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La Livi

En el cuarto piso del bloque de al lado vivían dos hermanos: el perro mocho y el moco tilín, apodos bastantes congruentes para quien los viera por primera vez, el primero parecía un perro pekinés y el segundo lucía un sempiterno moco verde que subía y bajaba en cada respiración. Tuvieron un hermanito que se cayó por la ventana y murió, por lo tanto no alcanzó a tener apodo. En el quinto piso, inmediatamente sobre los aludidos personajes y frente a la nariz de concreto, que era una niña con acné, vivía un sargento de carabineros, de prominente barriga, que mi padre con una agudeza de ingenio increíble bautizó como el panza de yegua.
Panza había procreado una hermosa criatura, la lolita mas exquisita del barrio, tendría entonces unos quince años, usaba su pelito corto, era pecosita, nariz respingada, blanquita, pero lo mejor, sin lugar a dudas era su potito, parecía hecho a mano por el mejor alfarero de la galaxia.
Siempre usaba unos pantalones ajustadísimos que nos dejaba sin aliento, se veía preciosa, cuando pasaba, le cantábamos a coro:
- pa-ti-pa-mi...pa-ti-pa-mi- siguiendo la armoniosa cadencia de sus glúteos. La Livi nos ignoraba completamente.
Es que también nosotros éramos unos patanes, después de jugar las infaltables pichangas, raramente hacíamos las abluciones de rigor para no perder tiempo y seguir peluseando y echando la talla y fumando desaprensivamente las cortas de los cigarrillos que encontrábamos en las cunetas. No impresionábamos a nadie y menos a la Livi, incitadora de nuestros mas febriles sueños eróticos sin que ella siquiera supiera de nuestra existencia.
Un día que nos protegíamos de la canícula bajo el solitario árbol frente al bloque, celebrando la ocurrencia del nancho y el chocolo que recién habían lanzado un gato del quinto piso, para verificar lo de las siete vidas.(el micifuz cayo parado y huyó para siempre). Nos desternillábamos de la risa con Juan Lucas, el tortuga, el car'e vieja y los lanza gatos, que últimamente se hacían llamar Sami y Deivis, cuando en lontananza vimos aparecer a la que nos quitaba el sueño, contoneándose sobre su nube luminosa. Nos sobamos las palmas lujuriosos. Poco antes habíamos tenido una batalla campal lanzándonos cáscaras de naranja por medio de un elástico estirado entre índice y pulgar a modo de honda. Se acercaba la Livi, la hembra perfecta, fruto del deseo. Nuestras miradas lascivas, devoradoras, hambrientas:
- pa-ti-pa-mi...pa-ti-pa-mi...
Descubrí la relatividad del tiempo, cuando en fracciones de segundo saqué el elástico de mi muñeca, cargué el arma con su proyectil cítrico, estiré la goma a su máxima tensión (no fue necesario apuntar) y disparé...
El sonido de la cáscara al desintegrarse en un cachetito de la Livi nunca lo podré olvidar mientras viva (nadie pudo testificar fehacientemente después si el glúteo mancillado fue el izquierdo o el derecho). Lo cierto es que dio como un saltito, perdiendo por un instante la armonía de su marcha, pero continuo indiferente al dolor con la dignidad de una reina, no se volvió, ni siquiera nos dijo unos garabatos, cosa que hubiéramos agradecido.
Mas tarde algún mitómano dijo que iba llorando, sin alterarse, que creyó ver una lágrima furtiva rodar por su mejilla pecosita. Nadie creyó esa versión aberrante. Otro dijo verla apretando los dientes para no expresar el dolor y la humillación. Otra farsa. En lo que si coincidimos fue en que la aparente sonrisa que ennoblecía su rostro al entrar a su edificio era un rictus de dolor y vergüenza.
De esa forma su provocador potito recibió el castigo que se merecía, a falta de la caricia para todos negada, salvo en nuestros acalorados sueños.
Me hice famoso, fue mi tarde de gloria, todos me felicitaban y asumían que la Livi era mía, me concedieron ese mérito por ser el que se había aproximado más a ella.
