Parada sobre la alta y empinada barranca del río, Oxana veía pasar la jangada desde la cual se despedía con la mano su marido. La enorme almadía de grandes troncos prolijamente agrupados, la mayoría de los cuales él había derribado personalmente, pasó lentamente para luego perderse en una curva del ancho, desmesurado río.
Resignada y dispuesta a esperar los cinco largos días que mensualmente le llevaban la entrega de los troncos en el aserradero, volvió sus pasos al minúsculo rancho. Después de cruzar el polvoriento y solitario camino de tierra roja, comprobó que sus dos hijos dormían, protegidos del calor por la umbría techumbre de palma del alero.
Mientras iba juntando las cosas para amasar, no pudo menos que pensar en los extraños designios del destino; sólo diez años antes, aun correteaba por las calles de su aldea que, aunque pequeña, era confortable dada su proximidad con Moscú. A poco de la caída de la Unión Soviética, su padre encontró la manera de emigrar y habían recalado en Buenos Aires. La ciudad del tango y la situación económica en general del país no eran propicias para los propósitos comerciales de don Iván y, finalmente, habían recalado en aquel pueblo de Misiones que era una melange de polacos, judíos, rusos, ucranianos y alemanes con los naturales del lugar y algunos brasileros.
Cuando se instalaron en Misiones aun no conocía a su marido y fueron unas amigas de su madre las que oficiaron de celestinas. Sasha había deslumbrado a esta aprendiza de solterona que, a los veintitrés años no sólo era virgen sino que no había conocido a pretendiente alguno e ignoraba todo lo que tuviera que ver con las relaciones entre hombre y mujer. Alto, enjuto, membrudo y fuerte, el georgiano impresionaba por su parca seriedad, propia de hombres mayores. Sin mucho protocolo, casi como si fuera una transacción comercial, él le explicó que andaba necesitado de mujer y le propuso matrimonio.
Seis meses después se convertía en su marido y, aun viviendo en casa de sus padres, comenzaba a trabajar en el almacén de ramos generales de don Iván. Aunque tenían muchas cosas en común, sus costumbres y cultura eran diametralmente opuestas y, tras varios encontronazos, Sasha decidió aceptar el trabajo que le ofrecían en un aserradero. Cuando Oxana vio la pobreza del minúsculo rancho empequeñecido por las altísimas palmeras que lo rodeaban, juzgó que el destino esta vez le había jugado una mala pasada. A quince kilómetros del pueblo, sólo la vista del majestuoso río y los ocasionales usuarios del solitario camino la consolaban.
El cariño, si no el amor, había consolidado a la pareja, tanto que en estos tres años habían nacido Alma y Jacinto, este hacía apenas tres meses. A pesar de su edad los dos habían llegado vírgenes al matrimonio y el lento, primitivo, casi animal aprendizaje sexual los dejaba, a su entender, satisfechos y de seguir así, continuarían poblando el rancho.
Tal vez por su origen cultural o por su ignorancia, los temas sexuales no entraban en sus conversaciones y las cosas solamente sucedían al imperio de atávicos llamados de la sangre. A ella le hubiera gustado disfrutar un poco más los restos de juventud que aun le quedaban dando rienda suelta a instintivas sensaciones que se manifestaban en su cuerpo y las extrañas fantasías que entre cópula y cópula rutinaria despertaban en oscuras regiones de su mente, muy lejanas a la conejil posesión de su marido y que ella se sentía capaz de realizar y disfrutar.
Sin embargo, las cosas estaban planteadas así y, entre los días en que su marido permanecía en el monte derribando árboles con su motosierra y los viajes de la jangada, sus oportunidades de disfrutar sexualmente con aquel hombre al que deseaba con desesperada calentura se esfumaban con la cotidianeidad de la rutina.
Mientras los niños dormían con esa profundidad en que sólo los bebés pueden hacerlo, comenzó a preparar los bollos para el pan que luego cocinaría en el horno, ya atiborrado de la excelente madera del lugar. En la medida en que amasaba, una especie de euforia natural la llevaba a canturrear canciones de la tierra lejana y a sobar la masa con una fortaleza que se evidenciaba en cada golpe con que la estrellaba contra la rústica madera de la mesa temblequeante.
