la mañana. Afortunadamente se acabó la semana.

Llevaba una faldita corta, por debajo de la cual asomaban unos muslos que atraían mi mirada como dos poderosos imanes; el escote era discreto, aunque se entreveía perfectamente el nacimiento de unos senos redondos y duros y los pezones se recortaban bajo el suéter color canela; encima llevaba una chaqueta fina sin abotonar.

–Sí, los viernes tienen eso, quiero decir que se hace más larga la mañana, pero hasta el lunes no hay que volver, dijo ella, y se dispuso a pulsar el botón del ascensor, quizá para huir de mi persistente mirada.

Yo nunca subía ni bajaba en el ascensor, vivíamos en el segundo, pero esta vez no podía desperdiciar la ocasión de seguir contemplándola unos segundos más.

A partir de ese día me las arreglaba para coincidir con ella todos los viernes, ya me había enterado que trabajaba en una consultoría y los viernes salía a las tres. Durante un tiempo me obsequió con la visión de sus hermosos muslos, otras veces se ponía unos pantalones ajustados y el escote un poquito más pronunciado, nunca exagerado, parecía medir con meridiana exactitud lo que debía dejar ver para que la imaginación del observador hiciese lo demás. Quizá desbordada por las miradas que le dedicaba, ya descaradas después de coincidir con ella unas cuantas veces, empezó a ser más recatada en el vestir. Eso poco me importaba, porque tenía dibujados en mi mente cada uno de sus rasgos y cada curva de su cuerpo. Me tenía fascinado y no encontraba el modo de hacerle alguna proposición por más que pensaba en ello. Ella se mostraba siempre correcta y distante, sin darme ocasión de declararle mis sentimientos.

Ocurrió cuando empezaba a considerar que debía quitármela de la cabeza si no quería volverme loco. Era sábado y como casi todos los sábados salí de casa a eso de las once y media para ir a comprar el periódico y el pan. Nada más salir a la calle oí mi nombre:

–¡Aldo!..., hola, buenos días.

–Buenos días, respondí. La contemplé un instante, asomada al balcón con una sonrisa de miel en los labios. Vestía una bata casera de tela fina, el primer botón de la pechera sin atar y también los dos últimos en la parte baja. Se adivinaba más que se veía, desde mi posición, sólo el nacimiento de sus pechos firmes y casi nada podía ver de sus muslos. El corazón se me aceleró.

–Oye, tú entiendes algo de electricidad, dijo seguidamente. Se me fue la luz hace un rato y no sé qué hacer.

–Si la cosa no es gorda, supongo que algo podré hacer yo. Voy a comprar el periódico y el pan y, en cinco o diez minutos me paso.

–Gracias, dijo sonriente y se retiró.

Mientras avanzaba hacia la tienda sentía los latidos del corazón golpearme el pecho, al tiempo que me hacía algunas preguntas, pero sobre todo una me inquietaba: ¿dónde estaría su marido? Volví todo lo rápido que me fue posible, después de esperar más de cinco minutos en la cola de la panadería. Dejé las cosas en casa, le dije a mi madre que a lo mejor no venía a comer, le conté que me había encontrado con un compañero del instituto que estudiaba en Madrid y seguramente nos iríamos a comer juntos. “Que venga a casa”, dijo mi madre; “ya veremos”, contesté, y sin demora me dirigí a la puerta de mi bella vecina y pulsé el timbre con cierto nerviosismo. Abrió al instante, como si me aguardara.

–Pasa, dijo, y gracias por venir.

No se había vestido y lo tomé como un buen presagio, únicamente llevaba puesta la bata, hubiera apostado a que debajo no llevaba ninguna otra prenda; en la parte superior era evidente, pues al ser yo un poco más alto podía ver una apreciable porción de sus redondos y firmes senos y los pezones se recortaban turgentes tras la fina tela. En la primera inspección no me dio tiempo a examinar la parte baja, se volvió rápidamente después de cerrar la puerta y me guió hasta la puerta del salón, aunque no llegamos a entrar.

–No sé que ha podido pasar, me estaba duchando y de repente se fue la luz, no he tocado nada porque soy una negada para estas cosas.

–Bien, vamos a ver. Tenías algo conectado, la lavadora...

–Sí, puse la lavadora y también el lavavajillas... Igual se ha fundido algo.

–Desconecta todo lo que esté conectado y veamos qué pasa.

Fui a ver los cuadros eléctricos y vi que habían saltado dos palancas. Me entretuve unos segundos hurgando en los botones y al fin le dije que encendiera la luz.

–Ya está, dijo muy alborozada. Muchas gracias.

Ni me preguntó por la avería, y una idea me rondó por la cabeza, ¿no habría bajado ella el diferencial?, al menos no me parecía normal que no fuese capaz de detectar tal problema.

–¿Quieres un café, una cerveza...? Pasa a la sala y siéntate.

–Bueno, un café, si eres tan amable.

–Siéntate, en seguida lo preparo.

Pasé al salón. En el lateral había una mesa rectangular extensible, que seguramente utilizaban para comer cuando había invitados; en la esquina dos sofás haciendo ángulo y una mesita de centro. Consideré más apropiado sentarme a la mesa alta. Sobre la misma había un libro, una revista de caza y debajo de ésta había otra revista de la que se veía sólo el borde. Aparté la de caza porque no está entre mis aficiones y descubrí algo insólito: una revista porno. En un primer momento no sabía muy bien qué hacer, si ocultarla y hacerme el inocente o ponerme a ojearla con descaro; me pareció más indicado lo segundo. Cuando Sandra llegó con la taza de café yo ojeaba las primeras páginas.

–¡Vaya!, dijo un tanto sorprendida, a mi marido se le olvidó esa porquería. Lo puso aquí para que no se le olvidase llevarlo esta mañana y al final se lo dejó.

–¿Se fue de viaje?

–Se han ido unos cuantos amigos a cazar a la provincia de Toledo. Uno de ellos es quien le deja esas revistas; eso dice él, aunque yo creo que ambos las compran y se las intercambian.

–¿Las veis juntos?

–No. A mí me da corte ver esas cosas. Pero a él le gusta y de vez en cuando aparece con una.

Se había quedado de pie a mi izquierda, sin rozarme.

–Bueno, ver estas cosas puede ser motivador y hasta instructivo. Mira qué bien se lo montan estos dos.

Yo pasaba hojas con parsimonia, recreándome en las imágenes. Una pareja practicaba todas las modalidades: primero él le comía el coño, luego ella le hacía una monumental mamada, después la follaba cambiando de postura varias veces y por fin se corría en su boca.

–¿Las parejas hacen esas marranadas?, preguntó tímidamente.

–Tú sabrás, contesté mirándola a los ojos, yo no tengo pareja.

