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Después de aquella pillada en el cuarto de baño, pasé unos días sin encontrarme con Ágata. Por razones desconocidas, se la habían llevado a la ciudad, según mi abuela, porque necesitaba pasar por el médico a que viera sus dolores. Me quedé impactado, porque era la primera noticia que tenía de que Ágata estuviera mala, y también porque no podría tener los momentos de intimidad que mi tía me regalaba cuando tenía a bien.
Así que me pasé un par de días preocupado por un lado y fantaseando con los recuerdos de los ratos con Ágata. La preocupación se fue disipando a medida que recibíamos noticias, dos veces al día, por las llamadas telefónicas que hacía mi padre a los vecinos de al lado. Y a medida que desparecía la preocupación, aumentaban las fantasías. Seguía levantándome por las noches para hacerme mis pajillas, pasando por delante de la habitación de mi tía, y siempre me asaltaban los recuerdos de la intimidad con Ágata. Como podéis suponer, todas mis masturbaciones se centraban en sus tetas y en su velludo chumino...
Cuando al fin regresó mi tía, yo estaba frenético. Habían pasado cinco días, cuatro de los cuales me los había pasado enfadado con todo el mundo. Frustrado por la ausencia de Ágata, había intentado buscar consuelo en los amigos del pueblo, que ya empezaban a tontear con las chavalas, y mi frustración fue mayor al constatar que ellas eran niñas, no mujeres. Hasta en sus formas seguían siendo niñas, salvo un par de ellas a las que el pecho se le estaba desarrollando.
-¿Estás bien?-, pregunté, abrazado a mi tía, en presencia de mis padres y de mi abuela. La vieja se extrañó un poco. A mis padres les pareció fabuloso que me llevara tan bien con Ágata. A simple vista, parecía estar sana.
-Si, zagal, estoy bien. No sé porqué se empeñan en llevarme al médico cada dos por tres...-, remató, dándome un par de cachetes amistosos en la mejilla. Yo la miraba con intensidad, intentando transmitirle todos mis pecaminosos pensamientos, pero ella pasó a mi lado, sin percatarse de mis ansias. Ansiedad que creció con el paso de la tarde. No veía llegar la hora de las brujas, cuando todo el mundo se acostaba y yo me levantaba para ir al baño. Ahora que Ágata estaba en casa, quería, no, ¡deseaba! que fuera ella quién me hiciera mi paja nocturna. Y por fin, tras una tardía cena en honor de mis padres, que se quedaron hasta bien tarde, hasta que me hicieron pensar que se iban a quedar a pasar la noche, mandando al garete todas mis ilusiones, llegó el momento.
La abuela se había quedado traspuesta en su sillón, delante de la tele encendida. Escuché trastear a mi tía en la cocina, y todo mi valor se escabulló como un cobarde. Tarareaba una cancioncilla mientras recogía y fregaba los platos de la cena. Imaginaba sus caderas moviéndose al ritmo de sus enérgicos movimientos, igual que sus tetas comprimidas en el sujetador. Caminé de puntillas por delante de mi abuela y me quedé, medio escondido, espiando a Ágata. ¡Que absurda situación! Pensaba que todo el mundo sabía cuáles eran mis intenciones, y me escondía de todo y de todos. Y no había más que un chaval que se había ido a casa, donde pasaba el verano con su abuela y su tía. Nadie tenía porqué sospechar lo que pasaba de puertas para adentro, pero a mi me parecía que todo lo que hacía resultaba sospechoso. Incluso saludar a Ágata al volver a casa. Incluso recibirla con un beso en la mejilla después de haber pasado por el médico había hecho que me comiera la cabeza durante un buen rato de tarde.
-¿Qué haces ahí, zagal? ¿Hoy no sales con tus amigos?...-, dijo Ágata sin darse la vuelta. Yo pegué un brinco. -¿Quieres un vaso de leche?-.
-N... no, gracias-. Quería otra cosa, pero no sabía cómo llegar a ella.
-Bueno, pues yo voy a despertar a la abuela, que luego se queja de que le duele el cuello-. Al pasar a mi lado, me acarició la mejilla. Un gesto cariñoso, pero que a mí me dio alas.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué te han llevado al médico?-.
-Nada importante, hijo. Dicen que estoy loca...-. Me dejó con la palabra en la boca. ¿Loca? Siempre hubo hablillas sobre mi tía, y muchas decían precisamente eso, que estaba loca. Pero en el tiempo que habíamos pasado juntos, me parecía que estaba perfectamente. Salvo, claro, la relación incestuosa que mantenía conmigo, su sobrino menor. ¿En eso consistía estar loco? Entonces, ¿también yo estaba loco? Porque lo que sentía por Ágata, mi tía, tampoco debía ser normal, por eso estaba todo el día nervioso y fuera de mí. Si alguien llegara a enterarse...
