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Categoría: Incestos

La muerte del ángel

Leyenda popular gauchesca
Desde chiquita nomás, Dulcina era diferente. No porque fuera especialmente agraciada o distinta a sus hermanas. Sólo que, a pesar de ser inteligente y dicharachera, tenía ese dejo de ingenuidad sorprendida de los insuficientes mentales que la hacía fácil blanco de bromas que, no por repetidas, la hacían desconfiar de la gente, soportando todo con aparente cándida alegría.
Todas las hermanas eran chicas normales, pero las dos mayores tenían ese porte orgulloso de los padres y eran incapaces de tratar a otra persona como un igual, salvo que esta fuera rica y distinguida.
Apenas podía, Dulcina escapaba a la mirada severamente vigilante de su madre y se arrimaba a la ranchada donde vivía la peonada, una especie de aldea en miniatura, encontrando en esa gente sencilla y sin dobleces mayor compañerismo y comprensión que junto a su propia familia.
A medida que iba creciendo, los conflictos con su madre aumentaban en razón de esa actitud campechana e ingenua, pero ella ya había consolidado su amistad con algunas familias y pasaba con ellas más tiempo que con la suya. Finalmente, su madre aceptó negociar a regañadientes y le permitió esas relaciones a cambio de su estudio en el colegio del pueblo.
Cuando llegó a la edad en que se convertiría en señorita, fueron aquellas mujeres simples pero bárbaras e impúdicas, quienes la instruyeron con su semisalvaje cultura en todos los cambios que en ella se producirían y, zafiamente, en los rudimentos del sexo y, con los cambios hormonales, también se produjeron aquellos que la distinguirían de toda la familia.
Sin ser feas, su madre y sus hermanas eran mujeres comunes, de esas que se encuentran a cada vuelta de la esquina y debían recurrir al auxilio de maquillaje para lucir atractivas. Dulcina en cambio, iba cobrando el aspecto de una princesa de cuento; su rostro había adquirido una finura de rasgos que, definitivamente, no eran familiares, especialmente la mórbida textura de sus labios y la transparencia de sus inmensos ojos verdes. El cabello, desde siempre rubio dorado, se había transformado en una cascada ondulada que pendía hasta su cintura.
Pero el cambio más destacado había sido el de su cuerpo. De una estatura extraordinaria para la familia, alcanzaba fácilmente el metro setenta y cinco, pero lo que la hacia realmente admirable y admirada, eran sus formas. Aquellas redondeces que a los trece años abultaran como papas algunas regiones del cuerpo, habían devenido en formidables pechos, un trasero alucinante y unas piernas largas y torneadas que ella exhibía con desenfado, dejando patitiesos a los hombres.
Dulcina era consciente de eso y se vestía como para destacar esos dones, jugando pícaramente con la sexualidad de esa manera que termina por convertirse en fijación en muchos jóvenes con deficiencias mentales. A pesar de sus todavía incumplidos quince años, su madre le daba permiso para concurrir a los bailes que se hacían en el caserío y allí, entre valses y rancheras, las faldas al viento de la jovencita soliviantaban a los hombres que, sin límite de edad, tenían para ella otros propósitos más que el de sólo bailar.
La rubia hija del hacendado era bobaliconamente ingenua pero no estúpida, barruntando las fantasías que se acumulaban en las cabezas de los hombres y casi como una travesura, dejaba que aquellos alcanzaran a vislumbrar partes de su generosa anatomía pero, escoltada por sus cerriles chaperonas, se las arreglaba para no incitar a ninguno en particular y hasta había desairado a dos o tres galanes que pretendieron enredarla.
A pesar de su belleza incomparable y, tal vez porque no representaba un peligro para las otras mujeres por su inocencia casi pueril y sus costumbres francas y llanas, se había convertido en el alma de la estancia y la única a la que su padre no tenía dominada con su despotismo. En realidad, su padre no la molestaba porque sencillamente la ignoraba desde hacía muchos años. Ocupado en los asuntos de la estancia, una de las más grandes de la provincia, tenía sojuzgadas tiránicamente a su mujer y sus dos hijas mayores y, cuando no estaba en las casas, dormía en alguno de los distintos puestos de la propiedad donde se tumbaba a cuanta mujer se le pusiera por delante, chinita o inmigrante, soltera o casada.
Hasta que una tarde en que estaba leyendo al frescor de la galería, para su bien o para su mal, alcanzó a ver la figura furtiva de uno de los peones cuya mirada descaradamente libidinosa tenía como destinataria nada menos que a Dulcina, quien andaba recorriendo los senderos del jardín.