Sandra mantuvo la mirada, retadora, pero no contestó. Continué pasando hojas, haciendo algún comentario o soltando una exclamación.

–Yo tampoco lo sé, dijo al cabo de unos segundos, mi marido y yo somos muy tradicionales.

Noté que su atención se había concentrado en las imágenes de la revista. Le pasé el brazo por detrás de los muslos y la atraje hacia mí. No dijo nada, aunque parecía un poco tensa. Yo estaba a cien y notaba también su excitación, como si flotase en el aire. Comencé a acariciarle la parte externa del muslo por encima de la bata; fui bajando hasta el borde y al tocar su piel noté como un calambrazo en la mano, “aquello no podía estar sucediendo”. Metí la mano entre sus muslos y comencé a ascender, lentamente; a medida que hacía algún comentario acerca de las imágenes de la revista ascendía un poco más. Hizo un poco de presión, en un amago de zafarse de mi mano, como en un acto reflejo y la mantuvo durante un rato.

–Tienes que irte. Déjame, por favor.

–No puedo –dije–, ninguna fuerza sería capaz de apartarme de ti ahora.

Su calentura se iba haciendo más evidente y yo estaba a punto de explotar; poco a poco fue cediendo su presión. Llegué a la entrepierna sin encontrar ningún obstáculo; al rozar el monte de Venus sentí otro calambrazo. A Sandra se le escapó un suspiro casi imperceptible cuando el dedo corazón embocaba su ya anegada vagina.

Ya no cabían disimulos, me lancé a por su cuerpo como un desesperado. Mientras la mano izquierda continuaba explorando los recónditos rincones vaginales, la derecha se aplicó a desabotonar la bata, dejando su pezón derecho al alcance de mi boca ¡qué encuentro tan delicioso! Ahora ambas manos se aplicaban a trabajar aquella vagina que era ya un mar de deleites. El dedo corazón y el índice de la mano izquierda se enterraban en la húmeda cueva y la derecha se dedicaba al clítoris. Sandra jadeaba sin ningún recato, se contorsionaba ligeramente, y al fin se le escapó un ¡aaaaaahhhhh! prolongado, acompañado de ligeras convulsiones. Me incorporé y fui en busca de su boca para explorar con la lengua hasta el último rincón.

–¡Aaaaaahhhhh! Me has hecho correr, dijo con las mejillas encendidas, después del persistente beso, y lo dijo como admirada.

–Te estaría haciendo correr hasta el fin de los días.

Me situé tras ella y la abracé tiernamente mientras con los labios y la lengua recorría cada centímetro de su cuello. Me bajé pantalón y calzoncillo, levanté su bata y mi pene palpitante se acopló entre sus muslos; presioné ligeramente en sus hombros y ella entendió al instante lo que debía hacer, apoyó los brazos en la mesa, se inclinó hacia adelante y sin demora mi sexo fue al encuentro del suyo, ¡que sensación más deliciosa!, indescriptible, creí que iba a perder el sentido; había soñado tantas veces con el momento que me parecía no ser capaz de asimilar lo que estaba sintiendo. Sandra lanzaba unos suspiros estremecedores, me puso una mano en la nalga, demandando más premura en la penetración, pero yo quería saborear cada milímetro de aquella sabrosísima vulva. Metía un poco, sacaba, le acariciaba los pechos, luego pasaba la punta babeante por el ano y volvía a embocar la vagina, así estuve un rato hasta que Sandra pareció desesperarse, presionaba hacia atrás, con la mano me presionaba las nalgas y sus jadeos parecían de yegua desbocada. Metí unos centímetros y con la mano derecha comencé a acariciarle el clítoris, mientras la izquierda continuaba aferrada a sus pechos.

–Me estás matando, dijo en un susurro, a la vez que todo su cuerpo se convulsionaba y se le escapaban unos ¡aaaayyyeess! continuados.

Yo estaba a punto de correrme. Enterré el mástil hasta el fondo, presionando cuanto me era posible, manteniendo un instante la presión, luego un movimiento rítmico de retroceso y embestida. Sandra continuaba emitiendo aquella especie de quejido ¡aaaahhhh!, ¡aaaahhhh!, ¡aaaayyy!, ahora más espaciados, que se colaban en mis oídos como una invitación al éxtasis supremo. Tuve la suficiente lucidez para retirarme en el momento justo y descargar los chorretones de semen sobre sus nalgas y espalda, también la bata se llevó su ración.

–No había peligro, dijo al cabo de un rato, estoy tomando la píldora.

–Te he puesto la bata perdida, dije yo, y también la espalda.

–No importa, luego la lavo. Quizá deberíamos ducharnos.

Puso la bata a remojo en la pila del lavabo y nos metimos en la bañera.

–¡Qué hermosa eres! Te había imaginado desnuda un montón de veces, pero la realidad supera todo lo imaginado. Si supieras cuantas noches he soñado contigo.

–¿Te me estás declarando? Recuerda que soy una mujer casada, que quizá está cometiendo una locura, pero no es lo mismo cometer una locura que volverse loca, y hoy por hoy no quiero volverme loca. Piensa en esto como en un sueño más, eh, que mañana sea sólo eso: un sueño. Esto ha pasado, no sé bien por qué, lo cierto es que a lo largo de la mañana estuve sintiendo un cosquilleo interior. Aunque no me sirve de disculpa, quizá mi marido lo provocó... No, no quiero mezclarlo a él en esto... Siempre que va a cazar se pone nervioso el día anterior, está inquieto; esta noche se despertó a las cuatro de la mañana, mucho antes de sonar el despertador, y comenzó a acariciarme, primero parsimonioso y luego con más decisión; yo me hacía la dormida dejándole hacer, aquello me estaba gustando y empezó a gustarme más cuando noté la presión de su cosa contra mi muslo, estaba a punto y me volví hacia él, le pregunté con voz adormilada si ya era hora de levantarse y respondió que aún no. Así que nos enzarzamos en unos acariciamientos muy prometedores, pero en el momento menos oportuno sonó el reloj despertador y Juan se tiró de la cama como empujado por un resorte. “Tendrá que ser a la vuelta, mi amor”, dijo. Y a mí me parecía que nada podía haber más importante en aquel instante que acabar lo que habíamos comenzado. Ya no pude dormirme, me levanté temprano y estuve haciendo labores, con cierto hormiguillo toda la mañana, luego me metí en la ducha con idea de salir a dar un paseo, pero se fue la luz y... Lo demás ya lo sabes.

–No pienses en nada, sólo disfruta el instante. La vida es un ir y venir, unos acontecimientos suceden a otros y el vivir consiste en aprovechar lo mejor de cada momento.

–Es una buena filosofía.

