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Reconozco que la primera vez que vi a esa señora no me llamó la atención. Para entonces y recién divorciado, mis intereses iban por alguien más joven. A raíz que mi mujer me dejara por un antiguo novio, llevaba la vida de soltero maduro y era rara la semana que no conseguía levantar a una treintañera en busca de pareja.
Quizás por eso no me fijé en la suegra de mi hijo. Cuando me la presentó pocos días antes de la boda, Helga me pareció la típica noruega de cincuenta años. Con su metro ochenta era demasiado alta para mí y a pesar de tener un buen par de pechos, solo le eché un par de miradas. Todavía recuerdo que pensé al ver su tamaño:
« ¡Menuda yegua!».
Aunque era el prototipo de nórdica, rubia con ojos azules, nada en ella me atrajo y más cuando mi chaval me comentó que se había quedado viuda hacía diez años y que desde entonces no había tenido pareja alguna. Hoy sé que me equivoqué al juzgar precipitadamente a esa mujer y que me dejé llevar por su apariencia sin valorar que detrás de esa envergadura se escondía una dama divertida y coqueta.
No enmendé mi error hasta que con la excusa de celebrar su segundo aniversario, José y Britta nos invitaron a los dos a pasar el verano con ellos en el chalet que habían alquilado en Haugenes, un pequeño pueblo de Noruega. También os reconozco que en un primer momento, el pasar mi mes de vacaciones enterrado en mitad de un fiordo no me atraía para nada, sobretodo porque temía el frio clima de esas tierras. Fue mi hijo el que me convenció al comentarme que la temperatura iba rondar los veinticinco grados.
Por eso el primero de agosto me vi cogiendo un avión hacia ese remoto lugar sin prever que, durante mi estancia allí, mi vida daría un giro de ciento ochenta grados…
Mi húmeda llegada a Haugenes
El día que llegué a esa aldea de pescadores estaba lloviendo. Sin ser una lluvia torrencial, fue lo suficiente para que me empapara esperando al taxi que me llevaría hasta la casa donde iba a pasar ese mes.
«¡Mierda de clima!», en silencio maldije al sentir ateridos hasta el último de mis huesos.
Para colmo el puñetero taxista, al ver que me estaba muriendo de frio, se rio de mí preguntándome en inglés qué narices hacía allí cuando me podía estar tostando en cualquier playa del litoral español.
-El imbécil- contesté de muy mala leche.
Al llegar a mi destino y aunque era un paraje de ensueño, mi cabreo se incrementó hasta niveles insoportables al comprobar que ese chalet con su embarcadero estaba alejado de la civilización.
«¿Dónde me he metido?», pensé mirando el espectacular fiordo donde estaba construido, «¡No hay nada más que montañas y agua!
Con un mosqueo evidente, pregunté al conductor donde podía tomarme una copa. La respuesta del sujeto no pudo ser más esclarecedora, soltando una carcajada me soltó:
-El bar más cercano está en el pueblo, a cinco kilómetros.
Mi cara debió de ser un poema. Ya estaba meditando seriamente dar la vuelta y volver a mi amada España, cuando mi chaval y su mujer salieron a darme la bienvenida.
«Aguantaré un par de días y luego buscaré cualquier excusa para huir de aquí», decidí mientras los saludaba con una alegría que no sentía y mentalmente me cagaba en sus muertos.
Tras los saludos iniciales entré con ellos en la casa, si es que se puede llamar así a esa cabaña de madera. Aun teniendo tres habitaciones, su pequeño tamaño me pareció minúsculo sobre todo si como en teoría iba a compartirlo con otras tres personas.
«Voy a terminar hasta los cojones de ellos», me dije al observar que los elementos comunes se limitaban a un salón de poco más quince metros cuadrados.
Acostumbrado a mi piso de soltero, comprendí que esa “choza” me resultaría una ratonera a los pocos días. Afortunadamente al entrar en la que iba a ser mi habitación, comprobé que al menos la cama era grande y que tenía un baño para uso exclusivo mío.
«Menos mal», refunfuñé al deshacer mi maleta, «hubiese sido horrible el encontrarme las bragas usadas de la elefanta».
Fue entonces cuando me percaté que no había visto a la suegra de mi hijo. Por eso cuando salí y me encontré con mi nuera cocinando, pregunté dónde estaba su madre:
-Ha salido a pescar y todavía no ha vuelto- Britta respondió tranquilamente.
-¿Pero? ¡Si está lloviendo!- alucinado contesté.