Como un mazazo, cruel y despiadado, cobró conciencia de la belleza de su hija. Por primera vez y como hombre, se extasió en la contemplación del hermoso rostro y, casi sin proponérselo, se encontró dejando caer su mirada catadoramente lúbrica sobre las formas de magnífica opulencia de su hija, dándose cuenta de que ese hecho no disminuía su deseo.
Al otro día emprendió un viaje de cinco días que lo llevaría a realizar importantes mejoras en las instalaciones. Durante todo el día, en tanto que trataba de distraerse con la evaluación de planos o presupuestos, la imagen de Dulcina estallaba en su cabeza como repentinos flashes y lo obnubilaba. Esa noche, mustio y pensativo, abrazado a una botella de licor, hizo caso omiso a las insinuaciones de la hija del puestero y la sacó poco menos que a patadas cuando aquella pretendió colarse en su cama.
Los cinco días fueron un martirio para el hombre, que no podía apartar de su mente la imagen de imponente belleza de su hija ni un solo momento. Como a causa de su retraso mental nunca le había prestado atención y no sabiendo nada de ella, no sólo se la imaginaba en distintos estados de desnudez sino teniendo relaciones con distintos hombres jóvenes de la peonada y preguntándose, dada su ingenua independencia, hasta donde habrían llegado aquellos. A tal grado se alucinaba con su hija, que la última noche que pasó en un puesto, buscó, montó y fatigo hasta el cansancio a la rubia polaquita que inocentemente le arrimara unos mates después de la cena, imaginando que era Dulcina la destinataria de semejante fogosidad.
Durante la primera cena en la estancia y mientras comía, se regodeó contemplando a sus anchas las formas largamente imaginadas de Dulcina. Los pechos de la jovencita no se correspondían con la edad y eran grandes, sólidos, en apariencia pesados, aunque podía observar que se mantenían erguidos, con un temblor gelatinoso y oscilante en la parte superior que lo desasosegaba. Repentinamente locuaz, la incorporó a su relato acerca de los proyectos y mejoras que estaba realizando aunque, extrañamente, ignoró deliberadamente a las demás y concentró su conversación en la niña que, desacostumbrada a esa atención de su padre, contestaba con monosílabos, pero mostrándose atenta y agradecida por la deferencia que le hacía.
Al otro día muy temprano, se las arregló para coincidir en el desayuno, invitando a Dulcina para que le ayudara a varear a un nuevo caballo de salto que había comprado. Toda la mañana estuvieron juntos y la niña realmente disfrutó de esa inusual atención de su padre el que, en realidad, aprovechaba cada instante para grabar a fuego en su mente cada una de las redondeces u oquedades de su hija, atesorándola en su mente afiebrada y por la noche, mientras poseía agresivamente a su agradecida mujer, imaginaba que era Dulcina.
Era verano y los días largos, pesados, propiciaban el descanso y la conversación a la sombra. Julián se las compuso para estar siempre donde su hija, atiborrándose con imágenes de ella que, en su inocencia y vestida con frescos y livianos vestidos veraniegos, no tenía el menor recato ante su padre y dejaba ver con soltura grandes partes de su anatomía mientras se despatarraba bajo la frescura de los árboles.
Por la tarde, Julián se sentaba en una reposera junto a la pileta de natación y mientras tomaba sol, solazaba sus ojos con el cuerpo de Dulcina que usaba una bikini de proporciones francamente inexistentes. A los diez días de esa dulce tortura y con su magín bullendo de imágenes perturbadoras, en una noche particularmente cálida y cuando ya su mujer se había acostado, invitó a su hija a acompañarlo en un chapuzón refrescante.
Contenta como la niña que era y alegre por esa sorpresiva atención que su padre le prestaba en los últimos días, la niña se cambió y, cuando bajo, Julián ya estaba en la pileta. El agua estaba espléndida y durante un rato nadaron a lo largo, hasta que la niña decidió jugar y saltó sobre su padre. El calor de su cuerpo pareció encender el entusiasmo del hombre que aceptó el reto y ambos se trenzaron en una desigual lucha que fue ganando en intensidad y en la cual la vencida fue, naturalmente, Dulcina. Alegremente exhaustos, se desplomaron en las reposeras, con la satisfacción de Julián por haber manoseado a su hija en todo lugar que se propuso, aun los más íntimos, sin que esta ni intentara protestar, lo que alentó sus expectativas.