Comencé a enjabonarla, primero la espalda, luego los pechos, donde me recreé; después los muslos y las piernas, un masaje en los pies que me agradeció con una sonrisa y una caricia en el cuello; me incorporé situándome a su costado y comencé a chuparle la oreja, luego el cuello, el hombro, los pechos; a continuación escurrí el jabón de la esponja en la mano y lo apliqué sobre el vello púbico; otra vez enjaboné la esponja, la escurrí en la otra mano y lo extendí sobre la raja del culo. Con ambas manos me apliqué a masajear aquella zona, una por delante, la otra por detrás; introducía la yema del dedo corazón de una mano en la vagina y el de la otra en el ano, mientras la boca golosa pasaba de un pezón al otro.

–Me voy a comer este precioso coño hasta hacer que te corras en mi boca, le dije distraídamente.

Acusó mis palabras con un prolongado suspiro. Los dedos se aventuraban un poco más cada vez; sobre todo parecía gustarle que le masajeara el clítoris y el ano.

–Salgamos, dijo en un momento de lucidez, vamos a caernos.

–¿No quieres que me coma este sabroso manjar? Puedo chuparte entera como si fueras de caramelo.

No contestó. Comencé a secarla, luego tomó ella la toalla y acabo de secarse; me la pasó y me sequé yo. Ya fuera de la bañera nos abrazamos y besamos apasionadamente. Llevé la mano a su mojada entrepierna, pero ella se volvió, me tomó de la mano y me condujo a una habitación que deduje no era la del matrimonio, aunque la cama era ancha; junto a la cama volví a abrazarla y comencé a besarla con suma delicadeza en los ojos, en las mejillas, en los hombros..., mientras los sexos se rozaban ansiosos.

–¿De verdad quieres hacer eso?, dijo susurrando.

–¿El qué?

–Lo que has dicho antes.

–¿Lo de comerte el coño? Sí. Quiero hacerte todo lo que tú quieras que te haga. Túmbate en la cama y cierra los ojos.

Se tumbó en el borde, tomé uno de los cojines que había sobre la cama y lo situé bajo sus nalgas; el otro lo utilicé para arrodillarme. Sandra había cerrado los ojos, pero cada vez que yo hacía algún movimiento los abría, parecía un poco tensa.

–Estás haciendo trampa, has abierto los ojos, dije al tiempo de besarla en la boca. Relájate, no voy a hacerte nada que tú no quieras.

Comencé a recorrer su cuerpo con la boca; primero los brazos, luego los pechos, el vientre, los costados, mientras con la mano derecha acariciaba su cuello y a intervalos los pechos, y los dedos de la izquierda correteaban por los alrededores de su vello púbico. Después de cubrirle el cuerpo de besos me situé entre sus piernas, le pasé los brazos por debajo de las mismas y la arrastré hasta el borde con suavidad. Me detuve un momento a contemplar su hermoso cuerpo y luego me concentré en el sexo que se me ofrecía ahora, con las piernas separadas, como un higo maduro derramando su dulcísimo néctar.

–Eres la cosa más hermosa que he visto jamás, dije un tanto azorado.

Comencé a lamer los alrededores del precioso manjar y de vez en cuando tocaba la rajita con la lengua; Sandra acusaba el impacto con un ligero estremecimiento y un profundo suspiro, al tiempo que levantaba la ingle procurando prolongar el contacto. La notaba excitadísima, de su concha fluía como de un manantial el néctar embriagador.

–Te voy a hacer correr, mi amor, le deje, y me apliqué a lamer con ansia aquellos labios que tanto me atraían; poco a poco fui enterrando la lengua en aquel pozo del deseo y luego un movimiento rápido de mete-saca, la estaba follando con la lengua; Sandra se retorcía jadeando.

–Me vuelves loca, dijo entre suspiros.

–¿Te gusta?, pregunté, levantando ligeramente la cabeza. Me contestó con un síiiiii ahogado por los jadeos.

Volví a enterrar la lengua en su vagina y oí un grito de placer, a continuación empecé a chuparle el clítoris, a darle mordisquitos sin presionar, al tiempo que el dedo corazón exploraba las profundidades del coño, en ese momento perdió el control, empezó a gritar y a jadear como una loca “aaaahhhh, aaaayyy, aaaahhhh”, mientras me presionaba la cabeza con una mano como si quisiera enterrarla en el coño, y yo sentí como una oleada húmeda y caliente me llenaba la boca. Continué chupando mientras ella se retorcía y chillaba, hasta que pareció quedar extenuada. Gateé por la cama besándola en el costado y quedé tendido a su lado con el mástil apuntando al techo. Ella se acomodó en la cama a mi altura, se volvió de lado y me besó con ternura en un ojo y en la mejilla.

–¿Te has corrido?, pregunté.

–Eres un diablillo.

–Pero, ¿te has corrido?

–Ya sabes que sí, fue un orgasmo maravilloso, dijo, una corrida bestial.

–Ahora voy a correrme yo en las profundidades de tu cueva.

Me besó en la boca, un beso prolongado, saboreándolo ambos y luego se situó a horcajadas sobre mí.

–Estas a tope, mi amor.

Aquello de “mi amor”, supuse que fue un lapsus, algo mecánico, pero me llegó muy adentro y, si cabe, me excitó más aún.

–Date la vuelta, dije.

Obedeció al instante, puesta de rodillas apoyó una mano en la cama y con la otra abrió su chorreante rajita y embocó el babeante glande. Yo miraba extasiado su precioso culo y la dejaba maniobrar a su capricho. Fue bajando lentamente hasta engullir el falo por completo y quedar tendida. Apenas se movía, suspiraba y emitía unos “aaaayyyy” casi inaudibles. Yo empapé el dedo corazón en los jugos vaginales y comencé a masajearle el ano; volví a mojar el dedo y le introduje la yema; aspiró profundamente y soltó un “aaaaahhhh” más prolongado, parecía gustarle. Comenzó a moverse en círculo y yo me acoplé a su movimiento, haciéndolo en sentido contrario; el movimiento se iba acelerando poco a poco, acompañado de ligeras embestidas; con la mano libre acariciaba sus nalgas de carnes prietas, atrayentes; el dedo se hundió completamente y ella continuaba con sus movimientos, implacable, los jadeos y aquellos gritos que salían estrangulados de su garganta y se esparcían amortiguados después de rebotar en la bóveda bucal, “aaaaahhhh”, “aaaayyyy”, “aaaaahhhh”, me corro, “aaaayyyy”...

Yo también estaba a punto de correrme y se lo dije.

–Síiiii, córrete, córrete conmigo, gritaba Sandra arreciando los movimientos.

Pronto se produjo la explosión y el “aaaayyyy” que salió al unísono de nuestras bocas quedó flotando en la habitación. Sandra continuó moviéndose, más lentamente ahora, sin dejar de emitir aquellos “aaaayyyyeeesss” que lo envolvían todo. “Aaaahhhh”, vas a volverme loca, dijo como en un susurro.

