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Categoría: Maduras

La profesora de sexualidad.

El cañón disparó la última diapositiva y con ésta terminó la clase. Un tanto alterados, otro tanto avergonzados, mis compañeros fueron saliendo uno a uno de la sala de proyecciones. En algunos de los chicos se notaba un comprometedor bulto bajo los pantalones, y a algunas niñas, esas que no llevaban puesto el suéter, se les marcaban los pezones. Las imágenes que la profesora Berta nos había mostrado para acompañar su curso de sexualidad, aunque no tan atrevidas, habían resultado demasiado excitantes para ellos: calenturientos adolescentes de secundaria. Las risas nerviosas aún podían escucharse, y juro que podía oler en el ambiente un aroma a semen, como si alguno de mis camaradas incluso hubiera llegado al clímax. Mientras caminaba hacia la salida, me pregunté cuál de todos esos mocosos que caminaban frente y junto a mí habría sido el perdedor que se vino con tan sólo unas fotografías. Y en eso estaba, cuando la maestra pronunció mi nombre.



 



¡Jorge! ¡No te vayas! Cierra la puerta que quiero hablar contigo. – Me dijo en un tono poco amigable.



 



¿Conmigo? – Pregunté un poco desconcertado después de hacer lo que me pidió.



 



Sí, contigo – respondió –. O ¿qué? ¿Acaso hay otro Jorge en el grupo?



 



No, yo soy el único. ¿De qué quiere hablar conmigo, profesora? ¡¿De la clase?! – La cuestioné incrédulo, pues de entre todos los alumnos yo era el menos indicado para ello.



 



Sí y no – contestó –. Tiene que ver con la clase, pero no con lo que vimos durante ella sino con tu comportamiento ante los conocimientos impartidos, con tu falta de educación.



 



¡Ay, maestra! – Exclamé cómo diciendo "¿para eso quiere hablar conmigo? No sea exagerada, por favor" – Nada más fueron unos simples comentarios, unos chistecillos para amenizar el rato.



 



¿Unos comentarios? ¿Unos chistecillos? A mí me parece que detrás de esos comentarios y esos chistes, hay algo más profundo, un verdadero problema. – Apuntó con seguridad, plenamente convencida de que mi sentido del humor delataba mis traumas.



 



¿Ah sí? Y… ¿cómo que problema cree que tengo? – La interrogué con voz burlona, cómo diciéndole "ándele, estúpida vieja sabelotodo, dígame qué tengo, ya que me conoce tanto".



 



Verás… el sentido del humor, los comentarios graciosos y de mal gusto cómo los que acostumbras hacer, esconden un temor, y el temor denota ignorancia – arguyó –. Basándome en esas dos premisas, puedo asegurar que ese alardeo tuyo de saberlo todo sobre sexo, es en verdad un disfraz para tu inexperiencia. Un escuincle baboso y escuálido como tú, no puede más que seguir siendo virgen. Es más, para mí que incluso hasta impotente. – Concluyó enfureciéndome con tan insultantes, pero algo verdaderas, palabras.



 



¡Claro que no! ¡Yo no soy ni impotente ni virgen! – Le grité caminando hacia ella y negando sus argumentos.



 



¿Seguro? – Inquirió entre risas.



 



¡Claro que estoy seguro! Así: baboso y escuálido, cómo usted dice, ya me he cogido a un par de viejas. – Mencioné defendiendo la reputación de semental que tenía entre el alumnado.



 



¡Cállese! – Me ordenó soltándome una cachetada – No se le olvide que está frente a su maestra. Si vuelvo a escuchar que utiliza la palabra coger, lo repruebo.



 



¡Coger! ¡Coger! ¡Coger! – Vociferé retando su autoridad.



 



Ante mi rebelde y desafiante actitud, la profesora respondió con una lluvia de bofetadas que, raramente, comenzaron a excitarme. Con cada golpe que recibía, la iba viendo de otra forma: no cómo mi maestra sino cómo la atractiva mujer que seguía siendo a pesar de rebasar los cuarenta, y mi miembro ganaba en dureza y tamaño. Conforme mis mejillas se coloreaban de rojo, la rabia se me fue pasando y las hormonas se me subieron a la cabeza impidiéndome pensar en otra cosa que no fuera tirarme a ese cuero de vieja. Completamente enloquecido, sin saber si lo hacía por demostrarle que estaba equivocada con respecto a mi virginidad o reaccionando a esa agresividad que extrañamente despertaba mis instintos, me abalancé contra ella, la aprisioné entre mis brazos y la besé apasionada y violentamente.