Ágata despertó a la abuela y la acompañó a su cuarto. Me senté en el sofá a ver un poco la tele, y al poco, sentí los pasos de mi tía. Su entrada en el salón no pudo ser más rotunda: se lo había quitado todo. Ahogué un “¡Cagüenlaputa!” que amenazaba con despertar a todo el pueblo y de un bote me puse de pie, con la boca abierta y los ojos clavados en la pelambre de la entrepierna de Ágata. Jadeaba como un perrillo después de una carrera, y sentía la boca seca. Ella se quedó un momento a la espera, como si evaluara mi reacción ante su desnudez. Luego avanzó hacia mí.
-No me digas que no has echado esto en falta-, dijo pasando sus brazos sobre mis hombros. No sé si el calor emanaba de su cuerpo o del mío, el caso es que me empezaba a faltar el aire y a sobrarme la ropa. Me dí cuenta, fugazmente, que la ventana del salón daba directamente a la cale, y que estaba tapada por un somero visillo. Cualquier vecino que mirara distraídamente podría ver la silueta de las tetas de la Ágata ocupando el hueco que había debajo de sus brazos colgados a mi cuello. Y me excitó. Más todavía.
-Sí, si que lo he echado en falta-, logré jadear, acercando mi cara a la suya. Ella suspiró de placer al escucharlo. –Y también me han faltado más cosas-, añadí.
Agradeciendo el piropo, Ágata bajó una de sus manos a mi entrepierna. No había ceremonia de seducción, ni medias tintas, ni malos entendidos. Ella quería sexo, y yo también. Había nacido entre nosotros una especie de entendimiento natural, y mientras Ágata acariciaba mi polla por encima de los pantalones, yo agarré sus cachas, con la torpeza propia del principiante. En la mirada lasciva de mi tía había un algo diferente a las otras veces.
Ágata lanzó una mirada a la ventana, sonrió y me cogió de la mano. Apagó la tele y la luz, y a oscuras, me guió hasta su cuarto. Parecía algo natural. Ya en la habitación, aparté la melena y besé su cuello, agarrando sus tetas desde mi posición a su espalda. Ella apretó las nalgas contra el cipote, al tiempo que comprimía mis manos contra sus pechos, guiando mis dedos hacia los pezones, enseñándome a apretarlos y pellizcarlos de la manera que a ella le gustaba. Había estado esperando este momento desde hacía cinco días, y estaba dispuesto a disfrutarlo hasta el último segundo. Separé un poco el rabo del culo de mi tía, porque tanta hormona hacía mella en mí. Al notar la separación, Ágata se volvió, quedando frente a mí. Me echó mano a la polla, y no cejó hasta que me la agarró por la base, aunque yo protestara e intentara hurtarla a sus caricias.
-¿Qué pasa, zagal? ¿No te gusta?-, preguntaba, sabiendo exactamente qué me pasaba. Si seguía así, me correría tan solo con el tonteo.
-Sabes que sí. Ágata. Pero no quiero que sea tán... rápido, ¡Joder!-. Ágata me había apretado los huevos al tiempo que pegaba su vientre contra la punta del cipote.
-No te preocupes. Tenemos toda la noche. Le he dado mi sedante a la abuela-, rió bajito al hacerme la confesión. –Y yo sé que tu tienes hombría suficiente para un buen rato, así que...-. Había aumentado el ritmo de los tocamientos, ora acariciando los huevos, ora llevando un dedito a las cercanías de mi culo. Me tenía a punto. Pero yo quería poner en práctica todas las guarradas con las que había fantaseado, las que había visto en las revistas porno. Y todo eso se veía amenazado por las caricias expertas de Ágata. Además, no las tenía yo todas conmigo, aunque ella pensara que tenía “hombría” de sobra.
