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Categoría: Maduras

La señora alicia

Me llamo Jorge y tengo 35 años, hace un par de meses mi mujer falleció en un fatídico accidente de coche dejándome solo con mis dos hijos. Ahora es verano, en esta época solíamos ir todos a pasarlo con sus padres en la sierra, en un pueblo de 10 habitantes. Este año no me sentía con fuerzas de pasar las vacaciones allí pero decidí ir el fin de semana por mis hijos.



El día era soleado, después de comer me fui a dar un paseo por los caminos que se adentraban en el monte. A medida que caminaba empecé a pensar en las mil travesuras que habíamos hecho mi mujer y yo por aquellos lugares, las miles de veces que nos pusimos a follar con el morbo de ser descubiertos. 



A la mente se me vino su esbelto cuerpo desnudo, los momentos en los que jugaba con sus grandes pechos, lamiendo, mordiendo y apretando sus pezones hasta dejarlos duros, podía incluso oír de nuevo sus gemidos, el placer que me daba cada vez que me hacía una mamada con su deliciosa lengua. Aquello me estaba poniendo a cien, sentía como mi polla palpitaba dura dentro de mi pantalón, unas enormes ganas de masturbarme recorrieron mi cuerpo; me dí cuenta de que estaba lejos de casa, miré a los lados y por aquel camino no se veía a nadie, así que me senté en una roca cómodamente y bajé la cremallera para saciar ese deseo.



Mi miembro salió deseoso, erecto, lo agarré y comencé a pajearme lentamente, no quería acabar rápido, quería disfrutar el máximo tiempo posible. Poco a poco mi excitación creció al mismo tiempo que sincronizaba mis movimientos con los recuerdos de como la penetraba, como disfrutaba al sentir la humedad de su sexo todo mojado por el placer.



Aquellas imágenes hicieron que me emocionara, de repente me sentí incapaz de seguir y las lágrimas recorrían mis mejillas. En ese instante escuché un ruido que me sobresaltó, al levantar la cabeza vi a una mujer salir de unos arbustos, era la señora Alicia, una vecina también viuda de 55 años, se podía ver que conservaba el atractivo de su juventud pese a estar rellenita.



Me levanté sonrojado y avergonzado por la situación mientras se acercaba a mi. Al llegar a mi lado pude ver en su rostro una mirada maternal y de ternura, recuerdo aún la conversación:





  • Perdóneme, creí que estaba solo.- Le dije.







  • Tranquilo, perdóname tú por estar espiando. Deja que te ayude.- me respondió





Sus palabras me pillaron tan de sorpresa que la dejé hacer sin decir nada. Se arrodilló, desabrochó el pantalón y me los bajó junto con mis calzoncillos.





  • Ahora siéntate en la roca y cierra los ojos.- dijo.





Obedecí como si hubieran sido ordenes, al instante sentí como agarraba mi polla, que había perdido gran parte de su erección. Muy lentamente comenzó a masturbarme, con mucha suavidad, de arriba a abajo, era una sensación muy agradable. Casi al momento recuperé mi erección, la sentía otra vez vigorosa y dura. Ella aprovechó para incrementar el ritmo, sus manos expertas hacían que fuera más placentera aún.



Noté como su otra mano me acariciaba el muslo, apretándolo con fuerza, dirigiéndose hasta mis testículos y comenzando a jugar con ellos. Mi respiración se volvió rápida, aunque cuando más se me aceleró fue cuando sentí su húmeda lengua presionando mi glande, no podía creer todo aquello pero no quería detenerlo. Lamió toda mi polla de arriba a abajo sin soltarme los testículos, lo hacía de vicio y consiguió que me pusiera a gemir.



Al poco deslizó su dedo índice hasta mi ano, sin detenerse me lo introdujo; no me alteré pues era una práctica que ya había experimentado con mi mujer, sus movimientos activaron ese punto masculino que siempre nos negamos a dejar estimular. En ese instante me volví loco, era incapaz de imaginar nada, solo sentía las descargas de placer que inundaban mi cuerpo proporcionadas por sus manos y su lengua. Deseé que nunca se detuviera, agitaba mi rabo de forma salvaje, aquello era tan fuerte que sentí como llegaba mi orgasmo; entre jadeos se lo advertí, casi le grité que no podía aguantar más. Retiró su dedo y se introdujo mi polla en su boca, noté mi capullo sobre su lengua, exploté en un bestial orgasmo, no dejaba de gemir mientras podía sentir como a cada meneo de su mano salían chorros de esperma.



Abrí mis ojos, podía ver a la señora Alicia entregada a su cometido. Era tan excitante que no podía para de eyacular, tal cantidad provocaba que se le escapara de su boca como una cascada de agua. No paró hasta que sintió la última gota y mi agitación empezaba a disminuir. Nos miramos, pude ver como aún tenía en la boca parte mi semen que no se le había escapado, yo sabía por mi esposa que una cosa era que una mujer llenara su boca de esperma y otra muy distinta que estuviera dispuesta a tragarlo, por eso me sorprendí al ver que hacía lo segundo. Me vestí y nos despedimos entre agradecimientos mutuos.



Después de aquella experiencia, decidí pasar todo el verano allí como siempre, lo que alegró a toda la familia. Yo visité a menudo a la señora Alicia, nos pasábamos las tardes conversando, descubrí que había sido la maestra que enseñó a mi mujer todo lo que sabía de sexo y por supuesto a mi también me enseñó.



Aquel verano fue la mejor terapia que pude tener y la que me ayudó a salir adelante como una persona nueva.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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