ROBERTO & ROSITA
Las tardecitas en el café, llevaban a Roberto a interesarse cada día más por las mujeres que pasaban ante la vidriera y una tarde comenzó a prestar atención sobre una chica a quien veía pasar demasiado seguido. Comparada con su novia, era un escracho, pero tenía algo felino en la forma de caminar y había detectado en su arrogante mirada ausente una chispa de reprimida sexualidad.
Decir un escracho no quiere decir que fuera fea, sino que aparentaba ser de esas muchachas que en pleno desarrollo, tratan de esconder, a veces encorvándose, los atributos con que las ha beneficiado la madre naturaleza. Pero en su caso, el cuerpo de quinceañera delgadez dejaba adivinar la solidez de sus limoncitos y los glúteos abultaban tal vez un poco demasiado por debajo de las faldas veraniegas, es decir; era decididamente culona. El pelo castaño estaba recortado en una melenita que no alcanzaba a los hombros y su cara tenía un equilibrio que la hacía atractiva.
Con esa obsesión de cuando los hombres se encaprichan con una mujer, consiguió averiguar que vivía en una calle cortada a la vuelta del café y era profesora de piano. Inmediatamente le vino la vocación musical y, haciéndose el tímido, fue a averiguar si aun tenía edad como para aprender.
La lánguida indiferencia con que ella se mostraba en la calle, en su casa adquiría esa seguridad de quien se sabe capaz. Tratándolo como si fuera mucho mayor que él, le aseguró que la música no tenía edad y que si uno poseía la vocación necesaria era capaz de aprenderlo todo. El discursito le pareció correcto, sobre todo si tenemos en cuenta que su plan no era precisamente convertirse en concertista.
Como él alternaba la atención del negocio con unas horas en las que trabajaba en una agencia de publicidad, convinieron que los miércoles, el único día en que tenía la tarde libre, era la ocasión oportuna para los dos, ya que ella no tenía otros alumnos.
A las cuatro de la tarde, concurría puntualmente para someterse a los aburridos y fatigantes solfeos que asimilaba con relativa facilidad, pero que le permitieron ir estableciendo con Rosita una corriente de simpatía. Cada día más, perdían el tiempo intercalando conversaciones sobre ellos y de esa manera se enteró que tenía diecisiete años, que no tenía novio ni nunca la había tenido, que no concurría a bailes o fiestas y era hija única de una mujer viuda que trabajaba de maestra.
Esa confianza lo llevó a confesarle que en realidad sólo quería aprender a tocar algunos temas de jazz como para impresionar sus amigos y amigas y ella accedió a enseñárselos con cierta reticencia, como si estuviera traicionando sus propias convicciones musicales. Después que él comprara las partituras necesarias, ella se sentaba a su lado en la larga butaca frente al piano e iba indicándole con sus manos las distintas posiciones de las suyas para conseguir los acordes básicos y luego el fraseo de la melodía.
Como verdadero amante del jazz, conocía esas canciones de memoria y, con un poco de concentración y habilidad, pronto estaba sacando temas completos para la satisfacción de su profesora, que veía en él a un aventajado y consecuente alumno. Al cabo de dos meses, había tomado nota de cómo era la casa y cuáles eran los horarios de su madre, estando seguro que nunca arribaba antes de las seis de la tarde.
Las mujeres de esa época no andaban exhibiendo su cuerpo y era muy raro verlas con ropa de entrecasa. Sin embargo, Rosita debía considerarlo de confianza y el severo “uniforme” de profesora, con blusa de mangas largas, falda estrecha hasta debajo de la rodilla y cerrados zapatos de tacón bajo de los primeros días, fue reemplazado por ropas más acordes con su edad y el creciente calor de noviembre.
Aquella tarde la temperatura era sofocante y ella lo recibió vistiendo una solera acampanada que dejaba al descubierto sus hombros, ya húmedos por una pátina imperceptible de sudor. Sentados lado a lado, el calor hacía que al rozarse, sus brazos transmitieran la temperatura real que, por lo menos en él, estaba fogoneada por el deseo.
Ambos presentían que algo estaba por suceder y, en medio de cierta incomodidad no habitual, hacían de cuenta que no pasaba nada pero, fortuita o intencionalmente, una partitura cayó bajo el piano; cuando ella se inclinó a recogerla, no pudo contenerse y la abrazó por detrás, atrayéndola contra su pecho.
