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Los días fueron pasando. Los miedos y temores de los primeros días se fueron disipando a medida que la normalidad recuperaba terreno. Si se puede llamar normalidad a un estado de permanente excitación, y no solo sexual. Como buen preadolescente, tenía las hormonas en plena ebullición, y con mi tía cerca, la ebullición se convertía en una erupción de consecuencias catastróficas. Había cogido la costumbre de masturbarme bien entrada la noche, y ya casi lo hacía con soltura, incluso durmiendo un rato antes de mi momento. También había cogido otras costumbres, como oler las prendas íntimas que Ágata ponía a secar en el patio, con mucho cuidado de que ni ella ni la abuela me vieran. Las bragas que utilizaba mi tía eran de color carne, blancas o negras, feas y ásperas, pero no se podían comparar con las velas de barco que utilizaba la abuela. No había lugar a confusión. Incluso robé una de las prendas, un día que había tendidas un montón de ellas. No pensé que Ágata las pudiera echar en falta.
Hasta un par de días después. Yo estaba en mi momento nocturno, paladeando la masturbación con las bragas de mi tía en la mano que sostenía la polla. Me excitaba un montón saber que aquella tela había estado en contacto con las mismas partes íntimas que yo había tocado. Mis pajas eran lentas, porque pensaba que tenía todo el tiempo del mundo para mí. Entonces escuché el pomo de la puerta moverse. Me quedé de piedra, como si la sangre hubiese abandonado el cuerpo. Noté una extraña presión detrás de los ojos y en los oídos, y empezaron a temblarme las manos. El pomo volvió a moverse, acompañado por unos leves toques a la puerta.
-¡Sobrino! ¿Qué haces ahí?- La voz de Ágata me llegaba distorsionada por la madera de la puerta y por la presión en mis oídos. Creí distinguir un tono de burla en la voz, pero no podría jurarlo. ¿Qué podía hacer? Tenía que pensar rápido.
-Es que me duele la tripa- susurré. La primera excusa que se me vino a la cabeza. Entretanto, busqué desesperadamente un lugar donde esconder las bragas. No había ninguno.
-Abre y te preparo una manzanilla- dijo Ágata, volviendo a manejar el pomo.
-¡Un momento, tía!-. Sin decidirlo conscientemente, me quité los pantalones, me subí mis calzoncillos y me puse las bragas encima. Volví a ponerme los pantalones y tiré de la cadena. Una cosa buena había pasado. Del susto, se me había ido la erección. Aunque las ganas seguían ahí.
Compuse mi mejor cara de enfermo y abrí la puerta. Ágata se había puesto su bata de estar en casa, con los brazos cruzados bajo los pechos, con una sonrisa en los labios.
-Será la cena, que te ha sentado mal- dictaminó, sin borrar la sonrisilla. –Anda, vamos abajo, que te prepare una manzanilla-. Me cogió del brazo y me dirigió a la cocina. Mi tía hablaba en tono normal, así que pensé que iba a despertar a la abuela. –Esta sorda, sobrino, como una tapia. Sólo oye cuando se pone el sonotone, y por las noches se lo quita para dormir bien. No te preocupes. Solo yo me he enterado de tus aventuras nocturnas-. Me quedé, otra vez, de piedra. Solo el empujoncito que me dio Ágata hizo que siguiera caminando hasta la cocina y que me sentara en la silla. Y yo que pensaba que no se había enterado nadie...
-Entonces, ¿Qué es lo que haces todas las noches encerrado en el baño a esas horas?- preguntó Ágata, poniendo agua en la tetera. Como un destello, me vino a la cabeza la imagen de mi tía dormida en su cama, iluminada por un rayo de luna, con las cachas al aire. ¿Llevaría algo debajo de la bata? Comencé a excitarme.
-Nada-, repuse, avergonzado. Quería pensar en cualquier otra cosa que no fuera mi tía, pero no podía. El pene se me hacía cada vez más grande.
-¡Nada, dice! No creas que soy tonta-. El tono de Ágata se había vuelto dulce. Yo la veía de espaldas, trastear sobre la encimera de la cocina. –Desde aquella tarde, me extraña que no te hayas... aliviado. No es normal en un chico de tu edad. Así que cuando te escuché levantar la primera vez, pensé que...-. Me moría de vergüenza. Todas las noches me había levantado con sumo cuidado, demorándome todo lo necesario para no hacer ruido, disfrutando de mis momentos de intimidad, que yo creía solo míos, y resulta que Ágata se había enterado.
