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Tentación
Todavía recuerdo, como si hubiese sido ayer, aquella mañana de viernes en la cual todo comenzó. Era el último día de clases antes de los exámenes finales, así que me levanté temprano, me di una ducha activadora y bajé a desayunar. Cuando entré en la cocina, no tenía idea de que lo que estaba a punto de ver cambiaría mi vida para siempre. No sospechaba yo que allí mismo, en el seno de mi hogar, me iba a encontrar de cara a la perdición, ni que ésta iba a tener la forma del culo de mi madre.
¡Y qué culo! Ella estaba parada contra la mesada lavando unas piezas de vajilla –las cuales calculé que habían contenido el desayuno de mi padre, lo que me permitió contemplarla unos instantes desde atrás. Mis ojos rápidamente descendieron por su espalda, cubierta por una sexy musculosa blanca, para posarse incrédulos sobre sus apretadas calzas de color azul claro, las cuales llevaba bien incrustadas en el medio del orto. Quedé congelado. Nunca la había visto vestida de manera tan provocativa. La impresión fue tan fuerte que no pude evitar dejar escapar un suspiro, el cual hizo que ella notara mi presencia. Entonces giró su cabeza y, mientras dejaba una taza sobre el seca-platos, me dio los buenos días. Yo retribuí su saludo y comencé a prepararme un café sin poder dejar de observarle la cola. Luego pregunté:
–¿Es ropa nueva? Te ves bien –bien puta se veía.
Ella agradeció mi elogio con una amplia sonrisa mientras me confirmaba que era ropa de estreno.
–¿Cómo me queda? –me preguntó llevándose las manos a su cintura en pose de modelo.
–A ver… una vueltita –le dije mientras mi mano trémula, producto de la excitación, dejaba la taza de café sobre la mesada, volcando parte de su contenido.
Entonces giró sobre si misma mostrándome ese cuerpo espectacular, de generosas curvas, desconocido hasta ese momento para mí. A la mitad de su giro pude contemplar cómo se le marcaba el diminuto triangulito de la braguita perdiéndosele completamente en el ojete. Mis ojos no daban crédito a lo que estaban viendo: mi madre, esa inocente ama de casa siempre tan recatada y pudorosa, ¡estaba usando tanga! y la exhibía ante su propio hijo con el mayor descaro. Las nalgas hinchadísimas de su culo respingón estiraban la tela de la calza hasta un punto crítico, quedando al borde de correr el mismo destino que las camisas del increíble Hulk. Cuando completó su vuelta reparé en sus dos enormes y redondas ubres, que parecían que iban a escapar de su escotada musculosa. “¿Dónde tenía escondidos ese par de melones?”, me preguntaba inmerso en mi perplejidad.
–Estás divina, ma –se escapó repentinamente de mis labios.
Ella se sonrojó levemente y me agradeció el piropo dejando escapar una risita nerviosa, a la cual yo retribuí con una de igual calibre.
–¿Y papá? –pregunté buscando romper el silencio incómodo que había generado mi comentario.
–Se acaba de ir a su trabajo –me respondió.
“Qué suertudo hijo de puta”, pensé, invadido por la envidia de descubrir que dormía todas las noches al lado de semejante monumento de hembra.
Al rato partí hacia la facultad. Me despedí de mi madre dándole una última ojeada a su cuerpazo. Todavía me costaba reconocerla. Era como si alguien, de pronto, le hubiese inflado el culo y las tetas al punto de explotar. Estaba que se partía de buena.
Ese día, luego de las últimas y tediosas clases del semestre, salí a pasear con mi novia. Recuerdo que mientras caminaba junto a ella, en algún momento, miré de reojo a unas promotoras que vestían sus características calzas ajustadas e inmediatamente la imagen de mi madre se apoderó de mi cabeza. Quedé estupefacto. No podía creer que fueran unas trolas con calzas metidas en el orto las que me la recordaran. A partir de ese momento ya no pude escuchar a mi novia, sólo asentía de vez en cuando para disimular mi súbito desinterés. Su otrora dulce voz se había transformado en un ruido desagradable que martilleaba mi cabeza, la cual había sido invadida por la imagen del cuerpo de mi madre. Sólo quería que pasara el tiempo para volver rápido a mi casa y disfrutar de esa voluptuosidad recién revelada.