Rosita no hizo ningún escándalo ni trató de desasirse violentamente. Con su voz calmada pero severa de maestra, le pidió por favor que no le hiciera daño y que tuviera en cuenta las consecuencias posibles de esa acción. A él no le interesaban en absoluto las consecuencias ya que no tenían otra relación que la de alumno y profesora y, además, sabía que su madre ignoraba su edad, ya que todos sus discípulos eran nenes y nenas del vecindario.
Por otra parte, estaba tan seguro de sus dotes de seducción y de que esta virgen de barrio jadeaba de hambre por aquello que decía desconocer, que hizo caso omiso a sus pedidos y estrechándola aun con mayor fuerza, atrapó sus senos para notar que debajo del vestido la presencia del corpiño no era un estorbo. Hundiendo la boca en su nuca, besó repetidamente el cuello, olisqueando con ansiedad detrás de las orejas.
Sus negativas tenían esa falta de convicción de quien está deseando lo que niega y, físicamente, no hacía nada por desprenderse de su abrazo. Entonces, él llevó sus manos a escarbar dentro del escote para, omitiendo la presencia de un pequeño corpiño no demasiado armado, tomar posesión de los senos turgentes. Duros y empinados como dos naranjas de ombligo, en su vértice se erguía la protuberancia de pequeños pezones que, el menor roce de los dedos, provocaron en ella la conmoción de un estremecimiento.
Balbuceando ininteligibles palabras suplicantes, permanecía laxamente entre sus brazos y, decidido a llevar su atrevimiento hasta lo último pero tratando de no asustarla para que aceptara paulatinamente ese franeleo que terminaría definitivamente en una violación, consentida, pero violación al fin, la acunó suavemente mientras sus manos tranquilizaban el torso convulsionado con suaves caricias.
El murmullo aprensivo fue convirtiéndose en un cálido ronroneo hasta que, finalmente, acompañó a sus manos con las suyas y cuando la dio vuelta, su boca aceptó desmayadamente el roce de los labios. Evidentemente, ella deseaba perder su virginidad y sólo el mandato cultural la obligaba a esa abstinencia estúpida. Como un capullo abriéndose ante los rayos del sol, la boca se dilató dúctilmente ante la presión de sus labios y cuando ejerció una leve succión, respondió con la ternura de una niña.
Morosamente, sin apuro alguno, la fue introduciendo a la dulzura del beso, aleccionando silenciosamente a sus labios en repetidos intentos en los que ella demostraba su facilidad para el aprendizaje. La excitación parecía ir dominándola y pronto era ella quien le aferraba la cara entre sus manos para competir con él en la prodigalidad de los besos. Las manos que la sostenían por la espalda, acudieron a su pecho para desabotonar la pechera del vestido y, en medio de su tan melindrosa como inútil negativa, pidiéndole que bajara sus manos un instante, lo deslizó hasta la cintura.
Incitándola a que volviera a besarlo, la llevó nuevamente a un clima de excitante sensualidad y, sin que siquiera intentara protestar, desabrochó el corpiño para dejar en libertad los senos. La vista de esas pequeñas esferas temblorosas lo arrebató y la boca bajó presurosa a su encuentro. Su experiencia le había enseñado con qué cosas disfrutaban las mujeres y conocía cuan sensibles eran las aureolas y los pezones.
En tanto que la mano derecha masajeaba blandamente la elasticidad de las carnes, su lengua serpenteó sobre el otro pecho, distrayéndose en el rosado redondel de la aureola y fustigando al leve botón de la mama. Aquello puso en evidencia el alcance de su castidad, ya que esos chupeteos y lamidas la hacían estremecer toda mientras de su boca escapaban hondos suspiros satisfechos alabando a media voz la hermosura de lo que le estaba haciendo.
En la medida en que ella manifestaba su entusiasmo, él incrementaba la actividad de manos y boca, alternando de un seno al otro, profundizando con vehemencia la colaboración de los dientes en tenue roer y la acción de sus uñas martirizando al ahora crecido pezón.