La chavala riendo me comentó que su vieja estaba habituada a salir con el barco en mitad de las tormentas y que esa llovizna no era nada para ella. Parafraseando a Obelix, pensé: « ¡Están locos estos noruegos!». En mi mentalidad mediterránea me parecía absurdo salir de casa un día como ese. Con ese clima yo no saldría ni a la esquina sino mediara una urgencia.
Hundido en la miseria y sin nada qué hacer, sacando un libro, me senté en el sofá a leer mientras mi nuera terminaba la cena. No llevaba ni diez minutos enfrascado en la lectura cuando el ruido de la puerta abriéndose me hizo levantar la mirada. Era Helga que llegaba enfundada en el típico traje de hule amarillo que usan los pescadores y que tantas veces había visto en los reportajes del National Geografic pero nunca me había puesto.
«Ya llegó el cachalote», rumié en silencio mientras me levantaba a saludar.
La mujer al verme, se acercó a mí y sin importarle el hecho que estaba empapada, me abrazó efusivamente. Al hacerlo sentí sus pechos presionando el mío y por primera vez supe que esa giganta era una mujer. Ella con las botas que llevaba puestas y yo con mi metro setenta y seis, me sentí ridículamente enano al percatarme que mis ojos quedaban a la altura de su boca.
«¡Es enorme!», exclamé en silencio mientras intentaba recuperar el resuello, «¡Y sus tetas todavía más!
Helga, o no se dio cuenta de mi cara de asombro, o quiso evitarme el sonrojo de darse por aludida y dirigiéndose a su hija, le dio una bolsa con lo que había pescado durante el día. Tras lo cual, se marchó a su habitación a cambiarse.
A los pocos minutos, escuché el ruido de la ducha y curiosamente me pregunté cómo estaría esa mujer en pelotas. Mi imaginación me jugó una mala pasada al visualizar a la noruega enjabonando esas dos ubres, ya que producto de esa imagen en mi cerebro entre mis piernas sentí a mi pene creciendo sin control. Asustado por que mi nuera se diese cuenta, volví a mi sofá esperando que la lectura terminara de espantar el recuerdo de su madre desnuda.
Media hora más tarde, ya estaba tranquilo cuando de pronto vi a Helga saliendo de su cuarto enfundada en un traje de terciopelo negro muy corto. Hasta ese momento, siempre había pensado que mi consuegra debía de tener dos gruesas moles, en vez de las dos maravillosas piernas que gracias a la poca tela de ese vestido estaba admirando. Babeando descaradamente, me quedé absorto contemplando a la madre de mi nuera mientras ella charlaba en noruego con su hija.
Fue mi propio chaval quien me devolvió a la realidad cuando en voz baja me soltó:
-Papá, ¿le estás mirando el culo a mi suegra?
Al girarme hacia él, descubrí que José estaba descojonado y que lejos de cabrearle el asunto, le hacía gracia. Al saberme descubierto, mi rostro se tornó colorado y buscando una excusa, dije:
-Estaba intentando entender su idioma pero es totalmente inteligible.
Por supuesto, mi hijo no me creyó y recreándose en mi vergüenza, me soltó:
-Helga no es tu tipo. Es toda una señora y no una zorrita con las que andas.
Que José me diera clases de moral, me cabreó pero sabiendo que tenía razón y que todas mis amiguitas eran bastante casquivanas, preferí como dicen en Madrid “hacer mutis por el foro” y no contestar.
Mientras esto ocurría, mi nuera había sacado una botella de aquavit y unos arenques escabechados como aperitivo. No habiendo probado nunca esa bebida, tomé precauciones antes de apurar mi copa y dándole un sorbo, comprobé que era fuerte y que su sabor no me desagradaba.
-Está bueno- comenté mientras alzaba mi vaso y brindaba con Helga.
-Skal- sonriendo contestó la nórdica bebiéndoselo de un trago.
Al imitarla, los cuarenta grados de alcohol de ese mejunje abrasaron mi garganta.
«Coño, ¡Está fuerte!», mentalmente protesté mientras veía que esa cincuentona volvía a rellenar nuestras copas.
No me quedó duda que esa mujer estaba más que habituada al aquavit cuando en español con un fuerte acento brindó por el joven matrimonio para acto seguido volver a vaciar su copa.
«A este paso me voy a emborrachar», sentencié mientras observaba de reojo los enormes pechos que el escote de su vestido dejaba entrever.
Producto del alcohol el ambiente se fue relajando y por eso al sentarnos a cenar, las risas y las bromas eran constantes. La gran mayoría aludían a las diferencias culturales entre España y Noruega, y mientras las dos mujeres se metían con el estereotipo del latino desorganizado, nosotros bromeábamos con el carácter frio y cuadriculado de los habitantes de ese país.
