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Eulalia era una chica tan hermosa, como inocente. Pero en la noche en la cual su padrastro, repleto de vino hasta las cejas, entró en su cuarto y al hacer su madre oídos sordos a sus lamentos, la candidez,terminóabandonando su cuerpo, al tiempo que un mar de sangre brotaba de su entrepierna.
Los meses siguientes, cada vez que el hombre de la casa volvía borracho, un temor profundo y fundado afloraba en el pecho de la pequeña Eulalia.
Con el tiempo aprendió a soportarlo. Y cuando le veía entrar en su habitación, se bajaba las bragas, abría las piernas y esperaba que el mal rato pasara pronto, cosa que sucedía normalmente. El alcohol y los años son malos compañeros para la potencia sexual.
Si durante el tiempo que duro aquel suplicio, Eulalia aprendió a odiar a su padrastro, los sentimientos hacia su madre no diferían mucho.
Dicen que la última gota hace rebozar el vaso. Miles de gotas de la sangre de su violador, al precipitarse este por la ventana de su cuarto, salpicaron el acerado.
A falta de CSI, la policía dictaminó que había resbalado y, ebrio como estaba, salió disparado cual muñeco roto.
Nadie sospechó de la inocente jovencita. Nadie pensó que ella, harta de ser violentada una noche sí y otra también, decidió tomarse la justicia por su mano… Nadie excepto su madre, la cual, aunque no la denunció por temor a las consecuencias de su silencio, hizo su estancia entre aquellas cuatro paredes, casi tan insufrible,como lo fueron los abusos nocturnos.
Eulalia cumplió dieciocho años y se marchó de casa. Al principio intentó ganarse la vida como buenamente pudo, pero con el buen cuerpo que le había dado Dios y esa belleza que emanaba de su rostro, terminó ejerciendo el oficio, donde la falta de experiencia, te hace ser un menú más cotizado.
Durante los dos años que trabajó en aquel burdel de carretera, descubrió lo que era ser deseada. Sus curvas volvían locos de deseo a los hombres y su conejo era un festín que todos querían llevarse a la boca.
Por muy degradante y mal olientes que fueran los parroquianos, todos mejoraban ante el recuerdo del borracho de su padrastro.
Comenzó a tener clientes habituales, que solo querían fornicar con la hermosa Eulalia. Entre ellos, destacaba un viejito de unos sesenta años, el cual se encaprichó de ella. Hasta tal punto, que cuando enviudó y saltándose toda las barreras de la cordura, le pidió ser su esposa.
Que el puñetero don Carlos se había encoñado con ella era algo evidente, pero el milagro “Pretty woman” soloocurre en el cine. Aunque ella no tenía nada que envidiar a Julia Roberts, cualquier parecido de don Carlos con Richard Gere, era pura coincidencia.
Así que dado que el vejete no tenía descendencia, que son, las que suelen dar más por culo por aquello de la herencia, la sensual Eulalia sopesó los pros y los contras y decidió casarse con el acaudalado carcamal.
De todas maneras, iba a pasar de aguantar a miles de babosos, a aguantar a uno solo… Y con el beneficio, deque el abuelito le caía bastante bien.
Su llegada al pueblo de don Carlos, fue la expectación y el cotilleo de moda en el aburrido lugar.
A pesar de las sonrisas que le dispensaban las vecinas al saludarla, Eulalia pudo sentir su desprecio no exteriorizado.
Los hombres eran distintos, en sus ojos podía ver la lujuria. Más de uno la desnudó con la mirada e imaginócómo sería tener aquellos voluptuosos senos entre sus dedos.
El día de la boda ella estaba tan hermosa que hasta Don Anselmo, el cura del pueblo, no pudo reprimir el deseo y al elucubrar toda la belleza que se escondía bajo el blanco traje, sintió cómo la bestia de su entrepierna despertaba.
La noche de boda, el cansancio, el alcohol y los años, se cebaron en el pajarito de su cónyuge, el cual decidió no levantarse. Pero pese a todo, don Carlos, en un gesto de generosidad, proporcionó a su esposa una noche de lo más placentera. Por todos es conocido un dicho popular: “Mientras el hombre tenga lengua, sigue siendo hombre”
Decir que a partir de aquella noche, la percepción de la vida y del sexo, que hasta aquel momento había tenido Eulalia, cambió; sería minimizar las cosas.
