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La herencia
Familiares, amigos y vecinos comenzaron a poblar lentamente la sala del velatorio. El suntuoso ataúd se fue rodeando de coronas pomposas, llantos desgarradores y ojos incrédulos: un hombre joven, lleno de vida, que acababa de recibir una herencia millonaria… ¿por qué querría matarse?
Yo permanecía en un rincón, circunspecto, soportando secretamente sobre mi conciencia la culpa del fatal desenlace. Mi madre lloraba junto al cajón, en donde recibía el pésame de la concurrencia. Estaba hermosa con su vestidito negro bien ceñido al cuerpo y falda corta.
Tras contemplar unos instantes su imponente figura, mi sentimiento de desconsuelo se transformó rápidamente en deseo irrefrenable. La pija se me puso como fierro por enésima vez. Quise cogerla ahí nomás, frente a mi padre muerto y a la familia que lo lloraba. ¿Qué llevaría puesto debajo de su vestido de luto? ¿Se habría dignado a respetar la memoria de mi padre la muy puta? Me dieron unas ganas terribles de averiguarlo.
El momento indicado fue cuando ella abandonó momentáneamente la sala para dirigirse al baño. Yo salí raudo detrás de ella esquivando unos someros actos de consolación de mis tías. Entré al tocador tras sus pasos y cerré la puerta. Por fin quedamos solos. Ella me miró extrañada. Sin perder un segundo, la sujeté con cierta violencia y le levanté la falda hasta la cintura.
—¡A ver qué tenés ahí, putita!
Como era de esperarse, la desvergonzada viudita llevaba puesta una minúscula tanguita bien metida en el culo; era negra, eso sí, completando su enlutado vestuario. Sus redondos cachetes traseros lucían completamente al aire, devorando furiosos el brevísimo triangulito de tela casi invisible ante tanta carne de nalga.
—¡Bebé! ¿Tan apurado estás por cobrar tu herencia? –me dijo la desfachatada viuda pasando del llanto a la risa en forma instantánea.
Su cínica retórica me abrumó un poco, pero me excitó al máximo. Allí nos unimos con un besazo de lengua mientras yo le magreaba las nalgas como si se fuera a terminar el mundo en los siguientes minutos. Casi con desesperación, la incliné contra el lavabo, descendí hasta sus deliciosas nalgas y comencé a lamerlas tratando de abarcar la mayor cantidad posible de carne. Luego se las separé con mis manos y le desenterré la tirita trasera de su indecente braguita, la cual dejé trancada sobre uno de sus cachetes. Entonces procedí a meterle toda la lengua en el agujero del orto. Se la metí lo más profundo que pude. Mi cara prácticamente le comía el culo mientras mis manos se prendían como garras de sus fuertes glúteos. Ella se regocijaba de cara contra el espejo.
—¡Ahhh! Comeme el culo, bebé, haceme lo que quieras. Hoy mismo te mudás a mi cama, vamos a coger día y noche –me decía mientras yo seguía chupándole el orto.
En eso se oyeron pasos en el corredor exterior al baño. Así que desenganché mi lengua rápidamente y me escondí en uno de los cubículos individuales. Mi madre llegó a acomodarse su ropa justo antes de que entrara mi novia, la cual había llegado hacía pocos minutos al velorio. Hubo un fuerte abrazo, unas calculadas palabras de condolencia y un llanto fingido acompañando el agradecimiento. Luego mi novia preguntó por mí.
—¿No está en la sala? –le dijo la zorra de mi madre.
Tuve que esperar a que se marcharan para poder salir sigilosamente y volver al sector de los dolientes. Allí me reencontré con mi prometida, quien me acompañó el resto del velatorio ofreciéndome sus caricias, abrazos y palabras de consuelo.
