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Categoría: Incestos

La llegada del diablo

El diablo llegó a Barrio Oro Verde una tarde de mayo, en una camioneta donde cargaba todos sus muebles. Había comprado una de las casas que rodeaban la plaza del barrio, la cual tenía en la parte de adelante un pequeño local que usaría para poner una despensa.

Oro Verde era como la mayoría de los barrios pobres del conurbano: lleno de casas chatas, con paredes sin revocar; con perros sueltos en las veredas, que le ladraban a cualquier humano que no conocían; con calles de tierra que se convertían en pantano cuando caían fuertes lluvias; y con grupos de hombres eternamente adolescentes que se juntaban en una esquina a escabiar.

El diablo se hizo llamar don Pedro y abrió la despensa a los pocos días de haber llegado. No se le ocurría profesión más común que la de almacenero, ni nombre más común que el de Pedro. Por su parte, su apariencia física era tan común como su nombre, y su profesión: aparentaba tener cuarenta y cinco años, es decir, ni joven ni viejo; su contextura física era normal, delgado y de estatura media, no tenía ningún músculo marcado, aunque tampoco le sobraba piel por ningún lado, su pelo castaño oscuro estaba llovido por algunas canas, en fin, quien lo viera, lo juzgaría el ser más común y anodino que jamás haya visto.

Sin embargo el diablo tenía un poder infernal con el que podía manipular las mentes de las personas. Así que mientras que la mayoría lo vería sin apenas reparar en él, quienes cayeran bajo su hechizo serían poseídos por pensamientos y sentimientos que no venían de ellos mismos.

El diablo comenzó a divertirse

…..

Marta vivía en una de las casas que rodeaban la plaza de Oro Verde. Casi nunca salía del barrio, y no tenía vida social más allá de alguna reunión familiar, o una juntada con algunas amigas del barrio para tomar unos tragos. A sus veinticinco años, ya era toda una señora casada, y con dos hijos. A diferencia de la mayoría de las chicas del barrio, que se dejaban estar y no cuidaban su apariencia física una vez casadas o convertidas en madres, ella supo llegar a la adultez con el cuerpo envidiable. Era la princesa del barrio, muchos hombres se morían por llevársela a la cama, pero ella era fiel a su marido Claudio. Sólo le ofrecía su labios rojos a él, sólo él conocía su cabello negro despeinado, sólo a él le entregaba el culo hermoso que todos los hombres se daban vuelta a mirar, y sólo él tenía el privilegio de verla arrodillada con su carita de nena invadida por el miembro venoso, mientras ella lo observaba con esos ojos verdes, brillantes, tan inusuales en un lugar donde predominaban los iris marrones.

Como no conocía otra vida, estaba convencida de que era feliz. Acontecimientos como el primer día de jardín de su hija, o el festejo de navidad con su familia, tomaban dimensiones astronómicas, y dichos eventos iban a parar a un lugar privilegiado de su memoria. Es decir, a pesar de la pobreza y de no conocer lugares mejores que ese barrio atemporal, apartado de la tecnología y el arte, creía que tenía todo lo que necesitaba.

Pero un día conoció al diablo.

O mejor dicho, Marta conoció a Pedro, el nuevo almacenero del barrio.

Lo había visto llegar una tarde de otoño. Era un día particularmente lindo porque no hacía frío y las hojas marrones alfombraban las calles, creando un hermoso piso quebradizo. Ella tomaba mate en la vereda con su marido Claudio, mientras sus dos hijos correteaban alrededor. Mientras tanto, Pedro bajaba los muebles de la camioneta, lo hacía sólo, sin que nadie lo ayudara, y cuando debía descargar el ropero o la cama, le costaba mucho hacerlo. Sintió pena por él, pero más allá de eso, el nuevo vecino no le generó ninguna sensación en particular.

Un día notó que le faltaba leche en la heladera, y como no tenía ganas de ir al mercadito chino que estaba a tres cuadras, para buscar un solo producto, decidió cruzar la plaza, para ir hasta el otro lado y comprar en la nueva despensa.

Esa decisión arruinaría su vida para siempre.

El diablo estaba detrás del mostrador en su cuerpo humano. No había ningún otro cliente, por lo que Marta se alegró de poder volver rápido a su casa. No le gustaba dejar sólo a los nenes.

