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Era evidente que sabía que la vigilaban y que su actitud despreocupada, enervada y un tanto desafiante no era lo sincera que pretendía ser, sino más bien una postura de cara a la galería. Sentada ante la mesa, erguida en la incómoda silla, con los brazos cruzados sobre su generoso pecho y la pierna derecha sobre la izquierda, el rítmico movimiento del pie remarcaba su irritación, mientras lanzaba su enésima y hastiada mirada a las grises paredes sin ornamentación que componían la sala de interrogatorios. Todo ese elaborado cuadro de mujer segura de sí misma y sin ningún temor, no engañaba a los experimentados ojos de la agente que la vigilaba desde el otro lado del falso espejo.
Sin dejar de observar a la detenida, la capitana Vanidad McKenzie se irguió en su silla, que emitió un metálico quejido, alargó la mano de cuidada manicura –sus uñas, ligeramente más largas de lo que marca el reglamento para un agente federal, lucían pintadas de un rojo sangre que, bajo la ahogada y funcional luz de oficina, parecía casi negro– y cogió la taza de café. La aproximó a sus labios pintados con un discreto carmín y dio un largo trago mientras decidía dejar consumirse a la chica unos minutos más en su larga espera: para cuando comenzara el interrogatorio ya estaría madura, igual que una fruta dispuesta a ser arrancada del árbol.
Tras sus años de experiencia sabía que éste sería un trabajo fácil: tras su fachada de mujer guerrera, de outsider, era evidente que se escondía una chica mimada atrapada en una situación que estaba a punto de desbordarla.
Volvió a arrellanarse en la silla y dejó la taza sobre la mesa abigarrada de carpetas de expedientes, documentos, fotografías, bolígrafos, lapiceros, rotuladores marcadores, pendrives, la placa del FBI de la capitana, unas esposas, una Glock de nueve milímetros dentro de su funda y restos de una hamburguesa, para contemplar con deleite la figura de la detenida, que se fundía sobre la superficie del cristal con su propio y difuminado reflejo. Sin duda era una hembra digna de admirar.
La escasa tela de su atuendo permitía admirar una jugosa anatomía que exudaba toda la vitalidad de sus veinte años. La corta –cortísima– minifalda vaquera de costura deshilachada dejaba al descubierto unas piernas largas y torneadas, mientras que su ajustada camiseta blanca sin mangas –y que sin duda habría necesitado un par de tallas más–, con los botones del escote abiertos, dejaba escaso espacio a la imaginación para admirar los grandes senos que amenazaban con desbordar la apretada tela, al tiempo que los pezones se marcaban como altorrelieves –era evidente la ausencia de sujetador–. La ondulada melena rubia natural, la tez clara, los suaves y redondeados rasgos del rostro y los grandes ojos verdes le conferían –más aún cuando mostraba su impoluta dentadura– el aspecto de un anuncio viviente de cereales americanos, tan sanos como inofensivos… si no fuera por ese gesto de golfilla, ese brillo malicioso en sus pupilas, ese leve rictus cruel en la irónica sonrisa que insinuaban un poso oscuro, excitante y libidinoso dentro del vistoso envoltorio: su cuerpo curvilíneo, generoso, al que algún kilo de más no le restaba un ápice de sexual, jugosa belleza. Un lado oscuro del que emanaba una sensualidad muy real, corpórea, física y un tanto vulgar. Una niña bien pasada por el tamiz de la calle.
La chica, como si intuyera los pensamientos de la agente, entreabrió los labios y se los humedeció con la lengua –llevaba más de una hora ahí metida: sin duda tendría sed–, otorgándoles la apariencia de carnosas fresas. La capitana McKenzie imaginó lo que podría hacer con ellos y sintió una punzada de excitación en la entrepierna. Posó su mano en uno de sus muslos y se acarició, disfrutando del calor que desprendía su propia piel; la deslizó bajo la falda, siguiendo la curva del muslo interior hasta alcanzar la ingle, donde se detuvo cuando sus yemas tocaron la goma de las bragas. Con la otra mano se acarició uno se los senos. Sobre la tela de la blusa buscó la prominencia del pezón y lo pellizcó, imaginando el suave tacto de los muslos de la chica, su lengua deslizándose por la pálida piel surcada por finísimas venas azules hasta sumergirse en la tierna hendidura de su coño imberbe. Un delicioso escalofrío le recorrió el cuerpo desde las raíces de la tetilla hasta la espalda, para ir a alojarse en la zona del coxis, justo en el comienzo de las nalgas.