Me enorgullecí de haber elegido tan buena compañera. Su bondad me hacía sentir vergüenza de mí mismo. Ella sí era un ejemplo de buena persona. Sin embargo, yo sólo quería enterrar a mi padre de una vez para poder desatar libremente mis más bajos instintos con la mujer que me había traído al mundo. Me imaginaba en su cama cogiendo toda la noche sin parar, ya sin ningún obstáculo en el camino. Pero los planes no iban a salir como yo esperaba.
Luego del entierro me despedí rápido de mis familiares argumentando que quería volver con mi madre a casa para que ambos pudiéramos descansar, aunque lo que en verdad queríamos mi vieja y yo era coger noche y día hasta la sobredosis de placer. Pero, para mi sorpresa, mi novia insistió en acompañarnos e incluso en quedarse unos días con nosotros para estar junto a mí en esos momentos tan duros. Esto era lo último que yo quería, pero no supe como rechazar su ofrecimiento, que en realidad fue casi una imposición. Mi suegro se ofreció para alcanzarle algo de ropa y demás pertenencias útiles para su inoportuna estadía, lo que significaba que ni siquiera iba a tener unos minutos a solas para consolar a mi madre.
Al rato los tres estábamos en casa. Mi madre manifestó estar muy cansada y se retiró a su habitación enseguida, imagino que decepcionada por la infortunada presencia de su nuera. Mi novia y yo hicimos lo propio y nos acostamos en mi cama a descansar.
Yo no podía dormir, sólo pensaba en mi madre y en cómo deshacerme de mi novia, aunque fuera por un rato. Prendí el velador y miré el reloj: eran casi las diez de la noche. Mi novia dormía profundamente. En eso se abrió la puerta de la habitación y entró mi madre silenciosamente. Yo levanté mi cabeza y la observé asombrado. Ella se paró frente a mi cama. Estaba casi desnuda, sólo conservaba su tanga negra de luto. Me miró con gesto provocador mientras llevaba su dedo índice a su boca en señal de silencio.
Yo la observé completa, luego miré a mi novia que dormía boca abajo y la comparación fue inevitable. Calculé que si juntaba las dos nalgas de mi novia, éstas no llegaban al tamaño de una sola de las de mi vieja, y encima mi vieja, a pesar de tener el doble de edad, las tenía mucho más paradas, completamente redondas.
La putona pareció adivinar mis pensamientos, pues inmediatamente se dio vuelta para mostrarme ese orto divino. Luego se agarró bien fuerte una nalga y la movió en forma circular repetidas veces, mientras se mordía el labio mirándome con ojos de zorra. Finalmente, a manera de rúbrica, se dio ella misma una fuerte nalgada.
Estaba claro que quería que yo contrastara, además de la diferencia abismal de tamaños, la firmeza de su carne contra la flacidez de la de mi novia, que sin duda no era digna competencia. Y eso que el culito de mi novia no era feo, pero era apenas el de una chica normal, mientras que el de mi madre era de mármol tallado, era el culo de una diosa. Recordé que cuando cacheteaba a mi novia en sus nalgas, éstas temblaban, mientras que cuando nalgueaba a mi madre la que temblaba era mi mano.
De arriba mi novia era bastante plana, sus pequeñas tetitas no podían compararse con los dos melones que mi vieja bamboleaba con orgullo. No exagero si digo que el tamaño de una teta de mi novia equivalía a poco más de un pezón de las de mi madre. Para colmo, las tetazas de la hija de puta de mi vieja lucían tan paradas como las de una quinceañera.
Mi verga saltó como un resorte, así que me arranqué el calzoncillo para liberarla y hacer que quedara erguida frente a la mirada lasciva de mi madre. La puta se acercó a mí, me la agarró y comenzó a cinchar de ella, obligándome a incorporarme junto a la cama.
