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La mujer del disidente (02). El interrogatorio

Tras un pesado trayecto de casi dos horas sentada en el asiento trasero del coche de policía con las manos esposadas a la espalda, el vehículo finalmente llegó a la cárcel en la que supuestamente se encontraba Antonio. Al llegar al frontal del complejo Amalia pudo observar a varios agentes uniformados que la esperaban a la entrada. Dos de los coches que la escoltaban se habían quedado en la ciudad, con lo que a la cárcel tan solo llegaron el coche patrulla que la transportaba y otro vehículo de seguridad que les seguía de cerca.



Al entrar en el recinto de la cárcel Amalia pudo ver el coche de Antonio, con las puertas abiertas y a punto de ser subido a una grúa. Tres agentes lo estaban registrando y Amalia pudo ver cómo uno de ellos sacaba dos maletas del maletero. Era lunes y Antonio y ella habían regresado de pasar el fin de semana en una casa rural. Como en dos semanas también tenían pensado irse de vacaciones a la costa, Amalia había aprovechado para meter en las maletas más cosas de las que en realidad necesitaban, para ir adelantando ya trabajo de cara al siguiente viaje, aunque esos planes se habían visto truncados de golpe.



El policía que conducía el vehículo aparcó a la entrada del edificio principal. El otro policía fue el primero en bajar del vehículo, y aunque Amalia iba sentada tras el asiento del conductor, el agente le abrió la puerta opuesta. Eso forzó a Amalia a ir arrastrando el culo a lo largo de toda la bancada para poder desplazarse, lo que con las manos esposadas a la espalda le resultaba dificultoso. Para salir no recibió ayuda alguna, con lo que torpemente tuvo que sacar una pierna fuera e intentar impulsarse, lo que hizo que su vestido se abriera dejando sus bragas a la vista de nuevos policías. Tras el tercer intento en solitario, Amanda consiguió obtener el impulso necesario como para salir del vehículo. Era curioso ver como a pesar de no haber obtenido ayuda alguna para incorporarse, el agente que había abierto la puerta ahora sí que la cogió con fuerza por el brazo para hacerla avanzar hacia la entrada al edificio.



-Ese en nuestro coche - dijo Amalia a los policías presentes dirigiendo su mirada hacia el BMW de su marido, a punto de ser subido a una grúa - ¿a dónde se lo llevan?



-El coche ya no es vuestro, ahora es del Estado - sentenció uno de los policías. -Ha sido embargado y servirá para sufragar vuestra estancia en la cárcel. Mañana se subastará.



-Eso no es justo - protestó Amalia -, ni siquiera hemos sido juzgados aún.



-Muchas ganas tienes tú de juicio - rieron todos.



-Al menos déjennos coger nuestro equipaje - pidió ella.



-Ahí puede tener razón -afirmó uno de los guardianes, tras pensarlo unos instantes- en la cárcel no tenemos ropa para mujeres. ¿Cuál es tu maleta?



-La rosa -afirmó Amalia-.



-Pues cogedla y metedla dentro -indicó el agente-.



-La otra es de mi marido, también tiene cosas que él puede necesitar -explicó ella-.



-Que se joda el marido, tiradla a la basura -ratificó el agente-



Amalia pudo ver cómo mientras la dirigían al interior del edificio, uno de los policías cogía la maleta azul de Antonio y la lanzaba a un contenedor.



A Amalia la dirigieron al interior de la prisión a través de un gran portón de entrada. Al acceder al hall de entrada cerraron en portón tras ella y abrieron una puerta metálica a través de la cual la hicieron pasar. La llevaron hacia un despacho a través de varias salas y pasillos. En cada sala, antes de abrir la puerta por la que tendría que pasar, cerraban la anterior, con lo que la seguridad era máxima. En el despacho había sentado un hombre al que se dirigían como Capitán. Por fin uno de los agentes le soltó las esposas, y tras frotarse las muñecas, Amalia hizo amago de sentarse en una de las dos sillas libres que había frente a la mesa, pero el capitán no se lo permitió, diciéndole que nadie le había dado permiso. Entonces, cada uno de los policías que habían entrado con ella cogió una de las sillas y desplazándolas a cada lado de la sala se sentaron ellos. Amalia quedó de pie, en mitad de la sala, frente al capitán, y con un policía sentado a cada lado.