Con un suspiro detuvo las caricias, se recolocó en el asiento y fijó su atención en la carpeta de cartón marrón que alojaba el expediente de la detenida, con la palabra Confidential impresa en su portada.
Vandelha Sorensen, veintiún años, de ascendencia sueca y eslovaca, hija de una familia de clase media de Fresno, California, bien criada, alimentada, educada… Nunca le faltó de nada pero nunca estuvo satisfecha: desde adolescente se metió en líos –nada importante: travesuras, pequeñas faltas– hasta que hace un par de años decidió largarse a Los Ángeles, donde, seguramente, aspiraba a convertirse en actriz o cantante o famosa de lo que fuera. Sin embargo, lo único que consiguió fueron trabajos de camarera y similares, y unas cuantas relaciones con tíos a cada cual menos recomendable. Aunque sí logró introducir un pie en Hollywood: actuó de relleno en alguna peli de porno soft y, como eso no le daba para mucho, hizo algún escarceo en otro oficio menos glamuroso pero más antiguo: la prostitución, también –digamos– soft.
–Eres toda una golfilla, ¿verdad? –Dijo para sí en voz alta– Adicta a las emociones fuertes.
Atascada en ese mundillo con escasas posibilidades de proyección, decidió cambiar de aires y probar suerte en Las Vegas. Allí logró sacar más jugo a su espléndida figura, trabajando como gogó, bailarina erótica y –eventualmente– como chica de compañía.
Y, por fin, en uno de aquellos garitos en que curró conoció al inefable James Albert “Jimmy” Montana, al parecer el amor de su vida. El chico es el lugarteniente de uno de los capos de la droga a este lado de Río Grande: Maximilian Aldrich, conocido popularmente como “El Témpano”, y al que, entre otros cargos, se le achacan varias docenas de asesinatos. Una auténtica joya, vaya: el tipo ideal que Vandelha necesitaba para que le diera la caña que anhela.
A partir de ahí comenzó la vida de vino y rosas que había buscado con insistencia, compartiendo la “emocionante” vida de su amado, integrante de la mesocracia del crimen con aspiraciones de ascenso social en el mundo del narcotráfico de frontera.
Hasta la detención de esta noche.
La capitana dejó caer la carpeta sobre la mesa y se levantó de la silla, decidiendo que Vandelha ya había esperado lo suficiente y que se encontraba madura para comenzar el interrogatorio. Mentalmente se hizo una apuesta a sí misma sobre cuánto tiempo aguantarían las defensas de la chica antes de derrumbarse. Se estiró la falda, que se había elevado hasta lo alto de los muslos, y recompuso la blusa, comprobando su reflejo en el cristal antes de respirar hondo y abrir la puerta para entrar en la sala.
– II –
Vandelha no mostró reacción, aparte de una mirada de desprecio, queriendo dejar claro que no estaba asustada; pero Vanidad detectó una leve alteración en su postura: el cuerpo se le tensó, irguiéndose de manera casi imperceptible. Además, notó como la detenida le radiografiaba con sus grandes ojos: desde sus zapatos negros de tacón lo suficientemente largo para estilizar sus largas piernas, hasta la falda también negra con raja posterior para facilitar sus movimientos, que le llegaba hasta justo por encima de las rodillas y que se pegaba sensualmente a la curva que dibujaban muslos y caderas; siguiendo por la blusa blanca y discreta que apenas podía contener las dos enormes tetas que pugnaban por lanzar disparados los nacarados botones que tensaban los ojales; y, coronando el espectacular conjunto, la larga melena azabache que, como una catarata ondulada y brillante, enmarcaba su rostro hermoso, afilado y bronceado
Sí, aunque quisiera disimularlo, para Vanidad resultó evidente que Vandelha admiraba su presencia imponente, su altura, su porte atlético, su incuestionable belleza. Desde luego no era el tipo de agente que esperaba. Un escalofrío recorrió la espalda de la detenida, los pezones se le erizaron y los labios del coño comenzaron a palpitar.
–Hola, Vendelha –le dijo en un perfecto inglés en el que apenas era perceptible un eco del acento mexicano heredado de su madre–. Mi nombre es Vanidad, capitana Vanidad McKenzie.
–La Anaconda –respondió en un español con marcado acento anglosajón y cierto temblor en la voz.
–Veo que me conoces.