Luego, como ya se había hecho costumbre, me llevó a tirones de pija hasta su habitación. Allí me empujó y caí boca arriba sobre la cama. Ella se me tiró encima y me hizo su característica mamada introductoria. Después se montó sobre mí, se corrió la tanga hacia un costado para liberar su ardiente concha, empapada de deseo, y comenzó a cabalgarme vertiginosamente. Sus caderas se movían furiosas a una velocidad increíble y con un ritmo perfecto, provocando la más majestuosa danza sexual. En el fragor de nuestro delicioso entrevero comenzó a susurrarme:
—Mmm, bebé, hay que deshacerse de la putita, así podemos coger tranquilos… ¿o te gustaría hacer un trio? pervertido –dijo riendo por lo bajo.
Yo la miraba hipnotizado, sus palabras me excitaban hasta hacerme cruzar los límites de la razón, y sólo respondía a puro pijazo contra su concha. Ella siguió hablando:
—Tu noviecita no tiene un par de tetas como éstas –dijo manoseándose fuerte sus enormes ubres –No tiene un culazo como el de tu madre –insistió mientras se autonalgueaba –Hay que hacerla desaparecer, bebé –signó con decisión.
Yo decidí castigarla, por su insolencia, aumentado la velocidad de mis pijazos, los cuales comenzaron a sonar como cadencioso “plach plach” de ritmo prestissimo. Poco a poco, sus gemidos se fueron descontrolando y pronto fueron gritos de placer.
Estaba yo a punto de acabar cuando vi una silueta en la entrada de la habitación. Era mi novia. Estaba parada ahí con los ojos de asombro más redondos que yo haya visto, totalmente petrificada. No entendía lo que estaba sucediendo, o quizá lo entendió demasiado. Amagó a llorar, a gritar, a insultar, a arrancarse los pelos a tirones, pero lo que hizo fue salir corriendo escaleras abajo.
—¡No la dejes ir! –gritó mi madre abandonando su montura.
Entonces salté de la cama y la perseguí con desesperación para evitar que saliera de la casa. Bajé de un salto las escaleras y le di captura justo cuando había conseguido abrir la puerta y se disponía a correr hacia el jardín. Entonces la tomé de un brazo y la traje hacia adentro en medio de sus gritos histéricos.
—¡Dejame que te explique! –le dije.
—¡¿Qué me vas a explicar?! ¡Son unos enfermos! ¡Degenerados de mierda! –me interrumpió tajante.
Allí comenzó a golpearme furiosa con sus pequeños puños. Yo atiné a colocar mis manos y brazos hacia adelante a manera de escudo. Sobre ellos, y mi pecho, se fue descargando toda su indignación. Comencé a recular mientras buscaba en mi mente una explicación digna para mi comportamiento impropio. En eso estaba cuando tropecé y caí sentado al suelo. Desde mi complicada posición, miré a hacia arriba y le imploré con un argumento inapelable:
—Te amo.
—¡¿Me amás?! ¡¡¿Me amás?!! ¡¡Te estabas cogiendo a tu madre hijo de puta!! ¡¡Y ni siquiera te importó que yo estuviera acá!!
Tras breve vacilación, continué con mi defensa:
—¿Y cómo resistirme? mi amor. ¿Viste lo que es ese orto? ¡Y estas tetas enormes!
Mientras pensaba que quizá mi argumento defensivo no estaba resultando del todo sólido, mi cuerpo desnudo terminó de darme el toque de gracia. Una sincera y enorme erección comenzó a levantarse como un gigantesco obelisco frente a los ojos de mi desengañada novia.
La chica, que vio multiplicada su furia en ese momento, tomó una raqueta de mi difunto padre que había quedado sobre el sofá y con ella comenzó a golpearme con todas sus fuerzas mientras me insultaba con brutalidad. Estaba desconocida, totalmente irracional.
Unos cuantos de sus golpes impactaron en mi cabeza. Comencé a sentirme mareado mientras sentía la sangre brotando a la altura de mi sien. Estaba a punto de desvanecerme cuando vi a mi madre avanzar corriendo semidesnuda hacia nosotros. Parecía un ángel que venía en mi ayuda.