El capitán comenzó a interrogarla, y le pidió datos, como su nombre completo, su dirección, sus propiedades o su lista de familiares. Para ella era incómodo revelar tanta información que consideraba personal, más aún sola, sin el apoyo de su marido, y delante de tres hombres, portando un vestido que se le ceñía al cuerpo y sin sujetador.



El capitán iba apuntando cosas en una libreta, y continuó realizándole preguntas cada vez más incómodas.



-¿Eres virgen? -preguntó-.



-¿Eso qué tiene que ver? -protestó ella-.



Uno de los policías se levantó de su silla, le agarró del pelo y tirando fuerte hacia atrás le habló al oído:



-¿Prefieres que te arranquemos el vestido, te bajemos las bragas, y lo comprobemos nosotros mismos? -amenazó-. El capitán va a rellenar su informe quieras o no quieras.



-Suélteme, por favor -pidió ella, pero el policía tiró aún con más fuerza-.



Amalia se llevó las manos a su cabeza, intentando sujetar la base de la improvisada coleta por la que el agente la estaba zarandeando con fuerza. Los otros dos agentes esperaban con parsimonia, disfrutando del movimiento de los pechos de Amalia bajo el vestido mientras ella se agitaba.



-Contestaré, contestaré -acordó por fin, a lo que el agente le soltó el cabello-.



El capitán no volvió a hacer la pregunta, solo la miraba a la espera de una respuesta.



-¿Cómo voy a ser virgen, si estoy casada? -preguntó ella-.



El agente que se acababa de sentar se volvió a levantar, con lo que Amalia se sobrecogió temiendo un nuevo tirón de pelo, pero el capitán hizo un gesto indicándole que no interviniera, mientras él mismo se ponía de pie y rodeando el escritorio se puso frente a ella, lo que asustada la hizo retroceder ligeramente. La miró a los ojos tranquilamente, sin mediar palabra, pero de repente levantó su brazo y descargó sobre su cara un bofetón con todas sus fuerzas. Amalia impactada se llevó sus manos a la cara, pero cada uno de los agentes la cogió por un brazo, la volvieron a agarrar del pelo, y la hicieron permanecer de pie mirando al capitán. La cara le ardía, y sabía que aquel hombre le había dejado los dedos de la mano marcados en la cara.



-Las preguntas las hacemos nosotros, y ante cada pregunta, queremos una respuesta clara y directa -explicó el capitán-. Tampoco nos gustan las mentiras, con lo que te conviene que no te pillemos en alguna o te arrepentirás. Y muy importante, no nos gusta la soberbia, o sea que más te vale ir rebajando esa actitud chulesca y obedecer. Si no nos gustan tus respuestas, o si no nos gusta tu tono, la cura de humildad por la que te vamos a hacer pasar no te va a gustar. ¿He hablado con claridad?



Amalia, entre sollozos, afirmó con la cabeza.



-Quiero oírtelo decir -exigió el capitán-.



-Está claro -afirmó Amalia-



Otra cosa, de ahora en adelante, tanto a mí como a cualquier agente de la autoridad destinado a esta penitenciaría nos hablarás de usted y de señor. No sé si me explico -indicó-.



-Está claro, señor -afirmó ella, humillada-.



-Entonces... ¿en qué hemos quedado, si puedes explicarnos con más detalle? -preguntó el capitán, quién al contrario de lo que exigía para él y los suyos, a ella no tenía intención de hablarla de usted-.



-En que me dirigiré a ustedes con respeto, no cuestionaré las preguntas que me hagan, y las contestaré de forma clara y humilde diciendo siempre la verdad, señor -respondió cediendo a las pretensiones de sus captores-.



-Volvamos a la pregunta -retomó el capitán, mientras los tres hombres se volvían a sentar en sus asientos-, ¿eres virgen?



-No, señor -respondió Amalia humildemente-.



-Así me gusta, Amalia -indicó el capitán-, pero dado que te al principio te has mostrado reticente a colaborar, quizás te hagamos más preguntas de las que necesitamos, para asegurarnos de tu disposición. ¿Qué te parece?



-Por favor, yo solo quiero acabar cuanto antes con todo esto. Aclarar la situación y volver a casa con mi marido. Créanme, no he hecho nada para merecer estar aquí -explicó-.



