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Una esposa ejemplar
El lunes por fin me digné a atender una llamada de mi novia. Hacía un buen tiempo que no tenía noticias de ella; o mejor dicho, que ella no tenía noticias mías. La noté feliz de escuchar mi voz. Me dijo que me extrañaba. Lo hizo con extrema dulzura. Tuvo la delicadeza de evitar todo reproche por abandonarla durante semanas. Ni siquiera me pidió explicación por no responder a sus llamadas. Sentí culpa. Yo sabía que ella me amaba y que no merecía tamaño desdén de mi parte. Era demasiado buena.
En ese momento estaba estudiando para sus exámenes. Yo le comenté que había desistido de la posibilidad de rendir los míos –por supuesto que no le conté la verdadera causa–, entonces me invitó a su casa con el pretexto de ayudarla a estudiar. De esta forma buscaba atraerme a ella para que volviéramos a estar juntos después de mucho tiempo. Yo percibí en su dulce voz una señal divina y vi en ésta una oportunidad para redimirme, para exorcizar mis demonios, para sacarme a mi madre de mi cabeza aunque fuera sólo por un instante. Mi cerebro hizo un inesperado y saludable click, y acepté la propuesta.
Así fue que pasé lunes y martes con mi novia casi todo el día. El poco tiempo que estuve en casa traté de evitar todo contacto con mi madre, de hecho casi no la vi durante esas cuarenta y ocho horas. Se podía decir que estaba funcionando. Había encontrado el refugio que necesitaba, y nada menos que en mi mujer amada: el antídoto perfecto para eliminar el incestuoso veneno que corría por mis venas.
El miércoles, mientras terminábamos de repasar uno de los temas más difíciles, sonó mi teléfono. Era mi madre. Quería invitarnos a cenar en casa para celebrar el reencuentro de "la feliz parejita” (como ella nos decía). Mi novia aceptó encantada.
Esa noche nos sentamos a la mesa dispuestos a disfrutar de una velada apacible y a degustar la opulenta cena que mi vieja había preparado para agasajarnos. Brindamos por el amor y nuestra buenaventura en un clima de perfecta armonía familiar. Mi novia sentía una profunda admiración por mi madre. La deslumbraba su devoción y apego a su familia, así que aprovechó la oportunidad para hacérselo saber:
—Mi sueño es ser una esposa ejemplar y una gran madre como lo es usted. Usted es un modelo a seguir –le dijo.
—Ay nena, no me digas “usted” que me hacés sentir vieja, y dos veces me lo decís… y seguidas –respondió mi madre destruyendo la solemnidad que había querido imponer mi novia con su comentario.
—¡Ni hablar! –interrumpió mi padre con vehemencia –lo que vale una esposa así no tiene nombre. Alguien en quien se puede confiar. Desgraciadamente eso no abunda en estos días. Me considero un afortunado. Conozco muchos a los que sus esposas le metieron los cuernos, o se separaron y se le quedaron con toda la guita, o ambas cosas. ¡Yo no sé dónde va a ir a parar este mundo con tanta promiscuidad!
Esta vez era mi viejo el que me hacía sentir como basura con su perorata. Pero me consolaba el hecho de saber que mis deslices habían quedado atrás. Me sentía completamente renovado, curado, libre del germen del incesto. Mi madre, inmutable, recibió los elogios como si realmente fuera la persona que todos creían que era.
Cuando mi padre terminó su discurso ya todos habíamos terminado el plato principal. Así que su ejemplar esposa se marchó a la cocina para servir el postre. Minutos después me llamó para que la ayudara. Yo dejé a mi novia conversando con mi padre y me levanté de la mesa para acudir a su llamado.
Cuando entré en la cocina, para mi desgracia, no pude evitar romper la sana restricción que yo mismo me había impuesto y miré a mi madre de arriba a abajo. Ella estaba contra la mesada sirviendo el postre, así que la examiné desde atrás. Llevaba una blusa de color beige y un jean ajustado que resaltaba su excelsa figura. Estaba hermosa y sutilmente sexy.