A Vanidad no le sorprendió. Sabía que su fama le precedía. Una de las mejores agentes que ha pasado por el FBI, y que en los últimos años ha continuado su fulgurante carrera en las filas de la DEA –la agencia antidrogas norteamericana–, donde logró infiltrarse en el cártel de Coyame hasta conseguir desmantelarlo desde dentro. Ahora, casi una leyenda, dirige una de las secciones de la agencia y sólo su belleza puede competir con su currículum.
–Entonces –continuó– sabes con quién te la juegas. Encontramos un bonito alijo en tu apartamento anoche. Lo suficiente como para mandarte una larga temporada a la sombra.
Vandelha no respondió, manteniendo la mirada fija en un punto inconcreto de la mesa.
–A menos que estés dispuesta a colaborar conmigo. Sé que la coca no es tuya, sino de esa joya que tienes como novio.
–¿En serio? –Vendelha respondió con un gesto despectivo.
La capitana le devolvió la sonrisa, aunque la suya resultaba indescifrable. Se levantó de la silla y moviendo altiva y sinuosa su imponente anatomía rodeó la mesa hasta colocarse junto a la detenida. Pudo intuir como se aceleraba el corazón de la chica.
–¿Te hace gracia? –Aproximó su rostro al de ella– ¿También te lo hará cuando una banda de marimachos te viole en las duchas varias veces por semana? ¿Cuándo tengas que comerte un coño peludo tras otro? ¿Cuándo debas pasar por enfermería para curarte los desgarros que te provoquen cuando te penetren el coño y el culo con puños, palos, botellas…? Te aseguró de que me ocuparé de que te preparen un buen recibimiento en Gatesville.
Vandelha no cedió en su gesto desafiante, pero sus ojos decían otra cosa.
–No, ya lo entiendo –la mano de Vanidad se cerró con fuerza sobre uno de los pechos de la chica–. Esto es lo que te va, ¿verdad? Te gusta hacer las cosas difíciles. Tomar el camino duro.
Vandelha intentó resistirse, pero la agente la inmovilizó, cogió las esposas que llevaba sujetas a la cintura de la falda y las cerró sobre sus muñecas. El metálico chasquido resonó dentro de la sala vacía.
–¡Vamos, admítelo! Esto te gusta.
Con su fuerte cuerpo le impidió moverse mientras le sobaba las tetas.
–¡No! –Intentó resistirse– ¡Suéltame, puta!
En respuesta, Vanidad le levantó la falda y con una de sus manos le manoseó el pubis por encima de la tela de la braga.
–¿A quién llamas puta? Puedo notar lo húmeda que estás, zorra. Tu coño está ardiendo, deseando que se lo follen.
La levantó de la silla y con la facilidad de quien coge una muñeca la tumbó sobre la mesa. De nuevo Vandelha opuso resistencia, pero cuando la capitana se situó sobre ella, inmovilizándola con su cuerpo, se mostró impotente.
–Ahora te vas a estar quietecita si no quieres que te haga daño de verdad.
Le obligó a abrirse de piernas y acarició la piel de sus muslos, ascendiendo hasta alcanzar las ingles. Instintivamente, Vandelha intentó cerrarlos pero la capitana se lo impidió, volviendo a abrírselos para golpearlos con la palma abierta. Vandelha gritó.
–Vas a hacer todo lo que yo te diga si no quieres gritar de dolor. Gritar de verdad. ¿Me has entendido, putita?
Con gesto crispado le respondió afirmando con la cabeza.
Vanidad volvió a pasear sus manos por la delicada piel. Posó una de ellas sobre el pubis y, sin apartar la blanca tela de la braga que traslucía la hendidura del coño, comenzó a masturbarla. Vandelha intentó mantenerse impávida, atenazada entre el creciente temor que le provocaba la implacable agente y el morbo que pese a todo le producía la situación, pero la habilidad de los dedos de aquella y su libido siempre alerta le impelían a dejarse arrastrar por el placer.
La capitana le arrancó las bragas con violencia y continuó pajeándola. Jugó hábilmente con los labios y el clítoris, mientras con un dedo exploraba el interior del coño. Sí, desde luego sabía utilizar sus manos. Cuando notó bien lubricada la vagina aproximó el rostro, inhaló los efluvios de su interior y comenzó a lamerla. Vandelha pudo comprobar, entre gemidos, que Vanidad era igual de habilidosa con la lengua.