Lentamente se iba cubriendo de un abundante sudor que ella sentía deslizarse en diminutos arroyuelos entre sus senos desprovistos de corpiño y por el interior de sus muslos. El cosquilleo de esas gotas aumentaba la ansiedad sexual no asumida ni menos confesada de la mujer que, casi como en una vindicta personal, descargaba en la masa sus urgencias más íntimas y profundas al tiempo que, abriendo las piernas, dejaba que la brisa refrescara su vértice.
Oxana era un típico exponente eslavo. De más de un metro setenta y cinco de estatura, en su rostro armónico se destacaban la belleza de sus ojos grises casi glaucos, sus anchos pómulos, los dilatados hollares de la nariz y principalmente, su boca, grande, sensual, de labios plenos, mórbidos y naturalmente rojos. El lacio cabello rubio caía en cascada sobre la espalda y su cuerpo mostraba en general un principio de opulencia que con los años, seguramente se transformaría en obesidad. Sus grandes senos pletóricos de leche, tentadores y desafiantes, desbordaban oscilantes el amplio escote de la blusa y su grupa denotaba una solidez prominente que casi la emparentaba con algunas negras de la zona.
Enfrascada en sus menesteres escucho el paso de un caballo y, por la hora, dedujo que se trataba de Joao, el capataz y amigo de su marido. Este acostumbraba a ir todos los días en que Sasha estaba en casa y se pasaban horas mateando y conversando de esas cosas que los hombres consideran importantes, como el fútbol, la política o esos negocios locos, siempre soñados y pacientemente urdidos pero nunca concretados.
Joao era un brasilero grandote, casi gigantesco, que había impuesto su autoridad a golpes de hacha y de sus formidables puños. No era negro pero tampoco totalmente blanco. Era de esos mulatos brasileros, mezcla de indio, negro y algún europeo, cuya tez oscura contrastaba con una mata enrulada de un rubio desleído y extraños ojos claros. Aunque temible en el trabajo y el monte, sus modales gentiles eran reservados y, por alguna razón que ella ignoraba, lo apodaban “el caballo”.
Esa mañana, después de saludarla desde el camino desensilló al montado y acomodando el recado bajo el frescor del alero, buscó el brasero y al poco rato, Oxana escuchó el rezongar del agua en la pava. Aunque estaba a la sombra, el sudor había pegado mechones del cabello sobre su cara y, cuando él se acercó ofreciéndole un mate, ella se lo agradeció interrumpiendo su lucha denodada contra el bollo de masa. Apoyándose en la mesa, saboreó la infusión mientras que, al tratar de enjugar la transpiración de la frente con su mano, la embadurnaba de harina. El hombre estalló en una alegre carcajada y ella se unió al festejo dándose vuelta para tomar un repasador y limpiar su cara. Con el rostro cubierto por el trapo, se estremeció al sentir las manos enormes y fuertes del hombre asiéndola por la cintura.
Inmediatamente reaccionó y tratando de revolverse contra él, no hizo sino favorecerlo, ya que este, empujándola, la apretó firmemente contra la mesa con todo su corpachón y entonces comprendió el motivo de su apodo. Trató desesperadamente de alejarlo, sacudiendo los hombros y tirando codazos en todas direcciones pero la estatura y el peso del hombre la superaron. Ella sentía sobre sus glúteos y a través de la delgada tela, el imponente tamaño del sexo masculino que se restregaba contra sus nalgas, hundiendo su pelvis contra el corte desparejo de los burdos tablones de la mesa. Las zarpas de Joao abandonaron por unos momentos su cintura y subiendo por el torso llegaron hasta los temblorosos senos a los que estrujaron con una rudeza extraordinaria.
Sabiendo que en esos parajes era inútil gritar, dedicó todas sus fuerzas a tratar de desprenderse del hombre, lo que pareció enardecerlo aun más y de un brusco y repentino tirón la despojó de la simple blusa campesina, destrozándola en jirones. Sus pechos parecieron derramarse, bamboleándose al ritmo espasmódico de la lucha y entonces sí, las manos tomaron posesión de ellos, dedicándose con verdadero ahínco a estrujar y retorcer entre los gruesos dedos a los inflamados pezones que dejaron escurrir entre ellos cálidos senderos de leche.