Al confirmar mi presencia, giró despacio su cabeza hasta que hicimos contacto visual y, mientras ponía esa carita de puta diabólica que tanto me podía, me invitó a acercarme a ella moviendo su dedo índice en forma pendular. Luego, sin darse vuelta e inclinándose levemente hacia adelante, enganchó sus dedos pulgares en la cintura de su pantalón y, cinchando hacia abajo, comenzó a bajárselo lentamente. Su tremendo culazo fue apareciendo de a poco, adornado por una tanguita negra tan pequeña y tan enterrada en sus cachetes que parecía ausente. ¡Qué culote espectacular! La extraordinaria hembra continuó bajando su jean hasta que su portentoso ojete quedó totalmente al descubierto.
Como estarán imaginando, al contemplar ese maravilloso amanecer de nalgas, tuve la gran recaída. ¿Cómo resistirme a esa abundancia de redonda carne? Mi verga salió disparada hacia adelante como queriendo romper la barrera que le imponían los pantalones. Sin más, me abalancé sobre ella, le bajé la tanga jalándosela violentamente y le completé el orto. A partir de ahí: ritmo y más ritmo. Otra vez estaba yo culeándome a mi vieja. Esta vez de parado contra la mesada y a unos pocos metros de mi padre y mi novia. Si alguno de ellos hubiera entrado a la cocina en ese momento seguramente hubiera significado la destrucción de la familia perfecta. Obviamente ese riesgo me excitó hasta el límite.
Mientras arremetía violentamente su culo contra mi verga, mi vieja volvió a girar su cabeza y me susurró al oído:
—Sos mío pendejo, que te quede claro –y siguió a puro culazo hacia atrás, como castigándome por ignorarla dos días enteros.
La hija de puta lo había hecho de nuevo. Ya me tenía otra vez en sus garras, totalmente indefenso a merced de su precioso orto.
—Avisame cuando estés por acabar –me dijo bajito y jadeando.
—Yaaaaaa –le respondí en el mismo tono mientras le sacaba la pija del culo.
Entonces ella agarró mi verga con una mano, el plato que contenía el postre de mi padre con la otra, y lo manguereó con mi acabada, elaborando una improvisada decoración albar. A la puta degenerada le excitaba ver a mi viejo tragándose mi semen.
Luego del rápido, furtivo y agitado polvo, nos acomodamos nuestro vestuario y volvimos a la sala con los cuatro platos servidos. En ese momento mi mente voló: imaginé que sorprendíamos a mi viejo garchándose a mi novia como yo lo había hecho hacía instantes con su mujer. Imaginé a mi novia tirada sobre la mesa y a mi padre montado sobre ella arremetiendo furiosamente contra su tierna conchita. La idea me excitó demasiado, pero la fantasía duró sólo los pocos segundos que tardamos en cruzar la entrada de la sala. Allí sorprendimos a mi viejo, pero explicándole a mi novia la técnica para lograr un buen saque liftado.
—Mmm, qué rico que se ve ese postre, ¿qué es? –dijo mi padre interrumpiendo su tediosa exposición tenística.
—Riquísimo sí, es pastel de leche –le contestó mi morbosa madre poniendo un encriptado énfasis en el final de la frase.
—Uhh, qué buena pinta que tiene, ¿receta nueva? –preguntó mi ingenuo padre.
—Sí, si te gusta te lo puedo preparar seguido –respondió su cínica esposa.
Al mismo tiempo que se devoraba el rico postre que le había preparado su mujercita, mi padre nos hizo la formal invitación para repetir la estadía en la casa de la playa el fin de semana. Mi novia era la invitada de honor esta vez. A ella le encantó la idea, sin embargo tuvo que excusarse:
—¡Ufa! Si no tuviera tanto para estudiar –lamentó haciendo pucherito con su boca.