Envalentonado con la experiencia y convencido de que conseguiría llevar a su hija a la cama, a la noche siguiente hizo la misma propuesta y obtuvo la misma entusiasta respuesta, solo que esta vez y luego de él le quitara el corpiño como una travesura, su hija se mostró reticente a algunos juegos y esquivó sus manos con la gracilidad de un delfín. Enardecido por ese juego, Julián decidió ir más lejos y cuando acompañaba a la muchacha a su habitación, le quitó el sostén de un zarpazo y luego de aplastarla con su peso contra la pared, manoseó brutalmente sus pechos.
Repentinamente, Dulcina tuvo la revelación del por qué de su cambio de actitud y, poniendo todas sus fuerzas, trató silenciosamente de liberarse del abrazo, pero sus manos seguían estrujando concienzudamente las nalgas y pechos. El sordo ruido de la lucha y de sus pataleos frenéticos había despertado al resto de la familia que, escandalizada, contemplaba desde las puertas de sus habitaciones la desnudez de ambos y la brega con su padre. Totalmente fuera de sí, este la insultó groseramente, llamándola calienta braguetas, prostituta rural, fácil y barata. Encarando a la familia de manera despótica, les informó que esa putita campesina sería suya a cualquier precio y que, si alguna hacía algo para impedirlo, él personalmente se encargaría de expulsarla de la propiedad y de su vida. Tomando a la temblorosa Dulcina de la mano le dijo que permanecería encerrada en su cuarto hasta que accediera a ser suya, tras lo cual la empujó dentro y cerrando la puerta con llave, la guardó en el bolsillo.
Todavía temblorosa por el temor a la actitud demente y despótica de su padre y sintiendo en las carnes el fuego de sus manazas, Dulcina se refugió en la cama, casi agradecida que él la hubiese encerrado. Reviviendo los últimos días, comprendió muchos de los gestos y actitudes que su padre había desarrollado durante esa irracional seducción, precisamente con ella que aun no había conocido a hombre alguno y que en las lides amorosas era totalmente virgen. No por eso era ignorante, ya que algunas de las mujeres mayores de la ranchería le habían explicado con detallista crudeza, regodeándose con la cándida sorpresa de la muchacha, todo lo atinente al sexo, las formas de hacerlo y también las consecuencias que un sexo sin amor ni control podrían acarrearle.
Gracias a esa “educación”, evitaba sistemáticamente todo contacto con los hombres, más allá del ocasional roce de los bailes, ya que su cuerpo respondía en forma inequívoca a ciertos toques y no creía tener la seguridad ni la continencia necesarias si se presentaba alguna situación comprometida. Por supuesto, su cuerpo en agraz se le manifestaba diariamente poniendo en ciertos sitios las urgencias del reclamo instintivo pero, como la mayoría de los insuficientes mentales, había desarrollado una concupiscencia exacerbada y había aprendido a sofocarlos por la masturbación instintiva a que la exploración natural del cuerpo la había llevado.
Aun sentía en su piel el extraño contacto con las manos de su padre y no sólo estaba escandalizada por el ataque aleve sino porque sus carnes habían respondido complacidas al brutal manoseo y, si no se hubiese tratado de él, sospechaba que su respuesta hubiera sido positiva. Lo que la espantaba y le parecía monstruoso, era que fuera su padre biológico el que la conmoviera sexualmente y que ni su madre ni sus hermanas hubiesen intervenido en su defensa.
Con esa baraúnda de ideas y sensaciones acosándola, fue cayendo en el sueño y por la mañana, con esa inconsciencia que da la juventud, se levanto, lavó y vistió como si nada hubiera pasado, pero al tratar de salir y encontrar la puerta cerrada con llave, comprendió que la amenaza de Julián no había sido una baladronada.
Infantilmente angustiada, comenzó a golpear la puerta con los puños y después de largo rato, escuchó la voz severamente seca de su madre pidiéndole que dejara de hacer tanto barullo y que en media hora le traería el desayuno. Todavía colérica, esperó impaciente que su madre abriera la puerta para increparla duramente y recriminarle su pasividad de la noche anterior, pero cuando aquella entró en el cuarto, se retractó de su intención al ver la cara de pocos amigos que tenía.
Recurriendo a su dulzura habitual y tratando de influenciarla sin provocar su ira, le dijo francamente que la intención de su padre era depravada, inmoral y anti natural y que era ella, su madre y esposa de él, quien debería interceder para convencerlo de la monstruosa locura que pretendía.