Pero cuando vio los ojos pequeños de don Pedro, sintió una sensación que creía imposible sentir, más aun viniendo de una persona que acababa de conocer: sintió que todo lo que había vivido hasta ese momento no eran más que sucesos insignificantes; sintió que su marido Claudio no era más que un hombre del montón, un tipo sin ninguna habilidad ni talento, y que nunca la mereció. También se dio cuenta de que ese barrio le quedaba chico, que el mundo era inmenso y quería conocerlo; y por algún motivo que nunca podría explicar, se convenció de que el único que podía sacarla de aquel lugar miserable era ese hombre que estaba del otro lado del mostrador.

— Que tal señorita ¿Qué necesita? — dijo don Pedro, y Marta pensó que le sacaba las palabras de la boca, porque era ella quien deseaba saber qué necesitaba Don Pedro, qué era lo que ella podía darle para que la saque de esa cárcel polvorienta y retrógrada.

— Le… leche — Dijo recordando lo que había ido a buscar, aunque ya no estaba segura de sí era eso lo que quería decir, porque la palabra leche le dio una idea, e inmediatamente se le plantó en la cabeza que don Pedro, aquel hombre de gestos parcos y de poco hablar, que sin embargo desbordaba carisma, necesitaba que le saquen la leche. Los pómulos de Marta se ruborizaron y sus piernas temblaron. Pero aquel desconocido pareció adivinar sus pensamientos, porque levantó la tabla del mostrador, y con un gesto le indicó que pase al otro lado a través el hueco.

Marta caminó hacia el diablo, feliz porque seguramente, si lo trataba bien, y le hacía las cosas que a los hombres les gustaba que le hagan, él la compensaría cumpliendo el deseo de escapar de ese lugar, que desde hace cinco minutos le parecía tan horrible.

Don Pedro le dio un abrazo paternal que provocó que temblara, pero esta vez no tembló sólo las piernas, sino que fue todo su cuerpo el que se estremeció en una convulsión incontrolable, mientras el corazón se aceleraba como nunca antes. Don Pedro le frotó la espalda con las palmas de la mano, y consiguió que se tranquilizara un poco. Entonces la agarró de la mano y se la llevó al fondo, donde estaba su casa, dejando el almacén sin nadie que lo atienda, lo que por supuesto, no le importó.

El cuarto no tenía más que una cama de una plaza, una mesita de luz, y un ropero. Las paredes estaban revocadas, pero sin pintar, por lo que el color gris de estas, más el color negro del piso, hacían de la habitación un espacio sobrio y aburrido. Pero para Marta era lo mismo que entrar a la suite presidencial de un hotel cinco estrellas. Se sintió la mujer más afortunada del mundo por estar encerrada entre esas cuatro paredes con el almacenero del barrio.

De repente se percató de que la ropa que llevaba puesta no era la indicada: un pantalón de jean comprado en la salada, y una remera gris que tenía desde la adolescencia. Pero solucionó ese problema en un segundo, poniéndose en bolas.

Don Pedro la observaba con una sonrisa sarcástica.

— Por favor Don Pedro, acérquese, quiero hacerlo feliz.

El diablo se le acercó, le acarició la cabellera negra con las yemas de los dedos y ese simple contacto la hizo mojarse.

Ella estaba sentada sobre el colchón, al borde de la cama. Don Pedro estaba parado frente a ella, seguía acariciando su cabellera cuando Marta estiró la mano para bajarle el cierre del pantalón.

— Por favor, necesito que me salve de este lugar. — Le dijo, con los ojos verdes más brillantes que nunca por las lágrimas que estaban saliendo.

Y entonces se metió el tronco grueso en la boca, y la masturbó y lo chupó con pericia, porque estaba segura de que de esa mamada dependía su fututo y su felicidad.

Le escupió el pene, mirando luego a Don Pedro, esperando su aprobación. y cuando vio que el almacenero sonreía con placer, escupió más, hasta dejarlo todo mojado. Luego empezó a jugar con su lengua, recorriendo todo el tronco con ella, masajeando luego el glande, dirigiendo su mirada verde a Don Pedro mientras lo hacía. Después hizo algo que nunca había hecho, pero que estaba segura de que a los hombres les encantaba: abrió la boca lo más que pudo y se metió el miembro hasta la garganta.

le producía arcadas, pero no le importaba, la cara de don Pedro le indicaba que estaba haciendo bien su trabajo, así que luego de respirar unos segundos, se atragantaba de nuevo con la verga demoniaca sintiendo como la cabeza gorda se frotaba con su campanilla. Al cabo de un rato don Pedro acababa en su cara dejando varios hilos blancos que pintaban el rostro.

