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Esta es la historia del eterno duelo entre Eros y Thanatos. Una historia más. Nuestra historia.
Perdí el miedo a morir hace unos siete meses.
Siempre me había gustado fantasear y me había imaginado de todo en mi interior; un pene descomunal con vaivén eterno, un dildo de porcelana cogido por un arnés de cuero y manejado por una mujer despampanante que me empotraba sin piedad; mi mano llena de lubricante, hurgando por montes desconocidos de tacto rugoso, un vibrador droneenorme chorreando vaselina y buscando mi vagina como si fuera un imán… Pero ¿eso?
Eso… Ya.
El diagnóstico no era alentador. El tumor estaba creciendo en mis entrañas como un asqueroso sapo. Hablo tantos idiomas que me resultó difícil comprender… El cortocircuito del lenguaje, tan propio del orgasmo, se manifestó de repente en una consulta médica aséptica. ¡Qué desperdicio! El ginecólogo se esforzaba en hacerme entender lo que pasaba, hablando despacito, como si yo fuera un bebé que todavía balbucea. Sé que no le miré, estaba demasiado ocupada en leer frases absurdas que aparecían como flashes en mi mente.
Mis ojos se posaron, no sé exactamente cuándo, en un póster que representaba la anatomía humana, colgado de una pared blanca. Inmaculada. Nada que ver conmigo, yo, la sucia, la maldecida, la enferma. Me preguntaba para mis adentros si podría, antes o después de la operación, seguir follando. Casi me río en su cara. Creo que fue más un reflejo nervioso que pura ironía. Pobre hombre. No tenía ni una pizca de psicología ese médico. Tampoco era su cometido, pero eso lo pensé después.
Cuando me preguntó si tenía alguna duda, las palabras empezaron a salir a borbotones, sin sentido. Luego, se hizo el silencio hasta que conseguí hablar:
–Pero sí que puedo tener relaciones sexuales, ¿verdad, doctor?
La irreverencia de mi pregunta le cogió por sorpresa y me hizo una señal afirmativa con la cabeza. Ya estaba todo dicho.
Salí de la consulta con la solemnidad propia de los feligreses que entran en una iglesia; la cabeza medio gacha, la sonrisa de la Mona Lisa dibujada en mis labios, pero con una certeza: Dios se estaba burlando de mí.
Los días siguientes, los pasé en la cama, con el móvil, llamando a todos mis amantes de agenda para anular mis citas. Y lloré. Lloré todo lo que no había llorado durante años.
El séptimo día, por la noche, ocurrió algo curioso. Me levanté, me arreglé y llamé a Fred, un francés que vivía desde hacía unos cuantos años, como yo, en España. Era lo más parecido a lo que consideraba un amante oficial.
–¿Nos podemos ver esta noche? –le pregunté, sin más contemplaciones.
Sabía que era mucho pedir, llamándole en el último minuto. Pero tenía algo a mi favor… A Fred le gustaba el sexo conmigo y sabía que, si tenía otra cosa prevista, la iba a anular con tal de poder vernos.
«El ego de la moribunda». Pensé.
«No, no me puede decir que no». Recé.
Me sentí despreciable por unos segundos. Oía voltear, al otro lado de la línea, las páginas de un cuaderno y el rascar de un bolígrafo mientras hablábamos. Lo estaba reorganizando todo para poder pasar la noche conmigo. Quedamos a las diez.
Cuando pasé el umbral de su casa, sabía que estaba radiante. Bajo ninguna circunstancia quería que se notara nada ni en mi rostro ni en mi actitud. Me había maquillado con esmero, no demasiado, lo justo para tener buena cara y me había puesto un vestido vintage, muy ceñido en la cintura, con falda larga tipo midi. Me cogió por la cadera y me levantó, feliz de verme. Y así, me llevó en brazos hasta la terraza de su ático. Había velas perfumadas en la mesa que temblaban ligeramente por el viento del mar, que siempre sopla más fuerte en las alturas. Me pareció tan romántico que tuve que reprimir unas lágrimas que amenazaban con brotar… Amenazaban con brotar como perlas de nácar.
Empezamos a hacer el amor con rabia en las baldosas de la terraza. No quería perder tiempo. Lo quería dentro de mí, como si, al penetrarme, pudiera matar al bicho que me estaba comiendo. Lo acerqué con fuerza y le pedí que me dijera cosas guarras, mientras guiaba su polla entre mis muslos. No recuerdo haber visto a Fred tan excitado como aquella noche.
El lateral de mis bragas le rozaba, pero no dijo nada. Al contrario, creo que le puso cachondo porque empujó, sin apartarlas, con más fuerza. Su aliento me quemaba la cara, sus manos agarraban mis piernas con tanta decisión que pensé que me iba a romper. Cuando relajó un poco la presión, le dije que “no” con la mirada. Quería que me aplastara contra el suelo frío, quería que me despedazase en ese mismo sitio, a la vista de todos. Quería desaparecer, bajo el peso de su cuerpo, por un verdadero propósito. Por algo que tuviera sentido. Gotas de sudor aparecieron en su frente y empezaron a caer sobre mi cara. La moví ligeramente para que mi boca pudiera recogerlas. Se puso a reír pero le paré en seco.
–Fóllame con toda la seriedad del mundo –le susurré, vehemente–. ¡Por favor!
Siempre me había gustado Fred porque, en el sexo, estaba atento a mi placer en todo momento.
Aquella noche, follamos como dos lobos feroces que se devoran. Aquella noche no quise sentirme ligera. Aquella noche quise sentir nuestros cuerpos pesados, llenos, a punto de reventar… y la torpeza de lo desconocido.
Cuando me desperté, Fred tenía los ojos abiertos. Me miró. Me sonrió. Me levanté para recoger mis bragas rotas, tiradas en el suelo. Él observaba mi ir y venir. De repente, me dijo que algo curioso había sucedido esa noche. Puse cara de desconcierto, me froté los ojos para quitar el resto de rímel corrido, me encogí de hombros y le di un beso en la boca.
Y me fui al mar.
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