Cuando se volvió con la tetera de la mano, el nudo de la bata de mi tía se había deshecho. Ella misma se lo había desatado, puesto que me mostró orgullosa el cuerpo desnudo. Sus tetas naturales, blancas, cremosas, el hoyuelo del ombligo, su tripita y la enmarañada pelambrera negra que cubría el pubis. Dejó la tetera entre los dos, mirándome a los ojos. Yo no le devolvía la mirada, mis pupilas corrían por todo su cuerpo, intentando captar todo el esplendor del cuerpo que tenía delante de mí. Sabía que estaba mal, que tenía que apartar la mirada, cerrar los ojos, pero, simplemente, no podía. Quería recordar todos los detalles para mis masturbaciones, quería hacer un catálogo de rincones del cuerpo de mi tía, quería... mi polla reaccionó violentamente, poniéndose dura como una barra de hierro. -¿Te ayudará esto, sobrino?- continuó Ágata, irguiéndose delante de mí, abriendo más la bata para que pudiera contemplarla a mi antojo. Se me iban los ojos, irremediablemente, a su conejo, una tupida mata de pelo negro que se abultaba entre las piernas. Ágata acabó por abrir la bata, manteniendo la pose durante cinco segundos. Luego, cerró el telón, dejándome con ganas de mucho más. Sonreía, pícara y cabrona, por mi cara de bobalicón asustado.
-Acábate la manzanilla, que se te va a quedar fría. Y, ya sabes. La abuela se quita el sonotone por las noches- dijo, saliendo de la cocina. Miré el hueco que había dejado en la puerta. Escuche sus pasos subiendo las escaleras, recorriendo el pasillo. Miré la manzanilla, todavía humeante, y supe que lo que necesitaba no era eso. Con cuidado, vacié la taza en la pila, y con la polla tiesa, subí las escaleras, cada vez más encendido. No, no era una manzanilla lo que necesitaba. Ni tampoco una paja lenta, ceremoniosa. Lo que necesitaba era que ella volviera a tocarme. Sin saber muy bien cómo, me encontré abriendo la puerta de la alcoba de Ágata, entrando en la habitación y, una vez que cerré la puerta, me desnudé sin ninguna ceremonia, sin pensar siquiera en las bragas de Ágata que todavía llevaba puestas. Me sentí ridículo al saberme observado por ella. Ágata no decía nada, tan solo miraba cómo me desvestía, al parecer sin prestar a tención a su prenda íntima, que quedó tirada sobre mis calzoncillos. Luego no quitaba los ojos del pedazo de carne que me dividía en dos. “La tienes enorme”, me había dicho una vez, la primera vez que me tocó. Ahora volvería a hacerlo, quisiera o no. Ágata levantó la sábana, invitándome a entrar en la cama, sin apartar la mirada de mi entrepierna. Me metí dentro, pegándome al cuerpo caliente de mi tía. Torpemente, acerqué mis labios a los suyos, requiriendo sus besos húmedos, su lengua cálida. Mis inexpertas manos fueron directamente a las tetas de Ágata, provocando una queda protesta cuando el frío puso duros los pezones. Sus manos, por el contrario, no hacían más que avivar mi deseo, acariciándome la espalda y las nalgas, cuando yo moría por que las posara sobre la polla.
-Despacio, sobrino, despacio-, musitaba ella, entre beso y beso, hurtando su entrepierna de mis voraces manos. Yo me apretaba contra ella, sintiendo el roce de su muslo contra mi rabo, deleitándome con la situación. Ella y yo estábamos desnudos debajo de las mismas sábanas, besándonos y tocándonos. Detuve el movimiento de la cadera, dispuesto a hacer caso, a ir despacio, a disfrutar del momento. –Así mucho mejor-, aprobó Ágata cuando mis caricias dejaron de ser tan directas. Pasé los dedos por su costado, sintiendo las costillas que había debajo de la piel. Rodeé su pechos, amenazando con tocar los pezones pero sin llegar a hacerlo. Intuía los lugares que debía acariciar primero para abrir las piernas de mi tía, e iba a por ellos demorándome por el camino. Pasé una mano por sus caderas, aventurando un dedo entre las nalgas. Noté allí cierta calidez, que me recordó a las calenturas de su conejo, aunque faltaba la humedad de la parte delantera. Sabía que lo estaba haciendo bien porque Ágata suspiraba y gemía, dejándose hacer, abriendo poco a poco sus defensas. Lamí la piel de sus tetas, rodeando con la punta de la lengua los pezones, antes de engullirlos y exprimirlos suavemente con mis labios. Toqueteé sus fuertes muslos, primero a la altura de la rodilla, ascendiendo lentamente, notando cómo era ella quién iba separando las piernas para dejarme franco el camino hacia el paraíso. No sabía cómo lo estaba haciendo, ni sabía porqué lo estaba haciendo bien. Solo sabía que ver a mi tía gemir y contorsionarse con las caricias y besos que le daba me ponía loco y me gustaba. Casi tanto como hacerme pajas pensando en ella.
