Macías decidió poner en renta la habitación extra de la casa. La rentaría a chicos jóvenes para cogérselos; el plan radicaba en pagar él la “renta” y gozar de los inquilinos cuando Juana, su mujer, no estuviera, lo cual ocurría diariamente de ocho de la mañana a ocho de la noche.
Macías era puto de clóset; se había metido con escuincles en hoteles baratísimos, hábito que dejó cuando un cabrón, a quien él había instruido, lo dejó atado y amordazado, además de sin un quinto y con la amenaza de morir si se atrevía a promover una denuncia. Macías no denunciaría jamás para que su putería no saliera a la luz. Le preocupaba que Juana supiera sus inclinaciones porque ella lo mantenía.
Él llevaba un año desempleado y se dedicaba a lo doméstico. Cuando había oportunidad, se daba una escapada a un bar de putos que había a cuatro cuadras; lograba que un pendejo le invitara unos tragos y accediera a empinarse en el baño para recibir una rápida enculada. Pero aquello era exponerse demasiado. Macías quería absoluta privacidad.
Puso el mentado anuncio en varias páginas de Internet, demandando que los candidatos enviaran fotos de cuerpo entero, preferentemente desnudos. Tras sufrir arcadas al pasar revista a imágenes de gordos y ancianos más aptos para la basura, se enamoró de Ramiro, un efebo de dieciocho años, cuerpo atlético, verga de veinte centímetros y anchura tolerable, y culo perfectamente limpio ínsito entre dos nalguitas bien paradas y apetecibles. Macías se la jaló con rabia y, tras limpiar la pantalla de la computadora de restos de semen, se comunicó con el chico, quien había dejado un número de celular.
Ramiro era un tipo precioso, pero apático. Había dejado los estudios a favor de algún empleo acorde con su mariconería. Sus padres lo querían fuera de casa por esa característica; él no los quería y, como no lograba hacerse mantener por un novio, ni trabajaba por arrastrado, se había dedicado a tolerar a sus viejos y hacerse tolerar por ellos. El anuncio de Macías le dio a entender que sus días de martirio en la casa paterna habían acabado.
Ni siquiera se despidió cuando abandonó la casa. Llenó un par de maletas con ropa y algunos otros bártulos y se presentó en su nuevo domicilio. Eran las nueve de la mañana. Macías, sudando de nervios, le abrió la puerta y lo ayudó con ambas maletas, con tal de no cansarlo. En medio de frases incoherentes lo condujo a la habitación. Ramiro, exponiendo adrede su cuerpo monumental mediante contoneos que fascinaban a su casero, se limitaba a examinar el entorno sin decir palabra.
Le encantó la habitación, dijo, aunque le había dado lo mismo. Se tumbó en la cama y, tras escuchar de Macías el plan que éste había trazado para que Juana no sospechara del idilio homosexual de ellos, se bajó la bragueta y dejó al aire un miembro exquisito, perfectamente erecto, estético, turgente. Puso las manos en la nuca y suspiró. Macías se dejó de pendejadas y, arrodillado entre las piernas del joven, procedió a chupar con ahínco aquel pito delicioso, arrancándole suspiros y gemidos al Adonis que ahora sería su cómplice sexual.
Durante un mes se dedicaron a coger durante horas, aunque Macías había logrado convencer a Ramiro de que saliera un rato por las mañanas, para fingir que iba a la universidad. El punto era que Juana no sospechara nada. Ella había saludado con mucha cortesía al chico y luego lo había olvidado; de vez en cuando se cruzaba con él en un pasillo, se saludaban y cada cual se iba por su lado. Ella lo hallaba hermoso, pero ni por error pensaba en enamorarlo, no digamos que su propio esposo fuera un puto que lo había metido a la casa para encularlo y ser enculado por él.
Ramiro combinaba las mamadas con las cogidas y el bondage; notó que a su joven huésped lo excitaba la inmovilización y se habituó a ponerlo en diversas posiciones, cargándolo de cuerdas de nylon sin entorpecer erecciones ni el acceso al culo. Como los pies del efebo eran hermosos y ricos, Macías se convirtió en su más fiel adorador; lamía las plantas, chupaba los deditos, mordía los talones, besaba los empeines, se hacía masturbar por ellos. Luego, cuando se le ocurría actuar pasivamente, Macías se prestaba a todo lo que Ramiro pudiera querer, normalmente duras penetraciones en posturas que reclamaban una flexibilidad que, sin duda, el receptor no tenía, así como nalgadas y handjobs que el escuincle dominaba a la perfección, con tal de recibir en la boca, desde lejos, unos buenos chorros de leche caliente, que tragaba con delectación. Ramiro también llegó a atar a su padrote, lo cual ciertamente lo satisfizo, sobre todo un mediodía en que lo puso en hogtie en la bañera y lo bañó en orina, para sorpresa de Macías, quien se agitó en vano, aunque no lamentó luego la experiencia.
