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La primera vez de Arturo y Javier

Me miro en el espejo por enésima vez. Sé que el problema no es el reflejo, el problema soy yo, que estoy demasiado nervioso y da igual la ropa que escoja, nada me va a parecer suficiente. Suspiro y me recoloco la camisa de nuevo. No está mal, creo que puede valer.

Antes de salir de casa, me pongo la chaqueta y me aseguro de llevarlo todo. ¿El condón en la cartera es demasiado pretencioso? Quizás me estoy haciendo unas ilusiones que no debo.

Me monto en el coche y salgo en dirección al centro, al restaurante donde hemos quedado, para la cena de antiguos alumnos del Instituto. Al principio no estaba muy seguro de querer ir. Al principio. Luego vi que Javier había aceptado la invitación.

Quince años han pasado. ¡Quince! Y tiemblo. Me tiemblan las piernas mientras conduzco, como aquella última vez que nos vimos. Me siento idiota, pero no puedo evitar recordar la tarde en la que nos dieron los resultados de selectividad.

Los exámenes me habían parecido hasta fáciles, después de aprobar COU, y las notas no habían sido tan terribles como esperaba. Había invitado a Javier a pasar la tarde en mi casa. Quería pasar el máximo tiempo con él. Al día siguiente, Javier se iba de vacaciones y, después, se esfumaría en el ambiente universitario de Madrid.

La excusa para quedar fue una película. Ni siquiera soy capaz de recordar cuál era. Una de tantas. Total, ver pelis de miedo la tarde de los viernes se había convertido en nuestra rutina antes de salir con el resto del grupo. Mis padres trabajaban, así que disponía del salón sin problemas.

Pero aquel día, Javier estaba raro. Lo sentía tenso en el sofá. Demasiado recto, demasiado tieso, en una postura que parecía más la de un maniquí que la de una persona.

—¿Te pasa algo? —le pregunté aprovechando un silencio de la película.

—Estoy bien —respondió, pero la última palabra se ahogó en su garganta.

Pausé el vídeo y me giré en el sofá para mirarlo de frente.

—Venga, Javi, tranquilo —le dije apretándole con suavidad el hombro—. Has sacado buenas notas, seguro que te dan plaza en Medicina.

—No es eso —respondió sin mirarme—. ¿Puedes darle al play? No tengo ganas de hablarlo ahora.

Alargó su brazo para coger el mando, pero lo retiré con cuidado. No sabía qué le pasaba, pero no quería verlo mal. No soportaba verlo mal.

—No seas imbécil. Cuéntame, anda. ¿Qué te pasa? —insistí.

—Me pasa que no quiero irme a Madrid sin hacer esto —respondió y, antes incluso de que pudiese reaccionar, pegó sus labios a los míos.

No sé cuántos segundos pasaron. Mi primer impulso fue separarme, pero había algo allí, en los labios de mi mejor amigo, que me retenía anclado en el sofá. Antes de que pudiese llegar a asimilarlo, Javier se alejó de mí y se levantó para irse.

—Espera. —¿Lo había parado? Observé incrédulo mi mano, que sostenía la suya impidiéndole marcharse.

—Si vas a meterte conmigo o algo así, que sea rápido —me dijo con la cabeza baja—. Total, mañana me largo de vacaciones y ya no vas a tener que volver a verme, así que…

Detuve el torrente de palabras con mis labios. Vi cómo abría los ojos, sorprendido, para después cerrarlos, abandonándose a la paz del combate con mis labios. No me había dado cuenta hasta ese instante de lo muchísimo que había ansiado ese beso.

Agarré su nuca y sus caderas y lo atraje con delicadeza. Sus manos temblaban, como las mías, al entretejer sus dedos en mi pelo. En algún momento en aquel baile de besos y caricias, caímos en el sofá. Su cuerpo sobre el mío, sus piernas entrelazadas con las mías.

Acaricié su espalda por debajo de la camiseta, y su piel quemó la yema de mis dedos en cada roce. Sus labios ardían, su espalda ardía, sus manos ardían. Y con cada roce me prendía fuego. Me quité la camiseta para intentar bajar mi temperatura, pero él se quitó la suya y solo conseguí avivar las llamas.

—Espera, espera, espera —dije separándome de él un segundo. Mi pecho subía y bajaba incapaz de encontrar el ritmo adecuado para poder respirar.

—Lo siento, Arturo —dijo, y empezó a levantarse—. No debí haber hecho nada.