Se dio la vuelta y en la maniobra se salió el pene de su refugio, pero aún conservaba la suficiente consistencia para volver a entrar. Nuestros cuerpos estaban ahora perfectamente acoplados, apenas nos movíamos; Sandra comenzó a besarme con un afán desmedido los ojos, las mejillas, el cuello... ¡Qué sensación tan deliciosa!, sentir el contacto de sus pechos, de todo su cuerpo y sus labios sedosos recorriendo mi piel.

–Me quedaría así todo el tiempo, dije, y ella me metió la lengua hasta el fondo de la boca.

–Estoy sudando y tú también, dijo mirándome a los ojos y sonriendo con una dulzura que me desarmaba. Vamos a ducharnos y prepararé algo de comer, tengo hambre, ¿tú no?

–Estando contigo no la siento.

Volvió a besarme y se levantó. Dejé que se duchara y luego lo hice yo. Cuando salí ella estaba en la cocina, se disponía a trocear un tomate. Se había puesto una camiseta de tirantes, supongo que de su marido, que justamente le cubría las nalgas. La contemplé un rato, el espectáculo era fascinante, embriagador, admiraba sus preciosas piernas, el pelo caído sobre los hombros, el nacimiento y buena porción de sus pechos se veía por arriba y por el costado, y los pezones se destacaban empujando la tela; el resto de su cuerpo se insinuaba provocador bajo la minúscula prenda. Parecía gustarle sentirse observada de aquella manera. Me miró de reojo y noté que se ruborizó ligeramente al verme completamente desnudo y otra vez empalmado, me había puesto a cien viendo aquel cuerpo de ensueño. Me acerqué por detrás y le clavé el mástil entre los muslos.

–Pero..., tú eres insaciable, criatura. Deja que prepare la ensalada y...

–Tenemos tiempo de sobra para hacer la ensalada y comerla.

Levanté la camiseta y continué restregando el pene entre sus muslos, acariciando los alrededores del vello púbico. Sandra comenzaba a jadear.

–¿No vas a parar?

–No puedo, dije.

No dijo nada más, se agarró con ambas manos al borde del fregadero y se echó hacia atrás. Sentí deseos de comer a besos aquel hermosísimo culo que tanto me fascinaba. Situé la punta del babeante pene en su ojete y comencé a masajear en derredor, luego presioné un poco y entró como un centímetro.

–¿Qué me vas a hacer?.

–Nada que tú no quieras que haga, amor.

Le pasé las manos por las nalgas y le dije: “este culito me fascina... ¿No quieres probar? Meto un poco, si no te gusta o te hago daño, me lo dices y lo dejamos”. No contestó y yo deduje que podía continuar. Toqué su rajita con los dedos y noté que estaba empapada; aproximé el glande y lo paseé adelante y atrás unas cuantas veces. Consideré que estaba suficientemente lubricado y de nuevo concentré toda la atención en el ojete. Comencé un mete-saca espaciado, penetrando cada vez un poquito más.

–Si no te gusta, lo dejamos.

–Es una sensación extraña, distinta, dijo después de un prolongado suspiro, pero me gusta.

Aquellas palabras me espolearon, aceleré las embestidas, aunque sin brusquedad y acabé metiéndolo hasta el fondo. Sandra comenzó a menear su lindo culito al tiempo que sus jadeos se multiplicaban. Con una mano empecé a trabajar su anegado coño y con la otra el pecho y pezón que alcanzaba.

-¡Ay, madre mía!, chilló; aaaayyyy, ¡qué placer! Ooooohhhhh.

Al principio creí que lloraba.

–¿Te hago daño, cariño?

–Noooo. Me gusta. Me estoy corriendo. Aaaaaahhhhhh, no pares, aaaaaahhhhhh, aaaaaayyyyy.

Ya no pude aguantar más y me corrí también en el instante que Sandra lanzaba un grito y luego decía entre suspiros: “esto es demasiado”.

Fuimos al cuarto de baño; ella se lavó en el bidet y yo en el lavabo con abundante jabón.

–Me estás descubriendo cosas en las que ni siquiera había pensado.

–Seguro que nos queda mucho por descubrir aún.

Preparamos la comida y nos sentamos a la mesa. Ella vestida con la camiseta y yo me puse la camisa sin abotonar como única prenda. Sandra había bajado las persianas para hurtar nuestra intimidad a las miradas ajenas. Estábamos sentados el uno junto al otro y a mí se me iba la vista continuamente a sus muslos y a sus pechos. Ella sonreía mirándome de reojo y viendo como el falo se ponía en guardia. Cuando acabamos de comer me preguntó qué quería de postre.

–Sólo me apetece este lindo conejito, dije palpádoselo.

–¡No es posible!, exclamó. Pero como eres mi invitado, voy a complacerte.

Se levantó, yo eché la silla hacia atrás, se sentó a caballo en mis piernas. El pene quedó atrapado entre nuestras barrigas. Sandra se separó un poco y aproveché para quitarle la camiseta, tomó el pene con la mano y lo restregó contra el bajo vientre; yo la miraba a los ojos embelesado y ella mantenía la mirada con un amago de sonrisa en los labios.

–Estás para comerte, le dije.

Paseó la lengua por los labios en actitud provocadora y mi boca se precipitó sobre ella, atrapándola antes de que pudiera esconderse. Ambas lenguas se enzarzaron en una lucha sin tregua, como si quisieran devorarse, luego cada una exploró todos los rincones de la boca del otro. Después de los apasionados besos no pude resistir la tentación de los erectos y desafiantes pezones. Sandra se sentó sobre uno de mis muslos y comenzó a restregarse; enseguida noté las humedades que manaban de su anhelante coño, ella continuaba masajeándome el pene y paseándolo a un lado y a otro por su vientre, donde iba dejando rastros de lubricidad. Ambos jadeábamos desbordados de pasión. Presioné levemente en sus caderas e interpretando mis intenciones, se incorporó; contempló un instante el pene que parecía mirarla suplicante y luego ayudándose con una mano posibilitó que ambos sexos se besaran, deleitándonos a ambos aquel contacto del prepucio con los labios externos. La abundante lubricación hizo que la penetración se consumara rápidamente.

Sandra jadeaba con la cabeza apoyada en mi hombro y presionando su cuerpo contra el mío. Comenzó a removerse y yo presioné para mantenerla quieta.

–No te muevas, le dije. Vamos a quedarnos así, sin movernos, sólo acariciándonos, hasta que uno de los dos se corra, quizá lo hagamos los dos a la vez. ¿Serás capaz de correrte mientras te como a besos? Yo puedo correrme sin hacer un solo movimiento si tú te corres.

–Eres un sádico. ¿Cuánto tiempo vamos a estar así?