Marta se pasó la mano por la cara, para limpiarse, y luego se chupó cada uno de sus dedos y se tragó hasta la última gota de leche.

Cuando terminó de hacerlo vio que don Pedro tenía en su mano un celular. “Cómo no se me ocurrió”, se recriminó Marta por no haber tomado ella misma la iniciativa de grabarse mientras se la estaba mamando al almacenero.

Marta se tiró a la cama, extendiendo su cuerpo a lo largo de ella. Abrió las piernas, y Don Pedro hizo una toma a su vagina acercando el celular, y luego lo alejó lentamente, mostrando nuevamente el cuerpo completo de Marta.

— Date vuelta —. Le dijo.

Ella obedeció, se puso boca abajo, estaba segura de que esa pose le iba a encantar porque su trasero era la mejor parte de su cuerpo, y no es que el resto no fuera atractivo.

Don Pedro le dio un mordisco al culo, y ella creyó sentir que un colmillo grande y filoso le pinchaba un glúteo. Un fino hilo de sangre empezó a recorrer la redondez de la nalga, entonces el diablo le dio una lamida y se la tragó.

Luego se puso en cuclillas encima de ella, la tomó de las caderas, a lo que ella respondió flexionando las piernas y levantando el culo. Fue ahí cuando sintió cómo el falo del almacenero la enculaba con violencia, introduciéndose hasta la mitad en el primer movimiento.

Marta gritó de dolor, sintiendo como se desgarraba por dentro. Cerró sus puños en las sábanas y mordió la almohada para reprimir sus aullidos, pero don Pedro, sin retroceder ni un milímetro el miembro, la ensartó por segunda vez, ahora sí, hasta el fondo, cosa que hizo que sus bolas chocaran con el culo de Marta.

Estaba grabando todo. Enfocaba al torso de Marta que se hundía en el colchón y no dejaba de largas sus gritos de sufrimiento. Luego apuntaba la cámara del celular al culo de: los glúteos estaban pegados a la pelvis de don pedro, y del ano, que estaba taponado por la verga del almacenero, salían hilos de sangre.

Pero aunque el dolor era insoportable, Marta estaba convencida de que haciendo lo que el hombre quería, obtendría lo que ella deseaba, que era, escapar de ese barrio miserable.

Lejos habían quedado los simples y gratos recuerdos que la llenaban de felicidad. Había caído ante el hechizo diabólico, y ahora su mente trastornada sólo interpretaba las cosas tal y como aquel diablo vestido de hombre lo disponía.

Don Pedro acabó adentro de ella. Sacó su miembro con la misma brusquedad con que lo había introducido, provocándole más dolor en el culo.

Una vez que acabó, se vistió y se fue a la parte de adelante para atender el local.

Marta apenas se podía sostener en sus piernas. Sentía como la sangre y el semen que le salía del culo recorrían su pierna. Se vistió, ensuciando su bombacha y pantalón. Caminó rengueando hasta la parte de adelante y cuando se cruzó con don Pedro, él la ignoró por completo, estaba atendiendo a otra clienta que ya estaba idiotizada ante la presencia del almacenero. No le importó, seguramente con todo lo que se dejó hacer, se había ganado el favor del hombre, seguramente él la sacaría de ese infierno.

Esas cavilaciones le parecieron lógicas y acertadas hasta que cruzó la calle. Una vez que empezaba a atravesar la plaza ya se sentía extraña, y el dolor en el culo resultaba insoportable. Caminó unos pasos más y se preguntó qué era lo que acaba de suceder. ¿Acaso se había entregado a un desconocido?, ¿O era todo una pesadilla?

Ciertamente se sentía como en un sueño, y lo que había pasado hace unos minutos lo recordaba en imágenes borrosas, pero aun así lo recordaba. Y el incesante dolor en el culo la convencía de que realmente no estaba soñando, porque ese sufrimiento era muy real.

Cuando llegó a casa se encontró con sus hijos.