Nunca recordaba haber sido tan feliz, tenía una hermosa casa, joyas, vestidos y sobre todo, un hombre que la idolatraba y la hacía dichosa. Un hombre al que respetaba por encima de todas las cosas y que poco a poco, estaba aprendiendo a querer.
Era tanta la dicha que albergaba, que los dimes y diretes de las mujeres del pueblo, dejaron de molestarla.
Pero lo peor de la felicidad es que acaba. Tras cinco años de matrimonio, la salud de su marido se resintió y Eulalia pasó de ser su ferviente amante, a su enfermera.
En los diez largos años que duró su enfermedad, la otrora prostituta se convirtió en la cabeza pensante de los distintos negocios de su marido. Lo mismo tomaba decisiones en la empresa de tejidos, que sobre los diversoscultivos y así como sobre el ganado.
A partir de aquel momento, ya no era la mujer de don Carlos, ya todos la conocían como la Señora Eulalia.
Estaba claro que la mujer era una sobreviviente, aprendió a llevar la inmensa fortuna, pues así lo quería Don Carlos, pues su capital mal gestionado sería la ruina de la gente del pueblo que, trabajando para él, lograban su sustento.
En aquellos años, si eterno eran los días en los que veía cómo su marido se apagaba poco a poco como una vela, más eternas eran las noches añorando el placer que él le daba. Mas nunca, por más que la lujuria campara por su cuerpo, le fue infiel. Hasta el día de su muerte.
Si el día que salió del prostíbulo le hubieran dicho que sentiría tanto la muerte de don Carlos, no se lo hubiera creído. Quedó destrozada, pero por respeto a su marido, sacó fuerzas de donde no las tenía y dirigió sus negocios todo lo mejor que pudo, como a él le hubiera gustado.
Pero a sus espaldas solo acumulaba treinta y cincos años. Y como toda mujer, tenía sus necesidades: sus pechos pedían ser acariciados, su culo era una bestia pidiendo guerra y, sobre todo, su chocho necesitaba ser profanado por una húmeda lengua.
Cansada de masturbarse, un día decidió que ya era hora de que le regaran el huerto, y para ello quién mejor que el jardinero. El hombre demostró tener más ganas que ella de una sesión de sexo.
Aunque disfrutó de los placeres de la carne con el embrutecido jardinero, la discreción no era una de las cualidades de su improvisado amante.
A los pocos días, todo el mundo en el pueblo era conocedor de su desliz. Y todo el mundo, incluía a la traicionada esposa.
En aquel momento, la Señora Eulalia descubrió el poder de la riqueza en toda su magnitud: pese a que todos murmuraban, como siempre, a sus espaldas, nadie le hacía un mal gesto, aunque, como en el caso de la mujer del jardinero, la rabia se la reconcomiera por dentro.
Si bien las miradas reprobatorias no cesaron, a la acaudalada dama no le molestaron, parecía gustarle ser el centro de atención de todos. De las mujeres, por la envidia y rabia que les suscitaba, y de los hombres, por el deseo que despertaba en ellos.
Nunca le habían gustado las mujeres de aquel pueblo. Le recordaban a su madre, débiles y meras marionetas en manos de sus hombres, los cuales tejían su destino, fibra a fibra, como si aceptaran, complacientemente, su condición de ciudadanas de segunda.
Un inesperado sentimiento comenzó a nacer en ella. Todo el odio y resentimientohacia su madre lo volcó en las comadres y cotillas del pueblo.
Una a una, fue investigando a las mujeres de sus trabajadores, tanto más la criticaban, más interés fue poniendo en sus esposos. Daba igual que fueran feos, gordos, de penes pequeños… Ella, con el único propósito de hacer daño a sus mujeres, los hacía pasar copiosamente por su entrepierna, hecho al que, dicho sea de paso, ninguno ponía ningún reparo.
Como si de un reto personal se tratara, copuló con todos los varones del pueblo; la escusa siempre era la misma, hacer una chapuza en la mansión que su marido le había dejado en herencia.
Su fama y maestría alcanzó tal renombre en la comarca, que jóvenes de otras localidades venían a solicitar un empleo. La entrevista personal a los que lo sometía la señora Eulalia, pocos la superaban, pues en escasas ocasiones, la ardiente adinerada quedaba satisfecha.