Cogí la cara de Ágata con ambas manos, besándola, mordiendo el labio de abajo, retrayendo el cuerpo para poner mi polla fuera del alcance de sus manos. Pasé al ataque. La diestra se posó en su pecho, acariciando el pezón como ella me había mostrado. La sensación de urgencia orgasmática cambió. Ella gimió, y deslicé la otra mano por su costado, pasando de largo el seno huérfano de atenciones hasta encontrarme con el límite de su pelambrera. Ágata giró la cabeza, con los ojos cerrados y los labios llenos de besos y gemidos. Busqué, como ella me había enseñado, la entrada de su cueva, que encontré húmeda y caliente. Mis torpes dedos acariciaron el contorno de su coño antes de intentar penetrarlo. Llegué, como ella había hecho, hasta el ano, e intenté introducir la punta de un dedo allí. La recompensa fue un gemido bronco y largo. La palma de mi mano acaparaba toda la raja de mi tía, empapada de fluidos, y Ágata pareció desfallecer, doblando las rodillas y apoyando todo su peso en mí.
-¡Ay, zagal!-, musitaba, dejando que la tocase cómo y dónde quisiera. Saqué la mano de su entrepierna y la agarré por las cachas. Retomamos los besos, pero esta vez ella me atraía hacia la cama. “Bien”, pensé. Los preliminares estaban muy bien, pero ya estaba dispuesto para recibir mi paja. Sin embargo, Ágata, sin dejar de besarme, se fue dejando caer sobre la cama, arrastrándome sobre ella. Tuve que soltar su culo y apoyar las manos en el colchón para no vencerme sobre ella, que iba separando las piernas para que cayera entre ellas. Con un pequeño “¡plum!”, acabamos en la cama. Yo estaba entre sus piernas, notando el calor de su vagina ardiente en un punto del tallo de mi polla. Nunca antes había sentido tal calor concentrado allí. Sin dejar de comerle la boca, moví las caderas para que ese punto de calor tocase mis huevos, y comencé a resbalar el tallo por lo que parecía un suave camino hecho precisamente para hacer los que estaba haciendo. Frotar mi polla contra su raja.
-¡Ay, zagal, me matas con eso! ¡No pares!-, gemía Ágata, sin quitarme los brazos del cuello. Intentaba abrir más las piernas para que el roce fuera más intenso. Yo cada vez iba más rápido. Aquel roce era excitante a más no poder, era como... estar follándome a mi tía sin metérsela. ¡Dios!, pensé, sin dejar de moverme. “¡Dios!”, volví a pensar. Tenía a Ágata desnuda y abierta de piernas para mí. Nada, ni un pedazo de tela, se interponía entre mi polla y su coño. Obnubilado, supe que tenía que aprovechar esa oportunidad. Meneé las caderas, intentando encontrar la puerta de entrada a su cueva, pero no había manera.
-¿Qué haces, zagal?-, susurró Ágata, al notar mis meneos.
-Ágata, quiero...-. Debía decirlo: “Ágata, te la quiero meter, pero no sé por dónde se entra”. Solo con pensarlo, el ritmo de mis meneos se aceleró. Estaba llegando al punto de no retorno, y no quería correrme con el frote, así que me paré. Noté que Ágata, debajo de mí, seguía moviéndose, buscando acompasar sus movimientos a los míos.
-Ya sé lo que quieres-, murmuró ella, moviéndose poquito y lentamente, como para mantener en su punto exacto los ardores que ambos sentíamos en los bajos. Luego soltó su abrazo y metió una mano entre nuestros cuerpos. Sentí sus dedos agarrando mi polla, y cómo empujaba hacia atrás, dejando espacio entre su coño y mi nabo. Colocó la punta en un sitio caliente y húmedo, y frotó su raja con la cabeza amoratada. –Por ahí, niño. Recuerda bien el sitio, no lo vayas a olvidar-, dijo, mirándome a los ojos. –Ahora, empuja, despacio, así, muy bien... ¡ahiiiiiií!-. A medida que ella me guiaba, iba notando cómo la polla, como por arte de magia, se iba abriendo camino por lo que a mí me había parecido una pared de carne imposible de atravesar. Un camino cálido se abrió ente la punta de mi cipote, y noté un abrazo alrededor del cuerpo de la polla. Era fabuloso. Las paredes de su vagina apretaban el cipote como si quisieran retenerla allí. Noté cierta resistencia cuando tenía media polla en el coño de mi tía. Ella había echado la cabeza hacia atrás, dejándome todo su cuello expuesto. Había posado sus manos en mi culo, apretando a medida que entraba, hasta ese punto, en que las colocó en mi pecho, frenándome. -¡No me la metas entera a la primera, zagal! ¡Me partes! ¡Sácala un poco!-. Asustado, eché el cuelo para atrás, saliendo de ella. Mi polla reaccionó como un resorte, pegándose al vientre con un sonoro chasquido. Los dos jadeábamos como si hubiéramos corrido una maratón. Y yo quería volver a sentir la sensación de tener la polla aprisionada. -¡Ven!-, exigió mi tía, volviendo a cogerme el rabo. -¡Vuelve a metérmela! ¡Ufff! ¡Así! ¡Ahhhh! Y ahora, hacia atrás un poquito, pero no te salgas... ¡Así, hasta ahí! ¡Dios, qué bueno! ¡Empuja!-. Guiado por las instrucciones de Ágata, empecé un suave metesaca que si a ella parecía volverla loca, a mí me hacía salirme de mi cuerpo. Notaba una especie de tensión que nacía en los huevos y se enroscaba en la parte alta del cuello. Me impelía a ir más rápido, más fuerte, y parecía ser lo correcto. Ágata ya no gemía. Directamente reprimía los gritos de placer que le estaba arrancando. Entre jadeos y suspiros, decía cochinadas que me sacaban de quicio. Solo había pegado seis o siete empujones y estaba a punto de caramelo.