Paulatinamente la había ido recostando a lo largo del asiento y la otra mano se aplicó a hacer descender al vestido arrollado hasta que las rodillas dobladas se lo impidieron. Trepando a lo largo de los muslos, comprobó la humedad que mojaba la entrepierna de la aterciopelada bombacha de satén y, escalando sobre la prominencia de una leve pancita, llegó hasta el elástico de la prenda.
Rosita presentía que sus dedos estaban haciendo algo no permitido en una zona vedada por su doncellez y entonces - sin demasiada convicción -, en medio de protestas sollozantes, sacudía sus caderas como tratando de evadir lo inevitable y, cuando los dedos penetraron por debajo del elástico escurriendo hasta encontrar la velluda alfombra del pubis, le pidió llorosa que no la forzara pero sin dejar de acariciar su cabeza.
Como esa no era su intención, sino llevarla a un estado en el que ella misma le reclamara por sexo, hizo que los dedos se deslizaran sobre la húmeda superficie de la vulva que, apretadamente, se negaba al contacto. Y, sin embargo, aquellas caricias parecían excitarla tanto que, acompañando a sus gemidos gozosos, la pelvis imitaba instintivamente a un imaginario coito.
Esa reacción favorecía sus propósitos y, acompasadas al rítmico empuje de las caderas, las yemas de los dedos estimularon la pequeña excrecencia del clítoris en lento restregar y, casi imperceptiblemente, se introdujeron entre los labios para sentir el caldoso jugo del óvalo y descender hasta la oscura caverna vaginal, desde donde, tras rodearla en leve roce, incursionaron sobre el breve tramo del perineo y descubrieron la férrea resistencia del ano.
Temblorosa como una niña y en medio de verdaderos gimoteos con lágrimas reales escurriendo por sus mejillas, le rogaba, le suplicaba que no le hiciera perder su virginidad, pero esas manifestaciones se contradecían con lo que expresaba su cuerpo. Tras rozar en cálidos círculos en derredor a los esfínteres, la mano ascendió hasta el fin de los labios e ignorando la palpitante apertura vaginal, se introdujeron al precioso óvalo en vigoroso estregar, rastrillando la masa informe de retorcidos pliegues carnosos.
Ella ya no ocultaba el evidente placer a que la estaba conduciendo y se limitaba a esperar con quejumbrosos gemidos. Levantándose y sin darle tiempo a reaccionar, se arrodilló entre sus piernas para terminar de sacar el vestido y la bombacha por los pies. Asiendo las piernas que estaban a cada lado de la banqueta, las abrió y hundió la boca en el sexo que, como esperaba, estaba brillantemente barnizado por sus jugos.
Eso constituía una novedad total para la muchacha, quien, asombrada aparentemente por la suavidad de la caricia, arreciaba con sus exclamaciones complacidas sobre lo lindo que le resultaba aquello. Cimbrando como la de una serpiente, la lengua tremoló sobre la ya evidente hinchazón del clítoris mientras los índices de sus manos separaban un poco rudamente los labios de la vulva.
El gusto de ese sexo “a estrenar” tenía más reminiscencias a orines y mar que a los sabores a que estaba acostumbrado en otras mujeres y, sin embargo, eso mismo fue lo que terminó de excitarlo. Todo en ese sexo parecía reducido y el óvalo era una pequeña concavidad en la que apenas se distinguía la apertura de la uretra. Los pliegues que lo circundaban estaban poco desarrollados y asomaban escasos con tímidos frunces carnosos que se prolongaban hacia arriba para formar la arrugada capucha de un clítoris que no abultaba más que la punta de una bala.
La lengua tremoló en la oquedad y sí, el clásico sabor agridulce de las mucosas le hizo recobrar la esperanza de un buen sexo. Combinando la actividad de manos y boca, dedicó los pulgares a macerar cada línea de fruncida carne mientras los labios chupeteaban apretadamente al clítoris, que azotaba alternativamente con la vibración de la lengua.
Inconscientemente, Rosita apretujaba con las manos sus senos y el cuerpo ondulaba para acoplarse a la cadencia de la boca. El estaba seguro que esa muchacha con cuerpo de mujer e ignorancia de niña, no sabría discernir en qué momento la alcanzaría su orgasmo ni mucho menos distinguirlo de una mera eyaculación.