Después de unas cuantas horas de fastidio, por fin pude despedirme de mi novia, no sin antes prometerle que saldríamos esa misma noche. Al regresar a casa lo primero que hice fue entrar en la cocina buscando otra imagen igual a aquella que me había puesto a mil; y no fui defraudado. Allí estaba de nuevo mi vieja, en el mismo lugar, pero esta vez estaba leyendo. Lo hacía inclinada hacia adelante, con sus antebrazos apoyados en la mesada. Sus piernas formaban un leve ángulo obtuso con su tronco, lo que generaba una vista aún más espectacular de su tremendo culazo, que quedaba apuntando directo hacia mí, enfundado en aquella calza azul apretadísima y totalmente incrustada en el orto. Sus grandes y redondas nalgas lucían bien separadas por una oscura y larga canaleta central, la cual se devoraba furiosamente la tela de la calza. Yo no quería ser delatado nuevamente por alguna exclamación impropia, así que decidí hacer patente mi presencia:
–Hola… volví.
–Hola ¿Cómo te fue? –me dijo ella sin apartar la vista de su lectura.
–Bien…
Y busqué la forma de alargar la conversación, sólo para justificar mi superflua presencia en la cocina. Así que, sin sacarle los ojos del orto, le pregunté:
–¿Qué estás leyendo?
–¿Desde cuándo te interesan mis lecturas? –me respondió con aparente suspicacia.
–¿No estarías más cómoda sentada en un sillón? –le dije yo con defensivo sarcasmo.
Ella me miró, sonrió e hizo un tenue gesto de negación con su cabeza, y no se movió, siguió ofreciéndome una postal de su increíble culazo. En ese momento tuve la perturbadora sensación de que lo estaba haciendo a propósito, de que me estaba provocando. Imaginé que me había estado esperando sólo para mostrarme el culo. Yo no sabía que excusa inventar para seguir ahí parado mirándole el ojete; y no fui muy original:
–¿Y papá?
–Hoy vuelve más tarde: va a jugar al tenis con sus amigos del club.
“Pero qué pedazo de gil, ir a pajerear por ahí teniendo esta diosa en casa, y vestida como putita. Yo la estaría garchando todo el día. No le sacaría la pija ni para dormir”, pensé. Es que las mujeres así necesitan mucha pija; y si te distraes, aunque sólo sea por un minuto, se buscan otra. También me preguntaba si mi viejo daría la talla. Calculé que para satisfacer a una mujer con un cuerpo como ese había que tener tremenda pija y el rendimiento de un actor porno.
No sé qué fue lo que me pasó por la cabeza en ese momento, quizá un posible drive de derecha de mi viejo jugando con sus amigos, lo cierto es que sin siquiera pensar lo que estaba haciendo, me acerqué a ella y le metí una fuerte palmada en la cola: ¡Pafff!
–¡¿Qué hacés tarado?! –exclamó sorprendida mientras enderezaba su cuerpo y llevaba su mano hacia la nalga afectada.
Quizá producto de los nervios, no se me ocurrió otra reacción más que comenzar a reír.
–Te dije que era mejor el sillón: más seguro –le dije ahogándome en mi propia carcajada.
Ella me miró seria, con rostro vengativo, entrecerrando sus ojos como quien piensa “ésta me las vas a pagar”, y se marchó hacia el living. A pesar del gesto adusto, se fue a paso lento, contoneando su cuerpo en forma exagerada, mostrándome semejante orto y meneándolo como una puta.
Yo no dejé de pensar en ella el resto del día. Seguro que me estaba provocando la hija de puta. Seguro que le excitaba ver cómo me calentaba su hermoso culo. Todavía no entendía cómo me había animado a darle una nalgada, lo cierto es que mi mano aún conservaba en su memoria la firmeza de ese glúteo macizo. Esa noche, argumentando algún tipo de cansancio extremo, o quizá un malestar estomacal, cancelé la salida con mi novia y en su lugar me hice cinco pajas en honor al culazo de mi vieja.
Al día siguiente, ni bien me desperté, bajé corriendo las escaleras en busca de más argumentos que me permitieran jalarme la pija con verdadero fundamento. Mi madre estaba preparando el almuerzo, así que me dirigí raudo hacia la cocina. De pasada salude a mi padre que estaba en la sala principal mirando televisión. Al llegar a mi destino me desayuné con la mala noticia de que mi vieja ese día llevaba un vestuario decente, como acostumbraba usar antes de su repentino emputecimiento, que parecía haber sido sólo de un día. Pensé que quizá se había avergonzado tras mi palmada irreverente del día anterior. La saludé disimulando mi lógica decepción:
–Buen día.