En un momento dado, Britta, queriéndose defenderse de una burrada que había soltado su marido, dijo muerta de risa:
-Es falso que las noruegas seamos frígidas. Piensa que en invierno, con el frio que hace, nos pasamos seis meses sin salir de la cama.
Fue entonces cuando interviniendo a favor de su hija, Helga comentó:
-Ningún hombre que ha probado mis besos se ha quejado.
Sin darme cuenta de lo duro que sonaría al ser viuda, respondí:
-Con las tetas que calzas, ¡han muerto de sobredosis!
Durante unos instantes, se hizo el silencio en la habitación hasta que, soltando una carcajada, mi consuegra me rellenó por enésima vez la copa y demostrando que no se había ofendido por mi comentario, contestó mientras adornaba sus palabras agarrándose los pechos:
-Aunque según dicen tienes una vasta experiencia, no te aconsejo probarlos, llevo tanto tiempo sin que nadie lo haya intentado que podría dejarte agotado.
La barbaridad de su comentario hizo que su hija la reprendiera diciendo que se comportara, pero entonces su madre se defendió diciendo:
-Él ha empezado.
Mediando entre las dos, comenté:
-Helga tiene razón. No debía haberlo dicho.
La cincuentona me miró con una sonrisa en los labios y cambiando de tema, preguntó a José que tenían pensado para nosotros al día siguiente. Mi chaval se disculpó diciendo que iban a visitar a un amigo y que por lo tanto, íbamos a quedarnos solos Helga y yo. Curiosamente, mi consuegra se tomó con alegría esa circunstancia y como si fuéramos amigos de toda la vida, me preguntó si quería acompañarla a la playa.
-Por supuesto que iré - comenté - ¡siempre que Dios y el clima nos lo permitan!...
Con Helga en la playa.
Al día siguiente me levanté cansado debido a que mi hijo y su flamante esposa no cayendo en que estábamos en una cabaña, se pasaron toda la noche haciendo el amor y por sus gritos supe que mi nuera había disfrutado aunque a mí no me dejaron dormir. Por eso cuando vi entrar a Helga sonriendo en la cocina mientras desayunaba, me extrañó verla tan descansada porque si a mí me habían despertado las voces de su hija, a ella que su habitación estaba pegada a la de los muchachos debió de resultarle insoportable.
Si estaba enfadada no lo demostró. Es más, comportándose con una energía desbocada, me contó que la playa que íbamos a ir estaba a dos kilómetros de la casa y que había que ir allí en bicicleta. Al quejarme, Helga se destornilló de risa al oír mis lamentos y acercándose a mí, me pasó una taza con café mientras me decía que el ejercicio era bueno para mantenerse joven.
En ese momento al tenerla tan cerca pude admirar el profundo canalillo que se formaba entre sus tetas, por eso el único deporte en que mi mente podía pensar era el de sumergirme entre sus pechos. La cincuentona se debió de percatar de cómo la miraba porque vi crecer entusiasmado sus pezones.
-Voy a cambiarme- comentó totalmente colorada dejándome solo en la cocina.
«¡Menos mal que se fue!», sentencié agradecido al notar que bajo mi bragueta mi apetito crecía sin control, « esa nórdica me pone bruto».
Como yo ya iba vestido para la playa, terminé de desayunar tranquilamente mientras trataba de alejar de mi mente la imagen de esa madura de grandes tetas desnuda poniéndose el traje de baño.
«Debe de estar estupenda en bikini», pensé dejando en el olvido que esa mujer era más alta que yo.
Cuando al cabo de cinco minutos, Helga apareció sonriendo y luciendo un escueto conjunto morado, creí estar contemplando una diosa mitológica.
-¡Estás impresionante!- exclamé casi gritando al verificar que me había quedado corto y que en carne y hueso, esa mujer era todavía mas atractiva.
Dotada de un culo grande y sin apenas celulitis, mi consuegra parecía sacada de un cuadro vikingo y solo le faltaba un hacha en la mano para representar con realismo la imagen que tenemos todos de una guerrera escandinava.
Muerta de vergüenza pero alagada a la vez, bajó la mirada mientras me daba las gracias por las lisonjas que salían de mi boca. Su timidez me permitió recorrer su cuerpo con la mirada. De esa forma, verifiqué que ella, al sentir la caricia de mis ojos acariciando sus muslos, se ponía más nerviosa y que involuntariamente dos pequeños montículos crecían bajo la parte de arriba de su bikini. Al comprender que me estaba pasando y que de enfadarse conmigo podía tener problemas con mi hijo, dejé de examinarla y pregunté si nos íbamos a la playa.