Sin alterarse en lo más mínimo, la mujer siguió con su actitud distante y le preguntó irónicamente si entre todas las suciedades, sus “amiguitas” de la ranchería no le había contado el origen dudoso de algunos de sus hijos, resultado de puercas relaciones, voluntarias e involuntarias, con padres, hermanos o tíos. Por otra parte, Dulcina sabía que Julián era el amo y señor de todo lo que se moviera en la estancia y que, como tal, era su obligación y la de sus hijas obedecerle ciegamente sin importar que se tratara, aunque en lo personal, esa preferencia descarada de su marido la disgustara y denigrara. Para su bien, le recordó la soledad de la casa en esa inmensidad y que no desperdiciara fuerzas en gritar o golpear pidiendo una ayuda que no obtendría, tras lo cual se retiró, volviendo a encerrarla con llave.
Atónita por la actitud servil e indiferente de su madre y sus hermanas, no sólo por el parentesco, que ya era bastante, sino por el sólo hecho de ver a otra mujer sometida a tan oprobiosa situación, la jovencita consumió a duras penas el desayuno y pasó toda la mañana en la cama, tratando de comprender la razón de lo que ocurría y por qué precisamente a ella.
Al mediodía se abrió la puerta dando paso a su padre quien rudamente, sin protocolos y en un lenguaje groseramente crudo, volvió a imponerla de su pretensión, enfureciéndose cuando la muchacha no sólo se negó sino que trató de convencerlo de la enormidad del acto al que pensaba someterla. Totalmente ciego de furia y casi agrediéndola físicamente, tras romper varios objetos de la habitación, le informó que su negativa tendría el castigo proporcional que se merecía y hasta que ella no accediera a entregarle voluntariamente su cuerpo, carecería totalmente de alimentos. El dormitorio poseía baño privado, por lo que dispondría de toda el agua que necesitara y no tendría que salir del cuarto para bañarse o hacer sus necesidades, dicho lo cual salió y esta vez el sonido de la cerradura tuvo un tono amenazador para Dulcina.
Mientras los efectos del primer día de ayuno se manifestaban en dolorosos retorcijones en su estómago, se reprochó la provocativa y descarada exhibición de su cuerpo con una inocencia que ella enfatizaba pero que era en realidad la soberbia de saberse la muchacha más bonita de la zona. Entre duchazos fríos que la hicieron reaccionar y abundantes tragos de agua para engañar al estómago pasó el largo primer día, sin que su madre ni sus hermanas aportaran su presencia, a pesar de los insistentes reclamos que les hacía a través de la puerta y que, estaba segura, no podían dejar de oír. En algún momento de la tarde y, cuando ella dormitaba aplastada por el calor que el encierro parecía incrementar, escuchó como su padre tapiaba con madera la ventana del cuarto, con lo cual quedó en la más absoluta oscuridad y, salvo por el resplandor que se filtraba por el alto tragaluz del baño, privada de la única conexión con el mundo exterior. El calor iba acumulándose en la habitación sin ventilación y lentamente, la fue invadiendo un sopor del que le costaba trabajo salir.
Llegó la noche y con ella el alivio de un poco de aire fresco que entraba desde el baño. En su mente aturdida, habían comenzado a manifestarse las confusas fantasías de ella y su padre en situaciones de asquerosa obscenidad que, aunque se resistía a imaginarlas, iban inundando su cabeza como un delirio inconsciente en las largas horas de penumbra y su cuerpo fue haciéndose sensible al más simple toque de sus manos, hasta que en una especie de éxtasis desenfrenado, se masturbó profundamente y el orgasmo la hizo caer en un pesado sueño del que recién saldría muy tarde en la mañana.
Trabajosamente despertó sin tener fuerzas ni para intentar levantarse, pero el urgente reclamo fisiológico la obligo a ir al baño. Cuando se miró al espejo, no podía dar crédito a lo que veía; esos dos días sin comer la habían dejado en un estado calamitoso, demacrada, con grandes ojeras y una flaccidez en las carnes que le impedía hacer todo tipo de esfuerzo. Dejando que el agua de la ducha corriera por su cuerpo durante media hora, recuperó un algo de sus fuerzas y peinando la enmarañada melena, vistió un cómodo, fresco y liviano camisón de algodón, lo que la hizo sentirse mejor.
Cuando regresó al cuarto sumó nuevas circunstancias desfavorables, la primera, era que sin saber cómo ni por qué, estaba perdiendo la voz y sólo débiles graznidos escapaban entre sus labios resecos y la segunda, fue su desorientación total porque, aunque sabía que era de día, no atinaba a sospechar la hora. Sumergida entre las sábanas y arrullándose a sí misma con viejas canciones infantiles, entró en una nebulosa dentro de la cual fue olvidando sus urgencias estomacales, suplantándolas con una inconsciencia brumosa que el intenso calor magnificaba.
