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Categoría: Infidelidad

LA ESPOSA POLACA

La vida privada de un hombre es un reflector en el que podemos leer e instruirnos fructuosamente. Todos los datos de este relato son históricos. Las fuentes de donde se ha entresacado la información aparecerán al final del relato, demasiado extenso, según creo, para postearlo en un solo capítulo...

En la mañana de 1 de enero de 1.807, mientras corría por la carretera de Pulstuk a Varsovia
en su carruaje arrastrado por caballos especialmente herrados para la el hielo, el emperador Napoleón “El Grande”, canturreaba desafinadamente. Sabido es que para el emperador francés, “la música era el ruido menos desagradable”.

La víspera, en Pulstuk aún, había sabido que Leonor Dunuelle de la Plaigne, lectora de su hermana Carolina, había dado a luz el 13 de Diciembre un niño que afirmaba haber nacido de sus amores con el emperador. ¡Así, pues, podía procrear y era su esposa Josefina la que se había vuelto estéril!

Pero el emperador dudaba todavía… Se acordaba sin disgusto del bonito rostro de Leonor, de sus hermosos ojos negros, de su cuerpo esbelto y flexible y de su pequeñito y rizado sexo que había degustado más de una vez. Pero ignoraba que aquella coquetuela contaba en todas partes de que cuando el emperador tenía relaciones sexuales con ella, ella miraba el reloj de pared colocado encima de la cama y encontraba el modo de empujar la manecilla grande y adelantarla media hora.

--¡Ya! – exclamaba el emperador al levantar los ojos.
Y dejaba rápidamente el sitio porque sus planes de trabajo no podían esperar.

Aquel hombre, el mayor genio militar de todos los tiempos al que perdió su no menos grandiosa ambición, era un trabajador infatigable. Sabemos que su jornada de trabajo nunca bajaba de las 14 horas diarias; que acabó con las fuerzas de tres secretarios particulares que tuvieron que retirarse de su constante trabajo por enfermedad y agotamiento, y que era capaz de dictar a seis amanuenses sobre seis temas diferentes sin que ninguno de ellos pudiera seguir el ritmo de su asombrosa memoria. Pero sigamos con esta interesante historia de amor y sexualidad del emperador francés.

Napoleón había conocido a Leonor en 1.805, a la vuelta de Austerlitz. Tenía dieciocho años y ya estaba divorciada, cosa que no le resultó difícil, pues su marido, el capitán Revel, había sido encarcelado por falsedad y robo. Leonor hizo todo lo posible por hacerse ver por el emperador, cosa que consiguió muy bien, puesto que – a pesar del reloj – el fruto de sus relaciones sexuales acababa de nacer.

Mientras el emperador rodaba hacia Varsovia, su rostro se ensombrecía. Aquel niño – el futuro conde León --, ¿era realmente suyo? La madre lo proclamaba así a todos los vientos, pero ¿no había entregado también la pequeña taimada su esbelto cuerpo y su delicioso coñito al alto y atractivo Joaquín Murat el mariscal de los uniformes carnavalescos e imposibles?

El emperador dudaba… y de aquella duda manaba la punzante pregunta de si, efectivamente, podía dar vida a un hijo. Lo demás no le importaba. ¡Sus amoríos de antecámara significaban muy poco para él!

El coche se acerca ahora el último relevo antes de Varsovia. El emperador está cansado. La última campaña entre la nieve y el viento glacial ha sido terriblemente penosa. Apenas ha tenido tiempo de pensar en el amor. Sin embargo, en la guerra, su séquito se esforzaba en proporcionarle damas a las que gozar. De pronto el coche se detiene. ¿Dónde están? En el relevo de Brosnia, la última casa de postas antes de Varsovia.

Una muchedumbre se apiña y se empuja para verle. Polonia lo acoge como a un libertador. Su acompañante, el general Duroc, ha descendido de la berlina para apresurar el cambio de tiros. Una mujer joven - ¿una muchacha tal vez? – agarra graciosamente por la manga al general y le dice en francés con voz suplicante:

--¡Oh, señor, sáqueme de aquí y haga que pueda entrever al emperador un instante, un solo instante!