Todavía con el rubor coloreando su rostro, la cincuentona agarró el bolso con sus cosas y señalando una de las bicis, me dijo que la cogiera. Os confieso que obedecí como un zombi porque en ese instante al subirse en la suya, me imaginé que era mi pene en vez del sillín el que se acomodaba entre sus nalgas.
« ¡Quién se la follara!», rumié entre dientes al saber que era algo prohibido al ser la madre de mi nuera y nuevamente intenté olvidarme de ella.
Desgraciadamente al pedalear, el vaivén de sus pechos lo hicieron imposible y lo que debía de ser un tranquilo paseo hasta la playa se convirtió en un infierno. No pude dejar de observarla aunque ello supuso que al bajarme de la bici, bajo mi traje de baño, luciera una tremenda erección que no le pasó inadvertida.
« ¡Joder! ¡Parezco un crío!», me quejé en silencio, abochornado por la falta de sensatez que estaba demostrando.
A la noruega, o no le molestó comprobar el efecto que ella causaba en mí, o lo que es más seguro su timidez le impidió comentar nada. Lo cierto es que abriendo el camino, me guio a través de un prado hasta una coqueta cala. Os juro que no me esperaba encontrarme en ese recóndito y frio lugar un arenal blanco, al que las montañas cercanas protegían del viento creando un entorno casi paradisiaco y borrando de mi mente momentáneamente a mi consuegra, con la boca abierta me puse a admirar el paisaje.
-¿Es precioso verdad?- Helga comentó mientras me imitaba.
El verde casi fosforito de la hierba que llegaba hasta el borde de la playa, el blanco de la arena y el azul de esas aguas cristalinas dotaban a ese paisaje de una belleza sin igual.
-Sí que lo es- respondí y señalando una poza en un extremo de esa playa sin darme cuenta que había pasado mi brazo por la cintura de esa mujer, dije en plan de broma: -Seguro que ahí, el agua estará más caliente: ¡puede que hasta me bañe!
A Helga se le iluminó su cara al escuchar mi broma y cogiéndome de la mano, corrió hasta la orilla para una vez allí salpicarme con el pie mientras me decía:
-Está buena, lo que pasa es que eres un friolero.
Muerto de risa, la abracé para evitar que siguiera mojándome con esa gélida agua con tal mala suerte que trastabilló y caímos sobre la arena. El contacto de su piel contra mi pecho fue el acicate que necesitaba para besarla aprovechando que la tenía totalmente pegada. La cincuentona al sentir quizás por primera vez en años una lengua forzando sus labios, respondió con pasión y dejó que esta jugara con la suya mientras presionaba mi entrepierna con su sexo.
La pasión que demostró me permitió incrementar el ardor con el que la besaba y llevar una de mis manos hasta su pecho. Helga al sentir la caricia de mis dedos sobre la parte de arriba de su bikini, gimió de placer. Si ya había dejado clara su calentura, cuando retirando la tela toqueteé con mis yemas su pezón berreó como una cierva en celo.
Todavía sin saber dónde me metía, usé mi lengua para deslizándome por su cuello irme aproximando hasta su pecho. La noruega, al experimentar esa húmeda caricia, clavó sus uñas en mi trasero denotando una excitación que creía olvidada. Su entrega azuzó mi lujuria y me puse a mamar de esas dos ubres mientras su dueña se estremecía de gozo.
-¡Me enloquece que comas de mis tetas!- aulló como loca mientras se despojaba de su bikini y ponía la otra en mi boca.
Al comprobar que sin el sostén del sujetador seguían firmes, me volví loco y alternando de un seno al otro, mordisqueé sus pezones sin parar. Mi consuegra al sentir la presión de mis dientes sobre sus erectos botones, pegó un chillido y llevando sus manos a mi pantalón, me trató de desnudar.
La urgencia de esa rubia me demostró que en su interior existía una mujer ardiente que las circunstancias de la vida no habían dejado aflorar y por ello tras ayudar a despojarme de mi traje de baño, hice lo propio con la braguita de su bikini.
Durante unos segundos me quedé embelesado mirando a mi consuegra desnuda. No fue hasta que fijé mi mirada en su sexo, cuando descubrí que al contrario de las mujeres de su edad Helga llevaba su pubis totalmente depilado.
