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~Al cumplir trece años, su tía le regaló un hermoso cachorrito, ignorante la pobre mujer del tamaño que adquiriría al cumplir un año.
Juliana jamás había poseído un animal y el arrugado bollo del pastor alemán no difería en mucho con uno de los tantos ositos de peluche que adornaban el cuarto. El casi inerme cachorrito se dejaba zamarrear, sacudir y empujar por la chiquilina y sacudía las patitas cuando aquella lo aferraba por las delanteras e imitando sordas ventosidades con los labios, recorría el suave vientre desprovisto de pelo. El intenso calor de la panza del animal le gustaba y al llegar a la parte inferior jugueteaba con los labios en la mínima excrecencia del miembro y solo se detenía ante la apertura del ano.
Al comienzo, no había segundas intenciones en esa chiquilina que recién comenzaba a desarrollarse y cuyos pechitos en agraz abombaban apenas su ropa, pero era tiempo de adquirir conocimientos y con cuantas más muchachas hablaba sobre sexo, mayor era el cúmulo de informaciones, algunas precisas y la gran mayoría fantasiosas, debidas más a mentes calenturientas que a verdadero saber.
No obstante, entre el fárrago de invenciones y certezas, pudo discernir la verdad de algunas de ellas mediante la comprobación en su propia anatomía. Descubrió que la sensibilidad de ciertas zonas al roce de sus dedos era portadora de mensajes cosquilleantes que se perdían entre sus entrañas y que el mero toque de sus yemas sobre los florecientes pezones colocaba un escozor inaguantable en el fondo de la vagina.
Mas tarde y respondiendo a impulsos que ella misma no alcanzaba a comprender, llevó los dedos a explorar su entrepierna para descubrir la maravilla que estos podían ejecutar en esos frunces carneos del interior de la vulva y la reacción del pequeño tubito que se alzaba en el nacimiento de la raja y cuya estimulación colocó hondos e incomprensibles gemidos de placer a su garganta.
Durante el día se informaba, compartiendo experiencias con compañeras del colegio y pronto todo en su cuerpo encontraba una respuesta sensorial distinta y única…había ingresado al maravilloso mundo de la masturbación y su practica la cegaba de goce y satisfacción.
Como si una cosa condicionara el crecimiento de la otra, su explosión hormonal parecía no tener fin al compás que marcaba el ya rudo manipuleo a las zonas erógenas de la muchacha. Asombrando a propios y extraños, en seis meses se convirtió en una mujer esplendorosa que debía convencer a la gente de que aun no había cumplido quince años.
Con cerca de un metro setenta de estatura, su cuerpo delgado y elástico mostraba la inocultable prominencia de unas nalgas esplendorosas y su pecho exhibía la atractiva forma de dos respetables y elásticos senos que desasosegaban por su cualidad gelatinosa.
Ella estaba orgullosa de lo que prometía su cuerpo pero paralelamente y tal vez por su corta edad, se avergonzaba de esa abundancia y trataba de ocultarla debajo de ropas informalmente holgadas y del uniforme escolar.
En su información y experiencia había una sola mota y era la ignorancia absoluta de cómo era un miembro masculino. A ese respecto y visualmente, tenía más información sobre los animales. Siempre que podía se hacía una corrida hasta el cercano zoológico y observando a los distintos cuadrúpedos, se hizo una idea más o menos acertada de cuales eran las formas de acuerdo a la raza y de cómo se acoplaban con las hembras.
Casi en una especie de símil con su crecimiento, el perro había devenido en una enorme bestia de cerca de ochenta centímetros de alto y cuyo peso excedería fácilmente los cuarenta kilos. Con su proverbial mansedumbre, compartía el lecho de su patrona y cuando esta estaba de humor, reproducían aquellos jugueteos que encantaban a quien aun era un cachorro.
Juliana tenía cabal conciencia de que aquello con lo que jugueteaba en su boca meses antes, ya era la ostensible verga de un animal casi adulto y aunque disfrutaba rascando y acariciando el vientre de Shogun como cuando era una bolita de carne y pelo, por su propio bien evitaba que los dedos tomaran contacto con el miembro.
Pero el destino le tenía reservada una sorpresa que ella ni había imaginado pudiera suceder jamás.
Terminado el año y ya con el verano asolando la ciudad, no siendo afecta a ir a clubes o lugares de esparcimiento, disfrutaba de la relativa frescura de la casa y al no estar sus padres en todo el día, la pasaba tendida en la cama, leyendo, viendo televisión o simplemente se dejaba estar sin hacer nada por horas.