La voz es cantarina, el acento encantador, la silueta menuda y grácil, los ojos tan claros, tiernos y suplicantes, que el implacable mariscal Duroc se deja convencer.

<<“”Me abrió paso sonriendo – contará la joven en su relato inédito que pertenece a la colección de los documentos privados de sus descendientes -- llevándome de la mano me condujo a la portezuela del coche del emperador al que dijo de mi al presentarme:

--Sire, vea a esta mujer que ha desafiado por vos los peligros de la multitud.

“” Napoleón se quitó el sombrero, se inclinó hacia mi y no sé lo que entonces me dijo, pues yo tenia demasiada prisa por expresarle todo lo que sentía:

“” ¡Sed bienvenido, mil veces bienvenido a nuestra tierra! ¡Nada de lo que hagamos expresará con bastante energía, ni los sentimientos de admiración que nos inspira vuestra persona, ni el placer que tenemos al veros pisar el suelo de nuestra patria que os aguarda para levantarse!

Sigamos leyendo sus “Recuerdos”:

“”Yo estaba en una especie de transporte de delirio al dejar escapar aquella explosión tumultuosa de los sentimientos que entonces me animaban. No sé siquiera como pude hacerlo, con mi timidez natural. Con frecuencia vuelve a mi pensamiento aquel momento, sin que pueda explicarme y definir la fuerza espontánea que impulsaba mis palabras. Napoleón me miraba atentamente, tomó un ramillete que había en el coche y me lo ofreció diciendo:

“— Guárdelo como prueba de mis buenas intenciones. Espero que volvamos a vernos en Varsovia y entonces reclamaré un beso de vuestra bella boca””>>

Termina el relevo de caballos… la joven polaca permanece en medio del camino, apretando contra su corazón el ramo que le ha ofrecido el emperador, viendo alejarse el coche escoltado por los jinetes de la Guardia Imperial, y ve, como por la ventanilla se agita en un saludo el sombrero de Napoleón.

¿Quién es ella?

Bonita, rubia y sonrosada, se llamaba la condesa Walewska, María Walewska. Greuze había muerto hacia más de un año pero parecía haber vuelto entre los hombres para dar vida a uno de sus modelos. Su risa, era –según parece – un encanto. Pero ya hacía tres años que apenas reía. Su padre había muerto cuando ella era una niña, y desde que salió del convento, antes de cumplir los dieciséis años, su madre le exigió escoger entre dos pretendientes igualmente ricos. Uno era joven y encantador, pero hijo de un general ruso…Diez años antes, Polonia había sido despedazada por tercera vez. Las tres águilas imperiales negras de Austria, de Prusia y de Rusia, se habían lanzado sobre ella con tal voracidad, que el Estado polaco había acabado por desaparecer del mapa de Europa. ¡¡El águila blanca de Polonia no era más que un recuerdo!...

¿Casarse con el hijo de uno de los generales del Zar que oprimían a su patria? ¡María hubiera preferido la muerte! Así que se resignó a ser la esposa del conde Atanasio Colonna Waleuski, jefe de una poderosa casa, pero viudo dos veces y septuagenario. Su marido, lleno de atenciones y consideraciones con ella, trató de hacerle olvidar la gran diferencia de edad que existía entre ellos, dándole un hijo. Lo consiguió… Y María adoraba aquel niño. No tenía más que una finalidad en su vida: Hacer de él un hombre libre en una Polonia libre. ¡Cuántas veces – como tantos polacos en las amargas horas de su historia – había pensado que Francia podría un día liberar a su país!

Las victorias de Napoleón sobre Austria y Rusia en 1805, y últimamente sobre Prusia, le habían hecho estremecerse de esperanza. Cuando a finales de 1806, María supo que el primer choque entre Napoleón y los rusos en Pulstuk se resolvió a favor de ejército francés, sintió latir su corazón aceleradamente. ¿Irían a reunirse los trozos de Polonia, repartidos entre rusos, austriacos y prusianos? ¿Iba a renacer de sus cenizas la vieja tierra polaca?