—No es eso —Lo retuve de nuevo a mi lado—. ¿Estás seguro de que quieres seguir?

—¿Lo estás tú?

No lo estaba. No, sobre todo cuando sabía que él iba a marcharse. No, cuando estos besos llegaban tan tarde. Pero precisamente por eso no quería desaprovechar ni un segundo más. Sonreí y me incliné para besarlo. Su cuerpo entero se destensó al contacto de mis labios.

Sus manos bajaron por mi pecho hacia mi estómago y sentí sus dedos jugar con el borde de mi pantalón. Sabía lo que iba a hacer y, aunque me moría de vergüenza, no quería detenerlo. Para evitar tener que enfrentarme a sus ojos, lo besé de nuevo. Y su mano aprovechó ese resquicio carente de miradas para introducirse bajo mi ropa interior.

Llevé mi mano libre hasta su entrepierna y sentí la presión de su miembro apretado contra el pantalón. Sin dejar de besarlo, le quité el botón y le bajé la cremallera. Me sentía torpe con una sola mano, pero también me habría sentido torpe con ambas.

Besé su cuello y su clavícula, y bajé dejando atrás tantos besos como mis labios podían dar. Me detuve un instante, azorado, en su ombligo. Un aroma fuerte se desprendía de sus calzoncillos y no pude evitar observar la pequeña mancha de presemen que ya se adivinaba en ellos.

Bajé su ropa interior y rodeé su miembro con mis labios. Lo escuché gemir y aquello me dio ánimos para seguir. Me quité los pantalones y empecé a masturbarme mientras sentía su erección en mi boca.

—Para un segundo, Arturo —me dijo y me agarró de la barbilla para subirme a sus labios. Me hizo sentarme en el sofá y se puso de rodillas ante mí. Sus manos temblaban. Sus ojos rehuían mi mirada y yo moría de nervios en aquella situación tan nueva.

Una sonrisa vergonzosa asomó a sus labios antes de aproximarlos a mi glande. No era la primera vez que recibía una felación, aunque el contacto de aquellos labios sobre mí eran algo totalmente nuevo.

Arqueé la espalda de manera inconsciente y me dejé llevar. Jugué con mis manos en su pelo negro y dirigí con delicadeza el ritmo con el que se acercaba y se alejaba de mí. Su brazo rozaba mi pierna con un ritmo acelerado mientras se masturbaba y aquello me excitaba de una manera incomprensible.

Aparté a Javier de mi erección y lo senté junto a mí. Necesitaba sus labios, necesitaba ver cómo se masturbaba a mi lado. Agarré mi miembro y dejé mi mano subir y bajar por él a un ritmo endiablado. Los labios de Javier se presionaban a los míos en un gemido ahogado mientras sus piernas se estiraban en un espasmo involuntario.

Sabía lo que iba a pasar y quería verlo. Agarré su nuca para que no separase sus labios de los míos y abrí los ojos para contemplar cómo se derramaba sobre su piel desnuda. Parte de su semen cayó sobre mi brazo, ese que lo mantenía pegado a mis labios, y el calor que desprendía terminó de hacerme arder hasta estallar un segundo más tarde.

Aquella tarde no vimos la película de los viernes. Ni tampoco salimos con el resto de amigos. Nos quedamos allí, en mi casa, comiéndonos a besos hasta la noche. Cuando iba a marcharse lo detuve en la puerta:

—Aunque te vayas, seguiremos en contacto, ¿verdad?

—Hablaremos por internet a diario —me prometió—. No voy a olvidarme de ti, Arturo.

—¿Por qué no me besaste antes? —pregunté con un enfado fingido y besé sus labios de nuevo—. Prométeme que nos volveremos a ver.

—Prometido.

Pero aquella promesa no llegó a cumplirse. Es cierto que hablábamos mucho. Al principio. Pero después la universidad de cada uno fue robando nuestro tiempo. Y, poco a poco, dejamos de hablar. Hasta hoy.

Me quedo en la puerta del restaurante, nervioso ante la perspectiva de volver a vernos.

—¿Arturo? —escucho una voz a mi espalda y se me eriza cada porción de piel de mi cuerpo. Me giro para contemplar al dueño de la voz y allí está. Javi. Con su mismo pelo negro mal peinado. Un poco más mayor, un poco más guapo. Pero el mismo Javier que me besó en el sofá aquella tarde—. Te prometí que volveríamos a vernos.

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