Y comenzó a soñar. A soñar con cosas que creía definitivamente olvidadas de la infancia y de la actualidad, pero también con cosas que jamás había realizado y que ahora, quizá convocadas por la traumática circunstancia o tal vez su subconsciente le dictaba, graficaban crudamente aquellas cosas que sus amigas le habían advertido no hacer, entremezcladas con escenas de bailes en los que algunos hombres se habían mostrado un poco más explícitos con las manos y que despertaran inquietantes cosquillas en su vientre.
Hundiéndose en la semi inconsciencia de ese vórtice alienante, encontraba que su cuerpo aparecía lascivamente desnudo, poseído alternativamente por distintos hombres sin rostro que la sometían a las más aberrantes perversiones con las que ella se solazaba gozosamente del placer que le proporcionaban y cuando alcanzaba sus múltiples y profusos orgasmos, las imprecaciones que escapaban de su garganta formaban un repertorio de impresionante grosería, especialmente para quien se sabe ignorante de conocerlas, por lo menos conscientemente.
Entremezclándose con estas imágenes, vitrales, cálices, santos, vírgenes, la semi oscuridad de las iglesias permitía que angelotes pervertidos se descolgaran desde las altas cúpulas para dejarse caer sobre ella, manoseándola con lujuria pero, incapaces de penetrarla, se masturbaban con las dos manos aferrando sus rojas y puntiagudas vergas de perro y cuando eyaculaban riendo histéricamente, regaban con el fragante semen celeste su sexo, senos y boca.
Providencialmente y como viniendo en su auxilio para rescatarla, era la mano del párroco la que la conducía hacia las caballerizas y allí, con su cháchara monocorde la incitaba a mirar como el gran padrillo, agitando su enorme verga enhiesta, penetraba a una yegua que, alzada, levantaba su cola y relinchando de satisfacción, aceptaba sumisa la penetración del macho que mordía su cuello, muy cerca de la cruz.
Mientras Dulcina observaba absorta la escena que había visto docenas de veces desde su niñez pero que aun la fascinaba y turbaba, las manos del sacerdote se perdían bajo sus faldas y se hundían en la hendedura de las nalgas, estimulando al sexo a través de la húmeda tela de la bombacha. Eso incrementaba de tal manera su excitación que, cuando aquel acercaba su mano a la recia carnadura del pene, lo acariciaba distraídamente hasta que su dureza la llevaba a masturbarlo apretadamente mientras el semental, en medio de un ronco bramido eyaculaba dentro de la yegua y luego retiraba la verga humeante de acres vapores, derramando un chorro impresionante de esperma sobre el heno.
El religioso aprovechaba la hipnótica fascinación de Dulcina y haciéndola arrodillar, apoyaba el miembro contra sus labios, ordenándole que lo lamiera y chupara, cosa que, para su asombro, hacía con diligencia y demostrando una sabiduría tal que muy pronto el sacerdote se encontraba aferrado a la media puerta del box, eyaculando en su garganta en medio de una extraña mezcla de bendiciones e imprecaciones groseras. Acariciando al falo con avariciosa gula, Dulcina saboreaba con verdadera y extasiada fruición, deglutiendo lentamente la melosa crema que brotaba del pene mientras lamía angustiosamente los goterones que escurrían sobre sus dedos y el calor de la misma en su estómago, sumándose a la repentina marea que manaba de su sexo arrastrando los volcánicos fluidos de las entrañas, la hundían en una caliginosa bruma.
Bruma de la que surgió al despertar y descubrir que estaba bañada en sudor, con la suave tela del camisón adherida a su piel y que, en medio de agónicos gemidos, había mojado la funda de la almohada con la espesa saliva que aun manaba por la comisura de su boca. Al mismo tiempo descubrió que de su sexo rezumaban olorosas mucosas que, en medio de espasmos y contracciones del útero, aun expulsaba a través de la vagina y escurrían por el muslo con la abundancia de una menstruación.
Agotada por estas pesadillas e incapaz ya de discernir entre la realidad y la fantasía, la jovencita fue hundiéndose en el infernal tiovivo de los sueños y esa misma extenuación volvía a sumirla en la inconsciencia. En sus escasos momentos de lucidez plena, se preguntaba si todo aquello era producto de su imaginación o si era su subconsciente el que la llevaba a ejecutar esos juegos oníricos a los que, tal vez, secretamente anhelaba. La intrigaba la profundidad de esos largos, profusos y satisfactorios orgasmos que por su intensidad la hacían reaccionar, dudando si eran producto de las fantasmagóricas imágenes que habitaban su mente o si en cambio, obedecían a la acción instintiva e involuntaria de sus propias manos.