La tarde era particularmente bochornosa y ella, luego de darse una larga ducha fría, en la tranquilidad de saberse sola, se acostó totalmente desnuda sobre las frescas sábanas de la cama de sus padres. Las tensiones que había disuelto el agua y la sofocante temperatura, la fueron hundiendo en un profundo sueño que sin embargo no era apacible, ya que el calor y los delgados hilos de sudor que escurrían por sus carnes, hacían que se revolviera inquieta a la búsqueda de zonas frescas en la cama.
Estaba despatarrada boca arriba y las piernas abiertas evitaban que los muslos se rozaran pegajosamente, cuando sintió una extraña caricia en la entrepierna que al principio no supo discernir si formaba parte de su pesada modorra o era realidad.
La insistencia del delicado roce le confirmó de su veracidad y, ronroneando perezosa y mimosamente, comprobó que era la suave y húmeda lengua del perro lo que la estremecía tan placenteramente. No hubo un sentimiento de miedo o rechazo y sólo se dejó estar blandamente mientras la enorme lengua del animal recorría de arriba abajo todo el sexo.
Era una sensación definitivamente nueva y diferente; apoyándose en los codos, alzó el torso para ver como el enorme perro estaba tendido entre sus piernas. Estirando una mano, acarició el frío hocico y el animal alzó rápidamente las orejas como dispuesto a seguir con ese juego. Al tiempo que lo alentaba con palabras dulces, fue abriendo con los dedos los labios mayores de la vulva para dejar al descubierto los colgajos fruncidos y el rosado interior del óvalo.
Juliana no sabía nada de sexo oral pero esa atávica sapiencia que tienen las mujeres para lo sexual, le dijo que debía alentar al animal y fue tentando mimosa la atención de Shogun con los dedos, guiándolo para que la lengua recorriera tremolante todo el sexo.
Acaso fuera la acumulación del sudor o los jugos internos que mojaban las carnes o tal vez todo junto, pero lo cierto fue que a su conjuro el poderoso animal tomó un papel protagónico. Arrimándose aun más, hizo que lengua y hocico iniciaran una especie de búsqueda entre las carnes y tanto el hocico dejaba escapar resollantes chorros de aire como la lengua se abatía sobre la lábil excrecencia del clítoris y, cuando ya el animal estaba tan desatado como esa niña que le pedía, le rogaba, le suplicaba y le exigía que la chupara toda, introdujo la lengua dentro de la caverna vaginal y, recompensado por el sabor de las mucosas, inició una frenética penetración en la que se daban concurso no sólo la lengua y el hocico sino que los mismos dientes, como cuando roía juguetonamente sus manos, se clavaban incruentamente en las carnes estremeciendo a Juliana por la intensidad del goce que le estaban dando y alentado vivamente al perro para que no cejara en su empeñosa acometida, ella misma restregó duramente al clítoris hasta sentir el alivio de sus ríos internos evacuando por el sexo.
La eyaculación pareció gratificar al animal quien, mientras la chiquilina se estremecía convulsa por las contracciones espasmódicas del útero en aquella su primera eyaculación no provocado por sus dedos, lamió y degustó los jugos hasta que el sexo quedó tan limpio como antes.
Si bien aquel alivio la sumergía en un mar de nuevas sensaciones, algo primitivamente salvaje le decía que aquello sólo había sido el prólogo de algo mucho más grande y decidida a gratificar a Shogun, se reacomodó en la cama para convocar al animal a acostarse a su lado, como de costumbre.
Con la enorme cabeza sobre la almohada, el perro jadeaba y sacaba repetidamente la lengua, pero fue el olor de su propio sexo el que hizo que la chiquilina arrimara su boca para dejar salir la lengua en una simulada batalla con la del animal. Desde muy chiquito el perro jugaba a los besos con ella de esa manera pero ahora parecía que ninguna de las dos partes interpretaba aquello como un retozo.
Sintiendo todavía los remezones en su vientre de aquella inaugural eyaculación, abría la boca para recibir los despaciosos lengüetazos del animal y ella a su vez meneaba la suya para hacerla entrechocar contra la de Shogun. Ese juego la mareaba y en tanto asía cariñosa la cabeza del perro, dejó que la otra mano se deslizara acariciante a lo largo del vientre, pero esta vez no se detuvo al llegar al obstáculo de la enorme vaina peluda que envolvía la verga, sino que, por el contrario, fue palpándola cuidadosamente como para comprobar su consistencia y entonces, aun sin haberlo hecho jamás, con índice y pulgar envolvió el canuto para luego deslizarlos a lo largo en una tierna masturbación.