 



Ahora vas a saber si soy virgen o no. – Sentencié frotando con brutalidad sus pechos, percatándome, sin darle mucha importancia, de la firmeza de sus pezones.



 



Intentó librarse de mis atrevidas caricias y volteó la cara para que no le metiera la lengua en la boca, pero sólo logró encenderme más y que, en un arrebato de machismo que me sorprendió hasta a mí, le propinara un puñetazo que la tranquilizó un poco.



 



¿Qué fue ese golpe, Jorgito? ¿Acaso una muestra de tu imposibilidad para satisfacer a las mujeres? ¿Quién lo iba a decir? Aparte de virgen, eres un marica. – Comentó luego de desaturdirse de la trompada, terminando de sacar la bestia que hay en mí.



 



No respondí a su agresiva observación, fuera de mí como me encontraba, la sangre no me alcanzaba para mover mis dedos, levantar mi pene y hablar al mismo tiempo. Continué con el manoseo a lo largo de su cuerpo y, poco a poco y luego de hartarme de palpar sus curvas por encima de la ropa, la fui desnudando. Le arranqué la blusa y, al tiempo que los botones rodaban por el suelo, sus senos, al no llevar un sostén que los contuviera, saltaron frente a mis ojos, blancas, ladeadas y rematadas por ese par de oscuros pezones cuya dureza rivalizaba con la de mi verga, esa que clamaba por abandonar su delgada prisión.



 



No pude admirar por mucho tiempo la natural caída de sus mamas, mi rostro se perdió entre ellas y mi lengua las tapizó con saliva que prometía ser reemplazada por semen. Coloqué entre mis dientes una de esas tetillas color marrón y le di un ligero mordisco que después repetí en la otra, arrebatándole un suave suspiro que alimentó mi ego y estimuló mi falo.



 



¿Qué fue ese suspiro? ¿Acaso una señal de que lo estás gozando? ¡Ya decía yo que eras una zorra! – Expresé cobrándome uno de sus insultos.



 



Mis palabras no encontraron eco y tomé su silencio cómo mi primer victoria. Dejé sus tetas en paz por un rato y fui deslizando mi lengua lentamente y hacia abajo, pasando por ese vientre hogar de algunas estrías, entreteniéndome unos instantes con su ombligo y deteniéndome al llegar a su entrepierna, aún cubierta por unas bragas de algodón y encaje blanco que desgarré de un jirón, quedando frente a mis ojos su sexo húmedo y depilado.



 



¡Pero si estás bien mojada! ¡Y no tienes un solo pelo para que te quepa mejor la verga! ¡Vaya puta resultaste! – Exclamé atravesando su vulva con cuatro dedos, provocando que su espalda se arqueara con violencia de placer.



 



Comencé a moverme dentro de ella y lamí sus labios con paciencia y maestría, esa que gracias a tantas y tantas cesiones con la gorda de María, la fácil de la cuadra, había obtenido. Sus jugos brotaban como manantial empapándome la cara e inquietando a mi erecto miembro, palpitando con ganas dentro de mis calzoncillos. Su clítoris, inflamado y rojizo, se descubrió ante mí y lo atrapé para estrujarlo con frenesí, arrancándole escandalosos gemidos que derrumbaron mi paciencia y me impulsaron a liberar de una vez por todas mi enhiesto pene.



 



Ahora sí va lo mejor. – Le advertí poniéndome de pie, estrellándola contra el muro, separando sus muslos y colocando la punta de mi hinchada polla sobre la entrada de su lubricada concha, listo para atravesarla.



 



¿Ah sí? A ver si es cierto, porque yo… sigo dudando de tus capacidades. – Señaló entre sollozos.