-Volvamos a las preguntas -prosiguió en capitán haciendo caso omiso de los ruegos de Amalia- ¿a qué edad perdiste la virginidad?



-A los veinticuatro años, señor.



-¿Con cuántos hombres te has acostado?



-Solo con mi marido.



-¿Cuántas veces mantenéis tú y tu marido relaciones sexuales? Y recuerda lo que hemos dicho de mentir, lo que tú me cuentes quiero que coincida con pelos y señales con lo que nos pueda contar tu marido -advirtió el capitán-



-Normalmente una vez a la semana, señor -contestó ella, cabizbaja-.



-¿Cómo lo llamáis? ¿Follar, chingar?



-No lo llamamos de ninguna forma, solo lo hacemos -respondió-.



-Descríbete físicamente -ordenó el capitán-.



-Soy de cabello castaño, ojos verdes. Mido 1,65 y peso 63 kg.



-Dinos más cosas sobre tu cuerpo -exigió el capitán-.



Amalia no sabía qué más decir. Tampoco entendía qué más querían saber esos hombres, pues estaba allí frente a ellos, y podían ver perfectamente como era, sin necesidad de descripción alguna.



-¿Qué más quieren saber? -preguntó-.



-Descríbenos tu cuerpo. Ahora mismo llevas ropa encima, y vemos lo que vemos. Pero queremos saber lo que no vemos -explicó calmadamente el hombre-.



Para Amalia estaba claro que la intención de esos hombres era hacerla pasar un mal rato y humillarla. Tenía muchísimo miedo a que le hicieran quitarse la ropa, y por lo tanto quería evitarlo a cualquier costa. Pero el dilema que tenía era qué debía hacer para conservar su ropa puesta y si dignidad. ¿Hasta qué grado debía dar detalles de su cuerpo? Tenía claro que no podía mentir. Cualquier mentira que dijera, sabía que la tomarían como excusa para mayores humillaciones. Pero, aún sin mentir, temía que si apenas daba detalles, los policías la hicieran desnudarse para ver su cuerpo por ellos mismos. Por contra, si daba muchos detalles puede que los excitara y también la obligaran a desnudarse. Decidió ir probando y ver sobre la marcha.



-Mi cuerpo es proporcionado para mi estatura. Creo que estoy sana y no estoy ni gorda ni delgada. Mi piel es blanquecina -explicó-.



-Bien -indicó el capitán, con buen tono. Parecía que aquellos hombres estaban conformes con el ritmo de la explicación-. Dinos algo característico tuyo, alguna seña de identidad.



-Bueno, no tengo tatuajes ni nada por el estilo. Tampoco tengo ninguna cicatriz que pudiera destacar. Creo que tengo un cuerpo muy normal, en línea con el del resto de mujeres.



-Imagínate que tenemos que reconocerte solo por tu cuerpo. Describe algo que te haga diferente al resto -pidió el capitán-.



-Tengo una marca de nacimiento en la parte de atrás del muslo derecho -explicó Amalia-. También tengo algún lugar.



El capitán iba escribiendo en un cuaderno algunos detalles según ella iba hablando. En ciertos momentos parecía una entrevista seria en la que le pedían detalles que parecían importantes para apuntar por algún motivo, pero en otros momentos las preguntas parecía que solo eran para hacerla sentir molesta, lo que la desconcertaba.



-De los lunares que tienes, ¿cuál es el más pronunciado? -preguntó el capitán-.



-Creo que es uno que tengo bajo el pecho izquierdo -contestó Amalia ruborizándose por tener que decir la palabra pecho delante de esos hombres-.



-Descríbenos tus pechos -pidió el capitán. La entrevista volvía a la senda de la humillación-.



-Son una 36D -contestó-.



-No te he preguntado por la talla.



Amalia se estaba sofocando por el nerviosismo y se sentía muy avergonzada.



-Son bastante grandes, creo. Con forma muy redondeada. Durante los últimos años parece que por el peso están cediendo, pero solo muy ligeramente, con lo que aún están bastante firmes.



En la cara de los hombres allí presentes se dibujaba una sonrisa. Estaban disfrutando con la descripción.



-¿Cómo es tu culo?