Rugiendo como un poseso, el hombre le empujó la espalda sobre el tablero de la mesa y mientras la aplastaba sobre la enharinada masa, levantó su pollera y arrancó la débil bombacha de algodón.
Oxana sollozaba e hipaba de rabia al tiempo que veía como Alma le sonreía desde la cuna. Aferrada con las dos manos al borde de la mesa, ella también trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora entre las lágrimas y mocos que cubrían su cara mientras sentía como el gigante, por el simple trámite de mover un pie, le separaba las piernas y tomando al pene entre sus dedos, lo restregaba sobre el abundante y empapado vello de su entrepierna.
La rispidez del contacto terminó por enajenarlo y con un bramido estentóreo, hundió la verga dentro de la vagina pletórica de espesos jugos y mucosas, a pesar de lo cual, su tamaño desmesurado desgarró en un roce alucinante el anillado conducto y ella sintió por primera vez como el miembro de un hombre la penetraba hasta más allá del cuello uterino.
Oxana siempre había imaginado que, con pequeñas diferencias, los penes de los hombres deberían de ser bastante similares. Nunca supuso la existencia de algo como aquello que duplicaba fácilmente en largo y grosor al de Sasha, llenando cada hueco de su interior. Ahora era ella quien bramaba, pero lo hacía por el dolor que la penetración le provocaba, dolor que lenta e inexplicablemente y a medida que el falo se deslizaba sobre sus tejidos, iba convirtiéndose en insólitas oleadas de un placer nuevo, brutalmente animal y exquisito a la vez, de un nivel e intensidad como nunca había experimentado con su marido.
Lentamente, al tiempo que la verga imponente la socavaba y utilizando los codos como apoyo, se unió instintivamente al mareante vaivén, tratando de acoplarse al ritmo cadencioso del hombre. Su grupa prominente comenzó a agitarse hacia los lados y con los dedos de una mano ayudó al dilatarse del sexo, aliviando el roce infernal sobre los pliegues de la vulva. De pronto sintió como desde el fondo de sus entrañas, allí donde repiqueteaba el sexo del hombre, nacía una nueva y extraordinaria sensación que, angustiosamente, le hacía sentir como si una jauría de feroces lobos se ensañaran con todos y cada uno de sus músculos, aferrando las carnes estremecidas entre los colmillos afilados de babeantes fauces, separándolas de los huesos y arrastrándolas hacia el volcán del sexo. Nunca había sentido algo así y ahogada por la saliva que el jadeo angustioso revolvía en su garganta, mientras una llameante marea inundaba sus venas, el corazón pareció golpear en su pecho con el estrépito de una locomotora y entonces, con la vista nublada por una espesa cortina roja, sintió como por su sexo escurría el jubiloso alivio del orgasmo.
El que estaba lejos de eyacular era Joao, quien al ver como la mujer se derrumbaba sobre la mesa relajándose, retiró el inmenso falo del sexo y chorreante de los jugos femeninos, lo apoyó sobre el fruncido ano, presionando con la bestial cabeza enrojecida los apretados esfínteres. Aun vírgenes de sexo, estos se negaban a la intrusión extraña pero cuando el hombre exasperado presionó con ruda firmeza, cedieron obedientemente elásticos y la verga se deslizó lentamente por el recto en toda su dimensión.
Oxana guardaba como un tesoro la virginidad de su ano, manteniéndolo ayuno de sexo a pesar de la insistencia de su marido. Despejada bestialmente la bruma que la acunaba, cobró conciencia dolorosa de la intrusión al oscuro santuario y, tal como le sucediera anteriormente, la dimensión del placer superó con creces al sufrimiento. Famélica y audazmente voraz de sexo desde meses antes del parto e inmersa en una demencial y escalofriante angustia; hamacó su cuerpo con vehemencia, incitando al hombre a los gritos para que terminara con esa tortura y la llevara nuevamente a alcanzar el orgasmo.
El hombre aceleró el ritmo de la penetración y mientras ella estallaba en explosivas olas de llanto, carcajadas y maldiciones, él sacó el miembro del ano y dándola vuelta asida por los cabellos, la hizo arrodillar e introdujo en su boca la cabeza de la verga que él masturbaba y que ella comenzó a chupar ávidamente hasta que la catarata cálida, melosa y olorosamente fragante a almendras dulces del esperma masculino la inundó y deglutió con trémula satisfacción.