 



Clavándole primero la mirada, cómo diciéndole "habla ahora que puedes", le enterré después la verga, enterita y hasta el fondo. Ella gritó no supe si de dolor o de placer, pero creo que fue por lo segundo, y yo, de inmediato y agarrando buen ritmo desde el inicio gracias a que nuestras estaturas eran casi las mismas, comencé con un furioso mete y saca que la obligó a abandonarse poco a poco. A los pocos minutos, tal cómo si se tratara de otra persona, levantó una de sus piernas para rodear mi cadera y facilitar la penetración. Sus uñas intentaban rasgar mi camisa y sus colmillos arrancar la piel de mi cuello. Estaba convertida en un animal y me pedía que le diera más fuerte, más hondo.



 



¡Sí! ¡Sigue así, papito! ¡No te detengas! ¡Dale duro, mi niño! ¡Párteme en dos! ¡Dale con fuerza! – Exclamaba echando la cabeza para atrás y agitando su larga y negra cabellera, la cual se había escapado de su broche por lo agitado del momento.



 



Más por mi propia satisfacción que por cumplir sus peticiones, le imprimía una velocidad cada vez mayor a mis embestidas. Mi pene abandonaba por completo su vagina para urgente volver a llenarla, en una feroz estocada que amenazaba con dividirla de verdad. Nuestros labios se unían en besos desesperados que buscaban desahogar un poco del gozo que nos invadía, y nuestras manos se apoderaron de sus pechos las mías, y de mis nalgas las suyas. Sus ojos luchaban por permanecer abiertos, pero se rindieron ante la inminente llegada del orgasmo, que la sacudió con cálidas e intensas oleadas de placer que se reflejaron en espasmos que masajearon mi polla de una manera deliciosa que por poco hace que me venga yo también.



 



Me detuve por unos segundos, para evitar que el líquido blanquecino guardado en mis testículos fuera a parar a su útero. Luego de hacer un gran esfuerzo por resistir esas caricias involuntarias, desalojé por un breve lapso su cueva, para tenderla sobre el piso y reanudar la invasión. En posición de lagartijas, arremetí contra ella con más ímpetus que antes y en poco tiempo el cosquilleo del clímax volvió a llamar a la puerta. Aguanté lo más que pude y, cuando la eyaculación era inevitable, me salí y empecé a masturbarme arrodillado frente a ella con el propósito de bañarla con mi corrida. Al sentirse vacía y percatarse de mis intenciones, ella también inició un acelerado friccionar sus genitales que la hizo estallar al mismo tiempo que mi verga escupía potentes y abundantes chorros de esperma que fueron a parar a su cara, tetas y abdomen.



 



Una vez saciada mi sed de sexo, me levanté sin hacer caso de mi ocasional amante y me acomodé la ropa dispuesto a desertar de la sala. Ella se limpió con una hoja de papel y se vistió también, poniéndose, para disimular la falta de botones de su blusa y a pesar de la alta temperatura, una chamarra gruesa y de color rojo que contrastaba con la blancura de su tez.



 



Después de esto – cité llevando mi mano derecha a mi entrepierna y creyéndome el más macho de los hombres a pesar de ser un simple adolescente –, ¿todavía sigue dudando?



 



¡Vaya que eres un escuincle! – Exclamó conteniendo la risa – Sabes mover muy bien eso que tienes ahí abajo, pero no dejas de ser un niño y un estúpido.



 



¡¿Qué?! – La cuestioné confundido.



 



No te preocupes, no te voy a reprobar y tampoco diré nada de lo que pasó – prometió haciéndose la desentendida y preocupándome por un momento al caerme el veinte de lo que en verdad había ocurrido –. Y no creas que lo hago por evitarme problemas, ¡no! ¡Claro que no! Me voy a callar porque lo que acaba de suceder entre nosotros, me ha gustado tanto cómo a ti, me ha divertido mucho más que los vulgares comentarios que a diario emites en mi clase. – Apuntó antes de darme un último beso y marcharse del lugar, dejándome con la impresión de haber sido utilizado y sintiendo coraje y ganas de vengarme. Sensaciones que no tardaron en desaparecer, pues, manipulado o no, ¡me había cogido a la profesora más buena de la escuela!, y eso, además de algo de lo que ningún otro alumno, por más listo que fuera, podía presumir, era mejor que un cien.


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
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