— Que pasó que tardaste tanto mami. — Le dijo el mayor de ellos.

Entonces Marta se sentó, porque estaba confundida y mareada, y el culo lastimado le dolió más que nunca.

— Nada. — Dijo, preguntándose qué mierda se le había pasado por la cabeza para hacer todo los que hizo.

Se fue a duchar, se limpió bien todo el cuerpo, principalmente el culo. Se sentía más sucia que nunca. Pensó que debía ir al médico, seguramente tendría el ano fisurado.

Cuando salió, se encontró con su marido Claudio.

— Mi amor, saliste temprano del trabajo. — Dijo ella, sorprendida, y sintiéndose culpable por todo lo que hizo, y por los pensamientos negativos hacia él que la habían invadido hace un rato.

Claudio tenía la cara ensombrecida, ella nunca lo había visto así. Entonces le mostró la pantalla del celular.

— Todos en la fábrica estuvieron viendo este video. — le dijo.

Era el video que el almacenero acababa de grabar, se veía claramente cómo don Pedro le rompía el culo.

— Mi amor, yo…— Dijo Marta, pero Claudio había sacado una pistola del bolsillo.

“De dónde la habrá sacado, siempre odiamos las armas”, alcanzó a decirse Marta en su mente, antes de que sonaran dos disparos que le dieron en el pecho.

Mientras agonizaba, escuchó el tercer tiro y el cuerpo de Claudio cayó al piso muy cerca de ella.

Al final, se le cumplió el deseo de escapar del barrio, aunque en su último suspiro ya no le pareció una idea tan interesante.

El diablo se cobró sus dos primeras víctimas.

…..

Si Marta era la princesa de Oro Verde, Bety era la reina. A sus cuarenta años tenía todo en su lugar: su culo estaba bien parado gracias al ejercicio constante, su piel humectada de crema era demasiado perfecta para un barrio donde las manchas y las imperfecciones eran moneda corriente. Se vestía muy elegante, con una dosis justa de sensualidad, y le gustaba usar anteojos para el sol, lo que le daba un aire de misterio. El pelo rubio estaba perfectamente teñido, y había quien pensaba que se trataba de su color original, ya que combinaba perfectamente con su piel blanca. Cualquiera que no la conociera, y la viera por alguna calle del centro, nunca se imaginaría que una mujer tan elegante y sofisticada residía en ese barrio pobre del conurbano.

A diferencia de Marta, Bety estaba desencantada de la vida. Sus dos matrimonios fracasados la convencieron de que nunca sería feliz con un hombre, y el hecho de no haber podido terminar una carrera universitaria le hizo creer que nunca obtendría el trabajo que se merecía. Había aceptado el hecho de ser eternamente una secretaria, destinada a chuparles la pija a sus superiores para que se convenzan de que era una empleada realmente eficiente, cosa que de hecho era.

Su lindo culo le abrió muchas puertas, y gracias a eso pudo construir un lindo chalet, que parecía un castillo al lado de las casas de sus vecinos, y también pudo mandar a una buena escuela a su hija, ya que el padre, si bien no era rico, estaba en una buena situación económica.

Pero este éxito relativo no la llenaban, Bety nunca pensaba en lo que tenía sino en lo que le gustaría tener, por lo que siempre estaba insatisfecha.

Un fin de semana vino a visitarla su hija Magui. Vivía con su padre, y desde que cumplió los dieciocho años ya no la visitaba tan seguido. Era el único ser en el mundo que no trataba a Bety con esa admiración espontánea que despertaba su increíble belleza. Esto era porque la propia Magui rivalizaba con su madre en todo lo referente al atractivo femenino: Era una adolescente de pelo castaño, con la cara pintada por pecas, y ojos azules como su padre. Su trasero no era tan impresionante como el de su madre, pero igualmente hacía voltear a un montón de hombres cada vez que andaba por la calle. Nunca lo había dicho, pero Magui sentía vergüenza de que su madre viviera en Oro Verde, ese barrio le parecía un lugar olvidado por dios.

A pesar de la rivalidad natural que había entre dos hembras tan hermosas, se querían mucho la una a la otra. Bety disfrutó notar como, junto a su hija, se potenciaba el atractivo de ambas y llamaba la atención de todo el mundo en el barrio.