-¡Que belleza!- exclamé pero como estaba lanzado no pude evitar recorrer con mi mano su entrepierna.
Os juro que no sé qué me resultó más excitante, si oír su gemido o descubrir que tenía su coño empapado.
-No seas malo, llevo mucho tiempo sin que un hombre me toque- protestó con los ojos inyectados de lujuria.
Sabiendo que no había marcha atrás, mis dedos se apoderaron de su clítoris y recreándome con una caricia circular sobre ese botón, observé a Helga apretando sus mandíbulas para no gritar. Totalmente indefensa, sufrió en silencio la tortura de su botón mientras observaba de reojo mi pene totalmente tieso. Por mi parte, estaba alucinado de mi valentía al estar masturbando a la madre de mi nuera pero al comprobar que poco a poco mis toqueteos estaban elevando el nivel de la temperatura de su cuerpo, no paré hasta que mis oídos escucharon su brutal orgasmo.
-¡Eres un cabrón!- me dijo con una sonrisa al recuperar el resuello y arrodillándose frente a mí, me soltó al tiempo que sus manos agarraban mi pene: -Ahora, ¡me toca a mí!
Aunque parezca raro, esa viuda no se lo pensó dos veces al tener mi pene entre sus dedos y sin esperar mi permiso, se lo introdujo en la boca. Os juro que creí morir al comprobar que no se le había olvidado como se mama y esperanzado pensé que al final ese verano en esas gélidas tierras no sería tan mala idea al acreditar que era tanta su necesidad que esa rubia no iba a parar hasta que recuperara los años perdidos. Ajena a lo que estaba pasando por mi cabeza, Helga me demostró su maestría, cogiendo entre sus yemas mis testículos e imprimiendo un suave masaje mientras su lengua recorría los pliegues de mi glande.
-¡Cèst magnifique!- exclamó en francés al comprobar la longitud que había alcanzado mi verga y abriendo sus labios, la fue devorando lentamente hasta que acomodó toda mi extensión en su garganta.
El elogio me supo doblemente dulce porque en ese instante y usando su boca como si de su sexo se tratara, empezó a meter y a sacar mi polla de su interior con un ritmo endiablado. Deslumbrado por su mamada todo mi ser reaccionó incrementando la presión sobre mis genitales. Estos explotaron en continuas explosiones de placer mientras mi consuegra, arrodillada sobre la arena, no dejaba que se desperdiciara nada y golosamente fue tragándose mi semen a la par que mi pene lo expulsaba.
Acababa de ordeñarme cuando las risas de unos críos nos avisó de su llegada. Muertos de risa, apresuradamente nos vestimos para que no nos pillaran en pelotas. Una vez vestida, me dijo sonriendo antes de salir corriendo hacia las bicis:
-¡Volvamos a casa! ¡El primero se ducha primero!
Al ver esas dos tetonas rebotando mientras trotaba de salida, reavivó mi deseo y aunque traté de alcanzarla antes que cogiera la suya, al llegar donde las habíamos dejado Helga ya pedaleaba de vuelta. Montándome en la bicicleta, salí tras ella pero nuevamente el mejor estado físico de esa cincuentona provocó que ella entrara primero a la cabaña.
Medio minuto después y con la lengua fuera, llegué a la casa. Una vez allí, dejé tirado el rudimentario vehículo en el porche y me senté a recuperar el aliento, mientras me decía que tenía que dejar de fumar.
«Estoy hecho una pena».
Ya descansado, pasé dentro y el ruido del agua cayendo me informó que mi consuegra se estaba duchando. Con nuevo ánimos, abrí la puerta para encontrarme a esa mujer apoyada contra los azulejos mientras me miraba. Si me quedaba alguna duda que intentaba provocarme, esta desapareció cuando se empezó a acariciar las tetas mientras sonreía. Era una invitación imposible de rehusar y por eso a toda prisa, me desnudé sin dejar de mirar a esa zorra.
-¡Me encantan tus tetas!- dije mientras pasaba dentro de la ducha.
Descojonada y alagada por mi exabrupto, se pellizcó los pezones diciendo:
-¿No los tengo muy caídos?
-Para nada- respondí. – Me pasaría la vida comiéndotelos.
Helga soltó una carcajada al ver que mi pene ya estaba tieso y dando una vuelta completa sobre el plato de la ducha, me volvió a preguntar:
-¿Y mi culo no te gusta?
-Es maravilloso- admití babeando al observar que se separaba ambas nalgas con las manos y me regalaba con la visión de un ojete casi virginal.