Le devoró el coño con ansia, como un animal salvaje, como si fuera a succionarlo, a arrancárselo de la entrepierna. Se lo chupó, lamió y mordió, provocando a la chica gemidos de placer y de dolor. Estimuló el clítoris hasta llevarla al borde del clímax, deteniéndose un segundo antes de que se desbordara. Introdujo entonces dos, tres dedos en el interior de la palpitante gruta al tiempo que sus dientes se clavaban en la tierna carne de los labios.
–¡Sí! –Gemía Vandelha, desatada– ¡Sí, sigue, no pares!
–Lo sabía. Eres toda una zorra. Una auténtica perra en celo.
Como si las palabras de Vanidad fueran un detonante, Vandelha estalló, convulsionada por un incontenible orgasmo. Los efluvios vaginales eyacularon como un aspersor, empapando el rostro de la capitana, quien abrió la boca para recibirlo gruñendo como una loba en celo.
Sin darle tiempo a reponerse, Vanidad le agarró con fuerza y la arrojó al suelo. Vandelha quedó a cuatro patas, con la melena cubriendo su sudado rostro, la camiseta enrollada sobre su abdomen, dejando a la vista las jugosas tetas que escapaban por encima del escote y la falda arremangada, descubriendo sus redondos glúteos, enrojecidos por el rato que habían permanecido contra la superficie de la mesa. Notó en sus rodillas y en las palmas de las manos la fría superficie del embaldosado.
Vanidad se le colocó delante todo lo alta que era, con sus interminables piernas abiertas tanto como le permitía la estrecha falda y una sonrisa de dominación en el rostro. Sus manos se posaron sobre sus muslos y elevaron la falda, descubriendo las negras ligas de encaje que sujetaban las medias, hasta dejar a la vista las bragas. El color de su piel era de un suave cobrizo, herencia de sus raíces mexicanas, que contrastaba con la blancura nacarada de Vandelha.
Estiró la goma de la braga y metió su mano dentro. Buscó con los dedos lo que escondía entre los muslos, pegado al perineo para que no abultara la ligera tela. Despacio, extrajo una enorme polla, acompañada de dos magníficos testículos.
– III –
Vandelha, con la boca abierta y los ojos como platos, se quedó mirando el oscuro y venoso trozo de carne que, incluso flácido –apenas se había amorcillado–, colgaba hasta medio muslo. Trató de imaginársela en plena apoteosis, hinchada, alargada y palpitante por el bombeo de la abundante sangre que necesitaría para saturar los gruesos capilares que la atravesaban, como una rolliza e interminable serpiente de cabeza hendida y rosada… Y entonces cayó en la cuenta: “La Anaconda”. De ahí el apodo de la capitana Vanidad McKenzie: no sólo por su carácter letal, sinuoso e implacable.
–¿Sorprendida, pequeña? –Le preguntó manteniendo su sonrisa irónica y dominante.
–Yo no…
–Lo entiendo, lo entiendo. Suele ser la reacción habitual. Pero admite que te gusta. ¿Quieres tocarla?
Vandelha siguió admirando el majestuoso miembro, como hipnotizada, sin acertar a articular palabra alguna.
–Cógela –esta vez la voz de la capitana sonó como una orden.
La detenida alargó la mano y sujetó la verga. Notó el familiar tacto de la fina piel que recubría el fuste.
–Y ahora, acaríciala: quiero que me la pongas dura.
La chica comenzó a masajearlo, deslizando el prepucio adelante y atrás sobre el glande. Vanidad emitió un ligero gemido.
–Eso es, así. Continúa.
Notó como la sangre inundaba las cavidades del tronco, bombeando al ritmo creciente de los latidos del corazón. La polla comenzó a hincharse, a engordar y crecer hasta alcanzar un tamaño descomunal. Desde luego, era el aparato más grande que Vandelha había conocido; ni siquiera en sus escarceos como actriz porno había tenido que insertarse uno parecido –salvo, quizá, la de aquel ugandés con un brazo de carne oscura como la obsidiana: le costó una semana poder volver a sentarse–. Y desde luego Jimmy, su actual novio, que poseía otras indiscutibles virtudes –sabía darle caña como nadie–, no podía compararse con la manguera que a duras penas sujetaba con ambas manos.
–Ahora –ordenó Vanidad una vez el pollón había alcanzado su máxima dureza– quiero que te la comas.
Vandelha dudó. Miró el pedazo de carne hinchada y latente, aproximó el tenso glande a su boca, pero no llegó a introducírselo.