A la tarde fueron hasta el almacén de la vuelta, para comprar algo para merendar. Bety iba todo de negro, con un pantalón de jean negro bien ceñido y una camisa del mismo color; Magui vestía una vestido floreado con la espalda desnuda. Ambas tenían las uñas largas prolijamente pintadas. Eran una pantera y una gatita, dos felinas preciosas recluidas en el culo del mundo.

Habían pasado diez días del horrible asesinato y suicidio de Claudio Y Marta. En los vecinos todavía se notaba el aire lúgubre, pero aun así podían disfrutar del bello espectáculo que le regalaban madre e hija, mientras caminaban por las veredas rotas y desparejas.

En el almacén no había nadie, Bety se indignó al notar que ni si quiera había un timbre para llamar. No pensaba rebajarse a llamar a don Pedro a los gritos.

Todavía no lo conocía, porque a Bety le gustaba comprar la mercadería en los hipermercados del centro y rara vez se quedaba sin nada en la heladera. Pero le habían hablado de él. Las viejas chusmas del barrio lo consideraban un hombre ordinario que rozaba lo maleducado, según escuchó no era que haya tratado mal a alguien, sino que simplemente había algo repelente en él. También vio, en más de una ocasión, cómo el semblante de varias chicas jóvenes cambiaba cuando escuchaban el nombre de Pedro. Parecía que ese nombre le traía un recuerdo atroz a la mente.

Sin embargo nunca dio demasiada importancia a los chismes, sólo los escuchaba para luego descalificar mentalmente a sus vecinas, que en su mayoría eran amas de casas que no hacían más que chusmear y ver la novela de la tarde. Además no le temía a los hombres, al contrario, desde hace años que sabía utilizarlos para alcanzar sus objetivos, aunque claro, ella también era utilizada.

Don Pedro apareció, atravesando una cortina.

Y entonces tanto la voluntad de Bety, como los de su hija Magui quedaron sometidas a la presencia ordinaria del almacenero.

Bety pensó que si la esperanza estuviese personificada, sin lugar a dudas don Pedro sería el receptáculo del significado de esa palabra en toda su amplitud. Si hasta hace unos instantes predominaba en su cabeza la desesperanza y la resignación, ahora estaba convencida de que el mundo estaba lleno de cosas que estaban al alcance de sus manos. Ya no le parecía que era muy mayor para empezar una carrera, y estaba segura de que podría armar una empresa y ser mucho más exitosa que todos esos jefes a los que les mama las vergas cada tanto, para que no se olviden de lo útil que es.

Magui, por su parte, quedó petrificada ante la visión de aquel hombre canoso. El sentimiento que la invadió era equivalente al de las quinceañeras cuando conocen a la estrella de pop de la cual son fanáticas.

Un sentimiento de euforia se apoderó de ambas. Magui deseaba poseer a aquel hombre que le generaba esa fascinación que sólo recordaba sentir cuando Ricky Martin cantaba y bailaba en el escenario. Mientras que Bety había llegado a una conclusión similar a la que llegó Marta diez días antes, y es que estaba segura de que todos aquellos logros que deseaba alcanzar, sólo los conseguiría de la mano de aquel hombre que le contagiaba el sentimiento cálido de la esperanza. ¿Y cómo iba a hacer para que don Pedro la acepte y la acompañe por el camino del éxito?, sólo había una manera, haciéndolo feliz, cumpliendo todas sus fantasías.

Don Pedro levantó la tabla para dejarlas pasar y madre e hija entraron en fila india a las fauces del diablo.

Les abrió la puerta del mismo cuarto a donde había entrado Marta antes de morir. Don Pedro se recostó sobre la cama, mientras Magui y Bety lo miraban, expectantes, paradas al costado.

Pedro estiró la mano, como llamándolas.

Ambas se subieron a la cama y se acercaron a él gateando. Bety le bajó el cierre del pantalón, pero fue Magui la que le bajó el calzoncillo y descubrió el pene erecto.