Nunca había practicado el sexo oral y, estremecida por tan exquisito epílogo, fue sorbiendo con los ojos cerrados, morosamente, hasta la ultima gota del cremoso semen, saboreándolo como si de un elixir se tratara en tanto sentía como desde las enfebrecidas carnes del vientre fluían por su vagina los líquidos que con su emisión la hundirían lentamente en la inconsciencia.
El llanto escandaloso de sus hijos la fue sacando de su marasmo y, con las fuerzas que le quedaban después del intenso trajín, comprobando su absoluta desnudez, los cargó en sus brazos y se refugió en la precaria seguridad del rancho.
Después de lavarse cuidadosamente los senos, llenos de moretones y arañazos, les dio a los niños en único alimento caliente de que disponía en ese momento. Saciado su hambre y con pañales limpios, se quedaron dormidos sobre la rústica cama matrimonial, circunstancia que Oxana aprovechó para volver a desnudarse y lavarse más prolija y profundamente con agua fresca en el gran fuentón de zinc
Salvo algún que otro rasguño o moretón, la terrible acometida del hombre no había dejado marcas visibles en su cuerpo que, a casi tres meses del parto, todavía estaba como desestabilizado y una sensación de insatisfacción nerviosa la mantenía en vilo desde hacía varios días. Ahora sentía como palpitaban doloridas las carnes de la vagina y el recto, instalando en esas partes un escozor inédito y pulsante que no se calmaba con el recurso del agua fría.
Todavía la cólera no se había manifestado en ella, que ejecutaba todos sus movimientos casi mecánicamente, como si aun no hubiera cobrado real concepto de lo acaecido. Sólo cuando un poco más serena y con ropas frescas salió al alero para ver cuanto había de rescatable en el bollo de masa, encontró un astroso pedazo de papel clavado con el cuchillo sobre la mesa que en burdos trazos le anunciaba “Esta noche a las nueve”, todo el peso de su desvalida soledad la derrumbó sobre una silla de junco y cobró conciencia de la enormidad de lo sucedido.
Lo aberrante de la vejación humillante y la forma desmesuradamente complaciente con que ella la había aceptado le hizo comprender la inmensa necesidad de sexo que su cuerpo le venía reclamando inconscientemente a su marido y que el brasilero había sabido satisfacer. Palpando suavemente sus carnes que respondieron instantáneamente a la caricia, valoró en su justa medida cuanto ella estaba dispuesta a entregar para obtener el goce y el placer que vislumbraba como magníficos.
Simultáneamente, comenzó a elaborar un sentimiento de odio irracional hacia ese hombre que, violándola prepotentemente como a una cualquiera, la había introducido a un nuevo y maravilloso mundo de sensaciones pero cuya continuidad sólo la convertiría en su esclava sexual, poniéndola en boca de todos y destruyendo la armonía del hogar.
El resto del día anduvo trajinando mientras acomodaba el rancho y lo acondicionaba para recibir dignamente al obligado visitante pero su mente pergeñaba la justa vindicta entremezclada con las fantasías sexuales que su mente, virgen de vicios, imaginaba. Alrededor de la cinco de la tarde y con los chicos recién cambiados como para un día de fiesta, esperó a escuchar el sonido del desvencijado carricoche de las maestras, quienes todas las tardes a esa hora regresaban al pueblo. Deteniéndolas, les pidió que llevaran a los niños a casa de su padre donde luego se reuniría con ellos.
Una vez que el sulky se perdió entre la polvareda colorada, volvió al rancho y rescatando de entre sus escasas ropas finas un trozo de perfumado jabón de tocador, se entretuvo durante más de una hora lavando una y otra vez su cuerpo desacostumbrado a esos vicios. Fresca, descansada y fragante, rescató un diminuto camisón casi inexistente en su transparencia y así, recostada en el respaldar de la cama, esperó pacientemente la llegada del hombre a la tenue luz de las lámparas de kerosén.
