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Acababa de terminar Psicología y, por supuesto, esa noche había una macro fiesta en el campus de Somosaguas, al lado de Pozuelo de Alarcón, en las afueras de Madrid. Terreno que cedió un aristócrata para ubicar a las carreras clasificadas como peligrosas durante la dictadura, pasé cinco años descubriendo cada pequeño parterre entre edificios e imaginando cómo sería la vida laboral. Todos los humanos tendemos a trivializar nuestra existencia, dándole vueltas a cosas en vez de vivirlas con pasión. Y, hasta la fiesta de licenciatura, yo era una más.
Hasta aquel día, el sexo había sido muy importante en mi vida académica y privada. Había estudiado los comportamientos más pervertidos y siempre había hecho el amor con esa intensidad que los hombres adoran, aunque sin la variedad que las mujeres deseamos. Hasta la fiesta fin de carrera. Aquella noche iba a materializar mis anhelos más profundos. Aquella noche se ha quedado grabada en mi memoria como la primera y –probablemente– única experiencia de sexo duro y grupal de mi vida. Increíbles, adorables y pedagógicos recuerdos…
No fue premeditado. Simplemente, me vestí tan puta como deseaba mostrarme frente a Ricardo…
Él había sido mi objetivo durante los dos últimos años de carrera y, por fin, lo había dejado con su eterna novia y mi coyuntural amiga, Clara. No puedo contar las veces que hablé con él totalmente empapada. Teníamos la excusa de comentar las clases con una cerveza hasta que cerraban la cafetería de la Facultad. Sobre todo, las lecciones que trataban sobre aspectos sexuales. Desde la disfunción eréctil a la ansiedad sexual; del sadomasoquismo al voyerismo. Todos eran temas ideales para nombrar pene, vagina, penetración, sumisión… Delante de él. Y notar cómo se me erizaba el vello mientras las decía, aparentemente seria, locuaz y académica. Como si realmente no estuviese buscando la imagen de su cara al oírlas; como si no almacenase sus gestos para masturbarme al volver a casa. En muchas ocasiones, me tocaba pensando que él me veía, como si hubiera pagado la cabina en un Peep show. Y yo, tumbada sobre la cama, abría las piernas frente a un espejo para reflejar la secuencia por la que él insertaba monedas…
Ricardo medía más de un metro y ochenta, y sus rasgos faciales eran tan atractivos como poderosos eran su torso y sus brazos. Estaba convencida de que para llevármelo a la cama debía estar exuberante, sensualmente matadora y con un toque de golfa que expresara las ganas que tenía de comerle sin necesidad de decirlo con palabras.
Con los tacones más altos llegaría a besarle sin problemas, y mi vestido rojo entallado no sólo le atraería, sino que desviaría las miradas suficientes para que él actuara como el protector que espanta a los típicos y molestos moscardones.
Aunque mi pecho es menudito, mis glúteos ya habían sido condecorados con sendos piropos. Así que añadí un extra para volverle loco: me puse un precioso liguero, acompañado por mi tanga más caro. Eso y la cinturita de avispa que tenía con 23 años serían (tenían que ser) irrechazables.
Llegué a la parada de autobuses del laberíntico Parque del oeste en Moncloa, para coger el autobús A. La misma línea que me había llevado durante cinco años a estudiar al campus de Somosaguas, ahora me conduciría a la experiencia sexual de mi vida.
Tras 15 minutos haciendo cola, por fin apareció. Subí ensimismada, pensando tan sólo en mi presa. Y, como no vi asientos libres, me agarré a un pasamanos fijando la vista en el parque. En ese momento, oí una voz familiar a mi espalda…
–Sí, tía. Vamos a pasarlo bomba este verano, que después ya seremos personas serias. Jiji… –decía Clara con su estridente tono a otra ñoña que había terminado los estudios con nosotras.
Pensé en hacerme la sueca, pero el arrebato morboso de iniciar una conversación superficial con la ex del hombre que me quería follar, eliminó todo rastro de timidez.
–Hola Clara, ¿cómo estás? Chica, no sabía que venías a la fiesta… –le dije con altanería y expreso fingimiento.
Estuvimos hablando de trivialidades hasta que llegamos al campus. Al bajar del autobús, en un clarividente gesto de control, Clara insistió en que regresáramos juntas a Madrid, en el coche de unos amigos tras la fiesta. Accedí por quitármela de encima y me dirigí a los aparcamientos, repletos de gente, donde me paré a tomar unas copas con un grupo de compañeros de clase.
–Elsa, ¡estás tremenda! –exclamó Raúl, un amigo de clase, mientras clavaba sus ojos en mi escote.
–Son pequeñitas… –le increpé, al tiempo que me recogía el pecho con las dos manos a modo de ofrenda.
