EL 7 DE MAYO EL 2.005
Los primeros rayos de la aurora clareaban el horizonte. Me encontraba de guardia en el puente de mando. Hasta mí llegaba el sincopado runruneo de los potentes motores diesel del buque. Golpeaban rítmicos treinta metros debajo de mis pies. Ni una vibración en la tarima ignífuga sobre la que se atornillaba el sillón del oficial de guardia. Era mi guardia. La del primer oficial, de las cuatro a las ocho de la mañana, pero no era Andrés, mi primer oficial y mi mejor amigo, el que estaba sentado en el sillón sino yo, el capitán del trasatlántico que en viaje de placer recorría el Mar Caribe con 1284 pasajeros a bordo rumbo a New Orleáns.
Ninguna obligación tenía de estar allí pues los capitanes de los buques no hacemos guardias, pero Andrés se había encargado la tarde anterior de ocupar mí puesto en las reuniones con los consignatarios para permitirme hablar con mí adorada Andrea a través del MSN. Ella estaba en España a más de seis mil kilómetros de distancia y yo, que sólo la conocía virtualmente, me había enamorado de ella como un cadete y a tal extremo estaba enamorado que pasaba más horas pendiente del portátil de mi camarote en espera de que mi dulce mujercita apareciera en la pantalla, que de las obligaciones de mi cargo. Amor con amor se paga y por eso ocupaba en aquellas horas de la madrugada el sillón del oficial de guardia en la cabina de mando.
El viento racheado levantaba borreguitos blancos en la rizada y azul superficie del océano. Llevaba dos horas sentado controlando con frecuencia los instrumentos automáticos de navegación. A dos metros de mí, Quique, el timonel, leía muy interesado un cómic repantigado en su asiento. Me levanté para estirar las piernas y fumarme un cigarrillo. Acababa de levantar la vista de la llama del mechero cuando la vi. Subía despacio las escalerillas metálicas de la segunda cubierta sujetándose con las manos a las barandillas. El balanceo del buque era casi imperceptible aunque no tardarían en llegar las embestidas del oleaje ante el huracán que se avecinaba. Supuse que la mujer tenía poca práctica marinera, pero llegó a la primera cubierta muy decidida.
Al pisarla, el viento arremolinó su larga cabellera sobre su rostro. No pude ver su cara, pero el cuerpo, delgado, flexible y armonioso caminó contra las rachas ligeramente inclinado. Se apoyó en la amura de estribor. Las ráfagas de aire, cada vez más violentas, pegaban a sus muslos la fina tela del vestido de color blanco de falda acampanada y escote generoso. Calzaba zapatos de aguja de color blanco. Me pareció más joven que yo, aunque no podía distinguir con claridad sus facciones. Se notaba vitalidad en todos sus movimientos. Se apoyó con los antebrazos en la regala, mirando como la roda dibujaba bigotes blancos contra las cuñas de la proa al cortar el agua.
Nos separaban diez metros y cuatro de altura. Giró la cabeza hacia la popa observando la estela burbujeante que las grandes hélices del buque, lanzado a dieciocho nudos, dejaban tras de sí, como un camino asfaltado de blanquecina espuma. Una racha de viento levantó su falda dejando al descubierto unas piernas esculturales, unos muslos de ensueño y una diminuta tanga. Me sorprendió ver sobre sus nalgas unas manos de hombre, como si éste, arrodillado, estuviera libando el delicioso néctar de su sexo. Sabía que entre su cuerpo y la amura no cabía algo mayor que una hoja de periódico por lo que deduje que se trataba de calcomanías.
No hizo un solo movimiento para sujetar la falda, ni siquiera el instintivo típico de la mujer que nota su vestido alzado por el viento. Procedía como si estuviera sola ante la inmensidad del océano. Miró hacia el frente durante unos minutos, luego inclinó la cabeza sobre el pecho y la mantuvo en esa posición durante un tiempo. De pronto, la levantó con gesto decidido.
Una señal de alarma se encendió en mi cerebro cuando apoyó sus manos en la regala con los brazos flexionados. No era la primera vez que veía el gesto suicida. Salí disparado de la cabina. Bajé las escalerillas deslizándome a toda velocidad con las manos resbalando sobre las barandillas metálicas y caí en la cubierta flexionando las rodillas. No estaba dispuesto a detener el buque. No tenía tiempo de pararlo antes de que la succión de las grandes hélices la absorbieran y la hicieran pedazos. Corrí a toda velocidad hacia ella en el momento que, flexionando las rodillas, se impulsó con brazos y piernas fuera de la borda. Sólo alcancé a rodear sus mulos cuando ya tenía medio cuerpo fuera y, al sujetarla, se golpeó la cabeza contra la cuaderna, la giró hacia arriba... aquellos ojos de curvadas y tupidas pestañas eran inmensos y me miraban con angustia. No era guapa, pero si muy atractiva... pero ¡Dios mío!... ¡Aquellos ojos!... ¡Aquellos ojos inmensos!...