Era tal su empeño, en probar todos y cada uno de los hombres del pueblo, que hasta yació con el párroco. Aunque esto último no era muy difícil, pues este el voto de castidad, se lo pasaba por el arco del triunfo y más de una de las habitantes del pueblo, para poder purgar su alma, conoció de penitencias, que no eran dictadas por las sagradas escrituras.
Pero tanto va el cántaro a la fuente hasta que se rompe, y si uno acaricia al demonio, lo más normal es que sus pecados salgan a relucir.
Y no había manifestación más clara, que la prominente barriga de Rosarito, la hija del carnicero. La pobre, soltera y sin novio conocido, al ritmo de dolorosos golpes, confesó el modo y forma, en que había perdido la honra.
Se armó la de Dios es Cristo. No solo el cura había profanado el cuerpo de la virtuosa joven, sino que cuando se enteró de su estado, tuvo la osadía de proponer que se deshiciera de la criatura, utilizando para ello métodos poco ortodoxos.
Muchas tuvieron que ser las manos que frenaran la furia del carnicero. Muchas fueron las voces que se alzaron contra el hipócrita sacerdote.
Al poco, la archidiócesis retiró a don Anselmo de la parroquia, enviando automáticamente a su sucesor: El padre Gonzalo.
En contraste con el cincuentón y demacrado padre Anselmo, el nuevo párroco era una delicia para los ojos. Como mucho llegaría a la treintena, de negros cabellos y piel oscura, atractivo hasta decir basta y un porte, que hasta debajo de la sotana, se percibía su virilidad.
El recelo de los vecinos hacia el nuevo cura, después de lo sucedido, era de lo más evidente. Pero los contundentes argumentos que dio el Obispo al alcalde, apaciguaron a los intranquilos parroquianos: “Conozco muy bien al padre Gonzalo y pongo la mano en el fuego por él, pues lo último que hará, será romper el voto de celibato con una parroquiana y mucho menos, dejarla embarazada”.
El comentario del Obispo se expandió como la pólvora. Tanto, que llegó a oídos de la sensual hacendada. Fue escuchar el comentario de boca de una de sus sirvientas, y la Señora Eulalia no pudo reprimir las ansias de conquistar aquel inaccesible territorio.
Tras urdir un plan, ordenó a su sirvienta que le preparara la ropa de luto. A la criada le pareció extraño que retomara este tras cinco años, pero temiendo cualquier mala contestación por parte de la atractiva dama; guardo silencio.
Mientras la señora aguardaba el traje negro y el velo, se fue desvistiendo. A pesar de que eran cuarenta años los que habían pasado por el cuerpo que estaba ante el espejo, su atractivo era evidente. Sus grandes pechos no habían perdido firmeza, su cintura era pequeña como la de una adolescente (de esas que no lesda por atiborrarse de comida basura y pasar todo el día ante la tele), sus caderas y su trasero seguían despertando todo tipo de deseos. Pero quizás lo que más llamaba la atención de la sensual madura, era su rostro. Este no había perdido la belleza de antaño. En él, se pintaba el paso de los años, dándole un aire de sabiduría y saber hacer, del que la juventud carece.
Si esto último se trasladaba al terreno del sexo, no era extraño, que la señora Eulalia, fuera levantando banderas de todo tamaño y edades, por donde fuera que pasara.
Ataviada con el plañidero uniforme, dio orden a su chófer de que la llevara a la iglesia. Una vez allí, se dirigió al confesionario, donde aguardo su turno.
-Ave María purísima- la voz del eclesiástico era ronca y viril
-Padre, confiéseme porque he pecado.
-Desahógate hija, el señor sabrá escucharte.
La señora Eulalia, tirando de su incontable manojo de recuerdos sexuales, relató al cura con pelos y señales uno de sus encuentros con el fontanero, quien dado lo bien que usaba su tubería, la había dejado más que satisfecha en alguna que otra ocasión.
Fue tanta la pasión que la cuarentona puso a sus palabras, que el joven cura comenzó a sudar, a la vez que sentía cómo una tienda de campaña se levantaba en su entrepierna.
Tras encomendarle la penitencia de rezos pertinentes y pedirle que fuera con Dios, el padre Gonzalo se marchó a sus dependencias, donde movido por el deseo que la viuda había despertado en él, tuvo que masturbarse.