Mi respuesta le agradó y tirando de mí, me metió junto a ella bajo el grifo. Al sentir su piel mojada sobre la mía, mi miembro alcanzó de golpe toda su extensión. Hecho que no le pasó desapercibido y partiéndose de risa, me soltó:
-¡Parece que te pone cachondo esta vieja!
Al escucharla me reí y mientras llevaba mis manos hasta sus pechos, contesté:
-No eres una vieja, ¡tienes mi edad! Y sí, me pones bruto pero tú también tienes los pezones duros -mientras agachaba mi cabeza y cogía al primero entre mis dientes.
Disfrutando con el tratamiento que estaban recibiendo sus pechos, pegó un gemido de placer, cuando masajeé su otra teta mientras con la mano que me quedaba libre iba bajando por su cuerpo. Mi consuegra separó sus rodillas al sentir mi caricia cerca de su entrepiernas.
-¡Te necesito!- exclamó con su respiración entrecortada por la excitación que la dominaba.
-Para ser casi abuela, eres un poco puta–solté riendo mientras su coño se empapaba producto de mis maniobras.
-¡Y tú para ser un abuelo eres muy pervertido! - gritó ya totalmente dominada por la lujuria.
Incrementando su calentura, me arrodillé frente a ella y usando mis dedos, separé sus labios para acto seguido quedarme embobado con su inmaculado sexo mientras pasaba una de mis yemas por la raja de su coño antes de volverlo a introducir en su interior. El chillido que pegó a notar como la súbita penetración, me informó que Helga estaba disfrutando y por eso me atreví a preguntarle:
-¿Hace cuánto que no te lo han comido?
Apoyándose en la pared, me explicó que desde que había muerto su marido nadie se había ocupado de ello.
-¿Diez años? ¡Ahora lo soluciono!– respondí mientras sacando mi lengua le daba un primer lametazo.
Viéndome arrodillado a sus pies y con mi boca en su sexo, mi consuegra aulló como loca. Al escuchar su gemido, aumenté la velocidad con la que mi dedo se estaba follando su coño mientras con mis dientes mordisqueaba su clítoris Helga al sentir la doble caricia se estremeció bajo la ducha. Sabiendo que su entrega era total, metí un segundo dedo en su interior alargando los preparativos.
Lo que no había previsto era que mi consuegra, buscando aliviar la calentura que la consumía, pegara su sexo a mi cara mientras movía rítmicamente sus caderas restregándome su sexo por la cara. Satisfecho, sacando la lengua le pegué un segundo lametazo.
-¡Cómelo ya!, ¡Lo estoy deseando!
Muerto de risa, la chantajeé diciendo:
-Te lo como ya, si luego me dejas follarte.
Me respondió separando sus rodillas. Siguiendo el plan previsto, la penetré añadiendo otro dedo. La rubia en vez de quejarse, no paró de sacudir las caderas restregando su sexo contra mi boca. Su cuerpo tiritando de placer me permitió meter el cuarto.
-¡Me duele pero me gusta!- berreó la mujer al experimentar que tantos dedos forzaban su entrada.
Mi lado perverso me indujo a mordisquear el botón que escondía entre sus pliegues con tanta fuerza que la noruega mientras daba un tuvo que apoyarse contra los azulejos al notar que estaba perdiendo fuerza en sus piernas.
-¡No pares! ¡Sigue comiendo! – aulló al tiempo que con sus manos presionaba mi cabeza contra su coño.
Alternando penetraciones con lametazos, hice que la rubia alcanzara una excitación desconocida. Al comprender que estaba a punto de correrse, seguí sacando y metiendo mis dedos cada vez más rápido.
-¡Dios! ¡Me corro!– aulló casi llorando de placer gimoteó mientras la seguía masturbando.
Ya que hacía tantos años que no se lo comían, decidí que era hora que esa mujer sintiera lo que era una buena comida de coño y por eso, continué lamiendo su clítoris con mayor intensidad si cabe pero en ese instante, rocé su ojete con una de mis yemas.
-¡Ese es mi culo!- protestó pero contra toda lógica, llevó su mano a la mía y me obligó a seguir acariciando su esfínter mientras mi boca se llenaba con su flujo.
Su orgasmo fue brutal y con su flujo por mis mejillas, usé mi lengua para beber del riachuelo en que se convirtió su chocho, al tiempo que relajaba los músculos de su entrada trasera. Helga, con un dedo ya dentro de su culo, convulsionó en mi boca mientras de su garganta no paraban de surgir berridos.
Tras su clímax, se dejó caer sobre el plato de la ducha y sonriendo, me soltó:
-¡Nunca nadie me había nadie comido mientras me metía un dedo por el ojete!