-Tengo caderas grandes, sin llegar a estar gorda. Los glúteos creo que los tengo en forma. No tengo un culo respingón, ni tampoco caído, pero tampoco soy recta de caderas -explicaba Amalia, con los brazos caídos y sin apenas hacer ademanes. En algunos momentos había hecho amago de hacer algún gesto para describir la forma de sus pechos o su trasero, pero se esforzaba por describirse utilizando solo palabras. La humillación que sentía era muy grande. Describirse de esa manera... No sabía si habría sido mejor levantarse el vestido, mostrarle su cuerpo a estos hombres y terminar cuanto antes.



-Cuando nos has hablado de tus pechos, hemos olvidado reparar en algo -indicó el capitán-.



Amalia quedó a la expectativa, esperando para saber a qué se refería.



-¿Cómo son tus pezones? -preguntó el hombre, queriéndole sonsacar detalles cada vez más íntimos-.



-Rositas -musitó ella-. Las areolas son de este tamaño, indicó haciendo esta vez un círculo con el índice y el pulgar, mostrando un diámetro de unos tres centímetros-. Y los pezones son gorditos.



-De acuerdo. Pasemos a tus piernas -pidió el capitán-.



-Son bastante largas, blancas también, como el resto del cuerpo.



-¿Te has operado de algo? -quiso saber el capitán.



-No señor -respondió Amalia, volviendo a llamarle señor para agrado del capitán-.



-Vamos a hablar de tu coño. ¿Tú cómo lo llamas? -le preguntó el capitán.



-Cosita -contestó ella con voz baja, mirando al suelo y muy ruborizada-.



Los tres policías estallaron en una carcajada.



-¿Cosita? -rio el capitán-. Como comprenderás yo soy un hombre, no lo voy a llamar cosita. Si acaso coñito. Prosigue, Amalia, háblanos de tu coñito.



Los tres hombres no perdían detalle de las explicaciones de Amalia y ella ya no podía soportar más la vergüenza. Jamás pensó tener que explicar a nadie con palabras cómo era su vulva.



-Es grande -dijo ella arrepintiéndose casi al instante-.



Los tres hombres volvieron a reír a carcajadas y empezaron a hacer bromas sobre si se la habían follado mucho y se lo habían dado de sí.



-No, perdonad, me explicaré mejor -intentó aclarar ella-.



-¿Perdonad has dicho? -preguntó uno de los dos hombres a su lado, el que antes le había tirado del pelo-.



-Quiero decir perdonen, señores -se disculpó ella-.



-Eso está mejor -intervino el otro policía a su otro lado-.



-Prosigue, por favor -le pidió el capitán, contrariado de que sus subordinados hubieran interrumpido las explicaciones de Amalia-, nos estabas intentando decir por qué tu coño no es ni un coñito ni un coñete, sino un coñazo.



-A ver... -dijo Amalia, mientras cogía aliento- no me refiero a que sea muy grande porque sea profundo, o porque la abertura sea muy grande. Lo que pasa es que mis labios mayores no cubren por completo a mis labios menores, con lo que se pueden notar externamente.



Aunque a Amalia no le llegaba el aire, temblaba y se entrecortaba, al capitán le estaba gustando mucho la descripción.



-¿Quieres decir que tus labios vaginales te van rozando con las bragas cuando andas? -preguntó-.



-En cierto modo si -respondió Amalia, muy ruborizada-.



-¿Y qué se siente? -quiso saber el capitán-.



-Es algo incómodo -titubeó Amalia como respuesta-. Hace como un cosquilleo, aunque es algo a lo que una termina acostumbrándose.



En realidad a Amalia no le gustaba su vagina y se avergonzaba incluso delante de otras mujeres, por lo que no solía desnudarse delante de nadie ni siquiera en el gimnasio. Envidiaba a otras chicas que tan solo tenían una discreta rajita, con unos labios mayores cerrados que les cubrían lo más íntimo. En su caso, por contra, consideraba que todo su cuerpo era demasiado escandaloso. Desde sus grandes pechos hasta los prominentes labios de su vagina. Es por ello que siempre trataba de vestir de tal forma que se disimulara bastante su voluptuosidad.



-¿Te lo depilas? -preguntó el capitán sacándola de sus pensamientos-.