La astuta mujer, consciente del deseo mundano que había provocado en el hombre de Dios, sonrió para sus adentros y se dijo: “Pues esto no ha hecho más que empezar, querido párroco”
El pobre cura, tras caer en los pecados de la carne, comenzó a azotarse la espalda con una fusta. Pero no era muy amigo del castigo corporal, y al poco, terminó rezando una serie de rosarios interminables, con los que dio por zanjada su cuenta con el altísimo.
En los días que siguieron, la señora Eulalia volvió a repetir su perorata de pecados inconfesables. En cada una de ellas, como si fuera una especie de competición, la atractiva viuda iba subiendo la temperatura de sus historias, y si en las primeras confesiones no explicitaba el acto sexual, a la vez que el número de estas iba en aumento, desgranaba los pormenores de sus pecados, de la manera más minuciosa.
Cuanto más caliente era lo que relataba la viuda, más dura se ponía la picha del cura.
Y al final, el gozo de ella por hacer hervir la sangre del párroco, sólo era comparable a la fuerza con la que el párroco exprimía su miembro viril. Eso sí, cada vez la liturgia de sus rezos era más larga.
El padre Gonzalo comenzó a sentirse mal cuando veía a la madura hacendada, aguardando su turno frente al confesionario.
Pero el pobre hombre de Dios, por mucho empeño que ponía, no podía reprimir que su estado de ánimo se tornara en lujuria, cada vez que escuchaba los pormenores de las historias de la viuda.
Siempre la rutina era la misma, o escogía horas en las que no había nadie en la iglesia o esperaba a ser la última persona en confesarse. Su único objetivo no era otro, que quedarse a solas con el religioso e intentar que este sucumbiera a los placeres carnales.
Pero, un día y otro, el atractivo cura ignoraba los encantos de la Señora Eulalia, la cual cada día terminaba más caliente, y desfogaba sus deseos con su chófer en el garaje.
Llegaba la Romería al pueblo, la virgen hacía su camino desde la iglesia hasta la ermita en las tierras de la Señora Eulalia. Los hombres preparaban los carros y los bueyes para tal ocasión, mientras las mujeres engalanaban la ermita para la llegada de la madre de Dios. Todos y cada uno de los habitantes del pueblo,tenían puesto sus cinco sentidos en el religioso evento. Todos menos la rica hacendada, que aprovechando la indefensión del clérigo, le iba a hacer una última y definitiva visita.
En sus primeras confesiones, la Señora Eulalia era bastante comedida; contaba sus pecados a don Gonzalo sin entrar en lascivos detalles.
A medida que fue avanzando en el relatar de sus correrías y viendo que sus pecados no hacían mella en el cura,fue aumentando la explicitad de sus palabras. Si en un principio, evitaba decir palabras soeces y demás, a la vez que fue internando al clérigo en sus vivencias de alcoba, fue subiendo el tono de su lenguaje, el cual rozaba muy de cerca lo chabacano.
Aquel día dejó que el Boccacio que llevaba dentro, fuera sustituido por una verdulera mal hablada. Si con su “elaborada” confesión no conseguía descubrir lo que había bajo la oscura sotana, nada lo haría. Se ató los machos bien fuerte y puso toda la carne en el asador.
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.
-El señor esté en tu corazón para que puedas arrepentirte humildemente de tus pecados.
-Padre, perdóneme porque he pecado.
-¿Otra vez, has vuelto a caer en los pecados de la carne hija mía?- la voz del padre Gonzalo sonaba como un poco enfadada y sus palabras estaban cargadas de una clara reprimenda.
Estas, a la poco creyente de la Señora Eulalia, le resbalaron como agua de lluvia. Y haciendo uso de todas sus dotes para la actuación, continuó con el plan previamente establecido.
-Sí, pero es que es superior a mis fuerzas, no puedo evitarlo. Es ver un hombre y me siento, como si estuviera poseída por Lucifer- al decir esto, la mujer puso voz sensual y pasó provocativamente las manos por su vientre.
-Pero, esto no puede seguir así. Los hombres con los que yace, están unidos en sagrado matrimonio.
-Esta vez, estaban solteros… Bueno, el tercero de ellos era viudo.
-¿Tres?- Los ojos del cura parecían que se quisieran salir de sus cuencas. Un frío sudor le empezó a recorrer la espina dorsal, temeroso de que al cumplir con su deber, no pudiera evitar el pecado capital de la lujuria.