Joao también debía de sentir que esa era una noche especial, porque lucía limpio, afeitado y todo él exudaba un fuerte olor a colonia barata. Pidiendo respetuosamente permiso, entró al rancho y quitándose la ropa con presteza, impresionó a la mujer que nunca lo había visto desnudo. El mulato parecía un catálogo de anatomía, tal era la cantidad de gruesos músculos y tendones entrecruzados que se adivinaban debajo de la piel cubierta de cicatrices. A despecho de sus intenciones, de manera casi hipnótica sus ojos se vieron atraídos por el miembro del hombre que, aun fláccido, semejaba una enorme morcilla. Cuando se hubo desnudado, el mulato le pidió que se sentara sobre el borde de la cama.
Deseosa y temerosa a la vez, sintiendo vergüenza por su propia conducta pero sin poderlo evitar, ella se sentó temblorosa. El se acercó a la rusa y tras despojarla del sucinto camisón, tomó el pene entre sus dedos y, sacudiéndolo, le ordenó que lo chupara. Ella extendió tímidamente una de sus manos acariciándolo suavemente y mientras lo frotaba lentamente, sintió crecer dentro de ella una sensación nueva y distinta que le hacía mirar al miembro con lubrica gula y colocaba un aguijón de deseo histérico en sus entrañas, esparciendo perturbadoras cosquillas por su cuerpo especialmente en los riñones y el sexo que ya notaba humedecido.
Ante el crecimiento y endurecimiento del miembro descomunal, ella se preguntó con espanto como había podido soportarlo sin más problemas que el dolor, sintiendo que por él accedía a un mundo esplendoroso de placeres inéditos. Dueñas de esa sapiencia desconocida que todas las mujeres demuestran con respecto al sexo, sus manos sobaron concienzudamente la gigantesca verga en tanto que involuntariamente pero con un propósito definido, su boca se instaló allí, donde nacen los testículos y la lengua se extasió esparciendo saliva en la base del falo. Los labios, grandes y maleables, acudieron solícitos al lugar y sorbieron sus propios jugos, succionando fuertemente las carnes del hombre.
La lengua tremolante lideraba a los labios y juntos se deslizaron lentamente a lo largo del pene, chupando y lamiéndolo con fruición hasta recalar en la pronunciada hendedura del glande que los dedos se apresuraron a liberar de la tierna piel del prepucio. Labios y lengua se ensañaron con la delicada y sensible superficie hasta que la boca ávida e inopinadamente elástica, se abrió desmesuradamente y con un gruñido de ansiedad, alojó en su interior la monda cabeza. En tanto que las manos se dedicaban con una cruel habilidad que ella ignoraba poseer a rascar con el filo de sus fuertes uñas a la tumefacta verga, los dedos la apretaron fuertemente y mientras ascendían y descendían por ella realizaron un movimiento de torsión que enloqueció al hombre, quien había impreso a sus caderas un suave balanceo y hundía las manos en la cascada dorada de su pelo.
Oxana recibía con salvaje alegría esta manifestación atávica de sus deseos tan secretamente reprimidos y sentía como una apremiante inquietud la iba invadiendo, perdidos los límites de lo decente, esperando y provocando con enardecida expectativa la eyaculación del hombre. En la bochornosa noche misionera, la rusa sentía como todas las barreras religiosas y culturales se derrumbaban y que un imperioso desenfreno sexual oscurecía su razón, primando la inicua y primitiva necesidad de satisfacer sus instintos animales. Con un bramido espeluznante, se abalanzó sobre la cabeza de la verga y mojando con su saliva la membranosa piel del prepucio, lo fustigó duramente con la lengua para después mordisquearlo tenuemente con el filo romo de sus fuertes dientes haciendo que el gigante se estremeciera ante la fiereza de su ataque.
Las manos se ensañaban con la gruesa columna de carne a la que no alcanzaban a rodear totalmente, sobando y estrujándola al cada vez más intenso vaivén de la masturbación y la boca succionaba golosa, la enrojecida cabeza a la espera angurrienta del semen que al fin se manifestó en poderosos y magníficos chorros de pringosa cremosidad con olorosos efluvios de almendrado aroma, enchastrando la cara de la mujer que hacía lo imposible para tratar de sorberlo todo. Trémula de emoción, abrevó del poderoso príapo hasta que sintió que la plenitud de su propio goce la alcanzaba y en medio de espasmódicas contracciones del vientre, se dejó caer exhausta de espaldas a la vez que enjugaba la esperma de sus dedos introduciéndola en su boca.