-No señor -dijo ella. Pero pensando en decir toda la verdad, y en que si mentía en algo o consideraban que había mentido en algo podría tener problemas, prosiguió-: En realidad solo lo recorto algo. Lo justo para que cuando voy a la playa o a la piscina no se vea vello púbico por fuera del traje de baño.



-¿Y quién te lo recorta? -preguntó-.



-Yo misma -respondió ella-.



-¿A tu marido cómo le gusta?



-Le gusta como me lo dejo, con algo de vello -le explicó-.



-¿Qué es lo que más le gusta de tu cuerpo?



-Mis pechos le excitan mucho -confesó-.



-¿Y qué es lo que menos le gusta de tu cuerpo? -quiso saber-.



Amalia dudó por un momento, mientras pensaba, pero contestó con sinceridad:



-Creo que le gusta todo mi cuerpo en su conjunto. Nunca me ha transmitido queja alguna.



-Está bien -dijo el capitán mientras escribía algo-. Ahora habla por ti y dime qué es lo que menos te gusta de tu cuerpo.



Todo aquello era muy humillante. Sí que había algo que no le gustaba, y ya por ello se sentía incómoda con ella misma, pero al tener además que contárselo a estos tres hombres, sentía como perdía toda su dignidad.



-Me está saliendo algo de celulitis -confesó-.



Los ojos de los tres hombres inevitablemente se estaban constantemente yendo a cada una de las partes del cuerpo que Amalia se estaba describiendo.



-Ahora quiero que me expliques con todo lujo de detalles como fue tu último polvo, Amalia -le exigió el capitán-.



-Fue este pasado sábado. Mi marido y yo habíamos ido a una casa rural a pasar el fin de semana, y tras volver de cenar Antonio sacó una botella de ginebra que había comprado en el pueblo, y con las tónicas y el hielo que había en la nevera preparó unos combinados. En la tele daban un programa musical y estuvimos como dos horas bebiendo alcohol mientras veíamos las actuaciones. Al cabo de un rato, y cuando el alcohol ya nos hacía su efecto, nos abrazamos e hicimos el amor.



-Todo eso es muy bonito -replicó-, pero no es así como queremos que lo cuentes.



-No sé cómo contarlo, señor.



-Para empezar, descríbenos cómo ibas vestida -pidió el oficial-.



-Llevaba un pantalón corto, una camiseta, y zapatillas de deporte, pero tras la caminata me duché y me puse el pijama.



-¿Te duchaste con la puerta abierta?



-Cerré la puerta, pero no pasé el pestillo.



-¿Y por qué cerraste la puerta, Amalia?



-Siempre lo hago así, señor.



-¿Te da vergüenza que tu marido te observe duchándote?



-Nunca me observa cuando me ducho -respondió Amalia-.



-¿Y eso a qué se debe?



-Me incomoda mucho la idea de estar desnuda delante de alguien, aunque sea mi marido, y él lo sabe. Cuando llegamos a casa siempre bajo las persianas para cambiarme de ropa, y cuando voy al baño siempre cierro la puerta. Antonio lo sabe, y lo respeta, nunca he tenido que hablar de ello con él.



-Hombre... que cierres las persianas para que no te vean los vecinos lo podemos entender, pero... ¿delante de tu marido? -inquirió el capitán-, ¿cómo folláis entonces?



-Él suele ser el que lleva la iniciativa. Cuando tiene ganas se acerca a mi, y yo apago la luz antes de continuar.



-Hablando de continuar -aprovechó el capitán-, ¿cómo seguía vuestra velada romántica del fin de semana?



-Yo salí de la ducha con mi pijama puesto.



-¿Qué llevabas debajo?



-Unas bragas, señor. Sin sujetador.



-O sea, como ahora.



-Si, señor, como ahora -tuvo que reconocer ella-. Pero en lugar de zapatos y un vestido, iba descalza y con un pijama formado por una camiseta y un pantalón corto.