–Hasta que te corras. Estás caliente, mi amor; concéntrate y piensa sólo en correrte. Tus pezones me están provocando, me los voy a comer y voy a comerte la boca y el cuello y las orejas... Y en ese orden lo fui haciendo. Sandra estaba al límite y yo también. Comenzó a rebullir y le susurré al oído, “quieta, no vale hacer trampas”. Mis labios no tenían acomodo, pasaban de un pezón al otro, buscaban los suyos, le metía la lengua en los oídos y le susurraba “voy a correrme cuando tú me lo pidas...” “Pues hazlo ya”, suplicaba.

–...Pero sólo si tú te corres también.

–Si tú lo haces, yo me correré contigo...

Le metí el dedo en el culo, después de lubricarlo, lo acusó con un estremecimiento y se incorporó un poco para facilitarme el acceso y a la vez los sexos se presionaban con más fuerza.

–Me estoy corriendo, dijo, aaaaahhhhh, es demasiado placer, aaaaahhhhh, córrrete conmigo, aaaaahhhhh...

Comenzó a rebullir, a retorcerse, a convulsionarse, lanzando exclamaciones y gritos de placer. No pude aguantar más, presioné cuanto pude contra su coño y los borbotones de semen comenzaron a salir. Los dos jadeábamos como animales, Sandra gritaba y yo trataba de tapar su boca con la mía para ahogar sus gritos desesperados. Permanecimos un buen rato en aquella posición, ella con la cabeza apoyada en mi hombro y yo acariciando su espalda y manteniéndola abrazada y nos quedamos así no sé cuanto tiempo, olvidándonos del mundo.

–Vamos a ducharnos y te vas, dijo al fin.

–Oh, no me hagas eso, por favor.

–Debes irte. A las seis van a venir unos amigos, un matrimonio, a buscarme, quedamos ayer para ir al cine, y me gustaría dormir una pequeña siesta hasta entonces. Ya una hora como mucho.

–¿Y a qué hora vuelves?

–Hacia las diez, supongo. Pero ésto se acaba aquí, no pasa de hoy. No ha pasado, ¿me entiendes?

–Sí, te entiendo, pero hasta que hoy se acabe te estaré esperando.

Para las diez menos cuarto ya me había duchado y acicalado y monté guardia en el balcón esperando su vuelta. La vi aparecer en la esquina a las diez y veinte, el corazón se me aceleró y presa de una gran impaciencia salí al descansillo a esperarla. Subía por las escaleras y al verme me miró un instante como sorprendida, me preguntó qué hacía allí y sin esperar respuesta se dispuso a abrir la puerta y me apremió con gestos a que entrara rápido.

–No es buena idea eso de exponerte así ante mi puerta, dijo con cara de fastidio. Ni ha sido buena idea el haber venido, mucho mejor estaban las cosas como las dejamos esta tarde.

–Quedamos en que el límite era el final del día. Por lo demás no hay cuidado, yo paso semanas sin cruzarme con ningún vecino. ¿Estás contrariada por algo?

–Quizá empiezo a tener mala conciencia.

–Cálmate y hablamos, cuando tú me lo pidas me voy, no quiero hacerte ningún daño ni quiero que sufras por causa mía.

–¿Has cenado?

–No.

–Yo pensaba hacerme una tortilla francesa, pero antes voy a ducharme, he venido andando desde el puerto y no he dejado de sudar en todo el camino.

–Sí, hace mucho bochorno y anda viento sur. A propósito del viento sur... Si quieres traigo unas latas de casa, tenemos gran surtido, un tío mío trabaja en una conservera y nos aprovisiona.

–Como quieras... Pero qué va a decir tu madre.

–No hay nadie en casa, mis padres han salido a cenar fuera.

–¿Qué ibas a decir del viento sur?

–Nada, es una tontería, en algún sitio he leído que despierta el líbido en algunas mujeres, que las pone cachondas, pero en ti parece obrar el efecto contrario.

Me miró forzando una sonrisa.

–Voy a por unas latas, dije. Déjame la llave, así no tengo que llamar.

–Anda con cuidado, recalcó.

Cogí una lata de berberechos, otra de mejillones y una botella de vino de las que mi padre reservaba para las grandes ocasiones. Estaba descorchando la botella cuando Sandra salió de la ducha y apareció en la cocina enfundada en una bata cruzada y atada con un cinto, que casi la cubría por completo. Seguía mohína.

–¿Tú vas a comer tortilla?, preguntó sin mirarme.

–Sí. Me acercas unos platos para echar...

–¿Todo eso nos vamos a beber?... Oye, ya que estás aquí vamos a cenar y luego te vas, ¿vale?

–Ya sabes que cuando tú me lo pidas, me marcho. ¿Qué te ocurre?

–Ya te lo he dicho, empiezo a tener mala conciencia... Estando en el cine me sentía ridícula cuando mis amigos, el matrimonio, se acariciaban o se daban un beso... Y se me ocurrió pensar qué haría yo si Jaime me dejara, y me entraron ganas de llorar... Y como si tuviera telepatía, en cuanto salimos me llamó al móvil... Yo quiero a mi marido, ¿sabes? Puede que no sea el mejor amante del mundo, y se lo toma todo muy a pecho y está lleno de preocupaciones y..., pero es atento y amable y le quiero... Y no me siento bien con lo que he hecho.

–Está bien, yo no pretendo que dejes de quererlo, nunca intentaría tal cosa. Estás casada con él, que seguramente te quiere también, de lo contrario no tendría perdón. Pero no le has vendido tu cuerpo, y por lo tanto puedes seguir queriéndolo después de satisfacer unas necesidades, digamos fisiológicas. Cuando tienes hambre, comes, esté o no esté tu marido, y por ello no dejas de quererle; entonces, ¿qué pasa si el cuerpo te demanda otras necesidades? A él nada le estás hurtando. No te compliques la vida ni te comas el coco... ¿A qué se dedica?

–Su padre tiene una empresa de materiales de construcción y cada vez se va desentendiendo de más cosas que recaen sobre Jaime.

–Bueno, si va a heredar tendrá que saber cómo llevarla.

–También trabaja su hermana en la oficina.

–¿Y qué te contó de su día de caza?

-Dijo que estaban muy cansados, que iban a cenar y pronto a dormir.

–También puede que ahora estén en un puti-club, o unas tías le estén montando el numerito en la habitación, y seguro que ninguno de ellos tiene el más mínimo remordimiento. Algunos hombres consideran que ese comportamiento es normal, eso les permite satisfacer sus pequeñas perversiones, hacer lo que nunca harían con sus mujeres, por aquello del respeto mal entendido. Bueno no sé si tu marido lo hace o no, pero la mayoría de los hombres sí. Sabes que según algunos estudiosos, los matrimonios más duraderos y felices son aquellos en que uno de los dos o ambos cometen algunas infidelidades. Parece ser el complemento ideal; la vida en pareja, y si hay amor por medio, proporciona estabilidad emocional y también social, aunque no satisface por completo ciertas fantasías íntimas que todos tenemos en el campo de lo erótico. Estamos en el siglo XXI y el contrato de vivir en pareja no conlleva el que debamos hipotecar el cuerpo y el espíritu. La vida es muy corta y si no aprovechamos para gozar de lo bueno que tiene cada momento, será una vida coja.

