2ª Parte.
Creo que yo, después de lo sucedido, estaba algo trastornado. Sólo veía ante mí aquellos ojos grandes y rasgados brillantes que a veces al reflejar la luz solar parecían color violeta oscuro. Sacudí la cabeza como un perro sacude el agua del cuerpo mojado. Quique, el timonel, se giró mirándome de soslayo, pero no abrió la boca. Se lo agradecí. Esperaba impaciente la llegada del tejano, el segundo oficial, para que me relevara. Me sentía atraído hacia aquellos ojos y aquella mujer, como un trozo de hierro se siente atraído inevitablemente por un potente imán.
Por fin hice entrega del mando del buque y, procurando calmar mi impaciencia, bajé despacio las escalerillas hasta la segunda cubierta; hablé con la cocina desde el teléfono de emergencia del pasillo para que me subieran el desayuno. Lo pedí abundante, más de lo normal. Una polizón siempre tiene hambre y sed. Un desayuno a la americana en toda regla; huevos revueltos, beicon, puré de patatas, tostadas, agua, zumo y café. Cuando entré dormía apaciblemente de cara a la mampara interior de la cuaderna, bajo el ojo de buey. Recogí una muda nueva del armario metálico. Procurando hacer el menor ruido posible me duché en el pequeño servicio. Regresé al camarote y me estiré en el sofá mirándola dormir.
Me preguntaba cómo había podido subir a bordo sin que la detuvieran. ¿En dónde había subido? Nuestro último puerto fue la isla de Aruba ¿Subió allí? Quizá, pero también hubiera podido hacerlo en Punto Fijo, nuestra anterior escala. No era probable, demasiados días sin comer ni beber. Una polizón no puede dejarse ver, sabe que será detenida, entregada a la policía y repatriada. Ni se me ocurrió preguntarle por su nacionalidad. Hablaba español sin ningún acento y supuse que era española. Era increíble la cantidad de errores que estaba cometiendo y no sabía a qué achacar tal cúmulo de desatinos, pero si sabía que estaba dispuesto a ayudarla, incluso contra mis propios intereses. Nunca me había pasado nada igual. El nombre de Andrea giraba en mi mente como un torbellino. Pero era imposible que aquella preciosa mujer fuera mi Andrea y estuviera en mi buque. Hacía pocas horas que había hablado con ella a través de Internet.
De pronto el buque hocicó la proa, volvió a levantarse y el primer pantocazo retumbó como un trueno al golpear la siguiente ola las cuadernas del pantoque. Acabábamos de entrar en el extremo norte del huracán. Entonces la vi levantarse de golpe y quedarse sentada en la cama mirándome asustada. Me levanté sentándome a su lado y sentí la necesidad de acariciarle el pelo largo y sedoso. Me cogió la mano y se la llevó a los labios sin dejar de mirarme con una mirada tan intensa que me produjo escalofríos.
--¿Qué ha sido ese trueno? – susurró.
-- Nada importante, el golpe de una ola – murmuré en el mismo tono – No tengas miedo, Andrea, además, no hace mucho querías suicidarte ¿Por qué?
-- No quería suicidarme Juanjo. Quería... – se detuvo, me atrajo hacia ella y me besó de nuevo en los labios, suave y tierna como una niña para susurrar después en mi oído – No preguntes, no lo entenderías, mi amor.
Llegó el camarero con el desayuno que recogí en el pasillo. No podía dejarle entrar. La hubiera visto y, de momento, cuanto menos supieran de ella mejor. Pese a que insistí varias veces hasta casi enfadarme no quiso probar ni un bocado, no tenía hambre. No podía comer nada, comentó suavemente, lo vomitaría. Me pareció extraño, pero quizá el mareo... no insistí, tomé unos bocados y el resto lo tiré por el inodoro. El agua de la cisterna se lo llevó al mar. Me había estado observado sin pronunciar palabra mientras desayunaba. Dejé la bandeja en el pasillo para que el mozo de servicio no tuviera que llamar a la puerta. Volví a sentarme a su lado y retomé la conversación donde la habíamos dejado.