Se lo llevó a la boca, mientras su madre le masajeaba las bolas. Magui saboreaba el líquido preseminal a la vez que degustaba el falo carnoso. Un impulso extraño se apoderó de Bety, y mientras su hija peteaba con hambre a don Pedro, puso su mano en las piernas de Magui. El contacto con la piel de su hija le pareció lo más delicioso que haya sentido. ¿Cómo no lo había hecho antes?, se preguntaba, mientras deslizaba la mano más adentro, pasando por debajo de la falda floreada. Cada centímetro que avanzaba era más rico aun, y cuando llegó a la parte más voluptuosa, es decir, cuando su mano se posó en el bello culo de su hija, su boca se hizo agua, y su bombacha se mojó por los flujos que ya estaban chorreando.

Magui gozaba de un placer idéntico cuando sentía las caricias de su madre mientras seguía lamiendo el miembro de don Pedro. De repente le pareció la mejor idea del mundo que su madre le diera un beso en las nalgas, y para su deleite, inmediatamente después de que esa idea le cruzara la cabeza, sintió el beso húmedo y ruidoso que Bety le propinaba en el glúteo derecho.

Don Pedro estaba contento, Bety estaba segura de eso, lo veía en la sonrisa morbosa que esbozaba mientras le chupaba el culo a su hija, ahora no cabía duda de que después de este día, el almacenero la aceptaría como mujer y la guiaría por el camino correcto, sólo él podía hacerlo.

Pedro agarró a Magui de su cabellera castaña, y eyaculó dentro de su boca.

— Convidale la leche a tu mami. — Le dijo, y Magui no dudó en hacer lo que el hombre que hace unos minutos se había convertido en su ídolo le pedía.

Se dio la vuelta, mientras Bety le daba un rico beso negro. Agarró el rostro de su madre y le besó los labios con dulzura, para luego abrir la boca y escupirle el semen que guardaba. Bety le devolvió parte de la leche mientras le masajeaba la lengua con la suya. Fue un beso largo, sucio y delicioso. Finalmente se tragaron el semen, y el sabor les quedó en el paladar.

Luego se acostaron al lado de don Pedro, y este fue poseyéndolas en turnos, mientras ellas se tomaban las manos, porque de esta manera sentían lo que la otra sentía. Es decir, mientras su madre era penetrada, Magui sentía el mismo goce que Bety a través del tacto de las manos.

Esta vez Pedro no se ensañó con el culo de ninguna de ellas, pero cada vez que acababa encima de las tetas de alguna de ellas, hacía que la otra lamiera el semen desparramado en la piel.

Ambas acabaron repetidas veces, de manera simultánea, mientras Pedro penetraba a una con su miembro y a la otra con sus dedos.

Nunca en la vida fueron tan felices como en ese momento.

De hecho, nunca en la vida volvieron a ser felices.

Una vez que terminaron de copular, mientras dejaban atrás el local y al mismo Pedro, el hechizo infernal se fue deshaciendo paulatinamente, tal como había sucedido con Marta.

En principio se sintieron confundidas, no terminaban de comprender qué era lo que acababa de suceder, y a medida que se acercaban a la casa de Bety, madre e hija fueron asimilando los hechos y se vieron invadidas por un ataque de repulsión como nunca antes habían sentido. Se quedaron quietas, en medio de la vereda, mirándose con incredulidad.

Magui entró a su casa, agarró las cosas que había traído y se volvió a la casa de su padre.

Nunca más volvieron a dirigirse la palabra. En este caso nadie murió, pero Bety perdió a su hija y Magui a su madre.

El diablo, lleno de júbilo, se seguía cobrando víctimas.

…..

A lo largo de dos meses el diablo se había llevado quince vidas y había arruinado otras tantas. Había comenzado una oleada de rumores alrededor de la despensa de don Pedro. Varias mujeres que fueron abusadas por él, se animaron a contar los extraños sucesos que ocurrían desde hace unos meses. Lo que primero fue tomado como relatos contados por una mente enfermiza, fue adquiriendo credibilidad a medida que eran más los afectados, y más voces se sumaban.

Ya era repetida la historia de que ante la presencia del almacenero, ciertas mujeres, principalmente las jóvenes y bellas, eran poseídas por pensamientos y sensaciones que le eran impuestas, y que no eran producto de su propia voluntad.

Algunos hablaban de brujería, otros de drogas, y no faltaba el que pensaba que se trataba de un extraterrestre que estaba experimentando con humanos, quizá pretendía engendrar muchos seres como él y destruir la raza humana.