Era increíble. No tengo palabras para describir las sensaciones que recorrían todo mi cuerpo. Era como si toda mi piel estuviera hipersensiblizada, especialmente las partes que estaban en contacto con el cuerpo de Ágata. No dejaba de pensar en lo fabulosos que era lo que estábamos haciendo. ¡Estaba follando! Pensé que nunca llegaríamos tan lejos. Lo que yo creía que iba a ser una nueva paja, se había convertido en mi bautizo, en la pérdida de virginidad, en el paso de niño a hombre. Ágata era maravillosa. Me deleité observando el meneo de sus caderas, el flaneo de sus nalgas cada vez que las golpeaba al entrar... y tuve que dejar de pensar porque me sentía a punto de estallar.
-¡Solo... ufff...! ¡Solo te pido que no te corras dentro, zagal!-, dijo Ágata, consciente de mi estado. No tenía que haber dicho nada. Al escuchar la palabra “correr”, tuve que sacar el miembro de su vaina. Mi polla expulsó el primer chorro de semen sobre el cuerpo de Ágata, que se había quedado sorprendida por la celeridad de mi huida. Solo al notar la calidez de las gotas que rociaban su vientre, su pecho y supongo que su cara, se dio cuenta de lo que me estaba pasando, y echó una mano, literalmente, para aumentar mi placer. Mientras eyaculaba como un loco, solo podía pensar que me había follado a Ágata, que la había metido en caliente, que ya no era un crío, sino todo un hombre.
Tras lo que me pareció una eternidad, me derrumbé sobre el cuerpo de Ágata. Noté el pringue de mi simiente pegándose a mi pecho, pero me daba lo mismo. Chupé y mordí sus pezones, ebrio de placer y caliente como un burro. ¡Había follado! Ágata me había hecho un hombre. No podía dejar de pensar en ello, como tampoco dejaba de pensar en mi polla aplastada contra la pelambrera de su chochete, ni en los espasmos placenteros que recorrían todo mi cuerpo.
-Ven, zagal-, murmuraba Ágata con ternura, peinándome suavemente. Mi agitada respiración se iba calmando a medida que pasaban los segundos, pero el rabo no se bajaba. De hecho, sentía un cosquilleo en las nalgas que me decía que aquello no se había acabado. Ni yo quería que acabase. -¡Cómo has crecido!-, constató, una vez más mi tía, rebulléndose bajo mi cuerpo hasta acomodar bien mi cuerpo entre sus piernas. Algo más calmado, procedí sin tanta urgencias como antes a comerme las tetas de Ágata, a succionar sus pezones hasta dejarlos dolorosamente erguidos, mientras ella musitaba que no tenía que hacer nada más. “¡Y una leche!”, pensaba yo, amasando sus tetas, calentando el partido. El descanso se había terminado y empezaba la segunda parte. Seguía empalmado y con ganas de seguir follando. ¡Joder! Solo con pensar que podía volver a metérsela a mi tía me volvía loco. Mi diestra bajó hasta el chumino, sediento de atenciones. Porque (ahí, en ese momento, caí en la cuenta), ella no había estallado. Egoísta de mí, había estado centrado únicamente en mi propio placer, y me sentí mal, como si la hubiera usado sin parar mientes en cómo se había sentido ella.
-Lo siento, Ágata-, dije. Ella musitó un “¿Por qué?” sin dejar de mover las caderas, restregando el conejo contra mi mano. No parecía estar muy disgustada, no. Introduje un dedo donde antes había estado la polla, y noté el hueco más distendido, más ancho. Arranqué una nueva serie de gemidos, frotando cada vez más rápido.
