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La grúa que levantaba pasiones

La semana pasada mientras iba de camino a una fiesta, tuve un percance con mi coche. Me había vestido para la ocasión: vestidito blanco, medias de rejilla y taconazos. Una vez más no llevaba braguitas puestas, pues no acostumbro a hacerlo si salgo de marcha. Con lo contenta y animada que estaba. La música a tope, la capota bajada para respirar aire fresco.

De repente, se enciende una luz roja se pone a parpadear. Me asusto pues no sé de qué se trata. Freno lentamente, mientras señalo con el intermitente que voy a detenerme a la derecha. Encuentro un hueco y, aparco como puedo. Un par de coches paran y preguntan si necesito ayuda. Yo respondo sonriente que no. Ya he avisado a la grúa.

Veinte minutos más tarde aparece una enorme grúa blanca.

Aparca junto a mi coche y se abre la puerta.

Aparece él. Va vestido de verde fosforito.

—¡vaya, vaya! —Exclamo con una sonrisa de oreja a oreja, presagiando que algo bueno va a ocurrir.

—¿Qué pasa? —Pregunta él con una sugestiva sonrisa.

—A mi nada. A mi coche no sé.

Hago morritos mientras le echo una mirada penetrante de los pies a la cabeza.

Pero al pasar por su bragueta, mi freno de mano interior se detiene en seco. “¡Madre mía!”. Su cuerpo ladeado hacia la izquierda, predice que, bajo ese mono de color verde, se haya oculto un espécimen de cuidado.

Al menos, lo deduzco yo.

En ese instante, ya paso de mi coche, de la luz roja y de la fiesta.

Mi objetivo es, subirme a esa grúa e iniciar un viaje al infinito del sexo.

—¿A qué garaje debo dirigirme?

Rápidamente, abro la guia de garajes a la cual pertenece mi coche y le señalo la más lejana.

Bueno, pues sube a la grúa. Tenemos un largo trayecto por recorrer.

La boca ya se me hace agua, y lo que no es la boca.

Mientras está enganchando el coche, cojo el bolso y rápidamente, me subo al asiento del copiloto.

¡Qué ilusión! Hago palmitas, como una niña pequeña a punto de abrir un enorme regalo.

Ya de camino y para intentar romper el hielo, dirijo mi mano directamente a su bragueta. La verdad, no estamos para perder el tiempo. ¡Jolin!

No me he equivocado con lo del espécimen. Y creo que le gusto, pues está duro como una vara de hierro, sin apenas haberlo rozado. Parece que lleva ahí metido el gato ese de arreglar los parches de las ruedas.

Le abro la cremallera del mono hasta abajo, y le meto la mano hasta el fondo.

Después de hurgar con furia y observar con sorpresa el despliegue del monumento, me decido a formular la pregunta del millón.

—¿Te la puedo comer?

El responde como si le hubiese preguntado cualquier cosa menos esa.

—Hombre! Comer, comer… Pero si quieres sacarle brillo.

Menuda respuesta me ha dado. Estos camioneros parecen hechos en serie. Todos dicen lo mismo.

Decidida a no escuchar más estupideces, me agacho y la meto entera en mi boca. Bueno, lo intento, porque compruebo que entera es imposible. Debo estar haciéndolo perfecto, pues jadea como un animal desbocado. Subo y bajo unas cuantas veces ¡vaya!, al final le estaré haciendo caso a su sugerencia de hacer como que le saco brillo.

Noto unos toquecitos en la espalda, que parece ser que intentan interrumpir el acto.

—Mientras me la comes un poquito, ¿puedo meterte el dedito?

Asiento con la cabeza mientras continúo con la felación.

A medida que los dedos se aproximan a mi sexo, mis adentros exclaman
¡Menudo patinazo se van a pegar, con lo resbaladiza que estoy!

Incluso el asiento donde descansa mi trasero tiene una enorme mancha del empape al que está siendo sometido.

De pronto, noto un volantazo que hace que el espécimen salga de mi boca, y los dedos, resbalen, entren de golpe hasta el fondo y vuelvan a salir.

Rápidamente me levanto y.... ¡Horror! Nos hemos comido un árbol con la grúa. Así dicho, literalmente.

El, se sube el mono, que ahora le queda como si llevara un paraguas entre las piernas, y sale de la grúa.

Yo, me bajo el vestidito y corro a su lado.

—¿Qué vamos a hacer? —Pregunto preocupada, mientras él, sonriente y como si nada, coge el móvil, habla cinco minutos y cuelga.

—Ahora vienen a por nosotros.

Diez minutos más tarde, aparece otra grúa, dos veces más grande que la nuestra. Aparca en el arcén, se abre la puerta y aparece otro Adonis. Por supuesto, va vestido también de verde y a medida que lo observo, veo cómo se va desplegando la sombrilla que tiene anclada en sus partes más volubles.

A fuerza de pulsar una serie de botones, consiguen elevar y meter en la parte trasera de la grúa, la otra grúa más pequeña y mi coche.

Nos subimos los tres a la súper grúa. Uno a cada lado y yo en medio.

¡Qué pasada!

Ya de camino, y con una calentura en mi cuerpo que no puedo mantenerme derecha, me dispongo a atacar.

Dirijo mi mano derecha hacia un espécimen y la izquierda hacia el otro, y pregunto:

—¿Nos montamos un trio?

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