Transcurrieron cinco días sin que tuviera conciencia de ello, ya que tras el prolongado ayuno, el estómago había dejado de demandarle alimentos y sólo tenía el instinto de satisfacer su sed y evacuar orines. Eso, sumado a la pérdida de consciencia, la penumbra y las alucinantemente vívidas imágenes de las pesadillas, hicieron que cuando su padre volviera al cuarto, ignorara su presencia y no le prestara atención alguna
Acostumbrado a la rudeza de la tierra, el hombre no se impresionó por el aspecto sucio y desaliñado que presentaba quien fuera el tesoro del paisanaje. Indiferente y con el expeditivo uso de una jarra de agua fría, la hizo reaccionar lo suficiente como para volver a recriminarle su conducta infantil y en una demostración de que era sólo su paciencia lo que le impedía someterla ahí mismo, insistió en obtener su consentimiento explícito y total. Luego de esas fantásticas pesadillas, Dulcina pensaba seriamente en rever su actitud, y ella misma sentía curiosidad por saber que tan maravilloso era aquello que su padre consideraba un privilegio recibir, pero era precisamente eso, el hecho de que fuera su padre lo que refrenaba cualquier impulso sexual que la acercara a él para dar fin a esa locura.
Con la misma fortaleza de carácter y terquedad que su padre, sintió crecer nuevamente dentro de ella la rebeldía y el asco y así se lo hizo saber a Julián. Fuera de control por la exasperante actitud de esa criatura que se enfrentaba al hombre que había domeñado y montado a cuanta hembra se le ocurriera, sin distingos de edad, condición social o estado civil, juntó toda la ropa que había en el cuarto, incluidas las sábanas con que las envolvió y, arrancándole de un zarpazo el mínimo camisón, le dijo que lo poco que le restaba de vida lo pasaría como se merecía, en pelotas como una salvaje.
Protegiendo su cuerpo, abrazando sus rodillas en posición fetal y hamacándose con autista insistencia, Dulcina ni protestó ante esa nueva crueldad de su padre. Cuando volvió a quedar a solas, se dejó caer sobre el colchón en la misma posición y arrullándose a sí misma, se obligó a descender a aquel mundo alucinante de imágenes, sabores, olores y sensaciones que la aislaba de la realidad, consolándola.
Obsesionada, deambuló las próximas veinticuatro horas por esas regiones fantasmagóricamente sensuales, agotándose en transitorias e imaginarias cópulas o, cuando estaba despierta, en largas, suaves y profundas masturbaciones. Quizá la sensualidad de las repetidas y explícitas escenas de sexo que no por imaginarias eran menos gozosas o la rápida maduración a que el suplicio la conducía, lo cierto es que Dulcina empezó a considerar seriamente la necesidad de ceder.
Al noveno y día y tras un esfuerzo sobrehumano, consiguió meterse en la bañera y sentada bajo la ducha durante largo rato, recuperó fuerzas y la propia estima de saberse limpia. Gozosamente expectante, escribió con la ayuda de un pedazo de jabón la palabra “si” sobre un papel y lo deslizó por debajo de la puerta. A pesar de su esfuerzo de voluntad, esta sola acción la agotó y arrastrándose hasta la cama, trepó a ella, dejándose caer inerte y desmadejada como una muñeca rota sobre el pelado colchón.
Cuando horas más tarde y después de haber encontrado la nota, Julián entró al cuarto. Ante su extrema palidez y la corta respiración que apenas le agitaba el pecho, temió lo peor. Cerró la puerta con llave, tomó la jarra llenándola de agua fresca y mojando la funda de una almohada, recorrió con ella todo el cuerpo de su hija, despojándola de sudores y restos de saliva.
Por la frescura del agua y el cariñosamente suave estregar del hombre, Dulcina fue recuperando el sentido. Consciente de que ese tratamiento era la respuesta a su asentimiento, se dejó estar, disfrutando por primera vez del contacto de unas manos masculinas y sintiendo como en su interior, nacían y se desarrollaban aquellas sensaciones que sólo había experimentado en las salvajes pesadillas. Con el fuerte calor de un brasero encendido en su bajo vientre, abrió perezosamente los ojos para clavarlos con angustia en los de su padre, destilando tal grado de histérico deseo y excitación que el hombre mayor se estremeció.
Desesperadamente ansiosa por lo que sucedería, trémula de emoción, deseo y vergüenza, cerró los ojos en anhelosa espera. Julián, que al igual que su hija temblaba como nunca lo había hecho frente a mujer alguna, se desnudó totalmente. Tendió una mano de dedos temblequeantes, rozando apenas los pechos de Dulcina que, a pesar del ayuno y los kilos perdidos, aun lucían sólidamente erguidos y duros. Al toque del hombre, los músculos de la niña se contrajeron instintivamente y los pechos oscilaron, pulposos.
