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~ Él entró en la clase y cerró la puerta de golpe. La muchedumbre de voces, que hasta ese momento colapsaba el lugar, se fundió por un segundo para rendir homenaje al profesor. Luego se reprendieron, intermitentes como susurros, con cada paso que daba. El hombre repasó, con severa autoridad, los rostros de cada uno de nosotros. Moviendo la mano derecha con firmeza, acarició el bolsillo de su americana, ocre y desgastada, mientras depositaba las gafas sobre el pupitre más cercano, haciendo gala de un ademán igualmente estirado.
Justo delante de mí
El profesor cruzó el umbral de rigor que nos separaba y me brindó una sonrisa punzante. Apoyado sobre la mesa, se aproximó a mí y me desarmó con unas pocas palabras cordiales. Estaba tan cerca. Ni siquiera las advertí; en el plano dónde me escondía, refugiada tras los muros que acababa de derribar, no comprendía la premura con la que había sido capturada. Perdí los papeles y me ruboricé, presa de un nerviosismo excitante. El bolígrafo, con el que había estado jugando poco antes, resbaló desde mis labios y se escurrió de entre mis dedos. Cayó al suelo, sofocando el silencio. Mi corazón marcaba el ritmo de una melodía dantesca, y mi respiración trastornada era el principal instrumento. Descubrí que todo el mundo a mi alrededor parecía darse cuenta de ello. Mis compañeros se miraban y murmullaban insinuaciones. Ellas, mis amigas, sufrían y disfrutaban, carcomidas por la envidia. Ellos también.
La asfixia impregnó cada extremidad de mi cuerpo cuando el maestro me tomó del hombro. Lo hizo con aparente calma y suavidad, aunque desprendía la mordacidad de un depredador que jugaba con la presa antes de devorarla. Recorrió el camino que quedaba hasta las yemas de mis dedos, barnizando mi brazo con el sudor que transpiraban sus manos, toscas y gruesas. Allí se detuvo con impredecible brusquedad, mientras con la mirada transitaba la misma ruta que había seguido con el cuerpo. Noté, en la palma de la mano, el bulto del frío metal, que contrastaba con el calor de la piel alrededor, ahora en ebullición. El aire estaba imbuido de un sabor agridulce, mezclado con el olor a tabaco y el vapor de agua. Me picaba la nariz como si se tratara de una alergia.
-Guárdame las gafas, por favor -me reclamó, con media sonrisa, el salvaje-. Me harán falta después de la clase.
Quise responderle. Soltar alguna frase ingeniosa o divertida, dejar que la tensión se disipara con el golpe seco de una premisa inteligente y racional. Pero fui incapaz de luchar, y preferí huir. Sonreí nerviosa. Me agaché a gran velocidad y acabé oculta debajo de la mesa, repitiéndome a mi misma que tenía que recuperar el bolígrafo, que se me había caído.
Sin embargo, ya no estaba ahí. El suelo de parquet, plano y con una corrección fustigadora, se burlaba de mí.
-Y a ti te hará falta esto otro -acabó el profesor, todavía sosteniéndome la mano con dulzura.
Dicho esto, puso el bolígrafo, que él mismo había recogido, sobre la mesa. Y se alejó. Sin más.
Me quedé inmóvil en una posición incómoda, sosteniendo las gafas que me había legado en un equilibrio precario. Percibí algunas risas de fondo y me negué a prestarles atención. En cambio, saqué de la carpeta unas hojas de papel y me dispuse a tomar apuntes.
Cuando el profesor comenzó con el discurso, poco a poco, dejé de ser el centro de atención. La emoción que me había poseído ahora pertenecía al salvaje, que se había convertido en el chamán de la multitud. Ni siquiera los demás chicos me dedicaban las típicas miradas profusas. Atrapada en la vorágine me puse a contemplar, instigada a volar mi imaginación. Pronto intenté resistirme, focalizándome en lo razonado de la charla, pero era la carne quien me gobernaba…
La clase acabó de repente, en un estallido, y una vasta manada de alumnas, como hienas, rodeó jadeante el profesor. En un extraño arrebato, tomé las gafas del maestro y me marché apresurada. Sabía con exactitud lo que tenía que hacer. Ya fuera del aula, me detuve en mitad del pasillo, y entonces ocurrió lo que esperaba. Él venía a por lo que era suyo. La voz madura y castigada del hechicero me atrapó, esta vez, por la espalda.
-Disculpa -pretendió, repasándome de arriba a abajo-. Me parece que nos hemos olvidado de algo.
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