-- Si no me lo explicas lo entenderé menos.
Me miró fijamente unos segundos. Su siguiente pregunta me dejó atónito:
-- ¿Quieres casarte conmigo?
-- Pero...
-- Ven, no preguntes – susurró y me arrastró encima de ella.
No recuerdo haberla desnudado, ni recuerdo tampoco haberme desnudado yo, recuerdo que nos abrazamos completamente desnudos enfebrecidos de deseo. La penetré despacio mientras ella zureaba de placer sujetándome las mejillas entre sus manos frías como el hielo. Entre sus gemidos de placer su voz estremecida susurraba mi nombre una y otra vez:
--Juanjo, mi vida, Juanjo… Dios mío, Juanjo cuanto te amo… Juanjo…
-- Andrea… mi niña, mi amor, te quiero --- murmuré mientras sentía contraerse sobre mi dura erección la dulzura de su sexo y exploté con la fuerza de un geiser con intensos borbotones en el fondo de su vagina.
Fuimos serenándonos despacio, sin dejar de besarnos apasionadamente. Seguía tan excitado como si no hubiera eyaculado. Volvió a susurrar:
--No te muevas, corazón, déjame sentirla, quiero tenerte dentrote mí para siempre.
-- Dios mío, ¿Tu eres mi Andrea? -
-- Si, mi amor, soy tu Andrea y lo seré para siempre.
Sabía que aquello no podía ser, que mi amor, mi dulce Andrea estaba en España, pero en mi mente la mujer que tenia entre mis brazos, aquella pequeña escultura de carne satinada me producía el mismo sentimiento que mi adorada Andrea española. Y de nuevo sentí como las oleadas del placer se acercaban, inundándonos a los dos con la furia salvaje de la contenida pasión que sentía por mi amada mujercita virtual y nos gozamos los dos de nuevo al unísono con toda la potencia de la inacabable pasión en que ardíamos el uno por el otro.
Cuando dos horas más tarde salí del camarote me temblaban las piernas al cerrar la puerta de acero con llave. Fue una locura de amor desenfrenado, pero todo era una locura desde el principio. Me resultaba imposible borrar de mi memoria la visión de sus ojos inmensos y profundos.
Me dirigí derecho al camarote de Andrés, mi primer oficial, mi compañero de promoción y mi amigo. Tendría que explicarle todo lo sucedido. Estaba seguro de que, por muy difícil de comprender que fuera mi proceder, él lo entendería. Era el único que podía casarnos en alta mar y la única forma de salvarla. Hablaba por teléfono con la operadora de Nueva Orleáns cuando entré.
Me indicó con la mano el sillón al lado de su mesa. Cuando acabó se giró hacia mí preguntándome si algo andaba mal. Le contesté que no, todo iba bien. Era un asunto particular del que tenía que hablarle y deseaba que me escuchara sin interrupciones.
Asintió con un leve movimiento de cabeza y se recostó en el respaldo del sillón. Se lo expliqué todo desde el principio sin omitir ni un solo detalle de lo ocurrido. Sólo cuando le dije que deseaba que nos casara antes de llegar a Nueva Orleáns y permanecí en silencio aguardando su respuesta, preguntó:
-- ¿Andrea? ¿Andrea qué?
-- No lo sé. No se me ocurrió preguntárselo.
-- Juanjo, es un disparate, puñetas. Puede estar casada.
-- No lleva anillo de casada ni señal de haberlo llevado.
-- ¿Cómo y dónde subió a bordo?
-- En Aruba.
-- ¿Y qué hacia en Aruba?
-- Escapar de los sicarios de Castro.
--¡Joder, lo que nos faltaba! – exclamó, moviendo levemente la cabeza. Se quedó pensativo unos segundos. Frunció el entrecejo y se levantó comentando decidido.