Jugándose el todo por el todo y sin dejar de trabajar con la boca, hurgó delicadamente en la apretada caverna de la vagina, comprobando como se ceñía inconscientemente ante el contacto y colocando en boca de la muchacha una repetida y lloriqueante negativa a ser penetrada. Tierno de toda ternura, lentamente, poco a poco, la punta de un dedo fue penetrando la carne que, mansamente, fue cediéndole el paso. Hasta el momento no se había enfrentado a una verdadera virgen y, realmente, no sabía a que atenerse pero, a poco de entrar, se enfrenté a una elástica resistencia como la de una delgada película de polietileno.
Suponiendo que debía de tratarse del mentado himen y, ante el respingo de Rosita, empujó suavemente mientras ella envaraba el cuerpo al tiempo que lanzaba un dolorido gemido; lentamente, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, traspuso esa barrera sin otro tipo de manifestación. Habituado a masturbar mujeres, su dedo sabía en dónde buscar sus respuestas y, curvándolo en un gancho, escarbó en la parte superior del interior en demanda de la callosidad que años después se conocería como el punto G, mientras del sexo manaban jugos con rastros sanguinolentos.
Ella ya no manoseaba los pechos, sino que aferraba su cabeza con las dos manos, apretándola con una fuerza inusitada contra el sexo al tiempo que dejaba escapar grititos de desesperación y sorpresa, combinados con repetidas exclamaciones de placer que insólitamente alternaban entre la negativa y los desesperados asentimientos. Tuvo que esmerarse en encontrar el bultito apenas insinuado y, empeñando toda la sutileza de su yema, excitarlo hasta que lo sintió convertirse en una prominencia importante.
Ya ella no ocultaba el tremendo goce que estaba obteniendo y su pelvis se alzaba en espasmódicos remezones que estrellaban su zona lumbar contra el asiento, en tanto que de su boca surgían repetidas e histéricas aprobaciones. Uniendo al dedo un segundo, la fue penetrando con ellos en un cadencioso vaivén que aceleraba su ritmo conforme ella evidenciaba estar próxima a su primer orgasmo y cuando, paralizada por la contundencia del éxtasis, alzó las caderas despegándolas del asiento, sintió correr entre los dedos la líquida impetuosidad de su eyaculación.
Besándola tiernamente, la acunó en sus brazos mientras aun continuaba conmovida por su primera acabada y de su sexo aun rezumaban los fragantes jugos que expulsaba el útero en convulsivas contracciones. Lentamente, fue calmando su inquietud para conducirla a confesarle con mimosa turbación cuanto la había satisfecho ser desvirgada de esa manera.
Muy sutilmente y como no le había confesado a su madre tener un alumno de esa edad, la convenció de no hacer conocida su incipiente relación, puesto que la suspicacia de la mujer seguramente la llevaría a suponer que ella podría perder la virginidad a sus manos y prohibir la continuidad de las clases. Convenido que eso era lo menos deseado por ambos y como si hubiera tomado una decisión definitiva, Rosita lo tomó de la mano para llevarlo a su cuarto.
Tendiéndose atravesada en la cama, lo incitó a hacerlo junto a ella y, cuando lo hizo, rodó sobre él para abrazarlo y estampar un beso ansioso en su boca. Rápidamente y en tanto se enfrascaban en un vórtice de besos apasionados y lambetazos a sus cuellos, buscando la hendidura entre los glúteos, separó las nalgas para dejar a los dedos deslizarse en ella hasta tomar contacto son su sexo, estimulándolo suavemente. Aferrándose a sus hombros, ella restregó su sexo contra el abultamiento de la entrepierna en una provocadora imitación a un coito.
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Aunque ella pareció esbozar una protesta cuando en medio de la batalla de lenguas y labios en que estaban empeñados, él condujo su mano a la entrepierna y rozó delicadamente la superficie del miembro aun tumefacto sin hacer manifestación de disgusto alguno. Guiándola con la suya, hizo que envolviera al tronco imprimiéndole un delicado movimiento masturbatorio, con lo que la verga fue adquiriendo volumen y, cuando estuvo satisfecho con el tamaño, dejó de besarla para intentar que bajara su cabeza hacia el pene.