Separé mis labios de su piel, mirándola a los ojos. El rayo de luna que me permitió verla a hurtadillas nos iluminaba lo suficiente como para que se reflejara en las oscuras pupilas de Ágata. Allí ví deseo, vi lujuria, un cierto temor, y sobre todo, vi placer. Ágata se mordía el labio inferior, sin apartar sus ojos de los míos mientras yo reptaba con la mano sobre sus muslos, cada vez más cerca del centro de sus placeres. Notaba la calidez y la humedad de la otra vez, así como el tremolar de la piel de sus muslos. Pasé la mano cerca del pelo, buscando torpemente el botón que ella me había enseñado. Rodeé su zona más sensible, llegando al ano, donde me demoré unos instantes. Me parecía tan íntimo que me dejara tocarla allí, casi más íntimo que tocar su coño. Ella reptó, ahogando un quejido cuando hundí la punta de mi dedo en su culo. “¡Joder, sobrino, qué bueno, no pares, sigue así!”, gemía Ágata. Sabía que la estaba matando de placer, y eso me enorgullecía de un modo estúpido. Pero me apliqué a la labor, esperando que después llegara mi turno. Saqué el dedo, húmedo por los jugos que rezumaban de su conejo, y reseguí el rastro que los mismos flujos marcaban. Atravesé pelo y, cuando aún no me lo esperaba, entré en su cueva. La reconocí al instante. Mi dedo apresado por los músculos de su vagina, el quedo gemido de placer que brotó de su garganta. Empecé a meter y sacar el dedo, lentamente al principio, con fuerza después, cuando Ágata me lo demandó. Puse la palma de la mano cubriendo toda su raja, buscando introducir el dedo hasta lo más profundo, y, entonces, ocurrió. Sin quererlo, encontré el botoncito del clítoris con la palma, y Ágata estalló. Cogió la almohada para ahogar su grito mientras yo notaba la sensación de mi dedo aprisionado en el coño de mi tía, sus espasmos incontrolados de placer, su huida de mi mano, traspasada por el rayo del placer. Pataleó, levantando la sábana que nos cubría y se escabulló de mi mano, todavía con la almohada sobre la cara. Sorprendido, aparté la mano, que notaba húmeda, y me la acerqué a la nariz. Allí estaba el olor primario de mi tía, el que yo identificaba como aroma de sexo, el que me ponía a mil, el que había buscado inútilmente en la tela tirada en el suelo. Tenía la mano alzada, cerca de mi nariz, cuando Ágata tiró la almohada a los pies de la cama y entrelazó sus dedos con los míos. Temblaba y sonreía. Guió mi mano hacia un costado, desenlazó los dedos y fue marcando un camino con ellos por mi propio costado, el hombro, el cuello y la cara, hasta que presionó los párpados para que cerrase los ojos. Al quedarme a oscuras, el resto de mis sentidos se volvieron más potentes. Olí el ligero sudor de Ágata, y el más penetrante aroma de su coño. Noté en la piel erizada los roces de las uñas de Ágata, y los cambios de presión en el colchón a medida que mi tía se acomodaba a mi lado, supongo que apoyándose en un codo mientras que la mano libre se entretenía dibujando círculos alrededor de mis pezones. Inconscientemente, alzaba las caderas en busca de los dedos de Ágata, presentando el cipote para que ella lo tocase. Para que ella lo exprimiese a su antojo. Sus dedos iniciaron un lento viaje al sur, hasta que noté el roce de sus nudillos, o sus muñecas, contra la cabeza de mi polla. Un puente de hilo de plata debió formarse entre su piel y la cabeza amoratada de mi polla, efímero, pues noté sobre el vientre el resto de líquido, que ella esparció por mi piel. Estaba enfermo de deseo, pero temía decir algo que Ágata considerase ofensivo, así que me quedé a la espera, esclavo de las manos de mi tía.
