por: Rowena Citlali

De pronto cesaron los suspiros, los gemidos de placer, las palabras de dulce obscenidad, los gritos que traspasaban la pared que separaba mi habitación en penumbras de la habitación contigua; un muro que a la vez unía cómplice a las dos alcobas nocturnas. Y súbitamente se hizo el silencio pero no la paz en mis oídos que durante horas y desde la almohada habían seguido a paso lento la nitidez de cada jadeo, de cada golpe de los cuerpos, de los murmullos, y de las risas de la pareja que al lado había gozado la compartida delicia de su total entrega.

Durante aquellas horas había sido una indiscreta, una invitada a ser la vouyer de los sonidos de los dos cuerpos que no veía, que solamente estuve escuchando e imaginaba en las posiciones cambiantes que su pasión exigía para que la verga de él entrara muy a fondo, para que su coño recibiera los más duros embates, para que las lenguas se entrelazaran en bocas, culos, sexos, nalgas, muslos ofrendados al misterio del placer.

Se había hecho la calma al otro lado del muro, pero no en mi cuerpo sudoroso y desnudo, ni en mis rodillas abiertas en la sábana, ni en mis pezones encendidos y mucho menos en mi coño empapado que acaricié febril a lo largo de toda aquella sesión amorosa que se habían regalado, obsequiándomela, mis vecinos de cuarto. Mi sexo aún palpitaba alrededor de dos de mis dedos que continuaban introducidos muy dentro después de que me alcanzara el vértigo de tres maravillosos orgasmos.

Escuché luego cómo uno de mis vecinos se levantaba de la cama y abría la ducha, y después la voz de su pareja al meterse también bajo el chorro de agua. Yo estaba extremadamente caliente y expectante sobre la enorme cama, rodeada por la oscuridad de la noche, envuelta por el resplandor de mi piel húmeda y del aroma de mi propio sexo abierto y enardecido.

Del otro lado de la pared se volvió a hacer el silencio entrecortado por algunas frases ininteligibles. Unos murmullos finales precedieron el abrirse y cerrarse de la puerta del cuarto de al lado.

Segundos más tarde se abrió la de mi habitación, y entró Carlos con el cabello húmedo. Se acostó a mi izquierda y me acarició una mejilla al tiempo que me preguntaba, en voz baja: --¿nos escuchaste todo el tiempo?¿te gustó oírnos? No le respondí, lo besé ansiosa y excitada, lo abracé con fuerza, aspirando en su piel el aroma cálido de su virilidad mezclado con el del sexo del que minutos antes él había abrevado. Y añadió: --Amarilis es todo un portento, es una amante excepcional, como bien me lo habías advertido. Y me la mamó como una diosa hasta beberme por completo. Sólo le sonreí, satisfecha de sentir su alegría

Por encima del hombro de Carlos alcancé a ver la sonrisa recién llegada de mi amiga, su cabello pelirrojo y revuelto sobre la frente y sus hombros, sus senos pesados y desnudos cubiertos por algunas gotas del agua de la ducha. Ella no dijo ni media palabra mientras me contemplaba abrazada a Carlos. Se hincó al borde de la cama y con suavidad comenzó a lamerme el sexo, y a devorar el almíbar espeso de entre mis piernas. Exhaló un jadeo suave e introduje aún más mi lengua en la boca tersa y mojada de mi marido que aferraba también la cabellera de mi amiga para presionar su hermoso rostro contra mi clítoris hinchado.

Levanté las rodillas y la boca de Amarilis se hundió entera entre mis labios y su lengua comenzó a moverse lentamente en la acelerada palpitación de mi coño. Gemí en una primera oleada de calor que me subió hasta la garganta. Mis manos, como tantas veces, alcanzaron la opulencia de sus senos. No había prisa. Apenas era viernes por la noche y a los tres nos quedaba todo el fin de semana por delante.