—Ay pero no te preocupes, querida, ya habrá otra oportunidad –le dijo mi vieja en un falso gesto de consolación.
Yo me enfrentaba a una difícil decisión: quedarme con mi novia ayudándola a estudiar todo el fin de semana o ir con mis papis a disfrutar del sol, la playa y el cuerpazo de mi madre. ¿Qué creen que elegí?
El jueves ya no volví con mi novia. Me disculpé argumentando que debía quedarme colaborando en casa (lo que, en cierta forma, era verdad).
—No te preocupes amor, ya me ayudaste suficiente –me dijo mi comprensiva compañera de vida.
Entonces me quedé al acecho, preparado para atender las necesidades de mi vieja todas las veces que fuera necesario.
Comenzamos temprano. Ni bien mi padre se marchó hacia su trabajo, no esperé ni a que se desvaneciera el ruido del motor de su auto para guardar mi pija en el orto de su mujer. Fue una jornada de sexo maratónica. Recorrimos casi todos los ambientes de la casa cogiendo como conejos. Le di en la cocina contra la mesada. En las escaleras. En el baño. Entre los pastizales del fondo que nunca llegué a cortar. En el sofá del living. Todo el día cogiendo. ¡Qué hermosooo!
Como si no hubiéramos tenido suficiente durante el día, esa noche mi viejo acudió a su partido de tenis semanal. Ya estarán adivinando lo que sucedió durante su ausencia… sí, adivinaron. Apenas se ausentó mi padre, mi vieja me tomó de la mano y me arrastró corriendo escaleras arriba hasta su habitación. Mientras trepábamos los escalones nos fuimos quitando la ropa y besándonos en forma tan desordenada como ardiente.
Cuando llegamos a nuestro destino, ya completamente desnudos, me empujo sobre la cama, se ensartó en mi verga y comenzamos con la enésima culeada del día. Iniciaba una nueva y vigorizante sesión de sexo anal. Era la primera vez que cogíamos en la cama matrimonial. Yo pensé en mi padre. Me preguntaba qué pensaría de su esposa ejemplar si la viera cabalgándome desesperada, con mi pija clavada entera en el orto, mientras él andaba corriendo como un boludo detrás de una pelotita fosforescente.
Recién me di cuenta del tiempo que hacía que estábamos garchando cuando sonó el celular de mi madre. Ella, sin dejar de cabalgarme, se inclinó hasta recoger el aparato en la mesita de luz y atendió. Era mi padre. Sorpresivamente, la enigmática dama puso el teléfono en modo altavoz y lo arrojó sobre la cama, al costado de nuestros cuerpos desnudos y en arrebatado frenesí.
—Hola querido, te pongo en el altavoz porque tengo las manos ocupadas –dijo mi madre, y comenzó a manosearme toda la extensión de mi pecho, quizá como forma de justificar lo que acababa de decir.
A continuación, escuchamos la voz de mi padre sonando en el teléfono:
—Acá ya terminamos de jugar con los muchachos, ¿vos qué hacés? –le preguntó.
—Yo estoy dale que dale con tu hijo desde que te fuiste, no hemos parado un segundo, terrible partido estamos jugando –le dijo ella mientras me sonreía y colocaba su dedo índice perpendicular a su boca exhortando mi silencio.
“¿Qué hace, está loca?”, pensé yo, y la fulminé con la mirada en gesto de reprobación a su insensata osadía.
Sin embargo, el riesgo de ser descubierto e imaginarme que mi viejo se enteraba de que lo estábamos haciendo cornudo en su propia cama me calentó como nunca. Mi madre seguía galopando como si nada mientras hablaba. Yo, sin dejar de recibir su voluptuosa humanidad sobre mi pija, una y otra vez, esperé ansioso la respuesta de mi padre.