María contará en sus “Recuerdos“que en la mañana del 1 de Enero de 1807 se enteró de que Napoleón se dirigía a Varsovia. No pudiendo resistir, “atormentada más que los demás por una fiebre de impaciencia”, formó el proyecto de presentarse ante él. Se disfrazó de aldeana – vestido de paño azul, gorro cuadrado de piel negra, velo negro --, saltó a su coche, llevando con ella una prima suya, y ordenó al cochero tomar el camino de Brosnia…

Hace mucho tiempo que el coche imperial ha desaparecido, pero María sigue allí, conmovida y deslumbrada, clavada en medio del camino, hundiendo su claro rostro en el ramo de flores que el emperador le ha dado como adiós…, con un adiós que tal vez sea un hasta la vista.

Mientras rueda hacia Varsovia, Napoleón se sorprende de guardar tan presente en su espíritu el recuerdo de la joven polaca. Aquella aldeana que habla francés le extraña y le intriga… Y luego, ¡que dulzura emana de todo su ser!

-- ¡Duroc, le encargo encontrarla!

Apenas llegado a Varsovia el general se pone en movimiento. Minuciosamente hace la descripción de la que el emperador llama “la desconocida de Brosnia”, al príncipe José Poniatowski, jefe del Gobierno provisional polaco. Gracias a la indiscreción de la prima de Maria que ha contado el episodio del ramillete, es identificada. Avisado inmediatamente, Napoleón ordena que la condesa Walewska sea invitada a la recepción ofrecida en su honor por Poniatowski. A no ser que fuera el jefe del Gobierno, impulsado además por Talleyrand, encantado de ver al emperador “ocupado” por una aventura amorosa y sexual del amo de Europa quien sugiriera al emperador invitar a la señora Walewska, lo que bien pudiera ser, como afirman varios biógrafos, dado el carácter intrigante del Ministro de AA. EE. francés. Sea como sea, el caso es que Poniatowski se traslada al palacio Walewski. María empieza por rechazar la invitación, pues no asiste a ningún baile.

-- Su presencia es indispensable, el emperador lo exige.
Maria sigue negándose.

--¡Quien sabe! – murmura Poniatowski que ha adivinado los deseos del emperador de gozar a la bella condesa – Quizá el cielo quiere servirse de usted para restablecer la patria…

María se obstina. Poniatowski acude a la invocación de los “hombres de Estado cuya autoridad descansa sobre la consideración, la estimación y la deferencia debidas a su conducta y a sus luces”. Todo inútil. María sigue negándose. El amo de Europa tropieza por primera vez en su vida con un muro tan inexpugnable como los de San Juan de Acre, cuando era el general en jefe del ejército expedicionario francés a Egipto. Pero entonces sólo era general, ahora es el Emperador de Europa y sus deseos son órdenes.

Será menester la asistencia del conde Walewski – ignorante del episodio de Brosnia – para que Maria acepte acudir al baile del palacio Bacha. ¿Por quién la ha tomado Napoleón? Se rebela y se pone su vestido más modesto, una túnica de tul blanco sobre forro de raso blanco. Ni un brillante, ni una perla, sino una simple diadema de hojarasca, adorna su dorada cabellera. Seguramente, piensa María, Napoleón comprenderá lo que quiere decir aquella negativa a engalanarse en su honor. ¡No está dispuesta al sacrificio de separar sus muslos y entregarle su sexo para que la disfrute a su gusto!

Ella es una mujer honesta, madre de un hijo al que adora y no está predispuesta a perder su honestidad ni siquiera por Polonia. Causa asombro hoy en día que pudieran existir mujeres así. Tan sólo han transcurrido 200 años y no creo que, ni buscada con lupa, encontremos una mujer tan virtuosa en toda la redondez de la Tierra. Posiblemente me equivoco. Pero, en fin, sigamos con esta interesante historia de amor y sexo que siempre me ha fascinado.

En cuanto aparece en el salón de baile, Poniatowski se adelanta para invitarla. Ella le detiene con un gesto:

-- Usted sabe que no bailo y que no tengo ningún deseo de bailar.
--¿Cómo? El emperador ha hablado de usted varias veces y ha dicho que sería feliz viéndola bailar.
--Es posible, pero yo me abstendré.

