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~Cuando en mi oficina se pensó en la despedida de soltero del colega Pablo, todos apuntaron a mi casa como el centro de operaciones. Claro, hacía tres meses que había terminado mi relación con Sofía y volvía a gozar de la vida de soltero.
Con Pablo llevamos cuatro años en la empresa, nos conocimos en la oficina de Recurso Humanos mientras esperábamos entrevistarnos. Él arquitecto (30), yo ingeniero civil (28), nos volvimos muy amigos cuando nos contrataron y nos dieron una oficina conjunta. Por esas razones la oficina me nombró “organizador oficial del evento”, y mi primera tarea fue conseguir a las bailarinas.
Debo reconocer que no soy muy conocedor de ese mundillo, así que pedí datos a otro colega más versado en estos temas y me recomendó la página www.castillofeudal.com; según él, allí encontraría a las mujeres adecuadas y con información detallada.
Aquel lunes, después del trabajo encendí el computador para visitar la famosa página. Luego de una atractiva presentación inicial con estilo medieval, apareció un menú donde seleccioné “Cortesanas”. En unos segundos, en la parte izquierda aparecieron fotos de mujeres disfrazadas como sexys cortesanas de la época feudal y al seleccionar una, a la derecha se desplegaba una tabla con la típica información: medidas anatómicas, acciones que realizaba la señorita, el costo y los comentarios. Noté que algunas incluían un enlace titulado “trabajo con”, que conducía al perfil de otra señorita, una especie de “pack” que era más conveniente que contratar dos separadas.
Habíamos acordado contratar dos bailarinas así que esta opción me venía perfecta, de modo que empecé a seleccionar a las cortesanas que se ajustaban al gusto de Pablo y elegí a Vanesa, una colorina de 24 años de pechos grandes. Además, Vanesa incluía la opción “trabajo con”, así que le di al enlace y apareció Delfina, una espectacular morena vestida como esclava que me dejó boquiabierto, pero no sólo por las fotos, sino porque en una imagen que captaba su angelical rostro, reconocí a Verónica, una antigua compañero de colegio.
Con Verónica fuimos compañeros durante toda la enseñanza escolar. Era la típica chica correcta y nerd. La recuerdo -en sus primeros años- muy delgada y con anteojos, pero en el último curso y a la edad de 18 años, la adolescencia ya le había dado la bienvenida y había cambiado sus toscas líneas rectas por curvas deliciosas que nos hipnotizaban. Podría pensarse que su transformación de “patito feo” a chica sexy iba a despertar su picardía sexual, pero no fue así, siguió siendo la aplicada estudiante que no participaba en las jugarretas que sus compañeros armábamos producto de la revolución hormonal que estábamos atravesando.
Ese último año, en uno de los típicos cambios de puesto para sentar a un alumno aplicado con uno más desordenado, me ubicaron junto a la hermosa y mojigata Verónica. Sorpresivamente, mi timidez y sus correctos modales encajaron bien y nos afiatamos. No diré que fuimos grandes amigos, pero hubo una conexión ente la chica nerd y el joven desordenado. Claro que me enamoré, pero ella siempre dejó las cosas claras: su único interés era estudiar.
Pero el hecho que marcó en mi piel a Verónica ocurrió casi al finalizar el último año escolar. El viernes no teníamos clases en la tarde, así que se aprovechaba para organizar partidos de fútbol y para el desarrollo de las academias artísticas. Ese último viernes terminamos un partido, dije una excusa barata y me separé de mis amigos. Una vez que ellos entraron a camarines, rodeé el recinto y valiéndome de unas tuberías subí los tres metros que me separaban del techo. Mi plan era, aprovechando el anochecer, recuperar los típicos balones que se quedaban olvidados sobre el techo. Por fortuna, había dos pelotas abandonadas. Cuando tomé la segunda, me di cuenta que había un forado en el techo del recinto, el cual dejaba ver un segundo agujero en el cielo de uno de los camarines. Era el de mujeres. Iba a dar media vuelta cuando desde abajo escuché el ruido de pasos. Me agaché y me acomodé para ver mejor y pude reconocerla. Allí, cubierta sólo con toallas estaba Verónica, recién salida de la ducha y mirándose en el espejo. De inmediato sentí cómo la sangre primero se me helaba, producto de mi arriesgado acto, pero luego la sentí hervir cuando me convencí que ahí estaba la dueña de mis sueños húmedos y mis pajas diarias. De pronto, Verónica se sacó la toalla de la cabeza, y luego de una pausa que me pareció eterna se sacó la toalla del cuerpo y quedó totalmente desnuda. Desde mi puesto podía observar lo generosa que había sido la naturaleza con Verónica, su culo era grande y redondo y su cintura parecía esculpida por un artista. Y lo que perdía de vista, el espejo me lo revelaba. Verónica tenía unas tetas grandes y unos pezones pequeños y rosados. Se miraba en el espejo como si no entendiera por qué tenía ese cuerpo, ni para qué servía. Yo quería enseñarle. Pero no terminé de pensar aquello cuando vino lo que nunca imaginé. Verónica salió de mi campo visual, se oyó el clic del seguro de la puerta y retornó para acercar la banca al espejo. Luego se sentó en el borde, acercó su mano a su entrepierna, que mostraba una fina capa de vello púbico, y sin dejar de mirar su reflejo empezó a dedearse mientras con la otra mano se frotaba los pezones. No lo podía creer, la mojigata estaba allí, gozando de su propio cuerpo, a metros de mí. Verónica iba aumentando la velocidad de sus caricias y en el espejo podía ver el brillo de su clítoris al estar mojado por sus jugos. Por supuesto, mi cuerpo reaccionó y sentí cómo mi pene se endurecía. Ebrio de excitación y amparado por la oscuridad de la noche, abrí el cierre de mi pantalón corto y saqué mi miembro que ya estaba soltando sus primeras gotas de fluido preseminal y comencé a jalarlo lentamente arriba y abajo, concentrado en la chica que debajo de mí se estaba masturbando. Toda ella era perfecta, pero su cara, Dios mío, su cara era lo que más me calentaba. Tenía cerrados los ojos y se mordía el labio inferior, mientras hacía muecas de placer. De pronto, su cuerpo se arqueó, dejó escapar un gemido ahogado y se entregó a un orgasmo que, concluí, no le era desconocido. Luego se mantuvo quieta unos segundos para luego levantarse y salir nuevamente de mi vista. Al desaparecer ella, el hechizo se rompió, me di cuenta dónde estaba y un temor adolescente me invadió. Me guardé la mojada herramienta que había estado maniobrando y me bajé del techo olvidándome de los balones, sólo queriendo llegar a casa para terminar lo que había empezado.
A Verónica sólo la volví a ver en la ceremonia de licenciatura. Después supe que se había cambiado de ciudad y como en ese tiempo no había teléfonos celulares, le perdí completamente la pista.
Ahora, diez años después nuevamente estaba frente a mí, esta vez en una pantalla, vestida como esclava y llamándose Delfina. Pero para mí siempre sería Verónica, la ex mojigata, musa sexual de mis sueños eróticos.
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