-Sí, Manuel el carpintero y sus dos hijos, Fabián y Manolín. Toda la culpa la tiene lo cochambrosa que está la casa que me dejó mi marido, que Dios lo tenga en su gloria. Cuando no es una cosa, es otra la que se avería.
«Las tablas de la biblioteca se estaban apulgarando y hacía falta arreglarlas urgentemente. Como tenemos la romería de nuestra Señora del Quinto Suspiro encima, para que la reparación no le cogiera durante la fiesta,Manuel se trajo a sus dos hijos. Mira que evite acercarme a donde faenaban, pero no pude. El demonio de mi interior era superior a mis fuerzas. Fue verlos allí trabajar y comencé a recordar los momentos que había pasado con cada uno por separado. Sí, padre, he fornicado con los tres… ¡No soy yo, es el demonio de mi interior!»
A pesar de que la interpretación de la viuda era bastante buena, no podían ocultar la pasión en sus ojos. Por alguna extraña razón, aquel lujurioso brillo en la mirada de la madura acaudalada no tenía repercusión en el atractivo párroco.
-Mis pasos me llevaron por las dependencias en las que estaban trabajando. Era curioso, pero nunca había caído en la cuenta lo enorme que era aquel sitio. Las estanterías podrían tener unos dos metros de alto y no llegaban al techo. En el centro de la sala, habían como unas seis mesas de despacho; por lo que se veía, mi marido, en los principios de la fábrica, celebraba las reuniones de empresa allí.
«Mirar a los viriles machos sudar a borbotones, hizo que un fuego comenzara a crecer en mi vientre. Ver a los tres fornidos hombres realizando sus tareas, envuelto en sus uniformes de trabajo, con la masculinidad saliendo a borbotones por cada uno de sus poros, despertó mis más bajos instintos…Su sola visión, logró excitarme en demasía. Y sin pensármelo, fui a mi habitación a ponerme algo más ligero: un vestido rojo que guardo de mi época en el burdel, llamé al mayordomo y le ordené que nadie del servicio entrara en la biblioteca. Tras esto, me miré en el espejo; la tela se marcaba en mi cuerpo como una segunda piel, levantando mi pecho y mostrando mi trasero en todo su esplendor- la mujer, en su afán de provocación, acariciaba sus pechos de manera evidente.
El vestido me quedaba perfecto, solo tenía una pequeña pega: se me marcaban las bragas. Así que decidí quitármelas.
Una vez llegué a la biblioteca, el padre y sus dos hijos detuvieron sus quehaceres y pusieron sus cinco sentidos en mí.
Yo, por mi parte, lancé una visual a cada uno de ellos. He de reconocer que Manuel y sus hijos son unos hombres toscos y sin modales, pero eso que para cualquier dama pudiera ser un defecto, en mí, despierta las mayores de las pasiones. Solo el elucubrar lo que podía llegar a hacer, hizo que mi chochete se humedeciera.
Mientras hablábamos de los pormenores de la tarea encomendada, no pude evitar observarlos detenidamente. Manuel, a pesar de sus cuarenta y pocos años, se conserva bastante bien; el trabajo físico le hace más bien que mal. Su pecho y sus brazos, sin ser los de un adicto a las pesas, les dan un aire de macho castigador. ¡No sabe padre, cómo me pone los vellos que rebosan por el pico de su mono de trabajo!
Fabián, el hijo mayor, es un vivo retrato de su padre pero con veinte años menos. No es que sea muy guapo, pero tiene un aire canalla que da que pensar lo entretenido que puede ser en la cama. Y por las veces que he pecado con él, padre, puedo dar fe, de que una no se aburre con el muchacho.
Manolín, el menor de los dos, a sus dieciocho años parece bastante más crío. A pesar del trabajo físico, su delgadez es tal, que los pocos músculos que luce, se localizan en sus brazos. Es tan diferente a su hermano, que nadie diría que es hijo del carpintero. Pero yo que lo he visto desnudo y con su tranca mirando al techo, puedo decir que es digno heredero de su padre. ¡Pobre Manolín, la vez que estuve con él, se corrió nada más tocarlo! Y es que creo, que fui la primera mujer que practicaba el sexo con él. »
La Señora Eulalia, a la vez que avanzaba en su relato, se sentía más cómoda y desplegaba todas sus técnicas de seducción.