-- Vamos a tu camarote. Tenemos que aclarar esto.
Abrí con la llave y me hice a un lado para que pasara. Mientras cerraba de nuevo con llave, comentó:
-- Mira a ver si está en el servicio.
El camarote estaba vacío, el servicio también. Los dos ojos de buey de cristal fijo permanecían intactos. La puerta de acero del camarote cerrada con llave.
-- ¿Tenías el duplicado en el camarote o la llave maestra?
-- Andrés, el duplicado y la llave maestra están en el armario del pañol y la llave del armario la tiene el pañolero. No la he tocado.
-- La cama está sin deshacer y dices que habéis...
-- Sí, Andrés, coño, dos horas, se quedó durmiendo. Estaba agotada.
-- Juanjo, ¿Seguro que no lo has soñado? ¿No te das cuenta que tu Andrea está en España? – preguntó, agachándose para mirar bajo la litera. Al levantarse con dos zapatos blancos de tacón de aguja preguntó -- ¿Esto que es?
-- Sus zapatos. No la he soñado, Andrés, no la he soñado.
-- Te vas a volver loco por culpa de esa mujer. ¿No te das cuenta que no podía ser tu Andrea? Era una polizón y hay que buscarla.
Estábamos decididos a encontrarla. Pradera, el jefe de seguridad, recibió órdenes de registrar el buque de la cofa a la quilla con todo el personal a su disposición en busca de una polizón de melena larga rubio oscuro, de mediana estatura. Se había colado en el buque durante la escala en Aruba.
El primer oficial la había visto, pero se le escabulló en las cubiertas sin poder detenerla. Ni Andrés ni yo dimos más explicaciones. Tenían que encontrarla antes de llegar a Nueva Orleáns. Disponían de seis horas, pero pasaron las seis horas sin encontrar a nadie pese a que se había movilizado no sólo al personal de seguridad sino a todos los subalternos y oficiales libres de servicio.
No encontramos a la polizón. No salió por la pasarela ni apareció tampoco en un segundo registro que efectuamos con el buque ya vacío de pasajeros. Nada, como si se hubiera evaporado. Tampoco había saltado por la borda, los dos vigías de babor y estribor la hubieran visto. De ella sólo me quedaban como recuerdo sus blancos zapatos de tafilete. Todo mi amor por ella se desataba ahora que la había perdido como un volcán en erupción abrasando mi mente cual un candente hierro al rojo vivo.
No podía soportar sus ausencia, pensar que nunca más volvería a ver la dulce mirada de sus ojos, que nunca más tendría entre mis brazos su cuerpo de seda, ni oiría la melodía armoniosa de su voz, ni sentiría la caricia de sus labios sobre los míos me angustiaba y, en mi desesperación, un dolor atroz se atravesaba en mi garganta impidiéndome tragar saliva obligándome a parpadear con frecuencia para contener las lágrimas.
Sentado en el sillón del oficial de guardia en el puente de mando miraba la amura donde por primera vez tuve su cuerpo entre mis brazos salvándola de la muerte. Como un autómata me levanté, salí de la cabina bajando hasta la tercera cubierta y me apoyé en la regala mirando la tranquilidad del agua portuaria espejeando en miríadas multicolores las luces de la gran ciudad.
Bajé al camarote para llamar por MSN a mi adorada Andrea española. No respondió y nunca más volvió a responderme.
Cuando tres meses después, en Agosto, regresé a España y fui a buscarla me enteré que mi Andrea, la mujer de mis sueños, la de mis noches en vela, la dulce Andrea a la que amaba desesperadamente, había muerto el día 7 de Mayo del 2.005, el último día que la tuve entre mis brazos y quiso despedirse de mi.
Vuelvo a estar sólo y sigo esperando que, desde donde esté, vuelva a visitarme otra vez; es la única esperanza que me queda para seguir viviendo.