Al borde del desmayo, alcancé a ver cómo la escultural fémina se sacaba la tanguita a la carrera para transformarla en arma letal. Ayuna de toda vacilación, rodeó el cuello de mi novia con la pequeña pieza de tela y comenzó a presionar con decidida firmeza al grito de:
—¡Dejalo en paz, puta!
Mi novia soltó la raqueta y comenzó a luchar para zafarse de la fuerte presión que mi madre ejercía sobre su cuello. Yo contemplé fascinado la desnudez de mi progenitora y la fuerza que ésta desplegaba tratando de salvar a su bebé. Sus grandes glúteos se hinchaban impresionantes por la tracción y sus enormes tetas invadían sin piedad la cabeza de mi novia, quien pronto dejó de luchar para adquirir un tono morado en su rostro. Habrán pasado unos treinta segundos antes de que ésta cayera rendida ante la firme opresión de mi madre.
Luego de soltar el cuerpo inerte de mi novia, la hermosa culona respiró hondo.
—¿Estás bien, bebé? –me dijo con voz dulce mientras me ofrendaba su tanguita.
Yo la miré fascinado, sin poder emitir palabra alguna, sólo asentí con mi cabeza. Luego me llevé la tanga hasta mi cara y la olfatee profundamente, mientras mi madre tomaba el teléfono para llamar a la policía.
En cuestión de minutos un patrullero se hizo presente en la puerta de casa. Estando yo todavía con el arma homicida en mi mano, me confesé autor de del crimen sin siquiera dudarlo. No podía dejar que mi madre fuera a prisión. Ella sólo había actuado en mi defensa. Sólo quería salvar mi vida.
Y esa es toda la historia. Hoy estoy aquí, en una lúgubre celda, cumpliendo mi condena por el asesinato de mi novia, aunque bien hubiera merecido pagar también por la muerte de mi padre. Mis días de hostilidad carcelaria me encuentran repasando los pormenores de mi desventura una y otra vez. Trato de recordar cada detalle. De no olvidarme de nada. Esto es lo único que estimula mi mente y –diría yo– me mantiene con vida.
Mi madre nunca vino a visitarme: desapareció de mi vida completamente. Ahora hace más de seis años que no tengo noticias de ella. A veces, una parte de mí, la más perversa, la imagina disfrutando el dinero de la herencia de mi padre, y hasta la puede ver urdiendo cuidadosamente el diabólico plan que le permitiría deshacerse de su esposo e hijo.
Pero otra parte, la más diáfana, se niega a creer algo tan disparatado. Se niega a creer que ella, sabiendo la importancia de la herencia que mi padre estaba a punto de recibir, me sedujo sutilmente utilizando su cuerpo irresistible, previendo que, más tarde o más temprano, esto iba a ocasionar un conflicto letal en el cual mi padre y yo nos destruiríamos mutuamente.
Se niega a pensar que estuvo entrenando en secreto, aprovechando todo el tiempo que pasaba sola en casa, para lograr esa figura perfecta, que más tarde se transformaría en el arma más poderosa que podía utilizar contra un hombre con sangre en las venas: su propio hijo.
Se resiste a pensar que, mientras yo dormía extasiado de tanto goce sexual en la casa en la playa, empastilló a mi viejo y lo arrojó en forma artera al fondo de la piscina.
Por último, rechaza terminantemente la idea de que asesinó a mi novia sabiendo que yo, como buen idiota enamorado, me iba a confesar como homicida sin siquiera pensarlo. Puta sí, pero fría, calculadora, interesada y despiadada asesina, no.
Esa otra parte de mí prefiere creer que a ella no le importa el dinero ni ningún otro placer material. Prefiere creer que es un ángel que me está esperando en algún lugar para rodearme con sus cálidos brazos maternales, besarme tiernamente en la frente y deshacerme la pija a conchazos.
FIN
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