Con un poco más de confianza y determinación, Julián comenzó a deslizar las puntas de los dedos, ora con la yema, ora con el filo de las fuertes uñas, por todo el cuerpo de la muchacha que, en respuesta a esa caricia, se retorcía con lascivia involuntaria y de su boca jadeante comenzó a escapar un leve y dulce gemido de satisfacción, casi un ronroneo mimoso. Aunque ella hubiera querido evitarlo, le era imposible sustraerse al delicioso cosquilleo que recorría todo su cuerpo y que, en ocasiones de insoportable tensión, estallaba en una turbadora explosión de placer que la agobiaba.
Las manos crispadas buscaban asirse a la gruesa tela del colchón y las uñas la arañaban convulsivamente mientras que las piernas encogidas daban sustento a las caderas que se elevaban en un movimiento ondulatorio, enajenando al hombre. Arrodillándose a su lado, dejó que los dedos comenzaran a sobar y estrujar la carne de los senos y, mientras lo hacía, aproximó la boca a uno de ellos lamiendo las hinchadas y sobresaliente aureolas rosadas con la dura y carnosa lengua, deleitándose con la gruesa granula que las cubría. Luego se concentró en el pezón, al que primero azotó tremolante y después rodeó con los labios, los que iniciaron una succión cada vez más intensa hasta que, incapaz de contenerse, lo mordisqueó fuerte y dolorosamente.
Sus manos no permanecían ociosas y mientras una se regodeaba explorando los músculos del vientre, la segunda se apoderó del otro pezón, retorciéndolo suavemente entre el índice y el pulgar hasta que en el paroxismo del deseo, las uñas se clavaron en la carne pellizcándola con tenaz rudeza. Dulcina sufría con todo eso, pero al mismo tiempo y convocadas por aquel dolor inédito, de las más inverosímiles regiones de su cuerpo brotaban miríadas de sensaciones placenteras y entonces, gozosamente, se dejaba llevar por las vibraciones energéticas que la elevaban a cumbres de infinita satisfacción.
Julián había presentido que detrás de la ingenua candidez de su insuficiencia, se escondía una terrible hembra larvada y, decidido a alcanzar el más puro placer, dejó que la boca escurriera de los hermosos globos estremecidos de los senos y se detuviera a abrevar la cálida transpiración de la muchacha. Aquella se acumulaba en lo profundo del surco tenuemente poblado por un fino vello rubio que, naciendo entre los pechos, se hundía en la meseta musculosa del vientre y, tras el oasis del ombligo, desembocaba en el carnoso y pronunciado Monte de Venus cubierto por la espesa alfombra ensortijada del vello púbico. No hubo resquicio, hendedura o raja que la lengua y los labios no exploraran concienzudamente, incrementando la expectante y acuciante urgencia de la niña, que se sacudía conmovida y temblaba descontroladamente.
Temblor que fue aquietándose cuando los dedos del hombre separaron la maraña de pelo y la lengua, delicada e imperiosa, se deslizó a lo largo de los nunca hollados labios de la vulva que, ante tal estímulo, se dilataron complacientes y la lengua penetró entre ellos hasta los pliegues ardientes que, junto al clítoris, esperaban la húmeda caricia de la boca. Labios y lengua se enfrascaron en una complicada e inacabable danza, sometiendo al clítoris y su carnoso capuchón a succiones, lamidos y mordiscos que ponían una astilla de cristal en la nuca de su hija. Luego recorrieron de esa guisa todos los rincones del sexo, hasta que finalmente encontraron la casi filigranesca corona de pliegues que rodeaban la entrada a la vagina y allí se entretuvieron flagelando y succionando la cavernosa profundidad, saboreando el agridulce néctar que de ella fluía.
Ni en sus más locas fantasías soñadas, la joven había llegado a experimentar el dulce placer que la boca de su padre le proporcionaba e, incapaz de reprimirse, acompasó el movimiento de su pelvis con la boca que la succionaba y, con los dientes clavados histéricamente en los labios, hundía la cabeza en el colchón sacudiéndola de lado a lado y en su cuello, los músculos tensionados y la venas henchidas de sangre amenazaban con explotar.