Pasé un buen rato flirteando con todos, hasta que Ricardo se unió al grupo. Empezamos a hablar y, como siempre, construimos un muro invisible a nuestro alrededor. Pusimos tierra de por medio, yendo a la barra improvisada donde la música sólo permitía esas conversaciones de labios pegados al oído. Bebimos cubatas y bailamos. Me susurró que estaba preciosa. Le susurré que me volvía loca con su cuerpo. Me preguntó que si quería que me besara. Le respondí que deseaba que me follase salvajemente…
Me cogió de la cintura y me besó. Nuestras lenguas se entrelazaron pasionales, deseosas de alcanzar más partes de nuestros cuerpos. Me agarraba fuerte. Notaba su miembro erecto bajo el pantalón. Me acarició los glúteos para que notase con mi abdomen la dureza de su pene.
–Ricardo, fóllame por favor –le supliqué, bajo el estado más ardiente que jamás hubiera experimentado.
–Vamos al parterre que hay entre la entrada de la facultad y la cafetería de profesores –me dijo, cogiendo mi mano con firmeza y tirando de mí.
Por un momento, mientras nos dirigíamos allí, sopesé si era correcto. Alguien podría vernos, pensé. Y, al instante, me puse más cachonda. Las pulsiones de mi libido eran enormes. Todo mi cuerpo pedía sexo. Todo yo era sexo.
Me sujetó, asiéndome por las nalgas para alzarme contra la pared. Mi vestido se subió hasta la cadera, dejando la fina tela de mi tanga como última y húmeda frontera. No paramos de besarnos y acariciarnos, aumentando la intensidad, mientras conquistábamos nuestras zonas erógenas. Empecé a palpar su pene por encima del pantalón. Él me acariciaba los senos. De repente, bajó uno de los tirantes del vestido con tanta energía, que también descolgó el del sujetador. Uno de mis pechos quedó al descubierto. Paró por un segundo. Me miró fijamente, y se abalanzó a lamerlo. En ese momento, debí oír algún ruido que me hizo frenarle.
–Para… Ricardo, para. Creo que hay alguien observando –le supliqué, intentando apartar su cabeza.
Había gente en la oscuridad. Seguramente, estaban allí fumando o simplemente orinando, cuando nos oyeron. Eran tres. De pronto, las luces de un coche iluminaron sus caras. Para mi sorpresa, eran los compañeros de clase con los que había empezado la fiesta; Raúl, José y Ángel me miraban como si fuera una stripper.
A pesar de que le estaba tirando del pelo para apartar su boca de mi pezón, Ricardo no paraba. Del primer sentimiento de vergüenza compulsiva, instintivamente pasé a la inacción y, de ahí, a una sensación de excitación sublime. Miraba las caras de los tres, fundiéndose de nuevo en la oscuridad, cuando Ricardo se bajaba la cremallera y deslizaba el tanga con su glande para penetrarme.
Me encajé a su inflexible miembro, abriéndome, cabalgando y arañando su espalda. Él me empujaba y me subía contra la pared una y otra vez. Mis compañeros, sigilosamente, se acercaron un poco más, descubriendo sus rostros. No podía dejar de mirarlos y no cesaba de gemir cada vez más fuerte. Raúl se estaba tocando por dentro del pantalón. Los otros dos sólo miraban. Cada embestida era más profunda. Yo las provocaba. Me encajaba con vehemencia hasta la base de su pene, hasta que oía cómo mi flujo se derramaba sobre su pubis. De fondo, la música de la fiesta. Al lado, mis tres voyeurs. Dentro, Ricardo. Mis pezones se erizaron súbitamente y grité… No gemí, aullé cuando el orgasmo implosionó como una bomba de racimo, estrellándose contra el anverso de mi piel, como si mi alma fuera un fantasma que quisiera dejar mi cuerpo inanimado.
Al borde del desvanecimiento, me percaté de que Ricardo no había terminado. Me separé y me puse de rodillas para hacerle una mamada. No estuve mucho rato, él llegó enseguida. Pero todo el tiempo, estuve observando a esos tres mirones, mientras mi vulva se volvía a empapar…
–¿Te ha gustado? –le pregunté, mientras buscaba un clínex en mi bolso y mis tres compañeros abandonaban la escena.
–Claro, Elsa. Pero, aún no hemos terminado la noche, ¿verdad? –replicó, confiando en oír un sí.
–Sí, pero tomemos otra copa y después vayamos a mi apartamento –le dije, con unas inusitadas ganas de bailar con él.
Cuando regresamos a la barra, la fiesta se estaba acabando. Nos sirvieron la penúltima y seguimos bailando sobre vasos de plástico rotos, al ritmo del desagradable sonido del alcohol adherido al suelo.
–¡Mierda! –exclamó entre dientes, dirigiendo su mirada hacia algo o alguien a mi espalda.
Mientras me giraba, cinco letras iban pasando por mi mente: C… l…a…r…a. Efectivamente, era ella contemplando nuestra danza post-orgásmica. Me volví hacia él y, para quitarle hierro al asunto, le dije con total seguridad y descaro:
–Ahora sólo tenemos un problema: no hay autobuses, los amigos de Clara no nos van a llevar a Madrid y yo quiero follarte hasta perder el aliento en mi casa. ¿Cómo lo hacemos?
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