-¿Te ha gustado?- pregunté tanteando el terreno.
La suegra de mi chaval agachando su cabeza avergonzada contestó que sí, momento que aproveché para darle la vuelta y separando sus dos cachetes, volver a juguetear con una de mis yemas en su entrada trasera:
-¡Tienes un culo precioso!- susurré en su oído mientras hurgaba sensualmente con mi dedo su interior: -¿Te gustaría que te lo rompiera?
Al oír su suspiro, comprendí que mi fantasía era compartida por esa cincuentona y por eso relajando poco a poco su ano, decidí usar toda mi experiencia para hacerla realidad. Para entonces la noruega estaba cachonda de nuevo y sin poder soportar la excitación que le nacía de dentro, me rogó que la tomara. Dudé unos instantes porque también me apetecía follarla al modo tradicional y mientras decidía qué hacer, seguí masajeando su esfínter mientras con la otra mano le empezaba a frotar su clítoris.
-¡Me vuelves loca! – chilló mordiéndose los labios y sin dejar de su culo contra mi dedo.
Aunque estaba ya bruta, comprendí que debía de relajarlo antes de dar otro paso, pero entonces Helga comportándose como una perra en celo, lanzó su mano hacia atrás y cogiendo mi pene, intentó ensartarse con él. Al percatarme de sus prisas, le solté un sonoro azote mientras le decía;
-Tranquila, putilla mía. No quiero destrozarte el ojete.
Mi consuegra gimió descompuesta al sentir mi dura caricia y poniendo cara de puta, me rogó que le diera otra nalgada. Sorprendido por su pedido, en un principio hice oídos sordos a su petición y seguí relajando su esfínter hasta que comprobé que se encontraba suficiente relajado. Fue entonces cuando Helga presionando sus nalgas contra mi pene, me mostró su aprobación. Como no deseaba provocarle más daño del necesario, introduje suavemente la cabeza de mi miembro en su interior.
Ella al sentir mi glande forzando su entrada trasera, no hizo ningún intento de separarse y esperó pacientemente a que se diluyera su dolor para con un breve movimiento de sus caderas, írselo introduciendo lentamente en su interior. La pausada forma en que se fue empalando, me hizo disfrutar de cómo mi extensión iba constriñendo los pliegues de su ano al hacerlo. Curiosamente, ese castigo azuzó su lujuria y echándose hacia atrás, consiguió embutírselo por completo.
-¡Duele!- gritó pero, pasados unos segundos, retomó con mayor frenesí el zarandeo de sus caderas.
El compás parsimonioso que marcó permitió que mi sexo deambulara libremente por el interior de sus intestinos mientras esa rubia me rogaba una y otra vez que la poseyera. Obedeciendo sus deseos, me agarré de sus pechos e incrementando el ritmo con el que tomaba posesión de su culo, cabalgué sobre mi consuegra usado mi pene como ariete. Helga, con lujuria en sus ojos, gimió su placer mientras me pedía la follara sin contemplaciones.
Me parecía imposible que esa mujer, que parecía tan dulce y recatada, se estuviera comportando como una zorra. Su calentura era tal que a voz en grito me repitió que necesitaba ser usada. Su confidencia extinguió todas mis dudas y forzando su culo al máximo, decidí recrearme ferozmente en la entrada trasera de esa mujer y mientras ella no paraba de berrear, usé, gocé y exploté su ojete con largas y profundas cuchilladas. La noruega, absolutamente poseída por una olvidada pasión, se apoyó en los azulejos de la ducha y gritando, me imploró que siguiera machacando su esfínter con mi polla.
-Me corro- escuché que decía al usar sus pechos como apoyo para incrementar el ritmo de mi follada.
Aullando como una loba a la que le está montando su macho, Helga me reclamó que siguiera porque todavía no estaba satisfecha. Deseando complacerla, comprendí que podía dejar atrás todas mis precauciones y usarla de un modo más salvaje. Por eso descargando un mandoble sobre una de sus nalgas, solté una carcajada y mordiendo su oreja, le grité:
-¡Puta! ¡Mueve el culo y demuéstrame lo zorras que son las noruegas!