Con el mismo aire terco rechaza a todos los bailarines que se acercan a invitarla. Luis de Perigord, ayudante de campo del emperador, y el general Bertrand mariposean alrededor de la condesa. Napoleón, que ve sus manejos, llama a Bethier y le ordena mandar inmediatamente a Perigord al 6º Cuerpo, en el Passarge, y a Bertrand al Cuartel General de Jerónimo, ante Breslau.

Todos se miran con inquietud. Por primera vez, desde los tiempos ya lejanos en que Josefina
le ponía los cuernos con el boquirrubio tenientillo Hipólito Charles, Napoleón está celoso. ¡Y aquí nada ha comenzado todavía…!

El baile se interrumpe. Ha llegado la hora de la “revista” tradicional de los invitados. Napoleón parece febril. Llegado ante María, la mira, finge no reconocerla y, a fin de demostrarle que ha comprendido la razón de aquella sencillez, le dice en voz alta:

-- No va el blanco sobre el blanco, señora…
Luego añade más bajo y para ella sola:
-- No era la acogida que yo tenía derecho a espera después de…

Evidentemente, María no responde, pero sus mejillas nacaradas se tiñen de rojo. Y su turbación aumenta cuando, pasado ya el emperador, se encuentra convertida en el punto de mira de toda la concurrencia. Se cuchichea detrás de los abanicos. ¿Qué le ha dicho Napoleón en voz baja? Los comentarios son variadísimos. Muchas de aquellas murmuradoras estarían encantadas de abrirse de piernas aquella misma noche bajo el cuerpo del Gran Corso para entregarle su sexo y el placer de gozarlas. Y allí están las mujeres más distinguidas, las más aristocráticas de la sociedad polaca. Hasta la princesa Poniatowski estaba dispuesta a entregarle su linajudo coño al amo de Europa.

Al volver al palacio Walewski encuentra un ramo de flores con esta esquela:
“No he visto más que a usted, no he admirado más que a usted, no deseo más que a usted. Una respuesta rápida para calmar el ardor de N”

-- El mensajero aguarda – dice el camarista.
-- No hay contestación – replica Maria, profundamente herida.

Una vez más se pregunta: ¿Por quién la toma el emperador? Pero la camarera vuelve, anunciando que el es propio príncipe José Poniatowski quien ha traído el billete. María se indigna al ver al propio jefe del Gobierno haciendo de Celestina.
Más aún: Poniatowski llega hasta la misma puerta de la alcoba de de la condesa para parlamentar. Pero todo es inútil. Lo mismo que se negó a bailar se niega a contestar y después de media hora de discusión, el príncipe abandona el palacio enfurecido.
Pero todo va a empujar a María a los brazos del emperador. Incluso su marido.

Al día siguiente el conde Valewski anuncia a su mujer que ha aceptado una invitación a los dos para un gran banquete ofrecido por Napoleón. La condesa se rebela, pero el marido llama en su ayuda a Duroc, al príncipe José y a los miembros del Gobierno provisional. María alega que está enferma, se tiende en su “chaise longue” y se niega a presentarse en el salón. El marido, más cegato que un gato de yeso, introduce a la fuerza a los polacos en la alcoba de su esposa.

Uno se pregunta hoy si la testarudez de Maria Walewska a dejarse follar fue una sabía combinación de la condesa para exacerbar el deseo de un hombre todopoderoso a quien, incluso la bellísima reina María Luisa de Prusia, esposa de Federico III, después de la derrota de Prusia a manos de los ejércitos napoleónicos, le ofreció con todo descaro su regio coño durante toda una noche a cambio de Maklenburgo, la más importante plaza fuerte de su reino, que el emperador de Francia rechazó sin titubeos, pese a que se hubiese follado de muy buena gana a María Luisa, la más bella reina de su época, solo comparable en hermosura a la Venus Napoleónica, Paulina Bonaparte.

Continuará…
Datos del Relato
  • Autor: Aretino
  • Código: 16662
  • Fecha: 21-05-2006
  • Categoría: Infidelidad
  • Media: 4.9
  • Votos: 50
  • Envios: 1
  • Lecturas: 4720
  • Valoración:
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