–Buen día nada, estoy enojada. Ayer te pasaste del límite –me musitó sin voltearse a verme, y confirmando mi teoría.
–Perdoname, ma, fue una broma.
Luego de unos instantes de silencio, me ofrecí a ayudarla en sus labores, un poco como forma de compensarla por mi osadía y otro poco para cambiar de tema.
–Si querés colaborar podés cortar el pasto del fondo, que está larguísimo –me dijo tras breve vacilación y señalando con su dedo, a través de la ventana, el desorden vegetal reinante.
–Creí que lo iba cortar papá.
–Tu padre está como tarado mirando tele. Parece que no lo mueve nadie de ahí.
–Está bien, yo me encargo, ¿dónde está la máquina?
–Está rota desde hace meses, si no ya lo hubiese cortado yo. Por ahí están las tijeras.
Así fue que marché al patio del fondo para cumplir con las encomendadas labores de jardinero. No había pasado ni una hora cuando ya me encontraba exhausto, con los verticales rayos del sol del mediodía partiéndome la cabeza y habiendo logrado levantar apenas una modestísima montaña de pasto que no le hacía mella a toda la maleza que había crecido durante meses. Mi madre, al verme sufrir, se apiadó de mí y me alcanzó un vaso de agua. Yo le agradecí el gesto mientras me secaba el sudor de la frente. Ella se ofreció a ayudarme:
–¿Querés que te vaya juntando el pasto? –me dijo.
–Eso estaría genial –le respondí.
Entonces trajo una bolsa, pero antes de que pusiera manos a la obra, pregunté y advertí:
–¿No te vas a cambiar?, te vas a ensuciar la ropa.
–¿Y qué querés que me ponga? Esta ropa es vieja.
–Yo diría que algo más adecuado al oficio de jardinero –le dije con tono gracioso.
–Mmmm, está bien, ya vuelvo –me dijo con una sonrisa maliciosa que me excitó un poco.
Al cabo de unos minutos se apareció con su ropa de fajina, la cual casi me provoca un desmayo.
–¿Así estoy bien? –me dijo con sonrisa pícara.
Y vaya si estaba bien. La muy hija de puta se había puesto nuevamente la calza azul, tan ajustada al cuerpo que por delante le marcaba la concha en forma por demás obscena y por detrás se le enterraba toda en el orto. Arriba llevaba puesta una remera ajustada de una tela tan fina que dejaba entrever sus grandes y erectos pezones en medio de sus erguidas ubres carentes de todo sostén. “¡Mierda, que puta!”, pensé. Había vuelto a su vestuario de zorra y con mayor atrevimiento. Quería excitarme, sin duda, y a la muy putita parecía importarle tres carajos que mi viejo anduviera en la vuelta.
Al verla con su vestuario tan alejado al del oficio de jardinero, mi verga se levantó inmediatamente debajo de mis holgados pantalones. Sólo atiné a tomar la tijera y seguir cortando el pasto desordenadamente. Ella –haciéndose la boluda– se agachó a recoger el pasto en forma tan sugerente que rayó lo obsceno. Lo hizo dándome la espalda y sin flexionar las rodillas, asegurándose, con un comentario banal, de que yo estuviera viéndole esos enormes glúteos macizos. Éstos parecían dos pelotas de básquet imposibles de disimular para la delgada tela de la calza.
–¿Ya puedo juntar? –me dijo.
Le adiviné una sonrisa perversa acompañando el comentario. Sólo pude esbozar un lacónico “si”, arrastrando bastante la ese.
A esa altura tenía la pija que explotaba. No podía creer que mi propia madre me coqueteara de manera tan procaz. Pensé nuevamente en el cornudo de mi viejo: su mujer afuera pidiéndome a gritos que me la garchara y él adentro, mirando la tele como un boludo. Este pensamiento me excitó sobremanera. Las tijeras cayeron de mis manos y sólo quedé contemplando el imponente culo de mi madre, totalmente hipnotizado por su voluptuosidad. Ella, estando aún agachada en medio de su faena, volteó su rostro repentinamente y descubrió mis ojos clavados en su curvada particularidad.
–¿Qué hacés? ¿Me estás mirando la cola?
–No… perdón… yo…
–¡Che, atrevido, soy tu madre! –me dijo con tono algo risueño y quizá algo concupiscente.
Entonces se incorporó frente a mí abrazando la pila de pasto que había recogido y, al ver que yo no reaccionaba, me la arrojó encima de mi cabeza.
–¡Ahora sí estamos a mano! –exclamó mientras reía como una nena.
