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Ágata me ordenó que “de esto, ni una palabra a nadie”. Me lo dijo justo después de recolocarse las prendas y de que yo me subiera los pantalones. Notaba la barriga, el pecho y la entrepierna pringosos, porque no habíamos podido asearnos bien después de la paja que me había hecho. Me lo dijo con el ceño fruncido y un dedo admonitorio, y solo después de que yo le jurase que no diría nada a nadie, me dio un beso en la frente y sonrió. “¡Este es mi sobrino!”, remató, poniéndome un cestillo en las manos.
La vuelta a casa se me hizo rara. Pensaba que en cualquier momento, un vecino se iba a poner a pegar voces, gritando que nos había visto, que qué habíamos hecho, que si estábamos locos. Miraba a todos lados, vigilando el camino y las huertas que había a su vera por si salía el temido vecino. Y también miraba a mi tía, alucinado y bastante intimidado. Caminaba como si nada extraño hubiera pasado, como si no acabara de hacerme lo que me había hecho. ¡Qué aplomo! ¡Qué seguridad! ¡Y qué andares tenía Ágata! No es que fueran sensuales, ni eróticos. Caminaba con pasos potentes y eficaces, pero a mis ojos, y después de lo que había pasado, me parecían los andares más eróticos que había visto en una mujer.
Mis hormonas estaban alteradas. A pesar de haber descargado apenas unos minutos atrás, volvía a tener el pito duro. “La polla”, pensé. “Después de esto, se acabó lo del pito. Ahora eres un hombre y tienes polla”. Ahora bien, tener polla acarreaba una serie de inconvenientes, como por ejemplo, que los pantalones cortos de chaval que vestía no dejaban lugar a la equivocación. El bulto de mi entrepierna era bien visible, con lo que el temor a que el vecino cabrón nos pillase crecía cuanto más cerca estábamos del pueblo. Antes de llegar a la primera casa, me paré.
-¿Qué pasa?- preguntó Ágata antes de darse la vuelta y percatarse de mi problema. -¡Vaya, sobrino!-, comentó abriendo los ojos y comenzando a sonreir. Luego miró a los lados. –Ven, vamos a sentarnos a la sombra-, decidió, saliéndose del camino. –Esperaremos un poco a ver si “eso” se te baja un poco. ¡Jesús! ¡Qué bulto gastas, hijo mío!-. Aquello no me ayudaba mucho. Otra vez apoyados en un murete, con los comentarios de Ágata sobre el tamaño de mi cosa... mis pensamientos volaban al cortinal. Al cabo de unos minutos, sin que la cosa se destensase en lo más mínimo, Ágata decidió dejarme solo. Quizá así, sin su excitante presencia, pudiera resolverse el problema...
El resto de la tarde la pasé en un estado de excitación y temor permanentes. Hasta mis amigos del pueblo se dieron cuenta de que estaba raro, y de que me pasé casi toda la tarde sentado en el mismo sitio, con las piernas cruzadas y doblado como si me dolieran las tripas. Lo que no sabían era que me pasé casi toda la tarde empalmado como un burro.
Cuando volví a casa para cenar, mi abuela y mi tía estaban discutiendo en la cocina. Pensé que alguien nos había visto por la tarde, se lo había contado a la abuela y allí se iba a montar la de Dios. Me quedé pasmado en la puerta de la cocina, hasta que fui entendiendo que la discusión era la normal a la hora de la cena. Debí quedarme blanco como la leche, pues mi abuela, al verme, dijo algo así como “¡Hijo, ¿qué te pasa? Parece que has visto un fantasma”. Por detrás de ella, Ágata sonreía. No era un fantasma lo que había visto, precisamente.
-¿Has conseguido resolver tu “problema”?-, me preguntó Ágata al oído mientras poníamos la mesa para la cena. Noté cómo los colores se me subían a la cara. Negué con la cabeza, y ella sonrió. La verdad es que no había tenido la oportunidad, y eso que ganas no me faltaban. Entre el temor y la excitación, estaba pasando un día inolvidable. Para lo bueno y lo malo. Y parte de lo malo fue que mi tía se pasó toda la cena apretando su rodilla contra la mía, rozándome con su codo, aprovechando casi cualquier circunstancia para ponerme las tetas delante de los ojos. Mi “problema”, lejos de resolverse, se veía acrecentado. Y mi abuela, delante de nosotros, refunfuñando sobre si Ágata no paraba quieta. Después de cenar vino lo peor. Empalmado como estaba, no podía levantarme sin que la erección fuese evidente incluso para mi abuela. Que Ágata tenía conciencia de ella también era algo sonrojante, pero como era ella quien la había propiciado, pues no me importaba demasiado. Eso sí, estaba caliente como una plancha. Era muy consciente de la presencia sexualmente primaria de Ágata a mi lado, rozando su pierna con la mía a la menor oportunidad, mirándome de reojo, disfrutando de mi turbación. Entonces, no sé si por vergüenza torera, o animado por la locura transitoria de la excitación, hice algo sin pensar: planté la mano en el muslo de Ágata, por debajo de la mesa, sin que la abuela notara nada. Ágata dio un pequeño respingo que atrajo la mirada de la abuela, y algo de color subió a su rostro. No apartó la pierna. Es más, se acercó un poquito, permitiendo que acariciara la parte interior de su muslo, la más cercana a la rodilla. Fue solo por un instante. Al segundo siguiente, el “tum-tum” que retumbaba en mis oídos se hizo más fuerte, el miedo me obligó a retirar la mano y, a pesar del bulto de la entrepierna, salí disparado musitando excusas.