—¡Ah no no!, no me digas que te enganchaste con esa pavada de los videojuegos. No lo esperaba de vos, ja ja. Bueno… llamaba para avisarte que me voy a quedar un rato más en el club tomando unas cervezas con los muchachos. No te molesta ¿no?
—No, querido, dale tranquilo, igual con tu hijo todavía estamos lejos de terminar, si seguimos como hasta ahora seguro que vamos a cinco sets –le respondió mi vieja entre salto y salto.
—¡Ah! ¿Tiene un juego de tenis el pendejo? No sabía. Si aprendo a jugar le doy la paliza... ja ja ¡Qué disparate! te enganchaste a jugar a esa mierda sólo por hacerle un favor a tu hijo, tiene razón la novia del nene: sos ejemplar.
Mientras mi padre continuaba con la repetida reflexión, mi madre comenzaba a cruzar los umbrales de un gran orgasmo.
—¡Aaaaah, ay ay ay ay! –se escapó se su boca, la cual tapó rápidamente con su mano, mientras expelía de su concha un largo chorro, que salía disparado hacia arriba como un delicioso geiser, bañando parte del respaldo de la cama y la pared. ¡Terrible milf squirt!
—¿Qué pasa nena, estás bien? –preguntó mi preocupado padre.
—Sí sí sí… tu hijo… me acaba de quebrar.
—Uh, mala cosa. Mantener el saque es fundamental –aseveró mi viejo derrochando conocimientos tenísticos en forma altiva.
En ese momento yo también exploté en un manantial de leche. Le llené le orto a la puta.
—Bueno querido… acabamos –le comentó mi vieja instantes después, en medio de un gran suspiro y mientras la leche le salía a chorros por el ojete.
—¡Cómo! ¿No iban a ser cinco? –replicó mi padre.
—Sí, acabamos el tercero –pero en unos minutos seguimos –respondió mi madre.
—¿Y te ganó el tercer set el nene? ¡Nene! ¿me escuchás? ¿Le ganaste el tercero?
—Si pa, le rompí le culito je je –le dije sumándome definitivamente al perverso juego de mi vieja.
—Ja ja, te hacés el vivo con tu madre porque no tiene idea de esas cosas, si me dejás practicar unos días te doy una paliza. Y vos mujer… no dejes que el pendejo atrevido te tome el pelo. No juegues más.
—Es que es adictivo esto, querido, no sabés, ahora que empecé ya no puedo parar –exclamó mi putísima madre.
—No embromes, ¿qué le ven de divertido? Es una maza. Yo no sé cómo tu hijo puede estar tanto rato con eso, yo no podría.
—Ya sé querido, eso lo tengo bien claro –dijo mi vieja, tras lo cual se despidió de su amado esposo, cortó el teléfono y se volvió a montar en mi verga dispuesta a arrancar con el cuarto set.
El viernes nos repetimos en un sinfín de polvos. El olor a incesto impregnaba cada uno de los ambientes de la casa, y el único que parecía no percibirlo era mi padre. Cada vez que nos podíamos librar de él, me cogía a mi madre como si fuera la última vez. Y cuando estaba presente nos complacíamos en practicar el morboso juego de besarnos y manosearnos cada vez que el cornudo cometía el descuido de darnos la espalda. Ese día, lo único que hice, aparte de cogerme a mi vieja, fue salir a comprar un juego de tenis para mi consola… por las dudas.
Esa noche me acosté a dormir exhausto de pura felicidad, augurando lo que me podía deparar el día siguiente, en el cual volveríamos a la heredada casa de la lujuria para pasar el fin de semana. Mi padre seguramente pensaba repetir el descanso, la tranquilidad y la lectura, y mi madre y yo las memorables culeadas que nos estábamos regalando a cada rato.
Sin embargo, conociendo el final de la historia, les juro que si pudiera retroceder el tiempo hasta aquel pletórico momento, sin duda elegiría quedarme estudiando todo el fin de semana con mi novia.
CONTINUARÁ...
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