Recién allí reaccioné: me incorporé con un ágil salto e intenté agarrarla.
–¿Ah, sí?, ahora vas a ver, ¡vení acá! –le grité intentando tomarla de sus brazos.
–No, noo –dijo ella a las risas y huyendo de mis garras.
Entonces corrió hacia el interior de la casa. Yo le seguí los pasos pensando “si te agarro no te salvás”. La perseguí por toda la planta baja de la casa en esa especie de juego histérico. La alcancé en el living, justo donde estaba mi viejo, que se había dormido mirando la tv. Recuerdo que ella grito un fuerte “¡nooo!” al sentir que estaba atrapada. Mi viejo no mutó: tenía el sueño tan profundo como el de una piedra. Entonces tomé a mi madre de la cintura con una mano y con la otra empecé a nalguearla fuerte.
–¡Basta, basta, noo, vas a despertar a tu padre! –decía ella.
Pero yo estaba tan caliente que no me importó que mi viejo estuviera a unos pocos metros. Lejos de aflojar, lo que hice fue bajarle la calza lo suficiente como para seguirle dando paafff paafff a su culo desnudo. Por primera vez tuve una vista del marmóreo culo de mi madre en cuero y perfectamente entangado. El minúsculo hilito dental blanco que llevaba puesto dejaba sus preciosas nalgas totalmente al aire. Su piel era tersa y sin irregularidades de ningún tipo. Pude sentir la contundencia de esos cachetes macizos, durísimos. Tan duros que tenía que darle con todas mis fuerzas para hacerlos temblar con mis latigazos. ¡Qué hija de puta, qué pedazo de culo! ¿Cómo no lo había descubierto antes?
–¡Basta, me duelee! –suplicaba al ver que yo no aflojaba con las nalgadas.
Como era previsible, el fuerte sonido de los cachetazos y los gritos de mi madre terminaron por despertar a mi viejo, quien no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Imaginen la situación: el tipo se despierta de pronto y se encuentra con la imagen de su esposa con el culo al aire y siendo nalgueada sin piedad por su propio hijo. ¡Era muy fuerte!
–¿Qué hacen? –preguntó. Estaba perplejo y totalmente confundido. No era para menos.
–Nada viejo, tu mujercita se portó mal y la estoy castigando, vos seguí durmiendo tranquilo.
Ella no dijo nada, pero se notaba a la legua que estaba gozando de lo lindo. Parecía estar como en trance, con la mirada perdida y con una cara de puta que ni les cuento. Para colmo yo le seguía dando con saña a sus nalgas de acero. La situación parecía insostenible. Sin embargo, mi elocución fue tan natural que a mi viejo le causó gracia. Se ve que lo tomó como un juego inocente y comenzó a reírse a carcajadas por lo ridículo de la situación. Mi madre se notó visiblemente molesta.
–¿De qué te reís pelotudo? –le increpó.
Yo también me empecé a reír. Ella aprovechó para zafarse definitivamente y subir las escaleras rumbo a su cuarto a paso rápido y enojado, mientras intentaba levantarse la calza con la dificultad lógica que le imponía el apuro, sumado al volumen de su tremendo culazo. Les juro que forcejeó contra la indefensa prenda por más de diez escalones, cinchando con sus dos manos desesperadamente, estirando la tela hacia arriba, y ni aun así logró cubrirse todo el orto la muy puta. Llegó arriba con medio ojete afuera.
Mi rostro contemplando esas nalgotas al aire, enrojecidas por mis azotes, bamboleándose en las escaleras, debería ser la más viva expresión del deseo. ¡Qué delicia, por Dios! Quedé embobado. Se me caía la baba y ni siquiera intenté disimularlo.
–Ja ja, ¿qué fue lo que te hizo para merecer el castigo? –preguntó mi viejo, que a esa altura yo no sabía si se estaba haciendo el boludo o efectivamente lo era.
–Me hizo un desastre con el pasto, viejo –le dije con total cinismo.
Pero lo que me había hecho en realidad la muy trola era provocarme hasta el extremo mostrándome el culo todo el tiempo con calzas ajustadas y diminutas tangas, usando remeras que le marcaban las tetas y jugando como una nena buscona. Era una PUTA con mayúsculas. Desde ese momento me quedé con la idea fija de tener a esa culona en mi cama sí o sí. Ella quería ser mi mujer y yo la iba a complacer como fuera, aunque para eso tuviera que deshacerme del boludo de mi viejo.
CONTINUARÁ...
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