Al oir Merceditas a su vecino reclamándole su poca pasión, aceleró el movimiento de sus caderas mientras no dejaba de gemir con cada penetración con la que forzaba su esfínter. La violencia de mi asalto hizo que sus brazos se doblaran y centímetro a centímetro fui acercando su cara a la pared, hasta que aprisionada tuvo que soportar que el frio de las baldosas contra la su piel de sus mejillas mientras se derretía por el duro trato. Casi sin respiración, me imploró que la dejara descansar. Su rendición me sonó a gloria bendita y negándome a hacerla caso, le grité:
-¡Puta! ¿Primero me provocas y ahora me pides que pare? ¡No pienso hacerlo -
Azuzada por mi orden y no queriendo dejar en mal lugar a sus compatriotas, mi consuegra se abrió los cachetes con sus manos y me dijo gritando:
-¡Rómpele el culo a tu guarra!
En ese instante, era tal la cantidad de flujo que brotaba de entre sus piernas que con cada cuchillada sobre sus grandes nalgas, este salpicaba mis piernas y aromatizaba con su olor a hembra excitada el ambiente
-¡Dios! ¡Cómo me gusta!- ladró mientras chillaba de placer.
La excitación que llevaba acumulando durante el día provocó que no pudiese aguantar más sin descargar mi simiente y por ello cogiéndola de los hombros, profundicé mi ataque mientras castigaba sus cuartos traseros con mi polla. No tardé en correrme esparciendo mi semilla en el interior de sus intestinos y Helga al notar como rellenaba su conducto con mi semen, convirtió su culo en una ordeñadora y moviéndolo con desenfreno buscó sacar hasta la última gota depositada en mis testículos. Satisfecho y exhausto, cuando sentí que mi verga iba ya perdiendo fuelle, di la vuelta a esa mujer y la besé.
Mi beso fue el de un amante agradecido pero el de Helga al responder lo fue aún más y con una ternura brutal, dejó que mi lengua jugueteara con la suya hasta que con una sonrisa en sus labios, me preguntó:
-¿Qué van a decir los muchachos cuando sepan lo nuestro?
-No lo sé- respondí- pero piensa una excusa porque acabo de escuchar la puerta.
En un principio, Helga pensó que le estaba tomando el pelo pero abriendo la puerta un poco comprobó que su hija y mi chaval no solo habían llegado sino que estaban sentados en el salón esperando que saliéramos.
-¿Qué hacemos?
Estaba abochornada, sabiendo que la había escuchado gritar mientras la poseía, Se sentía incapaz de enfrentarse con Britta y por eso me imploró que una vez vestido, fuera yo quien saliera del baño. Aunque tampoco era un plato de mi gusto, decidí hacerla caso y ser yo quien diera la cara.
Con ganas de fugarme a España por el corte de enfrentarme con mi nuera después de haberme follado a su madre, salí del baño. Pensaba que Britta estaría encabronada pero al verme salió corriendo a mis brazos y tras darme un beso en la mejilla, me dio las gracias. Si la actitud de ella era de por sí extraña, más lo fue ver llegar a mi hijo y después de darme un abrazo que con una sonrisa, me dijera:
-Gracias Papá, sabía que podía confiar en ti pero tengo que reconocer que me ha sorprendido la prisa que te has dado.
Os juro que estaba tan nervioso y confundido que no comprendí sus palabras y por eso le pregunté a qué se refería. José muerto de risa me respondió:
-Mi esposa estaba preocupada por madre porque llevaba mucho tiempo sin pareja y conociéndote, le dije que bastaba con invitaros a pasar una temporada juntos para solucionar ese tema.
Cabreado por el modo que nos habían manipulado, quise cerciorarme de sus intenciones y por eso dirigiéndome a su esposa le pregunté:
-¿Planeaste esto con mi hijo?
Muerta de risa, la chavala contestó:
-Al principio no estaba segura pero, sabiendo que eres un buen hombre, no tenía nada que perder si probábamos.
Al evidenciar que habíamos sido unas marionetas en manos de los muchachos me divirtió y aprovechando que Helga estaba saliendo en ese momento del baño, la agarré de la cintura y dándola un beso de tornillo en la boca, susurré en su oído:
-Todo va bien, tu hija y mi hijo nos han invitado a este viaje esperando que nos acostáramos.
-No te creo- respondió pero al ver el rubor que coloreaba las mejillas de Britta, supo que era verdad.
Entonces soltando una carcajada, la llevé rumbo a mi habitación mientras decía a la intrigante pareja:
-Espero que os hayáis traído tapones para las orejas porque esta noche no os pensamos dejar dormir- y dando un azote en el trasero a mi consuegra, le pregunté: -Cariño, ¿estás de acuerdo?
Mirando a su retoño, contestó:
-Por supuesto, vamos a enseñar a estos dos cómo con nuestra edad, ¡se puede follar sin parar!
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