El hondo gemido que brotaba de su pecho ya se había convertido en aguda queja y sus manos presionaban acariciantes la cabeza del hombre contra su sexo, cuando sintió la masa de dos dedos enormes penetrando la anillada vagina, tapizada de espesas mucosas lubricantes. Eso no atenuó el dolor de la penetración, rascándola y moviéndose en todas direcciones en un violento vaivén que la estimuló y desde allí esparció por todo su cuerpo la sensación jamás experimentada del placer gozoso y, simultáneamente, la urgente necesidad de obtener más.
En medio de gritos y sollozos, expresaba esta urgencia golpeando con los puños la basta tela del colchón, cuando sintió como los dedos y la boca eran reemplazados por la cabeza de una verga y la gruesa carnosidad la iba penetrando lentamente, desgarrando y lacerando a su paso las carnes vírgenes. El tamaño de la verga era monstruoso y ella no concebía como sus músculos podían dilatarse de esa manera, haciendo soportable la penetración. Con la boca abierta en un grito larvado y los ojos espantosamente dilatados, iba tensando su cuerpo como un arco a medida que se profundizaba la intrusión y, cuando finalmente la cabeza del falo pegó contra el fondo de sus entrañas, el hombre comenzó con un violento vaivén, sacando y volviendo a meter la verga y cada vez era como la primera, enloqueciendo a la muchacha, que había pasado del más profundo sufrimiento a una nunca imaginada fuente de placer.
Aferrada a los brazos que su padre apoyaba en la cama, con las piernas instintivamente encogidas, las caderas subían y bajaban al ritmo que el hombre le imprimía al pendular de la pelvis. Inconscientemente sus labios dibujaban una espléndida sonrisa, mientras una nueva y asfixiante sensación anudaba el aliento en su pecho y un sinnúmero de pequeños cortocircuitos subían desde el sexo por los riñones, la columna vertebral y el vientre para estallar en microscópicas luces multicolores que inundaban su cerebro, encegueciéndola.
Por un lapso de tiempo que ella no pudo mensurar, los dos cuerpos acoplados casi miméticamente, se hamacaron acompasados en un disfrute que los llenaba de felicidad en una cópula soñada que extraviaba los cuerpos y la mente, hasta que su padre, contagiándola de su lujuria, la puso de costado y levantando una de sus piernas en forma vertical, sacó el falo de la vagina y chorreante de sus jugos, lo embocó sobre los esfínteres del ano, penetrándola dolorosamente, centímetro a centímetro, hasta que sus testículos golpearon contra su sexo.
Esta vez el alarido estridente brotó espontáneo y el sufrimiento volvió a metamorfosearse en la más dichosa sensación de goce. Mientras él socavaba la tripa, como en tantas noches de la solitaria prisión, su mano se dirigió instintivamente al sexo para excitar vigorosamente al clítoris y cuando su padre arreciaba la violencia contra el ano, los dedos se hundieron en la vagina y con esa doble excitación, miles de diminutos anzuelos se aferraron a sus músculos arrastrándolos hacia su entrepierna candente y una volcánica efervescencia la fue inundando.
Asombrada de la encendida respuesta conque su cuerpo agradecía la virulenta violación pecaminosa de su padre y a la que ahora ya no sólo no le temía sino que ansiaba se prolongara indefinidamente para gozarla con todo el lujurioso despertar de su cuerpo, sentía las revoluciones humorales que precedían a los orgasmos que solamente habían sido presentidos en sus masturbaciones pero que nunca jamás habían alcanzado esa magnitud.
Por los movimientos espasmódicos de la pelvis de su padre al que entreveía entre las lágrimas que nublaban su vista, calculó que él también se hallaba próximo a la eyaculación y trató de imprimirle más violencia a su cuerpo, yendo al encuentro de esa verga que la enloquecía de dolor y placer. Una súbita sucesión de arrechuchos en los que entremezclaba un calor insoportable que cerraba su garganta y su pecho, con profundos estremecimientos de un frió que endurecía su columna vertebral, acompañaron la expulsión de los cálidos jugos de la vagina e, insólitamente, su mente se llenó como de una espuma negra que la cegaba, arrastrándola aceleradamente a un profundo abismo, mientras todas sus sensaciones la abandonaban, desvaneciéndose.
Bañado en profusa transpiración por la intensidad del esfuerzo, Julián experimentó los últimos remezones y de su sexo brotó la abundante esperma que bañó las entrañas de su hija. Sintiendo en los riñones la tensión de la eyaculación y riendo a carcajadas por la alegría de su sueño concretado por la más que entusiasta respuesta de la muchacha, dejó descansar la cabeza sobre los senos y se abrazó al cuerpo ya muerto de Dulcina.
Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
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1 comentarios. Página 1 de 1
lobo_caliente
lobo_caliente 07-08-2013 23:08:11

buen relato, muy bueno

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