Finalmente sucedió la tragedia; se habían habituado a dejar sus actividades asquerosas a las seis, para prevenir alguna llegada tempranera de Juana. En una ocasión se cansaron tanto que se quedaron dormidos, ambos bocabajo, Macías encima de su puto. Dieron las siete y ellos, roncando y soñando porquerías. Juana había llegado media hora antes porque la habían echado de la empresa a causa de un recorte de personal.
Ver a su marido y al “inquilino” en tal escena acabó de trastornarla, pues ya el despido la había sacado de sus casillas. Vio algunas cuerdas en el suelo del cuarto, así como una fusta; tomó ésta y la emprendió a fustazos contra los putos, que despertaron sobresaltados y, a causa de la modorra, no pudieron evitar algunos puñetazos en plena cara, que la mujer enfurecida les recetó como si estuviera acostumbrada a peleas callejeras.
Dos trancazos desmayaron a Macías, que acabó de espaldas en el suelo. Ramiro trató de huir vía la violencia, pero la fuerza de su oponente resultó superior; tres trompadas bastaron para atontar al escuincle y dejarlo ovillado en el piso, con sangre en la nariz. Juana empezó con él; lo puso bocabajo y en un instante lo tuvo en hogtie, desoyendo las protestas del infeliz, así como su afán en inculpar de lo ocurrido a Macías; hasta inventó que éste lo había secuestrado para meterlo a la casa. Juana lo noqueó de un trancazo.
Macías ya se levantaba cuando la fuerte —y deliciosa— planta del pie de su mujer, quien se descalzaba en cuanto volvía a casa, se impactó contra su rostro. Semiinconsciente, sintió cómo lo colocaban bocabajo y le aplicaban un hogtie exquisito; a su lado yacía su amor, también atado e inconsciente. Verlo amordazado movió a Macías a experimentar una erección. Juana no lo dejó ponerse de medio lado para aliviar la presión del pito parado. Ella se dispuso a castigar.
Los molió a base de bastinado, los penetró por turnos con dildos con arnés, los obligó a adorarle los pies durante mucho tiempo, los orinó y, sobre todo, los insultó a placer.
Les tomó fotos y video mientras los torturaba, y también cuando les ordenó, so pena de madrearlos, cogerse mutuamente. Enseguida los arrodilló ante sí, esposados, y les contó que la habían despedido y que ahora ellos se ocuparían de mantenerla. Ellos se miraron con desánimo, pero no evitaron que la verga se les empezara a parar.
La casa se convirtió en una suerte de burdel regentado por Juana; los clientes eran cabrones o travestidos y los únicos empleados, Macías y Ramiro, quienes fueron vejados durante algunos años de mil formas.
El negocio resultó redituable, y la forma discreta en que operaba jamás perdió eficiencia. El fin sobrevino cuando Macías fue diagnosticado con sida; se deprimió tanto que, una noche, se cortó las venas en la soledad del baño. Ramiro descubrió el cadáver y se volvió medio loco, porque le había tomado verdadero cariño al ahora muerto.
Juana se sumó al descubrimiento justo a tiempo; para evitar que el putito imitara a Macías, la patrona ató a aquél y lo encerró en el clóset, y acto seguido se ocupó de que el cadáver de su esposo fuera sacado de casa y luego cremado; nadie dudó que el pobre diablo se hubiera suicidado por mera depresión.
Pero había que ganarse el pan; Juana liberó a Ramiro y lo mantuvo como única carne de cañón. Luego, quizá en memoria de Macías, puso anuncios en Internet, logró reclutar a un chaval de apenas dieciocho años, llamado Germán, y más pronto que tarde lo usó para reemplazar a Macías.
Cinco años después, Germán y Ramiro mataron brutalmente a Juana y huyeron con el dinero que ésta había guardado en casa mientras su burdel macabro funcionó.