-- ¡Suéltame, bobo, suéltame! – gritó, con la mejilla casi pegada a la cuaderna esmaltada en blanco y azul – ¡Me estás haciendo daño!
Ciertamente, mis brazos le apretaban los muslos por encima de blanco vestido con todas mis fuerzas y los músculos de mi abdomen, tensos sobre la regala, se resentían de su pataleo. Me dejé caer hacia atrás apalancándome en la amura sin aflojar la presión de mis brazos. Cayó encima de mí hecha una furia, revolviéndose como una pantera herida hasta quedar con su cara pegada a la mía. Como había supuesto era joven, apenas cuarenta años, casi los mismos que yo. Notaba sobre mi pecho los duros pomelos de sus senos y la rotundidez exuberante de sus muslos.
La sujeté por las muñecas antes de que sus uñas, afiladas como dagas florentinas, me desgarraran la piel de las mejillas. De pronto, casi sin transición, dejó de luchar y quedó quieta encima de mi cuerpo. Parpadeó un par de veces. Los ojos negros como el azabache y brillantes como el charol me miraron asombrados, como si despertara de un largo sueño e, inopinadamente, acercó su boca a la mía. Me besó con una ternura tan inesperada mientras sus manos sedosas acariciaban mis mejillas que me dejó paralizado de estupor.
Logré recuperarme de mi asombro y levantarme. Le di la mano para ayudarla. Con zapatos y todo no me llegaba al hombro, pero su cuerpo que tuve dobtr el mío, era perfecto. El sol naciente ponía reflejos de oro en sus ojos ¡Dios mío, qué ojos! Brillaba como trigo maduro su melena rubia alborotada por las rachas de viento. Volví a mirarla. Me miró amorosa al preguntarme seria:
-- ¿Eres el capitán?
-- Si – respondí sin pensar - soy el capitán.
-- ¿Cómo te llamas?
-- Juanjo, ¿Y tú?
-- Andrea.
-- ¿Andrea? --. pregunté con el corazón saltándome en el pecho como un caballo desbocado, pero sabía que era imposible que aquella hermosa mujer fuera mi Andrea -- ¿Cuál es tu camarote?
-- No tengo camarote – respondió desafiante.
-- No me digas que eres una polizón.
-- Sí, te lo digo. Has acertado. Lo que has hecho no servirá de nada.
-- De momento ha servido para salvarte la vida.
-- De nada servirá.
-- ¿Volverás a intentarlo?
-- No. Es igual. Dejémoslo, tampoco lo entenderías.
-- Tengo que detenerte, lo sabes ¿verdad?
-- ¿Por ser una polizón?
-- Y por intentar suicidarte – respondí tomándola del brazo. Me siguió sin oponer resistencia.
-- ¿Me vas a encerrar?
-- Es mi obligación. Lo siento.
-- ¿Dónde me encerrarás?
-- En la enfermería. Quedarás a cargo del oficial médico.
--¡No, no, por favor! – exclamó temerosa, intentando soltarse de mi mano – En la enfermería no. Ciérrame en tu camarote, con llave si quieres.
-- No puedo hacer eso. Va contra el reglamento.
-- Si, puedes, nadie se va a enterar. Nadie nos ha visto y eres el jefe del buque.
-- No puede ser, Andrea, aunque nadie nos haya visto.
Era cierto que nadie nos había visto. El timonel leía muy interesado su cómic cuando salí de la cabina. Aunque hubiera mirado no podía vernos desde su asiento entre el armario de la bitácora y la pantalla de radar situados en el extremo de babor de la cabina y de espaldas a estribor. Estaba decidido a llevarla a la enfermería, me jugaba una grave amonestación si la naviera se enteraba de mi comportamiento; amonestación que figuraría para siempre en mi expediente y en mi rol. Bajamos en el ascensor. Sin embargo, en contra de mi decisión y sin saber por qué, me encontré con ella cogida de la mano abriendo la puerta de mi camarote que volví a cerrar una vez dentro. Tenía que darme prisa. No podía estar fuera del puente de mando mucho más tiempo.
-- Gracias, Juanjo.
-- No te muevas. Lo mejor es que descanses, pero no hagas ruido, o tendré que llevarte a la enfermería. ¿Quieres un café?
-- No, gracias. No te preocupes, no me moveré – respondió girándose hacia mí para besarme suavemente en los labios. Aquellos ojos... ¡Válgame Dios!... Aquellos ojos...
La puerta hermética de acero se acopló suavemente. La cerré con llave. Salí disparado hacia el puente de mando. El timonel ni siquiera se giró a mirarme cuando entré. Me faltaban cincuenta minutos para que el segundo oficial me relevara.
Encendí un cigarrillo y me senté comprobando que la GPS, marcaba exactamente el rumbo prefijado. Debíamos sortear el huracán que bramaba ya contra la obra muerta del buque. Estábamos cerca de sus estribaciones y queríamos entrar en el Mississipi cuanto antes. Mil doscientos sesenta y cuatro pasajeros esperaban en los camarotes la llegada a Nueva Orleáns aquella tarde.