No estaba muy seguro de si Sandra me estaba escuchando o no. Sirvió la tortilla en dos platos mecánicamente y se sentó a la mesa.

–A ti como nada te ata, lo ves todo muy fácil.

–Lo vería igual con otras ataduras y jamás me consideraría un traidor por este tipo de faltas. Las traiciones son de otra índole. Si viviésemos dentro de otras religiones, estas cosas serían del todo normales. A mí me parece muy legítimo amar a varias mujeres o que una mujer ame a varios hombres. Tendré que hacerme musulmán o mormón.

–Me asombra esa facilidad tuya para buscar una justificación a cada cosa. Y pensar que la primera vez que te vi me pareciste huraño y muy lleno de ti mismo. Seguro que causas furor entre las chicas.

–Lo cierto es que no me como una rosca. Será que las chicas me ven como tú la primera vez y no sé qué hacer para que cambien de opinión.

–No me lo creo... Casi nunca tomo vino, pero éste está muy bueno.

Nos miramos a los ojos un instante.

–Eres preciosa, dije como embobado.

–¿Sabes? Tú me gustas y... lo que ha pasado hoy ya no tiene vuelta atrás, pero ya te he dicho que quiero a mi marido, así que mañana cada uno nos vamos por nuestro lado y adiós muy buenas, tú te olvidas de que existo y yo espero poder olvidar este día o vivir con el recuerdo y soportarlo.

–Está bien. Yo no demandaré nada de ti, sólo quiero que sepas que te amaré en silencio cada minuto, que ocuparás todos mis pensamientos. Tu imagen, tu recuerdo, toda tú estarás metida en mi corazón y en mi cabeza. Y quiero que sepas también que siempre estaré disponible, mañana y dentro de veinte años, para lo que necesites, hablar de cualquier cosa, contarme un secreto, pedirme que yo te lo cuente, darme un consejo o demandarlo.

Habíamos bebido más de media botella. Serví otros vasos.

–¿Pretendes emborracharme?

–No. Sólo quiero que estés contenta.

–Bueno, si hago caso de tus palabras, nada debe preocuparme.

–Yo te lo digo tal como lo siento. Sólo quiero que disfrutes el momento, cada momento, contribuir de alguna manera a hacerte más feliz es mi única aspiración.

Le ayudé a recoger la mesa. Me preguntó si quería café y le dije que más tarde, primero debíamos acabar la botella, no era un vino para desperdiciar. Fue a lavarse la boca y la seguí hasta el lavabo. Se ofreció a buscarme un cepillo nuevo y dije que si no le importaba me lavaba con el suyo. Luego se lo lavé con jabón. Regresamos a la cocina, la abracé por detrás y la besé en el cuello y en las orejas, chupándole los lóbulos y metiéndole la lengua en los oídos. Se volvió y dijo:

–¿No quedamos en que te ibas?

–Cuando me lo pidas, lo haré.

Quise besarla en la boca y torció la cabeza. La abracé con fuerza y continué besándola en la mejilla y en el cuello.

–El sabor de tu piel me embriaga los sentidos; el contacto de tu cuerpo me transporta al séptimo cielo.

De nuevo busqué su boca y se entregó totalmente rendida.

–Me puedes. Me gustaría ser fuerte y pedirte que te fueras ya, pero me anulas la voluntad. No sé lo que me has dado, no sé si es el vino que me ha embotado los sentidos, pero me siento como hechizada. En cuanto rozas mi piel con tus caricias, con tus besos, siento arder la sangre; un hormigueo me recorre la espalda desde la nuca hasta los pies y noto como si se me empezara a vaciar el cuerpo.

Le solté el cinto de la bata y ella comenzó a desabotonarme la camisa. Me separé un poco para facilitarle la tarea y la bata se abrió y su cuerpo inmaculado se reveló como una aparición; me quedé extasiado contemplándolo como si lo viera por primera vez.

–Eres tan hermosa que no me pareces real, dije, me parece estar soñando.

Me desnudé todo lo rápido que me permitía la agitación del momento y me abalancé sobre aquel cuerpo que con tanta fuerza tiraba del mío. Hice que la bata basculara hacia atrás y después de unos cuantos achuchones cayó al suelo. Llevé la mano a su entrepierna y la humedad empapó mis dedos; Sandra ya no disimilaba los suspiros placenteros.

–Me vas a volver loca, murmuró.

–Cierra los ojos, le dije, y continué besándola y acariciándola durante un rato. Luego arrimé una silla a la pared, la conduje de la mano y la ayudé a sentarse.

–¿Qué vas a hacer?

–Nada raro, tranquilízate, no pienses.

Mantenía la cabeza erguida, expectante. Los pechos firmes con los pezones erectos, provocadores; los muslos ligeramente separados me permitían ver el monte de Venus y el sexo abultado, atrayente. El hecho de contemplarla en aquella posición de pose y al mismo tiempo rendida, entregada, me puso a cien. Tomé el pene con la mano derecha y comencé a circundar sus pezones con la punta húmeda, babeante. Sandra suspiró profundamente, los pechos parecieron endurecerse y los pezones ganaron consistencia. Poco a poco fui aumentando el diámetro del recorrido y a cada pasada le restregaba el pezón; Sandra jadeaba, se humedecía los labios con la lengua cada poco tiempo y comenzó a removerse.

–¿Quieres probar?

–¿Con la boca?, preguntó a su vez ansiosa.

No le contesté, me limité a acercar el glande a sus labios, rozándolos ligeramente. Un instante después sacó la lengua y tanteó con la punta. Presioné un poco y los labios rodearon el glande, luego apartó la boca, poniendo una mano bajo el pene, a modo de bandeja, y dijo: “sabe raro”.

–Sólo al principio, dije, una vez que te acostumbres llegará a gustarte.

Sus labios rodearon de nuevo el glande y comenzó a pasar la lengua a su alrededor, despacio, recreándose en el recorrido. La mano retrasó su posición, ahora los dedos mantenían asido el pene y restregaba el dorso contra los testículos. Presioné ligeramente y empezó a engullir, casi se había metido los diecinueve centímetros. Me estaba haciendo ver las estrellas.

–Ahora eres tú quien me vuelve loco, dije.

–¿Te vas a correr?, preguntó ella.

–Creo que muy pronto. Cuando esté a punto, te avisaré.

De nuevo engulló aquel pedazo de carne palpitante e hizo que la punta explorara cada rincón de su boca.