El hombre pasó una de sus ásperas manos por el torso empapado en sudor y los dedos provocaron inquietas convulsiones en la mujer. Sin dejar de acariciarla, el mulato se arrodilló entre sus piernas y abriéndolas, acarició levemente las ingles y la mata espesa de oro enrulado de su vello púbico. Con delicadeza inesperada, los dedos separaron la enmarañada cortina y quedaron al descubierto los labios mayores de la vulva que, enrojecidos e hinchados se dilataban en un casi siniestro sístole-diástole, dejando entrever los retorcidos pliegues internos que, intensamente rosados se veían empapados por los olorosos jugos vaginales. El dedo índice vagabundeó curioso y a su contacto, la mujer reaccionó con eléctricos temblores musculares y un profundo gemido comenzó a gestarse desde lo más profundo de su pecho.
Finalmente, Joao tuvo piedad y acercando su cara, desplegó una lengua larga, dura y gruesa que, tremolando agitada, recorrió con su punta la carne oscurecida por la inflamación aliviando con su fresco contacto los ardores de la rusa. Con dos de sus enormes dedos, él entreabrió los labios y a sus ojos se ofreció el magnífico espectáculo de ese óvalo rosa blanquecino que, en su vértice albergaba el capuchón de carnosos pliegues que protegía al clítoris, cuyo diminuto glande asomaba excitado. Debajo y epilogando el espectáculo, se abría generosa la vagina orlada por fuertes pliegues que como gruesas crestas adornaban la entrada al antro umbroso del placer. En tanto que la lengua se multiplicaba castigando duramente al ahora grueso y endurecido clítoris, los labios iban aprisionando el manojo de inflamada piel de los pliegues, succionándolos con aviesa avidez dando lugar al afilado marfil de los dientes que, mordisqueándolos, tiraron de ellos con insistencia.
Oxana había comenzado a hamacar y alzar la pelvis al compás de la boca del hombre y sentía como toda ella se conmocionaba por el goce desconocido que esa tersa y pulposa caricia le proporcionaba. El hombre introdujo en la vagina dos de sus dedos que comenzaron a hurgar y escudriñar inquisitivos por todo el interior de la anillada caverna, removiendo y deslizándose sobre la capa de cálidas mucosas que la excitación había acumulado. Los dedos entraban juntos para luego abrirse en distintas direcciones, escarbando y rasguñando en la búsqueda de cierto lugar que, cuando lo halló, hizo explotar a la boca de la rusa en recurrentes exclamaciones de asentimiento, en tanto que sus caderas se despegaban del colchón como buscando alivio a tan encendida, brutal y satisfactoria intrusión.
Joao consideró que Oxana estaba en el punto justo y necesario. Empujando sus nalgas, le hizo encoger las piernas hasta que las rodillas quedaron junto a los hombros y sosteniéndolas abiertas, introdujo en la vagina la recuperada rigidez del miembro que se deslizó con comodidad dentro del lubricado canal distendido por la reciente parición. La anhelosa espera de Oxana se vio satisfecha con creces al sentir la enormidad de aquella verga en su interior, socavando y lacerando la encendida fogata de sus carnes. Sus músculos, sacudidos por el dolor, supieron encontrar placer en ello, dilatándose y contrayéndose afanosamente alrededor del falo aumentando el goce del infernal roce. Urgida por la necesidad de alcanzar el orgasmo, clavó las manos en la piel del mulato y sus fuertes, cortas y filosas uñas, trazaron rasguños sangrantes en la morena epidermis.
Tal vez a causa de su enardecida reacción, el hombre sacó por un momento el pene de su sexo y, acomodándola de manera que sólo quedara apoyada en sus hombros para que el sexo se brindara en oferente horizontalidad, se acuclilló sobre ella y sin ningún miramiento, la penetró en una deslumbrante y espléndida acometida, golpeando bestialmente la cabeza del miembro contra su sensibilizado útero.