Después de este episodio glorioso continuamos nuestra rutina, fumando algún pucho, molestando a otras niñas, comparando potos (la Livi había dejado la vara demasiado alta), paso la vicha y la nariz de concreto y las ignoramos por irrelevantes, ni siquiera les tiramos un pedo.
A la hora del crepúsculo, volvimos a ver la muñeca sensual. Era otra mujer, tenía un dejo de tristeza en la mirada, pero también de decisión. Se acerco por primera vez a nosotros y nos miró de frente dejándonos petrificados y exclamó, dirigiéndose a mi:
- karate, quiero hablar contigo... (sabía mi apodo, que bien)
- oooooooh... (todos).
- ¿co-co-co-conmigo?-dedo índice clavándose en el esternón.
- si, acompáñame...por favor.
El corazón se había escapado volando de mi pecho y los testículos se alojaron violentamente en mi garganta, ahogándome. Estuve a punto de perder la vida. Me fui como un sonámbulo ebrio tras la Livi, ni siquiera me atrevía a mirar su culito primoroso...todos enmudecieron anonadados.
Al entrar al edificio de ella intenté una sonrisa tranquilizadora para mis amigos y saqué fuerzas de flaqueza para saludarlos levantando el dedo pulgar derecho. Gesto que derritió el hielo del momento y recibí una ovación y palabras de aliento:
-bien pelao, hueon...
-la cuevita del karate...cómetela ídolo...
-grande karate...
-karate - karate - karate (todos gritando a coro).
En el segundo piso la Livi me acorraló, casi empujándome con sus pechuguitas, que mis ojos, acostumbrados a idolatrar la parte posterior de su anatomía, recién consideraban en todo su esplendor. El macho indómito que hay en mi se sintió seducido y levante mi mano derecha intencionalmente a la altura de la barbilla para impresionarla con mis anillos de oro (uno de oro y rubí y el otro de oro macizo), que en realidad eran baratijas compradas en la feria libre, pero me hacían sentir importante.
Estaba muy nervioso pero tuve la suficiente presencia de ánimo para balbucear coqueto:
-¿para que me quería mi amorcito?
Fue la gota que rebasó el vaso. La recientemente taciturna Livi se transformó en iracunda y soez mujerzuela, meretriz del lupanar mas bajo y de su linda boquita fluyeron las vulgaridades más increíbles, combinaciones de garabatos que desconocía y aberraciones que nunca imaginé. Los ridículos anillos fueron descendiendo lentamente hasta alcanzar el bolsillo al igual que mi compostura mantenida a duras penas y sentí una terrible vergüenza. La Livi aguijonada por el dolor del cascarazo en su raja suelta, me volvía otra vez a insultar. Me subía y bajaba a chuchadas la pecosa de mierda, cuando yo creía que estaba suficientemente vengada y lo único que deseaba era escapar de las garras de esa arpía... ¿como supo que fui yo el de la certera puntería?-¿donde aprendió esa belleza semejantes barbaridades? ¿cuando terminaría esta pesadilla?.
Después de un tiempo que considere una eternidad (supe que el tiempo a veces también pesa), la Livi se dio por satisfecha y me dejó en paz y en libertad. Salí de su lado como perro apaleado. Sus tetas subían y bajaban por la agitación, las orejas me ardían como ascuas. Y entonces le grité, inexplicablemente, desde una distancia prudente:
-¡chao mijita rica! y baje corriendo las escaleras como alma que se lleva el diablo. Antes de salir del edificio, respiré hondo, muy hondo. Me aguardaba un postrer esfuerzo, el más difícil...
Salí riendo con los brazos en alto, buscando a mis amigos que me esperaban ansiosos, expectantes, ávidos...
-¿y? … ¿como te fue?
-ya poh pelao maricón cuenta...
-¿te la comiste? - ¿es muy caliente? - ¿es rica? - ¿le agarraste el poto? - inquirían todos a la vez.
-ya poh hueon...
Tragué una saliva amarga, supongo que era mi propia hiel y sentencié con voz de ultratumba:
-la tengo loca a la hueona...
Datos del Relato
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