–He dicho que me la comas, puta.
La capitana le agarró por la nuca y atrajo la rubia cabeza hacia el miembro, empujando su cabeza contra los labios cerrados.
–¡Te voy a enseñar a obedecer, pequeña golfa!
Empuñando la verga como una porra, golpeó con ella ambos lados del rostro de Vandelha, como si le abofeteara, insensible a las quejas de la chica.
–¡Vamos! ¡Abre la boca o te la parto a ostias!
Vandelha obedeció al fin: abrió la boca y Vanidad le introdujo aquella barra henchida de un golpe, sin miramientos, saturando por completo su interior. El glande se incrustó contra sus amígdalas, provocándole una arcada.
–Venga, zorrita, sabes hacerlo mejor.
Vandelha obedeció, intentando chuparla, pero no era nada fácil con aquel volumen que le ahogaba. Formando un anillo con los labios subió y bajó, recorriendo toda la superficie del fuste, desde el frenillo hasta la base. El capullo se clavaba en su garganta hasta casi hacerle vomitar. Cuando intentaba sacársela de la boca para respirar Vanidad le abofeteaba, sujetaba su mandíbula y volvía a introducírsela por completo.
–No te he dado permiso para que pares, puta. Sigue chupándomela hasta que yo te diga.
Vandelha aplicó toda la habilidad de la que era capaz con su lengua, lamiendo cada protuberancia, cada meandro dibujado por unas venas rebosantes de sangre, cada pliegue del prepucio. Con la punta recorrió el frenillo y la corona del glande, introduciéndose en la abertura de la uretra. Notó su agrio sabor.
–Eso es. Ahora me gusta lo que estás haciendo. Continúa así…
Envolviendo la polla en una funda de saliva, esta vez Vandelha logro controlar mejor aquel interminable tronco, dando lo mejor de lo que era capaz en una mamada, sin atragantarse.
La Anaconda le tiró con fuerza de la melena y echó hacia atrás su cabeza, liberándola de su estaca empapada en fluidos. Se cogió con la otra mano la bolsa escrotal y se la colocó sobre los labios a la chica.
–Ahora me vas a comer los huevos. ¡Abre la boca!
Vandelha obedeció, separó los labios impregnados de abundante saliva mezclada con líquido preseminal y dejó que la agente le introdujera sus grandes cojones. Desde luego su tamaño no desmerecía del de la polla: hubo de esforzarse en abrir la mandíbula al máximo para que atravesaran el hueco que dejaban los dientes y se asentaran entre la lengua y el paladar. Tuvo miedo de que la piel del escroto se enganchara con la dentadura o que no lograra sostener el esfuerzo de mantenerla tan abierta y morderla involuntariamente, imaginando el castigo que ello le supondría.
No ocurrió eso, sin embargo. Una vez dentro toda la bolsa –su nariz quedó adherida al durísimo fuste– Vandelha se esforzó por chuparla, jugueteando con los testículos, moviéndolos dentro de su nido de piel rugosa y carne tierna.
–Así, putita. Chúpamelos como tú sabes hacerlo.
Vandelha procuró satisfacerla al máximo, sin ahogarse en el intento.
–Y ahora –continuó Vanidad entre jadeos– escúchame bien. Como soy una buenísima persona y, además, me gustan las zorritas como tú, voy a hacerte el favor de tu vida.
Vandelha giró la cabeza para alzar la vista y mirar a la cara de la capitana, intentando adivinar qué pretendía, pero ésta apretó su cara contra las ingles para que se centrara en su mamada testicular.
–Sólo escucha. Sí, voy a hacerte un favor, porque creo que sólo eres una chica algo despistada y no deberías joder el resto de tu vida por los errores que has cometido hasta ahora. Sería una pena ver ese precioso cuerpo tuyo encerrado en prisión. Estoy dispuesta a librarte de comparecer ante el juez, a cambio de que colabores conmigo. ¿Entiendes?
Aflojó la zarpa de la cabeza de Vandelha, que soltó los testículos con un sonido de ventosa y cogió una gran bocanada de aire antes de poder responder.
–Yo no soy una chivata –dijo entre jadeos–. No voy a colaborar con una zo…
No le dejó terminar. Volvió a forzar su cabeza como la de una muñeca y le metió dentro de la boca de nuevo su descomunal polla.
–No, no me contestes aún. Piénsatelo un poco.