Observando la reacción de sus músculos, el hombre sacaba la verga y cuando sus esfínteres se volvían a contraer, la introducía nuevamente como un carnoso ariete o el émbolo de una máquina infernal y cada vez era como la primera, excelsa y sublime, flamígera y desgarradora, elevándola a niveles de placer y sufrimiento nunca experimentados. Ella sentía como una maravillosa incontinencia sexual iba invadiéndola y agradecía al cielo porque este negro hubiese decidido ponerle fin a la rutina de sus días. Apoyada en los codos, con su cuerpo casi vertical, le imprimió una lenta oscilación acompañando los embates del hombre, haciéndolos aun más profundos y satisfactorios para sumirse en una dulce y mareante ronda que despertó finalmente a la jauría de sus entrañas y la sorda gestación del instinto la hundió en la bruma púrpura que acompañaba sus orgasmos.
Con todo su cuerpo aun envarado y tenso por los espasmos de la eyaculación, dejó que el hombre la manejara como a un títere voluntarioso y cuando quedó ahorcajada sobre el cuerpo del mulato, mansamente accedió a que la guiara tomándola por las caderas para volver a sentir la contundencia de la verga penetrándola desde abajo. Al sentirla totalmente en su interior, su cuerpo inició un suave hamacarse instintivo, flexionando las piernas para jinetear al falo en un rítmico galope que volvió a enardecerla y entonces, apoyando las manos sobre el poderoso pecho de Joao, incrementó el vaivén y, mientras el príapo se deslizaba esplendoroso en la vagina, sintió las manos del hombre asir los pechos para detener su alocado levitar, retorciendo los pezones hasta hacerla estallar en sollozos de angustioso sufrimiento.
Urgido por sus propias necesidades, el hombre retiró el miembro de su sexo y, embocándolo contra los esfínteres del ano, los penetró con violencia. La hipnótica placidez del vaivén se esfumó como por encanto y la enormidad de la barra de carne que la penetraba, atenazó su garganta y estremeció su vientre por las brutales contracciones de un dolor tan grande como el de los partos. No obstante, el placer cubrió esas sensaciones con una indefinible levedad y sintiéndose flotar en la dulzura del goce, se dejó ir flagelándose a sí misma con el incremento del galope, instándolo a voz en cuello a que la penetrara más hondo y más rápido a la vez que lo insultaba groseramente en su idioma natal.
Totalmente fuera de control, no sólo realizó durante horas todo cuanto el mulato le propuso sino que ella misma, en momentos en que las fuerzas del hombre parecían flaquear, lo arengaba con la perversidad aberrante de sus actos, obligándolo a poseerla o poseyéndose ella misma, arriba o abajo, acostada, parada o en cuclillas. Con la determinación de no dejar que aquel hombre destruyera su hogar y su vida pero enfurecida con ella misma por esa reacción impropia de una mujer decente, se preocupó porque el hombre aliviara la sed de tan intensa brega con abundantes tragos de ginebra, tras los cuales, Oxana se le entregaba convertida nuevamente en la hembra primigenia, enloquecedoramente voraz, resplandeciente en la famélica búsqueda de la satisfacción sexual.
Finalmente y cuando el cielo iba cobrando ese color incierto, ni blanco ni rosado que antecede al amanecer, el hombre se desplomó rendido, agotado de ese trajinar endiablado. Oxana también lo estaba, dolorida, llena de cardenales y arañazos y cada fibra de su cuerpo latiendo dolorosamente no hacía sino recordarle la complacencia con que se había abandonado a aquel sexo maravillosamente perverso y confirmar su propósito de terminar definitivamente con aquello, convirtiéndose en única depositaria de su secreta conducta vergonzosa.
En la escasa y blanquecina luz filtrada por la bruma que ascendía desde el río, se lavó cuidadosamente hasta eliminar todo rastro del semen, saliva y sudor que cubrían su cuerpo. Vistió su mejor ropa interior y aquel vestido floreado que sólo usaba en ocasiones especiales. Tras ensillar al caballo de Joao, lo azuzó alejándolo del rancho para que volviera a su querencia y, silenciosamente, derramó sobre las paredes y muebles el contenido de un bidón de veinte litros de kerosén. Tomando el bolso que con sus mejores pertenencias había preparado durante la tarde, volcó otro bidón de combustible que escurriendo por la suave inclinación del terreno formó un reguero sobre el suelo arcilloso y dirigiéndose lentamente hacia el camino, dejó caer el fósforo encendido sin siquiera darse vuelta para mirar la roja deflagración que envolvió al rancho.