–Puedes correrte, no me importa que lo hagas, dijo luego, clavando sus ojos brillantes de lujuria en los míos y sin apartar los labios y la punta de la lengua del babeante glande.

De un empujón se lo clavé hasta el fondo, ella retrocedió al sentir taponada la garganta, pero pronto recuperó la compostura y reanudó los movimientos. Yo contribuía con un mete-saca continuado, le estaba follando la boca al tiempo que le pellizcaba suavemente los pezones. Me corrí sin prevenirla y al percibir el cálido líquido se aplicó con más ímpetu, emitiendo unos sonidos guturales que a mí se me metían hasta la médula de los huesos. Fue una corrida sensacional. Por las comisuras de la boca le salían chorretones y caían en su pecho, mientras continuaba chupando, saboreando con deleite lo que tenía en la boca. Se echó un poco atrás, me miró complacida y dijo con voz entrecortada. “creo que me he tragado más de la mitad”. Un instante después se levantó y fue al fregadero a enjuagarse la boca. Llené un vaso de vino, se lo ofrecí y bebió casi la mitad, yo bebí el resto. Luego la besé en la boca a la vez que le extendía por los pechos el semen que se había derramado; ella permanecía con una mano y las nalgas apoyadas contra la encimera de la cocina.

–¿Cómo está tu cuevita, mi amor?

–Creo que mi cueva es una fuente.

–Pues yo me muero de sed.

Me arrodillé colocando la bata bajo las rodillas, metí las manos entre sus muslos para obligarla a separarlos y sin más preámbulos mi boca se hundió en aquel pozo rebosante de sabrosísimo néctar, mientras ambas manos continuaban masajeando sus pechos untados de semen. Sandra puso su mano izquierda sobre la mía derecha, para presionar y reconducir los movimientos, y con la derecha enredada en mi pelo me presionaba la cabeza. Mi mano izquierda descendió por su costado, acariciando luego las nalgas y la parte posterior de los muslos. Sandra comenzó a moverse con cierta desesperación, presionando el coño contra mi boca, al tiempo que lanzaba grititos y jadeaba espaciadamente, como escuchándose y saboreando las oleadas de placer que sacudían su cuerpo. Mientras le chupaba el clítoris le metí el pulgar en la vagina y con el dedo corazón le masajeaba el esfínter. El flujo vaginal aumentó hasta llenarme la boca, Sandra permaneció estática y muda unos segundos, como reconcentrada en sí misma, sólo percibía unos ligeros movimientos espasmódicos en el bajo vientre. Por fin explotó, lanzó un “aaaaaaaahhhhhhh” que pareció llenarlo todo. Yo continué lameteando su lindo coñito y chupando el clítoris, con el dedo enterrado en su vagina y Sandra continuó un buen rato con aquellos “aaaaaaaahhhhhhh”, “aaaaaaaayyy”, “aaaaaaaahhhhhhh”, cada vez más espaciados.

–No puedo más, dijo al fin, tirándome del pelo para separar mi boca que parecía acoplada al coño como la lapa a la roca.

Me incorporé y nos abrazamos. Suspiró profundamente con la cabeza apoyada en mi hombro y dijo: “esto es demasiado”. Metí el muslo entre los suyos y presioné un poco, sintiendo al instante el calor húmedo de su raja. Empecé a recorrer con la punta de la lengua la apetitosa piel de su cuello, luego la besé en las mejillas, en los ojos, y le pasé la lengua por los labios, ella se resistía a abrirlos y yo no desistía. Con ese juego y el roce de su sexo, el mío se desperezó. Sandra comenzó a rebullir e interpreté que no estaba a gusto en aquella posición, así que me situé tras ella, apoyándome yo ahora en la encimera.

–¿Es que nunca te cansas? Vamos a la cama, por favor, me tiemblan las piernas.

Le pasé el brazo por la cintura y fuimos hasta la habitación; una vez allí la abracé por detrás y comencé a besarla en los hombros y en el cuello a la vez que le acariciaba los pechos.

–Esto no puede estar sucediendo, exclamó. Eres como un animal insaciable.

–Quiero empacharme de ti, mi amor.

Apoyó los brazos y la cabeza en la cama, dejando su precioso culito a mi merced. Me entretuve un rato acariciando su espalda, los costados, los pechos, las nalgas; me agache y la besé repetidas veces en los muslos, aplicando prolongados lameteos. Tenía las piernas abiertas y veía su rajita brillante, anegada, incitante. Acerqué la punta del glande, después de arrastrarla por sus muslos; inicié un mete-saca pausado, solamente la punta, que a Sandra parecía encantarle, pero pronto empezó a presionar hacia atrás demandando más. No me hice de rogar, se lo enterré hasta el fondo y comencé a bombear como un poseso. Estuvimos así un buen rato, ambos sudando a mares, jadeando como animales y sin darnos tregua.

–¡Córrete!, apremiaba Sandra.

Yo quería correrme y en ese instante llevarla a ella al éxtasis total, pero era incapaz de hacerlo, me pasaba a veces. Abandoné el coño y emboqué el culo, la penetración fue fácil debido a la lubricación del pene; inicié unos pausados movimientos que se fueron acelerando poco a poco. Otra vez oí la voz desesperada de Sandra.

–Córrete, por favor, no puedo más.

Continué todavía un rato, casi perdida la conciencia, y no era capaz de correrme. Sandra ya no chillaba, sólo oía sus “aaaahhhh” que ya no parecían de placer, sino de hastío. Me salí y fui al lavabo, después de encularla sentía la necesidad de lavarme a conciencia, era quizá una manera de lavar el pecado. Cuando regresé a la habitación Sandra estaba echada boca arriba, debajo había puesto una toalla.

–Eres un animal, dijo, aunque en sus palabras no había reproche.

–Perdóname, dije yo, situando mis piernas entre las suyas y apoyándome en las manos, sin tocar su cuerpo. Perdóname si te hice daño.

Me miró con ternura, con un amago de sonrisa en los labios y me pasó la mano por la mejilla.

–Eres un animal, repitió con la sonrisa abierta.

–Es que me enciendes la sangre. Me haces perder el sentido. Quería correrme dentro de ti y sentir cómo te corrías tú, y no pude hacerlo, creo que se me han secado los testículos.

–Estás seco, pero no te rindes, ¿eh?, dijo al ver que el pene se mantenía semiempalmado. ¿Quieres que te haga correr y luego dormimos?

Se arrastró hasta que sus pechos quedaron justo debajo de mi polla; la tomó con la mano y comenzó a restregarla por los pechos, dedicando sesiones especiales a los pezones. Tardó en despertar pero al fin lo hizo, momento que Sandra aprovechó para llevársela a la boca. Apoyé los brazos y la cabeza en la cama y la dejé hacer. Comenzó a chupar con parsimonia, recreándose en cada movimiento.