-¿Estás listo?-, preguntó ella, entre cálidos ronroneos. Con la mano, se pellizcaba el pezón que había quedado libre. Como no contesté, alzó la cabeza, metió la mano y me agarró el nabo. Sonrió, golosa, resbalando los dedos por la extensión del tallo. Después, se escapó de mis caricias y se colocó a cuatro patas sobre la cama. –Ven-, ordenó. –Ponte detrás de mí. Ahora vamos a hacerlo como a mí me gusta-. Me coloqué tal como ella pedía, con el nabo erguido asomando por encima de la raja de su culo. Desde aquella posición dominaba toda la espalda y el trasero de mi tía, que resaltaba más blanco a la poca luz que entraba por la ventana. Entonces noté que Ágata agarraba el miembro y lo dirigía por debajo de la raja del culo. Desde allí entré mejor, más profundo, hasta que sus cachas golpearon contra mis caderas. Ágata soltó un grito, abandonando el miembro a su albedrío y dejándose caer hasta quedar con los hombros pegados al colchón. Atisbaba el volumen de sus tetas colgando en el vacío, y me agaché sobre Ágata para recogerlas, sin darme cuenta de que así se la clavaba hasta el fondo, en una profunda y rápida follada que hizo que mi tía se alzara sobre las manos e irguiera la espada. Gritó otra vez.
-¡Lo siento!-. Preocupado por haberla hecho daño, me erguí casi al mismo tiempo que ella.
-¡No! ¡No pares! ¡Hazlo otra vez, repítelo!-, había tal pasión y tal urgencia en su voz que me agache a cogerle las tetas por detrás, nuevamente clavándole la polla hasta que sentí los huevos pegados a sus nalgas. Otro grito, otro espasmo de placer recorriendo su cuerpo. Increíblemente, a pesar de haberme corrido hacía solo unos minutos, notaba otra vez los cojones a punto de estallar. “¡’No, ahora no!”. Me quedé parado, como un conejo asustado, con las manos en las tetas de Ágata y la polla metida hasta el útero. Ella meneaba las caderas, exigiendo con ese movimiento que la follaran lentamente, pero con fuerza. Y yo, a punto de correrme otra vez.
-Ágata, despacio, creo que estoy cerca-, informé, quietito, junto a su oreja. Ella estaba fuera de sí. Me agarró la mano, soltándola de la teta y la colocó sin miramientos en el conejo. Lo noté dilatado, abierto. No era la raja estrecha que había besado y acariciado, sino un túnel caliente colmado con mi polla. –¡Frota, aprieta! ¡No te corras ahora o te mato, zagal!-. Sin moverme, y sin sacar la polla, comencé a frotar como había ordenado. Ella retomó sus meneos, y yo apreté los dientes para evitar el desastre. Rebusqué el clítoris siguiendo el camino marcado por los labios, y cuando lo encontré, lo aplasté con un dedo y lo froté con dos. Ágata daba saltos con mi rabo dentro, de manera que parecía que estaba cabalgando sobre un potro salvaje.
-¡No pares! ¡Sigue! ¡Ya casi...! ¡Ya! ¡Ya! ¡¡¡YAAAAAAAA!!!-. Con un alarido de placer, Ágata estalló, moviéndose de un lado a otro, arrancándome la mano de su chocho, pataleando y tratando de que mi piel no estuviera en contacto con la suya. La ví disfrutar de ese intenso orgasmo con un placer solo empañado por la extraña sensación que sentía en la polla, como si me hubiera corrido para adentro, de tanto sujetarlo. Ágata jadeaba desmadejada, boca arriba, con las tetas desparramadas por los costados, los brazos abiertos en cruz y las piernas fuertemente apretadas, como si protegieran la entrada de la cueva en esos momentos de intenso placer. Un momento después, noté unos espasmos que nacían en la zona entre los huevos y el culo, y unas tímidas gotas de semen blanco se escurrieron por mi tallo. Alucinado, me dejé caer al lado de mi tía, que, ahora sí, me estrechó con fuerza, hundiéndome la cabeza entre sus tetas.
Así, enlazados, sentí que Ágata se quedaba dormida. Yo no pude. Me pasé un largo rato con la mano sobre su pecho, notando cómo el pezón se relajaba y se quedaba llano, mirando la tranquila respiración de la mujer que me había hecho hombre. Mucho después, ya casi con el sol rompiendo por el horizonte, me levanté de la cama y me fui a mi cuarto, a intentar dormir un poco.
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