-¿No dices nada, zagal?-, susurró ella a mi oido. La piel de el lado derecho del cuerpo se me erizó cuando mordió el lóbulo de la oreja. Debí contestar con un gemido, puesto que mi tía se rió, bajito, junto a mi oreja. –Sé que lo quieres, pero tienes que ser bueno y pedírmelo-.
-Por favor, tía...
-Tché, tché-, chasqueó ella. –No me hagas vieja ahora, zagal-. Su mano se detuvo, y con ella, mi respiración.
-Ágata, por favor... No pares ahora-.
-Eso está mejor-. Sus dedos rebasaron la línea imaginaria de la cintura de los calzoncillos que no llevaba puestos, tropezando con el amago de vello que me crecía allí abajo. -¿Para qué quieres mis bragas?-. ¡BUM! Noté el calor subiendo a mi rostro, y me rebullí bajo la mano y la acusación de mi tía. –Encima, me robas unas de las más feas que tengo...-
-Yo... no quería... no...-.
-Sí, sí que las querías. Las querías para hacerte esas pajas nocturnas, zagal-. La mano de Ágata, por fín, se enroscó en torno al tallo de mi polla. Grité del susto, de la sensación extraña y excitante, de las ganas que tenía de correrme y del miedo a hacerlo exactamente en ese momento. Mi tía apretó el tallo, cortando el paso de la sangre por la gran vena central, amoratando aún más el capullo descubierto. -¿Te pone hacerte una paja con mis bragas de la mano? ¿O te las pones como si fueras una cría?-. Me molestó que pensase que me gustaba ponerme prendas de mujer.
-Me... me la pone dura pensar que... ¡oh, joder!-.
-¡Esa boca! ¿Qué te la pone dura?-.
-Pensar que eso toca tu... tus...-. Ágata había empezado una masturbación lenta, larga, cubriendo y descubriendo el capullo, que hacía un sonido húmedo con cada meneo.
-¿Mi qué, sobrino?-. ella quería que lo dijera, y a mi me daba una vergüenza terrible llamar “coño” a su coño. Lo malo era que todos los nombres que se me ocurrían eran sucios, obscenos, excitantes. -¡Vamos, dilo!-, ordenó ella, volviendo a apretar el puño, haciéndome daño.
-¡Tu coño!-, bisbiseé, abriendo los ojos. De un golpe de caderas, me incorporé a medias, quedándome apoyado en los codos. Las gloriosas tetas de Ágata atraparon mi vista, después continué por el brazo extendido de mi tía hasta el puño cerrado en torno al rabo. Con una sonrisa lasciva, Ágata prosiguió la paja, sin poner tabú alguno, como si fuera lo más natural del mundo.
-Te has ganado esto, sobrino-, comentó, acelerando el ritmo, -por lo que me has hecho esta noche-. Al acercar sus labios a los míos, supe que me iba a correr. Ella debió adivinarlo, puesto que aumentó el ritmo del movimiento y comenzó a gemir, gemidos que noté dentro de mi garganta al sellar nuestros labios con un beso húmedo y un enroscar de lenguas. Quise escaparme de aquel beso par aullar como un lobo a la luna, pero ella no me lo permitió, acallando cualquier ruido con sus quedos ronroneos. Después d elo que me pareció una eternidad, me desplomé sobre el colchón, tratando de recuperar el ritmo de la respiración. Ágata había parado los meneos, pero no había abierto el puño. De un vistazo rápido, descubrí las gotas, plateadas a la luz de la luna, que caían por encima de sus dedos, y que manchaban mi vientre, mi pecho y sus tetas. Por último, con un sonido líquido, liberó el cipote que cayó sobre un charquito de lefa acumulada en mi bajo vientre, todavía tenso.
Sin decir nada, se levantó, cogió las bragas que le había robado y procedió a limpiar con ellas todos los restos de semen que encontró sobre mi cuerpo, dedicando especial atención al capullo todavía amoratado. Después, me besó en la frente y me dijo:
-No vuelvas a tocar mi ropa. Si quieres unas bragas, tendrás que quitarme las que lleve puestas-.
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