A pesar de su voluntad, el asunto parecía chocarle y apartó la cara cuando intentó rozar sus labios con la verga. Diciéndole mimosamente que no fuera mala y que él se lo había hecho a ella sin protestar, la indujo a que siguiera acariciándola entre sus dedos, incitándola para que tan siquiera la lamiera. Era indudable la repulsa que la verga le producía pero, remisa y lentamente, como quien prueba un cucurucho de un gusto desconocido, fue pasando la lengua suavemente a todo lo largo del miembro.
El se había lavado cuidadosamente antes de salir de su casa y no había en la entrepierna olores o sabores extraños y, tal vez, eso la hizo poner entusiasmo en la lamida. El guiaba sus manos en la caricia al miembro y los testículos, alentándola para que incrementara el lengüeteo, cosa que pareció ir excitándola y pronto los labios acompañaban a la lengua, besando y chupeteando.
Al ver su natural aceptación, se quitó los pantalones y el calzoncillo, haciendo que ella se colocara al sesgo y sus manos se dirigieron a acariciar y estrujar sus pechitos y, mientras él maceraba entre índice y pulgar los diminutos pezones, le rogó que se la chupara. Ella primero recorrió toda la superficie del glande con su lengua y luego, penetró apenas sus labios entreabiertos con la punta ovalada, murmurando que era muy gruesa para su boca. Paulatinamente, de esos pequeños chupones fue pasando a una dilatación cada vez mayor de la boca para que pronto todo el glande desapareciera entre los labios y ella incrementara la intensidad de la chupada.
Notando que su excitación era la que la llevaba a responderle efusivamente, no sólo estrujó entre los dedos a la mama, sino que la sometió a un duro retorcimiento que fue incrementado por la adición de las uñas. Instándola a chupársela más y mejor, inició un movimiento ondulatorio de la pelvis y, casi imperceptiblemente, gran parte de la verga fue entrando y saliendo de la boca como si fuera un sexo. Esos remezones verdaderamente la ahogaban y, venciendo a las náuseas, volvió a tomar entre sus dedos al tronco, llevando la boca hasta el mismo nacimiento, dejando a los labios la tarea de envolver verticalmente parte de la verga y de esa manera inició un periplo ascendente y descendente que competía con la masturbación.
Aunque una de sus mayores satisfacciones era ver como el semen caía en la boca para ser tragado por las mujeres, Roberto no estaba dispuesto a desperdiciar tan pronto sus reservas espermáticas y, pidiéndole que se detuviera, la hizo recostar en la cama. Esta vez la que temblaba, no de miedo sino de deseo, era ella y, diciéndole que abriera las piernas, se colocó arrodillado entre ellas. Encogiéndoselas hasta que las rodillas quedaron a ambos lados de su cuerpo, tomó la verga con una mano y la acercó a la estrecha apertura vaginal.
Ella lo miraba con los ojos tremendamente abiertos y, esperando vaya a saber Dios qué, se asía con las manos al borde de la cama. Su falo nunca había sido una cosa impresionante, apenas algo más de diecisiete centímetros que, utilizados con cierta maestría, le dieron más satisfacciones que fracasos. Claro, para una vagina que aun conservaba vestigios de un no destrozado himen y de haber sido dilatada sólo por dos dedos, la penetración debe de habérsele hecho insoportable.
Los dedos engarfiados sobre la colcha blanqueaban en los nudillos y ella, levemente apoyada en los codos, alzaba el torso expectante con la boca entreabierta en un grito mudo pero, en la medida en que el falo penetraba centímetro a centímetro, fue cerrando los ojos al tiempo que la cabeza caía hacia atrás y, cuando esta se apoyó contra la cama, inició un meneo desesperado. Junto al ronco bramido que brotaba del pecho, sus dientes se hundían en el labio inferior como expresión silente del sufrimiento que padecía.
Aquella situación era nueva también para él y el saber que estaba cometiendo una violación, ponía en su mente los más infames pensamientos. Colocando las manos en la parte posterior de sus rodillas, separó aun más las piernas y, al sentir como la cabeza de la verga golpeaba contra la estrechez del fondo, inició un lentísimo movimiento hacia atrás hasta que el miembro abandonó totalmente la vagina.