Fuera cual fuese la hipótesis en que creían, todo el barrio estaba seguro de que la culpa radicaba en aquel almacenero que se había mudado hace poco a Oro Verde. Ya estaban hartos: hombres celosos habían matado a sus esposas, adolescentes vírgenes se habían enfiestado con don Pedro y luego habían caído en un pozo depresivo del que no podían salir, mujeres eternamente fieles se habían convertido en las putas más vulgares, y padres habían sodomizado a sus hijas para deleite del almacenero. Decenas de familias estaban destruidas.

Así que una tarde se reunieron en la plaza del barrio, frente a su local, para lincharlo.

La mayoría de los hombres creían, equivocadamente, que el hechizo sólo alcanzaba a las mujeres. Mientras que las féminas, por su parte, estaban seguras que estando a unos metros de distancia no podían caer en su poder.

Todos se equivocaban.

Si las mujeres sentían cómo se desvanecía el hechizo al salir del local, sólo era porque aquel diablo así lo quería. Y por supuesto que los hombres también podían caer ante su voluntad.

La muchedumbre se amontonaba en el centro de la plaza. Algunos hombres armados estaban en la línea de adelante, esperando a que salga el almacenero diabólico para acribillarlo a balazos. Estaban consumidos por la ira y la sed de venganza.

Entonces don Pedro salió a su encuentro. Era ciertamente un hombre común y corriente: Algo canoso, delgado, sin ninguna cualidad que lo diferenciara de otros tantos. La multitud explotó en gritos e insultos.

Pero entonces lo observaron con detenimiento.

¿De verdad aquel individuo insignificante era el causante de tanto mal? Lo que hasta hace poco era una realidad irrefutable, ahora ya resultaba poco probable en el mejor de los casos.

Los que habían caído en el hechizo en primer lugar, comenzaron a reírse sarcásticamente y a burlarse del resto de sus vecinos. Los que estaban un poco más lejos estaban confundidos, pero en seguida cayeron en la cuenta de que sólo en las películas sucedían cosas como esa ¿Un forastero causando la ruina a un barrio bonaerense? ¿Cómo se les había ocurrido semejante estupidez?, la televisión les había arruinado la cabeza.

Sintieron pena por aquel hombre solitario. Y luego la pena fue reemplazada por la admiración, porque había que tener mucho huevo para salir a enfrentar a una multitud enojada. Además, después de todo, qué tenía de malo que el tipo se cogiera a las esposas e hijas de todo el barrio, ¿acaso no era eso lo que deseaba todo el mundo?, y más aún, ¿Qué tenía de malo en hacer que padres e hijas, o hermanas y hermanos copularan?, seguramente esas personas tenían esas fantasías ocultas.

La multitud se estaba calentando, y no era el calor que producía la ira. Todos estaban excitados, y llegaron a la conclusión de que para demostrar su error, y al mismo tiempo conseguir el perdón del pobre don Pedro, debían desnudarse y saciar sus instintos más bajos. Así quedaría claro que el almacenero no era el responsable de las locuras de las personas.

Entonces se desnudaron todos, simultáneamente, dejando el montón de prendas desparramadas en la plaza. Los cuerpos se amontonaron, y resultaba difícil determinar dónde comenzaba uno y dónde otro.

Los ancianos se cogían a las adolescentes; los hermanos escogían a sus hermanas para copular; y lo mismo hacían los padres con sus hijas, y las madres con sus hijos, porque si bien podían elegir a cualquiera para alcanzar el éxtasis, su instinto les decía que sólo haciendo lo más socialmente censurable alcanzarían la plenitud.

Bety ya no tenía hija, pero tres hombres la rodearon y se la cogieron por cada uno de sus orificios. La tiraron al suelo rasposo, haciendo que sus rodillas se raspen mientras la enculaban una y otra vez.

En un banco de cemento, el ciruja del barrio le chupaba la concha a la esposa del pastor de la iglesia.

Sobre el pasto se revolcaba una maestra, con quien hace poco fuera el alumno que más dolores de cabeza le había generado.

Dos hombres se cogían a su prima de parados, y una abuela le chupaba la pija a los nietos, a quienes hace algunos años llevaba de la mano a la escuela.

La plaza se bañó se semen y fluidos vaginales mientras el diablo, en la piel de Don Pedro, cargaba sus pertenencias en el camión y se iba, muy lejos, a un pueblo del interior.

Fin.

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