Por el contrario, el padre Gonzalo cada vez estaba más molesto con las ya habituales confesiones de la viuda. Un nerviosismo comenzó a recorrer todo su cuerpo, y sus manos se pusieron a sudar de forma desmedida.
-Con la excusa de que tenía que consultar unos libros,-prosiguió la ardiente dama- me senté en una de las mesas de la biblioteca. Concretamente en la que estaba más a la vista de los tres hombres.
«Tras unos minutos de fingir que leía algo y cuando vi que Manolín se agachaba por unos maderos, abrí mis piernas dejando ver perfectamente mi rasurado coño.
Los ojos del muchacho parecían que se iban a salir de sus cuencas. Seguí mirándolo de reojo, mientras hacía ver que leía el libro. De manera disimulada y casual, llevé una mano a mi raja y comencé a acariciar los labios de mi sexo.
El muchacho se quedó como petrificado. Fue tal su ensimismamiento, que fue percibido al instante tanto por su hermano, como por su progenitor.
Al ver con el descaro que me acariciaba la vagina, Fabián y Manuel se miraron con complicidad y apartaron al unísono los maderos con los cuales estaban trabajando.
La siguiente imagen que recuerdo de los dos hombres, es la de estos avanzando hacia mí, tocándose su tranca por encima del mono de trabajo.
Al poco, ambos flanqueaban mi cuerpo con los suyos. Sin reparos de ningún tipo, mis manos fueron hacia las prominencias de su entrepierna.
Por el rabillo del ojo, observé a Manolín, el pobre estaba tan excitado como sorprendido. A diferencia de su hermano, seguro que no había compartido con su padre la confidencia de nuestro polvo, y en caso de que ignorara si sus dos familiares habían yacido conmigo, la evidencia se lo estaba descubriendo.
Hice un gesto a Manuel para que invitara al chaval a unirse a nosotros. Este no se hizo esperar y mis manos, al poco, dividían sus caricias entre las tres erectas pollas, que reclamaban de manera ferviente, salir de una vez de su envoltorio.
No me hice de rogar más y saqué al aire la polla de Manuel. ¡Me encanta el cipote de este hombre! No es que sea bestialmente enorme, es su erección y dureza lo que la distingue de otras. Aunque lo más llamativo es su capullo color canela y esa vena hinchada y morada como un obispo, que recorre todo su tronco. La agarré fuerte y acaricié delicadamente su vigor.
Acto seguido, hice lo mismo con Fabián. El aparato de este muchacho no tiene nada que envidiar al padre. Si me apura usted, diría que es más largo que el de Manuel. Al tocarlo, pude sentir cómo su capullo desprendía líquido pre seminal; ¡el poder de la juventud! Estuve tentada de lamerlo y saborear el exquisito manjar, pero no quise parecer impaciente y me contuve.
El último en sacar su pájaro al aire fue Manolín. La actitud sumisa y tímida de este chico hacía que mis pezones se pusieran duros y mi coño se humedeciera por completo. Lo observé mientras le bajaba la cremallera de su uniforme de trabajo, estaba rojo como un tomate; por su actitud pudiera parecer que estaba disgustado por la situación, pero su recto pene, decía todo lo contrario. Lo acaricié levemente y sin más preámbulos me lo metí en la boca; de su garganta escaparon unos bufidos de placer.
Mientras sumergía la polla del joven en mi boca, su padre y su hermano se desprendían de sus ropas. Ante mis ojos, se mostraron dos hombres fornidos y peludos. Manuel tenía un poco de barriguita, pero el canalla de Fabián era puro musculo.
Dejé de chupar el miembro del menor de los hijos y dirigí mis pasos de forma insinuante hacia los despelotados machos. Como si de un striptease se tratase, me quite el ajustado vestido, mostrando mi desnudez, a la vez que contoneaba mis pechos y mi cintura. »
La ardiente viuda detuvo por unos segundos su relato; observó al clérigo, este sudaba como un cerdo y por la tienda de campaña que se evidenciaba bajo su sotana, estaba empalmado como un mulo. Se mordió levemente los labios y prosiguió con su historia:
-Me agaché impúdicamente ante ellos. Y sin dudarlo, me metí el nabo del padre en la boca. Al principio le regalé unas suaves y leves mamadas, para terminar metiéndome el enorme carajo, hasta que mi garganta hizo de tope. Al mismo tiempo que propinaba la esplendorosa mamada a Manuel, pajeaba a su hijo Fabián.