Amalia hizo una pausa, pero ante el silencio de los presentes, cogió aire y continuó con su relato:



-Antonio y yo seguimos bebiendo hasta que él se sintió excitado y quiso acostarse conmigo. Me refiero a follar -corrigió cuando vio que la iban a volver a interrumpir. Tras ver que el capitán estaba conforme con cómo se encarrilaba el relato, Amalia prosiguió-. Empezó a tocarme las piernas y los pechos por encima del pijama, que es lo que suele hacer, y yo le cogí por la mano y lo dirigí al dormitorio. Allí apagué la luz, me quité toda la ropa que llevaba puesta, y a él le quité los zapatos, los pantalones y los calzoncillos. Entonces saqué un preservativo de la maleta y se lo di.



-¿De qué maleta? -preguntó uno de los dos policías a su costado- ¿de la tuya o de la del gilipollas?



-De la mía, señor -respondió Amalia, que aunque ofendida por el insulto gratuito a su marido no protestó-.



Los tres hombres se miraron con complicidad e hicieron muecas disimuladas de aprobación, que Amalia captó e hizo que se estremeciera pensando en lo que le depararía el futuro cercano.



-¿Y cómo follásteis? -preguntó el capitán-.



-Me coloqué sobre él y busqué su pene con mi vagina.



-¿Así de rápido, sin chupársela ni nada?



-Sí, señor -contestó Amalia-



-¿Nunca se la chupas? -le preguntaron-



-No, señor -contestó ella, pero pensando que podrían preguntarle también a Antonio y encontrar alguna incongruencia entre los relatos de ambos, decidió dar más detalles para no ofrecerles excusa alguna-. A mi no me gusta -confesó-. Le he intentado chupar su pene solo un par de veces, pero me resultó muy desagradable.



-¿Por qué lo hiciste? -le preguntaron-.



-Antonio me lo pidió, pero como vio que no me resultaba agradable no lo volvió a pedir -les explicó-.



Amalia observó como el capitán volvía a tomar notas en su cuaderno, quién pendiente del relato hacía tiempo que no escribía nada.



-¿Por qué usáis condón?



-Durante una época tomaba la píldora, pero creemos que el condón es un método más seguro -respondió ella-.



-¿De qué tienes miedo? -le preguntaron-.



-Antonio y yo hemos decidido no tener hijos por el momento -les explicó ella-.



-Hablemos del agujero de tu culo -le espetó el capitán groseramente-, ¿cuántas veces te lo han perforado?



-Ninguna, señor, eso no lo hemos probado nunca.



-¿Y a qué se debe que tu maridito te haya privado de tal placer?



-Sabe que tampoco me gusta.



-Vaya, no le gusta nada -protestó uno de los dos policías de menor rango, el que menos hablaba-.



-¿Y cómo sabe que no te gusta si no lo habéis probado? -preguntó el capitán-.



-Porque me duele -indicó Amalia-. Quiero decir, hasta el sexo vaginal me duele en determinadas posturas. Es por eso que me coloco yo encima de él, para controlar la penetración y los movimientos, y no pasar tanto dolor.



-Interesante -declaró el capitán, quién durante los siguientes minutos estuvo escribiendo varios párrafos en su cuadernillo-.



El silencio incomodaba a Amalia casi tanto como tener que dar las explicaciones a las que había sido obligada. No sabía si estaba haciendo bien. Parecía que al obedecer y responder humildemente estaba agradando a sus captores, y de momento conservaba su ropa encima, que era su principal objetivo. Pensó que si en algún momento le exigían quitarse la ropa se negaría en banda, y pensaba que existía la posibilidad de que la desnudaran a la fuerza. Estaba claro que respondiendo a sus preguntas estaba excitando sexualmente a esos hombres, y si por ellos fueran querrían más. Pero también sabía que había leyes que tendrían que cumplir, aunque en ese momento ellos fueran los que ostentaban el poder frente a ella. Por eso no quería hacer ni decir nada que ellos pudieran utilizar mínimamente como excusa para castigarla de alguna otra manera.



-Bien, Amalia, hemos terminado por ahora. Por favor, dirigidla a la habitación contigua para proseguir con su registro -les pidió a sus hombres-.



De nuevo la sujetaron por su brazo y abrieron una puerta que la dirigiría a la siguiente habitación. Amalia avanzó pensando que si bien había conservado su vestido, la habían hecho sentir tan expuesta y humillada como si no hubiera llevado ropa alguna. Sin duda ese interrogatorio habría marcado su vida para siempre. Dudaba que pudiera volver a recuperar su dignidad y amor propio algún día, por mucho tiempo que pasara.


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