Mi “problema” no podría resolverlo hasta entrada la noche, cuando las dos mujeres de la casa estuvieran dormidas y nadie dentro de la casa pudiera enterarse de lo que iba a hacer en el baño. Ni siquiera en mi alcoba me sentía lo bastante seguro para hacerme la paja que necesitaba, porque el baño y la habitación de la abuela eran las únicas piezas de la casa que tenían pestillo. Un poco atontado, me dí cuenta de que la habitación de mi tía tampoco tenía pestillo. Horas después, tras dar vueltas y vueltas en la cama sin poder dormir, recalentado y enfebrecido, me armé de valor y me asomé al pasillo. Con un poco de suerte, podría aliviarme sin que Ágata se diera cuenta, porque, en el fondo, me daba vergüenza que Ágata pudiera pensar que me masturbaba pensando en ella... aunque fuera verdad.
No había luces en el pasillo. Todo estaba tranquilo. El reloj de la mesilla marcaba las tres y pico de la madrugada. Debajo de los pantalones de deporte que me ponía para dormir, la polla gritaba para que le dieran el alivio que necesitaba. Me atreví a dar un paso, sigiloso como en las películas. El segundo resultó algo más fácil de dar. El tercero ya estaba marcado por la impaciencia. Para llegar al cuarto de baño, tenía que pasar obligatoriamente por delante de la puerta de la habitación de mi tía. La rendija de la puerta estaba oscura, pero pude adivinar a Ágata tumbada en la cama. Un rayo de luna entraba la habitación, permitiendo vislumbrar la silueta ¡destapada! de mi tía. Me quedé unos segundos allí, deslumbrado. Podía intuir las potentes nalgas de Ágata, cubiertas tan solo por unas bragas. Sin darme cuenta de lo que hacía, llevé la diestra a la entrepierna, y los recuerdos de la tarde, como fogonazos, acudieron a mi memoria. Rápidamente me metí en el cuarto de baño, eché el pestillo con todo el cuidado que fui capaz de reunir, y me senté en la taza del váter con los pantalones a medio bajar.
La paja que necesitaba era urgente, rápida, un par de subidas y bajadas serias y ya estaría. Pero la paja que quería era lenta, cadenciosa, larga, rememorando cada una de las sensaciones que había sentido por la tarde. Las tetas de Ágata, suaves, blancas y cremosas, con sus pezones erguidos, húmedos por mi saliva, el olor primitivo, a sudor y sexo, de su canalillo... tuve que parar un momento mi autosatisfacción, conteniendo la respiración y tratando de controlar los espasmos previos al orgasmo que amenazaban con arruinar la magnífica paja que me estaba haciendo. Agucé el oido, por si alguna de las mujeres de la casa se movía, y al constatar que no era así, continué a lo mío, por espacio de unos minutos, lentamente, parándome antes de eyacular, hasta que llegué al punto de no retorno recordando las sucias palabras de Ágata en mi oreja, mi dedo hundido en las profundidades de su coño peludo, la mano de mi tía en mi polla... pese a querer correrme dentro de la taza del váter, la explosión me pilló casi por sorpresa. Hubo una décima de segundo que pensé de modo consciente, pero me di por vencido a la décima siguiente. El primer lechurrazo salió disparado, chocando contra la puerta del baño, el segundo se quedó algo más corto, manchando la parte más cercana a la puerta. El tercero y posteriores me dejaron la mano pecadora llena de líquido blancuzco y espeso, pringoso y caliente. Me quedé sorprendido de la cantidad, textura y color de aquel líquido. Era la primera vez que veía mi semen. Estuve tentado de probarlo, pero me dio un poco de asco, la verdad, así que me dediqué a limpiar el desastre que había preparado, rezando para que ni Ágata ni la abuela sintieran la necesidad de ir al baño a esas horas.
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