Empujó la cabeza de la chica hasta que se tragó el fuste al completo, apretándole los labios contra la base del miembro. Con su otra mano le oprimió la nariz, cerrándole las fosas nasales. Vandelha cabeceó intentando liberarse de las garras de acero de la capitana, pero Vanidad se lo impidió sujetándola con fuerza. Su rostro mostró un gesto de sádico placer mientras su presa enrojecía y emitía sonidos guturales desde la taponada garganta. Cuando pensó que ya no podía más, que iba a ahogarse, La Anaconda le liberó la nariz y extrajo la verga.
Vandelha cayó al suelo derrengada, convulsionada por las arcadas, tosiendo y escupiendo el abundante fluido formado en su boca por la salivación y los jugos preseminales de su torturadora.
Vanidad se situó ante ella, erguida y desafiante. Vandelha la miró como una hermosa y oscura escultura dotada de un ariete que parecía animado con vida propia; un ser mitológico hecho carne. Elevó una de sus interminables piernas y posó el pie sobre uno de los pechos de la chica. La suela del zapato pisó el pezón mientras el agudo tacón se clavaba en la tierna carne del seno. Apretó y su víctima se quejó. Vandelha intentó apartarse, pero la capitana empujó con más fuerza.
–Volvamos a empezar. Tienes dos opciones: o aceptas mi oferta, te libras de la cárcel y continúas con tu vida de putita de traficantes, sólo que informándome de todo lo que haga el encanto de tu novio. O no sólo te encierro, sino que me aseguraré de que tu vida entre rejas sea un auténtico infierno. ¿Lo captas?
–¡Vete a la mierda, puta!
Vanidad apretó con saña, aplastándole la teta. Vandelha gritó e intento sujetar el tobillo para apartarlo con sus manos esposadas, pero la capitana se adelantó, movió el pie y clavó el tacón en el otro pecho. Vandelha quedó paralizada por el dolor. A continuación, el zapato fue desplazándose por todo su cuerpo, clavándose en el abdomen, los muslos y el pubis hasta, finalmente, pisarle el coño. La chica se derrumbó, rindiendo toda resistencia.
Vanidad entonces se agachó, le agarró con sus brazos de acero, la elevó con facilidad y la tumbó sobre la mesa. Allí le desgarró sus escasas prendas, desnudándola por completo.
Mientras su víctima gemía la capitana se desprendió lentamente de la blusa, la falda y las bragas, dejándose puestas sólo las medias, los zapatos y el sujetador, del que se desbordaban su poderosas tetas de oscuros pezones.
Bofeteó varias veces a Vandelha en la cara arrancándole las lágrimas, y continuó palmeándole con fuerza los pechos para descender hasta los muslos, golpeando su tierna piel interior. Castigó sus ingles, el pubis, la vagina… Vandelha se retorció de dolor pero, al mismo tiempo, su vulva se dilataba y se empapaba de fluido. Vanidad se detuvo para lamer el líquido de su mano. Hundió a continuación su cabeza entre las piernas y lamió con avidez la hendidura de carne.
Vandelha gimió y arqueó la espalda. Sus manos esposadas se posaron con suavidad sobre la cabeza de Vanidad, indicándole que no quería que se detuviera.
–¡Oh, sí, sí! ¡Sigue!
La Anaconda no poseía una lengua bífida como la de su homónimo ofidio, pero eso no le restaba virtuosismo en su manejo. Culebreó entre los pliegues, lamió el abundante jugo, se hundió dentro de la húmeda cueva y pulsó la infinidad de terminaciones nerviosas que albergaba el clítoris. Sus dedos colaboraron masajeando el pubis, pellizcando y tirando de los labios, acariciando el perineo y lubricando el ano con los propios flujos de Vandelha.
–Te gusta, ¿verdad? Te gusta que te coma el coño.
–Sí, no pares, no pares…
–Si quieres que siga ya sabes lo que tienes que hacer: yo hago algo por ti y tú haces algo por mí.
–No –dijo la chica casi sin fuerzas–. No le traicionaré.
Vanidad se detuvo, irguió la cabeza, elevó su mano y sacudió una fuerte palmada contra el dilatado y empapado coño. Vandelha gritó. Volvió a golpearle. Dos, tres, cuatro, cinco veces… su mano abierta azotó sin piedad la jugosa vulva.
–¡Oh! ¡Basta, basta!
–¿No te gustan mis caricias?
