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Todas las casas estaban profusamente decoradas para celebrar Halloween; todas menos la mía, claro. Lo odiaba, por mucho que supiera que hunde sus raíces en antiguas tradiciones europeas. Se había convertido en una tradición yanqui. Y punto. Por eso la celebraban mis vecinos que imitaban todo lo norteamericano, incluyendo las invitaciones a barbacoas y tartas de bienvenida cuando me mudé. Maldita la hora. Parecía un sueño: chalet con amplios ventanales, piscina y jardín en una urbanización tranquila y familiar. Perfecto para escribir. Perfecto hasta que se enteraron de que escribo erotismo. Desde entonces, mi sueño se convirtió en pesadilla y ellos, en sus monstruos. Me sentía como Elvira en Mistress of the Dark.
¿Y si me disfrazaba de ella? Me reí imaginando la escena; los niños se centrarían en las golosinas, pero a las madres les daría un susto de muerte. La risa se congeló en mi garganta. No… bastante tenía ya. Además, seguro que no vendría nadie. Mierda de puritanismo.
Preparé canapés y sopesé dos películas de miedo, mi única concesión a la noche de los muertos. ¿El Drácula de Tod Browning o el de Terence Fisher? Terence Fisher, siempre me había dado morbo Christopher Lee. Puse un bol de caramelos en la mesita de la entrada por si acaso, me ovillé en el sillón con la cena, descorché la botella de vino y le di al play. Media hora después, le di al stop. Había acertado: nadie llamó para pedir caramelos, pero sí estamparon huevos podridos contra la fachada. Estaba indignada. No habría una tercera vez. Me aposté junto a la puerta, esperé en silencio y cuando sonó el timbre abrí con la furia de Lilith. Me quedé inmóvil presa de la estupefacción.
—¿Truco o trato?
La lujuria brillaba en sus ojos y me estremecí. Le deseaba, desde el primer día, por eso accedí a que cuidara de mi jardín. Me gustaba observarle oculta tras las cortinas. Oculta, sí, los tabúes me frenaban. ¿Cuántos años tendría? ¿26? Muchos menos que yo, aunque… ¿qué era mucho menos? El día anterior dejé de dudar. El cuerpo fibroso se le marcaba debajo de la camiseta y los vaqueros ajustados. No pude evitarlo. Abrí la cortina y mi bata, y deslicé una mano por mi vientre hasta el pubis. Jugué con el vello ensortijado, con los labios que se humedecían, con el clítoris que se hinchaba. Pero no eran mis dedos los que describían círculos a su alrededor, los que seguían la estela del deseo, los que se hundían en lo más profundo de mi sexo. Eran los suyos, y sus labios, sus dientes, su lengua que chupaban, mordían, lamían, penetraban cada vez más hondo, cada vez más fuerte, cada vez más rápido hasta que cerré los ojos y me corrí en su boca. Los abrí de nuevo. Me miraba en la distancia. Saludó con la mano. Yo le respondí con la mía que brilló, perlada de lubricación.
Su voz me sacó del recuerdo.
—No has contestado —Mordí una manzana de caramelo y se la ofrecí.
— Los dos.
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