Un sonoro y profundo suspiro aliviado suplantó al bramido pero cuando volvió a introducir al pene, el gemido dolorido ocupó nuevamente su garganta. Su propósito era que las carnes fueran adaptándose a la presencia del pene y repitió esa operación unas cinco o seis veces, hasta que la respuesta natural del organismo fue cubriendo al canal vaginal de espesas mucosas que lubricaron el tránsito y entonces, la cópula fue adquiriendo un nuevo ritmo.
La verga se deslizaba cada vez con mayor comodidad en el tubo carnoso y ella intercalaba los gemidos y suspiros con apasionadas palabras en las que le expresaba cuando le gustaba. Estirando una de las piernas contra su pecho, él le dio un nuevo ángulo a la penetración y aquello provocó que Rosita estallara en gozosos ayes, entrecortados por la violenta intensidad con que su pelvis se estrellaba contra el sexo.
Ahora, experto y novata, se encontraban inmersos por igual en la profundidad del goce más primitivo y ella ya no sólo no se quejaba sino que lo alentaba con impensada lujuria a que no cesara en la cópula, proporcionándole aun más placer de la forma más intensa posible.
Impresionado por el grato descubrimiento de que la casta muchacha era -como todas las mujeres - una prostituta reprimida, la acercó al borde de la cama al tiempo que la colocaba de costado. Parándose junto al lecho, le hizo sostener las piernas encogidas contra el pecho y así, introdujo totalmente la verga en un ángulo que volvió a poner expresiones de sufrimiento en su boca. Con las piernas flexionadas, se daba impulso para hamacarse y dar a la penetración una cadencia infernal que, verdaderamente cobró carácter de tal cuando la incitó a arrodillarse y, tomándola por las caderas, estrelló sonoramente el cuerpo contra sus nalgas.
El sentía como el falo terminaba de destrozar sus tejidos y empujó su cabeza hacia abajo para que la grupa se elevara aun más. A pesar del dolor que seguramente sentía, Rosita meneaba las caderas y de su boca salían las más salvajes expresiones de placer para expresarle cuanto le gustaba aquello y que le diera mucho más. Todos sus sentidos estaban exacerbados y los glúteos separados le permitieron observar como los oscuros frunces del ano se dilataban y contraían al compás de sus embates. Fascinado, dejó que un dedo pulgar abrevara por un momento en la vagina para que, arrastrando sus jugos, estimulara los esfínteres palpitantes y, lentamente, sin ejercer violencia alguna, los fuera dilatando y penetrara en toda su extensión.
Ciertamente, el coito parecía haber terminado de despertar la sensibilidad en la otrora cándida jovencita, puesto que su boca no profería las sufridas negativas que hubiera supuesto sino que expresaba el contento que esa nueva penetración le daba, alabando sus habilidades amatorias para conseguir que no le doliera con soeces expresiones que no hubiera siquiera imaginado que conociera.
Esa actitud fue la que lo sacó de quicio y, sacando la verga de la vagina, mojada aun por los caldos glandulares que la cubrían, apoyó la punta contra el ano y empujó. Esta vez el grito no pudo ser contenido pero no para proferir una sufrida protesta sino para asentir fervorosamente a la penetración que, para su sorpresa, se produjo sin que la tripa ofreciera la menor resistencia. Poniendo un pie sobre la cama, obtuvo la palanca necesaria para impulsar su cuerpo con mayor fuerza y, aferrándola con las dos manos por las caderas, inició una sodomización que provocó en ella una complacida reacción, propulsando al cuerpo apoyado en los codos hacía él para hacer más profunda la intrusión.
La lisura del recto hacía que el falo se deslizara sin inconveniente alguno como si se tratara de un elástico caño de carne hasta que la pelvis se estrellaba chasqueante contra las nalgas y los testículos golpeaban contra su sexo. El goce verdadero había domeñado a la exaltación salvaje y los gritos fueron reemplazados por mimosos murmullos de asentimiento y encendidas palabras de amor. La cópula se hacía alucinante y, de alguna manera instintiva, ella debió de sentir como la satisfacción la alcanzaba. Anunciándole en medio de sus contenidos rugidos que se moría, acrecentó el choque de su grupa alzada contra el cuerpo. El también estaba a punto de acabar y entonces, retirando el falo del ano, la empujó de costado sobre la cama para derramar en su cara y boca el torrente espermático.