«Al poco, sentí cómo unas sudorosas manos acariciaban mis pechos: Era Manolín, quien tras quedarse en pelotas, había echado arrestos y se había unido al grupo.
Padre, sé que no debería decir esto, porque era como un títere en manos de Belcebú, pero he de reconocer que nunca me había sentido más cerca de Dios que en aquel momento. Estaba en la Gloria. »
-¡No blasfemes hija!- la amonestó el padre Gonzalo.
-No era mi intención, pues ya le digo, cuando me encuentro en ese estado, estoy como poseída por el demonio. ¡Fíjese, hasta que tal punto llegué a no ser dueña de mis actos! - se justificó con una inocente voz, la pérfida mujer, para proseguir con su historia como si tal cosa -Al mismo tiempo que chupaba el pirulí de Manuel, acerqué el de su hijo Fabián a mis labios y comencé a dar una fervorosa mamada a ambos.
«Manolín, por su parte, se había adueñado con una mano de mis tetas y la otra la había bajado hasta mi coño, donde empezó un salvaje mete y saca con sus dedos.
Estaba fuera de mí, si el sabor de un nabo me parecía exquisito, el del otro más. Hubo un momento en que la polla del padre y del hijo compartieron al unísono los placeres de mi boca. ¡De qué manera se estaba trabajando el niñato con sus dedos mi coño!
Como no quería que se corrieran todavía, aparté suavemente la mano de Manolín y me levanté. “Ahora, Manuel,creo que tú deberías devolverme el favor”- le dije mientras me tendía sobre una de las mesas de la biblioteca y le mostraba mi jugoso coño abierto de par en par.
Al poco, su lengua se hundía en los pliegues de mi vagina. Suavemente replegó el capuchón, hasta que el clítoris estuvo parcialmente expuesto. Jugueteó con su lengua sobre él, para a continuación repetir sus movimientos de manera rápida y generosamente, variando la intensidad y movimiento de cada uno de ellos, y haciendo pausas, entre cada embestida de la lengua.
Mi cuerpo, tras unos minutos intensos de estimulación oral, alcanzó el primero de los muchos orgasmos de aquella tarde.
No me había recuperado del placer, que de forma sublime me habían proporcionado. Cuando fui consciente de la presencia de los dos jóvenes a mi lado, se habían colocado estratégicamente uno a cada flanco de mi persona.
Sin meditarlo, me introduje la polla de Fabián en la boca, a la vez que le pedí a su padre, que prosiguiera con el prodigioso trabajito que me estaba practicando. “Dese la vuelta señora”- me dijo con esa voz gruesa que se gasta. Aunque no soy muy dada a obedecer hombre alguno, su petición bien lo merecía.
Me coloqué en pompas ante el cuarentón, el cual seguía agachado tras de mí. Al poco sentí cómo su rasposa lengua acariciaba mi sexo, mientras yo me deleitaba con el sabor de los penes de sus hijos.
Todo el placer que el padre me proporcionaba con su lengua, repercutía en las enormes pollas de los chavales. Con el mismo primor que su progenitor pasaba la lengua por mi mojada raja, yo chupaba sus erectos cinceles de carne.
Hubo un momento, en el que Manuel, comenzó a repartir su lengua entre mi chocho y mi ano. Creí que tocaba el cielo… ¡Perdóneme padre, pero es lo que tienen los placeres mundanos! »
El párroco no dijo nada, se limitó a mirarla con un gesto serio. Un sentimiento contradictorio anidaba en el pecho del joven cura; por un lado, quería que la adinerada señora terminara de una dichosa vez con su confesión, por otro, la pasión se había apoderado de su entrepierna y ansiaba conocer cómo concluiría el momento sexual con la familia de carpinteros.
-Alcancé por segunda vez el orgasmo, la maestría de Manuel con su lengua era comparable a la de mi difunto esposo. ¡Dios lo tenga en su gloria!- al decir esto último, la señora Eulalia levanto la mirada hacia el cielo y se persignó con solemnidad - Mientras llegaba al éxtasis, mi pasión para con los nabos de sus hijos se acrecentó de tal manera, que los jóvenes se corrieron casi al unísono sobre mi rostro.
«Todavía retumbaban en el ambiente los quejidos pla
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