La capitana elevó la mano para continuar su castigo pero, en vez de ello, fue su cabeza la que descendió para lamerle de nuevo el coño. Y al tiempo que su lengua se hundía en la hendidura su mano azotó los muslos. Vandelha se debatió entre el placer y el dolor.
Y su vagina explotó por segunda vez.
– IV –
Sus caderas convulsionaron al ritmo de las embestidas de la mano de Vanidad. El líquido emergió del coño como un surtidor, desbordando la boca de La Anaconda y deslizándose desde sus comisuras hasta la barbilla. Vandelha se retorció, gritó y gimió durante un largo minuto, hasta caer rendida sobre la mesa.
–Has gozado, ¿eh zorra?
–Mmm… sí…
–Sé cómo hacerte disfrutar, ¿verdad?
La capitana se irguió y subió a la mesa, sentándose a horcajadas sobre su prisionera. Sus grandes, redondos y vigorosos glúteos aplastaron los pechos de la chica.
–También sé cómo hacerte daño. ¿Quieres que te haga daño?
–No –gimió, aún exhausta y poco convencida.
–¿No? ¿No quieres? Pues tendrás que empezar a portarte bien. Si no me enfadaré de verdad.
Vanidad se desplazó sobre el cuerpo de Vandelha hasta colocarle la entrepierna ante la cara. La raja de su gran culo quedó justo delante de la boca.
–¡Vamos! –le ordenó.
Vandelha mostró su lengua y lamió las nalgas. Se deslizó a lo largo de la raja y la introdujo en su interior. Buscó el anillo de carne y comenzó a chuparlo.
–Esto es. Así. Cómeme el culo.
La Anaconda le sujetó la cabeza con la mano y la apretó contra sus posaderas. La boca y la nariz de Vandelha se incrustaron contra la mojada hendidura. Lamió con mayor fruición el esfínter, introduciendo la lengua dentro como si fuera una pequeña y dúctil polla. Vanidad ronroneó.
Tras dejarse estimular un largo rato, apartó la rubia cabeza de su trasero y le colocó los testículos sobre el rostro. Estiró del escroto hasta que toda la dúctil carne cubrió gran parte de la cara de la chica, impidiéndole respirar. Tras restregárselo bien, lo apartó y le metió violentamente en la boca su falo, duro como el acero. Empujó ante la indefensión de Vandelha hasta acariciar con sus ingles los labios de la chica. El glande tintineó contra la campanilla y Vandelha creyó que iba a morir ahogada. Vanidad lo extrajo blandiéndolo como un arma triunfal, con su venoso fuste brillando por la humedad de la saliva impregnada con su propio jugo pero, antes de que Vandelha pudiera recuperar el resuello, volvió a insertarlo entre los labios. Embistió con sus caderas, follándosela, como si la boca de la detenida fuera una vagina.
–¡Vamos! ¡Chúpala! ¡Hazme disfrutar, puta!
El enorme trozo de carne entraba y salía virulentamente de la desencajada mandíbula. Cuando creyó que ya no podía más, Vandelha sintió con alivio cómo se detenían las embestidas. El miembro la liberó y ella tosió y escupió. Sus convulsiones apretaban sus tetas contra los huevos de Vanidad.
La Anaconda se levantó para colocarse entre las piernas de Vandelha, abriéndole bien los muslos, situando la goteante polla contra el coño enrojecido.
–¿Quieres que te la meta?
–Sí…
–No te oigo, zorra. Más fuerte. ¿Quieres que te meta mi polla? ¿Quieres que te folle como a una perra?
–¡Sí, sí! Métemela. Fóllame.
De un golpe de cadera la verga penetró con facilidad la lubricada vagina, hasta que los cojones de la capitana hicieron tapón contra los labios del coño. Vandelha emitió un pequeño grito. Vanidad se relamió.
–Eso es, te voy a hacer gritar.
Embistió con toda la fuerza de sus caderas, como una locomotora desbocada, clavándola en lo más profundo de las entrañas de Vandelha. Ésta creyó que el mástil de carne rasgaría el tejido de las paredes de su vagina, como la quilla de un rompehielos, hasta incrustarse en su corazón. No contenta con ello, La Anaconda le abofeteó varias veces el rostro, le estrujo las tetas hasta dejar marcadas en rojo las palmas de sus manos, retorció y tiró de sus pezones hasta casi arrancárselos e, inmisericorde, le azotó el clítoris sin dejar de penetrarla.