–¿No vas a correrte?, me preguntó pasado un buen rato. Uuuummm, me gusta este caramelo, uuuummmm, qué rico.

–Quiero correrme en tu coño, dije yo al cabo de un rato.

Volvimos a la posición inicial, yo entre sus piernas y apoyado en las manos, contemplando su cuerpo. La punta del capullo rozaba su anhelante rajita. Nos miramos un momento con ojos llameantes.

–Si tuviera fuerzas para ello, te estaría follando hasta consumirme, dije en el momento de penetrarla.

Pensaba en lo que había pasado antes y no quería ser brusco. Me dejé caer sobre ella con delicadeza y nuestros cuerpos quedaron perfectamente acoplados. Permanecí quieto, esperando que ella iniciara el movimiento. Comenzó con un ligero meneo del culo y pronto empezó a presionar hacia arriba al tiempo que sus jadeos se hacían más persistentes. Yo la besaba allí donde alcanzaban mis labios y a cada jadeo o chillido suyo le taponaba la boca con la mía. Comencé a embestirla con furia, deseaba correrme ya, abrazarla tiernamente y permanecer así toda la noche, pero de nuevo no era capaz de conseguirlo. Sandra gritaba como una desesperada y me pedía que parase, y yo no podía parar, estaba impelido por una fuerza brutal y continuaba sin hacer caso de sus lamentos. Soltó un grito más fuerte y a continuación me clavó los dientes en el hombro; sentí un dolor agudo y levanté un poco la cabeza, tratando de zafarme de sus dientes que seguían presionando, entonces pude ver como dos grandes lagrimones se desprendían de sus ojos. Aquello me aflojó el ánimo y al instante empecé a soltar borbotones en una sucesión que parecía no tener fin. Sandra mordió con más fuerza mientras emitía gemidos ahogados y sus ojos continuaban llorando. Me volví de lado, sin salirme y la abracé con ternura.

–Perdóname, amor mío.

Besé sus ojos llorosos y se me inundó la boca de un sabor salado; continué recorriendo su piel con mis labios y acariciando su espalda.

–Somos dos animales concupiscentes, dijo ella.

–Me siento miserable por haberte hecho daño.

–No me has hecho daño. Es que tenía una sensación rara, de plenitud, de saturación. Creo que estaba a punto de perder el sentido y me pasó la idea por la mente, como un relámpago, de que si seguías follándome me ibas a matar de placer; fue como si me viera desgarrada por dentro, no sé... Yo sí te hice daño, se te ha acumulado la sangre en la mordedura.

–Cuando he visto tus lágrimas se me encogió el corazón y...

Me besó en la boca y luego repetidas veces en la zona dolorida.

–Eres un depravado y has hecho de mí una depravada también.

–No digas eso, ni lo pienses nunca. Si la naturaleza te ha dotado de un cuerpo especialmente predispuesto para el placer, tienes el deber de proporcionárselo, como si fuera un mandato divino, lo contrario sería un fraude contra la naturaleza; y debes explorar todas las fuentes que alimentan ese río.

–Te vas a convertir en un arquitecto filósofo, dijo sonriente.

Nos quedamos abrazados y nos venció el sueño. A las ocho y pico de la mañana me zarandeó para despertarme.

–Hala, levántate. Debes marcharte. He preparado café.

Intenté atraparla y se escurrió.

–Se acabó, mete esa idea en tu cabeza, dijo muy seria. Debes irte, a las diez quedaron en venir mis padres y quiero tener arreglado todo esto para entonces.

Me duché rápido, me vestí, tomé un café, mientras Sandra iba de un lado a otro. Cuando estaba metiendo ropa en la lavadora, ofreciéndome su hermoso culito, me puse a cien; me acerqué presionando el duro mástil contra sus nalgas y ella saltó como un muelle; se incorporó, se echó a un lado y me dijo muy seria: “Ya vale, por favor. Vete y lleva esa bolsa con las latas y la botella a los contenedores de reciclaje.”

–Ya me voy, no te enfades. Pero antes dame un beso, por favor.

Nos dimos un beso, no muy acalorado, porque en cuanto mi lengua se enredó con la suya, ella presionó con ambas manos en mi pecho y se apartó. Fue hasta la puerta, observó a través de la mirilla y abrió haciéndome un pase con la mano. Bajé a tirar los deshechos y cuando entraba en casa vi a mi madre asomada a la puerta de su habitación.

–¿Ahora vienes, hijo mío?

–Nos liamos por ahí, dije poniendo cara de ángel, ya te contaré.

Me acosté en mi cama pensando en la historia que debía inventar para contarle a mi madre, y sobre todo pensando en Sandra y en cuándo tendría ocasión de estar con ella de nuevo, porque no podía hacerme a la idea de que ella hablara en serio cuando dijo que aquí se acababa nuestra relación.

Tardé más de tres semanas en poder acercarme a ella, creo que me rehuía, los viernes ya no llegaba a la hora acostumbrada; sólo pude verla un par de veces en compañía del marido. Un viernes la esperé en la calle por la que solía venir, imaginando que se retrasaba por no encontrarse conmigo. En efecto, la vi aparecer casi un cuarto de hora más tarde de lo que solía; me aparté en una esquina, dejé que pasara y la seguí detrás a cierta distancia. El corazón me daba saltos en el pecho al contemplar sus movimientos. Ya cerca del portal apuré el paso y la alcancé justo cuando abría la puerta.

–No vuelvas a hacer esto, dijo una vez dentro, mientras acudía el ascensor.

–¿A qué te refieres?

–A esperarme y seguirme de esta manera, a cualquiera que nos vea le entrarán sospechas.

–No podía aguantar un día más sin verte de cerca, no puedo dormir, no me puedo concentrar para estudiar, ocupas mi pensamiento todos los segundos del día y de la noche.

–No te pongas dramático. Creo que dejamos las cosas claras, se acabó.

–Me volveré loco de tanto pensar en ti.

Pasaron otras dos semanas sin verla. La vi desde el balcón el último día de julio, cuando cargaban el coche para irse de vacaciones. Para mí fueron las peores de mi vida. A mitad de septiembre me las arreglé para coincidir con ella; al principio me miró seria y cuando subíamos en el ascensor, sin más preámbulos, me dijo: “el lunes a las ocho de la tarde estaré sola, mi marido se va a Valencia hasta el miércoles. Así reiniciamos nuestra relación. Ahora ella tiene un hijo de tres años, y de vez en cuando me dice que le gustaría tener otro y que fuera mío, nunca sé si habla en broma o en serio. Yo me casé hace dos años con una mujer a la que adoro, pero los encuentros con Sandra siguen teniendo ese algo sublime.

Cindy

Datos del Relato
  • Categoría: Confesiones
  • Media: 8
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