Al tacto, notaba que bajo la piel había un músculo que al parecer iba cobrando tamaño y dureza conforme lo restregaba y calculó que debía suceder como en los caballos, cuyo miembro al excitarse cobraba tal volumen que salía de ella para colgar, enorme. Tenía conciencia de cuanto la excitaba masturbar al animal y eso eclosionó al sentir que, efectivamente, un algo húmedo y caliente rozaba su piel al surgir de la cubierta peluda.
Bajando la vista, alcanzó a ver en el vientre como una punta roja asomaba entre la piel y ya alienada por el deseo y la curiosidad, se deslizó en la cama para colocar al perro boca arriba e inclinándose sobre la panza como lo hiciera tantas veces, observar como una verga roja, gruesa como una salchicha cuya punta se afilaba y bajo la que se veía un pequeño agujero, surgía húmeda conforme acentuaba la velocidad de los dedos.
Recurriendo a su imaginación fecunda, fantaseó con aquel falo introduciéndose en el sexo de una perra y cuando estuvo totalmente fuera para dejar ver esas esferas que, a cada lado, provocan su abotonamiento con las hembras, esa extraña conformación la excitó tanto, tanto, que deseo probar el sabor de esa acuosa exudación que lo barnizaba.
El perro gruñía mimosamente, al parecer complacido por lo estaba haciendo y entonces envió la lengua a rozar la punta aguda de la verga. El contacto con ese líquido picante hizo el efecto de una descarga eléctrica que explotara en el fondo de su sexo. Un ansia avariciosa pareció atacarla y entonces, la lengua entera se deslizó tremolante a lo largo del falo para sorber golosamente la superficie cuya temperatura contribuía a excitarla aun más.
Alucinada, alternaba la actividad de lengua y labios con la de una recia masturbación hasta que, sin saber cómo, encontró que la verga toda invadía su boca para que ella la sometiera a largas e intensas succiones. El miembro de perro alcanzaba largamente los diez centímetros cuando su mente desbocada la hizo imaginarse una hembra y, haciendo parar al perro, se arrodilló frente a él para, tomándolo por las patas delanteras, aproximarlo a su grupa al tiempo que lo alentaba para que la montara.
Seguramente, el mismo primitivo instinto de macho que lo llevara a saborear los jugos vaginales que quizá son similares en todas las hembras, hizo que el animal diera tres o cuatro cortos pasitos con sus patas traseras y pronto, la aguda punta de la verga chocaba contra la pulida superficie del óvalo y desde allí resbalaba hacia el agujero vaginal.
Tal vez fuera por su forma, textura o por la saliva que lo bañaba y los jugos vaginales acumulados, pero lo cierto fue que el miembro se deslizó suavemente dentro de esa vagina virgen de toda virginidad y que Juliana sintió como un enorme hierro candente penetrándola pero, contra todo lo esperado, sin dolor alguno.
Por el contrario, el intenso calor que irradiaba y el cadencioso movimiento por el que entraba y salía del sexo a favor de los empellones de Shogun, le proporcionaban un placer que no hubiera imaginado experimentar jamás y, acoplándose al ritmo con el que el perro la sometía aferrándose con sus patas delanteras a las caderas, fue ondulando el cuerpo para sentir como esas excrecencias esféricas al final de la verga golpeaban contra sus esfínteres vaginales.
El único sufrimiento eran las uñas de animal desgarrando sus flancos pero eso mismo contribuía para que el goce se convirtiera en masoquista y alentándolo cariñosamente entre ayes y gemidos al tiempo que volvía a experimentar las sensaciones de calor y ahogo anteriores, acompañó la cada vez más frenética copula del perro hasta sentir como si todo en su interior se derrumbara.
El espectáculo era simultáneamente espantoso y sublime; la enorme bestia babeante encaramada sobre la grácil figura de la niña, empeñados ambos en una demoníaca cabalgata en la que los cuerpos se fusionaban y de sus bocas surgían gruñidos y quejidos que llenaron el cuarto, hasta que la fatigada muchacha sintió derramarse en su interior los espasmódicos chorros del esperma, ácido y caliente, provocándole tan intenso escozor que convocó la riada de sus jugos a escurrir olorosos para mezclarse con los del protagonista de su primera y satisfactoria cópula.
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