–Sí, me gusta verte sufrir. Tu dolor me hace gozar, puta.
Vandelha respondió con una sucesión de gritos y gemidos.
–También te gusta, ¿verdad? Te gusta que te folle. ¿Quieres que siga? ¡Vamos, responde! ¿Quieres que te folle?
–¡Si, no pares! ¡Sigue follándome!
–¿Harás lo que yo te diga?
Vandelha no respondió. Continuó gimiendo y balanceándose al ritmo de las incansables embestidas de Vanidad. Su mirada, fija en la blanca luz del fluorescente del techo.
–¿Quieres que pare? ¿Eso es lo que quieres? ¿Qué deje de follarte?
–¡No, no pares!
–¿Me obedecerás, entonces?
–Oh, sí.
–¿Sí? ¿Espiarás para mí?
–Sí, sí. Haré lo que me pidas. Lo que sea. ¡Pero no dejes de follarme!
Triunfante, Vanidad se irguió sobre el tembloroso y sudado cuerpo de Vandelha y redobló la fuerza de su follada. Una de sus manos se situó sobre el coño saturado de polla y, empapando su dedo corazón con el abundante jugo vaginal, pajeó el hinchado clítoris. La otra mano elevó las nalgas, se introdujo en la raja y buscó el ano. El glandulado anillo estaba tan dilatado como el coño, de modo que acogió con facilidad el dedo índice de la capitana. La triple estimulación parecía que iba a volver loca a Vandelha. Su espalda se arqueó y un grito arrancó desde sus entrañas cuando el tercer orgasmo erupcionó entre sus piernas como si fuera a desencajarle el cuerpo. Su coño se convirtió de nuevo en un géiser: el incontenible chorro salpicó la polla, la mano, el pubis y las ingles de Vanidad.
–Sí, eso es, putilla. Córrete como una cerda para mí.
Aún recorrían su cuerpo los últimos estertores cuando Vanidad le agarró por las caderas, la giró y clavó su amoratada polla en el esfínter. Vandelha gritó de dolor, pero la verga se deslizó dúctilmente gracias a la película de flujos vaginales que la impregnaba.
–¡Oh, dios! –Gritó Vandelha– ¡Me vas a partir por la mitad!
–Esto puta –dijo la capitana clavándole a fondo su pollón, hasta que los grandes huevos se estrujaron contra la carne de las nalgas– es para que aprendas a no hacerme perder el tiempo, a obedecerme a la primera.
–¡Oh, por favor, para, para!
Pero La Anaconda no se detuvo. Como poseída, continuó aplastando a su víctima contra el frío metal de la mesa, que chirriaba y se balanceaba bajo las feroces embestidas de la capitana. Su espléndido cuerpo brillaba empapado de sudor, asemejándola a una triunfante diosa que sometiera a una ninfa que sufría tanto como gozaba. Su polla oscura y golosa entraba y salía del orificio como el émbolo de un mecanismo de carne y sangre, alimentado por una energía vital inagotable. Sus venas latían con tal fuerza que amenazaban con reventar. El roce de la piel de su miembro con la del ano parecía que fuera a hacer saltar chispas, a originar la combustión de ambos cuerpos.
Vanidad continuó enculando a Vandelha, sin piedad, hasta situarse al borde del orgasmo, con la polla a punto de explotar. Un segundo antes, la extrajo del dilatadísimo orificio, obligó a la detenida a levantarse –sus piernas apenas le permitían mantenerse en pie–, y la puso de rodillas ante sí. Se agarró la verga y la situó ante su boca.
–¡Vamos, ábrela! Quiero correrme dentro.
Vandelha, agotada, obedeció sin resistencia. Vanidad se pajeó con furia, como si le fuera la vida en ello, hasta que un interminable chorro de semen inundó la boca y salpicó todo el rostro de la chica. El grito de placer de la capitana se asemejó al rugido de una leona. Estrujó su miembro hasta extraer la última gota y luego lo frotó contra la cara de Vandelha, impregnándola por completo.
–Ahora –le dijo entre gemidos– quiero que me la limpies.
Vandelha obedeció, chupando y lamiendo la verga hasta eliminar toda la leche. El tronco de carne, semierecto, brillaba bajo las luces empapado por la saliva.
Vanidad, erguida todo lo alta que era ante la chica arrodillada y sumisa, sonreía triunfante, sabedora de que Vandelha estaba a su merced. Era suya.
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