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La empleada doméstica.
Nos casamos y nos mudamos con mi esposa a una casa del barrio de Mataderos donde vivimos en la actualidad.
La casa era demasiado grande y las tareas para mantenerla limpia eran cada vez más engorrosas. De común acuerdo con mi mujer decidimos emplear a una mujer para que la ayudase en los quehaceres domésticos.
Luego de pedir referencias nos decidimos por una vecina del barrio de unos 55 años que nos pareció discreta y de buena presencia. Olga había enviudado hacía 5 años y su poder económico se había deteriorado al punto que había decidido emplearse como empleada doméstica ya que a su edad le había sido muy difícil encontrar otro trabajo. Era una mujer de estatura mediana, cabello color ceniza siempre bien peinada, cuerpo armonioso y mirada vivaz. Su piel blanca conservaba aún su lozanía y sus senos generosos se mantenían firmes. Era en suma atractiva y mostraba un aire distinguido y misterioso.
Comenzó a trabajar y pronto me di cuenta que era una mujer culta y discreta. Durante varios meses nuestras conversaciones solo abordaban temas baladíes, generalmente con mi esposa y referidas a sus tareas cotidianas. Con Olga, cruzaba algunas palabras aunque me pareció desde el principio que había cierta empatía y la sorprendí varias veces mirándome de una manera especial. En ausencia de mi esposa comencé a animarme y a preguntarle por su pasado. Me confesó que había sido muy feliz durante su matrimonio y le había sido absolutamente fiel a su marido. No había tenido hijos aunque hubiese querido tenerlos sin saber nunca quién había sido el responsable. Eso la había frustrado y no se permitió gozar de una sexualidad plena.
Olga se fue abriendo en sus confesiones y me transformé en su psicólogo. Parecía esperar el momento de estar solos para sincerarse en temas de su intimidad. En mis pensamientos fue instalándose la idea que Olga en algún momento sería mi amante. La discreción y el temor de afrontar la situación sin que fuese correspondido o rechazado de manera intempestiva fueron dilatando el momento de encararla y manifestarle mis deseos hasta que esa ocasión llegó.
Mi esposa debió ir al centro de la ciudad a realizar unos trámites, y nos quedamos solos. Mientras realizaba sus tareas le pregunté por sus ocupaciones y sus necesidades. Noté que se sonrojaba y sin mirarme me confesó que contaba con el dinero justo para llegar a fin del mes y saldar sus deudas. Se sentía muy sola. Era el momento propicio.
"No te aflijas, yo puedo ayudarte" le dije con doble sentido.
Se distrajo de lo que estaba haciendo y mirándome a los ojos se rebeló.
"No soy lo que piensas y no me vendo por nada, solo lo haría por amor".
"Mi propuesta está en pié sin ninguna condición", Me atreví a contestarle.
A partir de ese momento la relación pareció enfriarse y temí que renunciara, pero no fue así.
Pasaron varios meses hasta que Olga rompió el hielo que se había originado entre nosotros a partir de mi propuesta. Fue ella la que me encaró estando mi esposa ausente.
"¿Cómo es tu relación con María?", me preguntó.
"Normal y monótona después de tantos años", le contesté sorprendido.
"¿Te hace feliz?".
"En la cama no", me sinceré.
"¿Acaso no encuentras con ella el placer sexual que se merecen?".
Mi respuesta no se hizo esperar "¿No te pasó lo mismo durante tu matrimonio?", fueron mis palabras recordando su confesión de meses atrás.
Sonrió y me animé. Parecía una hembra en celo. Me aproximé y sin dudar la abracé y busqué su boca. Retrocedió sorprendida y con palabras entrecortadas se defendió.
"¡Es una locura!" "¿que pasará si se entera tu esposa?", Balbuceo sin mucha convicción, tratando de separarse.
"¿Porqué habría de enterarse?", le respondí. La atraje y busqué nuevamente su boca. Entonces devolvió uno a uno mis besos y se pegó a mi cuerpo. Acaricie sus pechos, y mis manos se encargaron de acercar su pelvis apretando los glúteos para que sintiese la erección de mi miembro que palpitaba de deseo. Se refregó caliente mientras nos besábamos. Levanté su pollera para acariciar su vulva y aprecié lo mojada que estaba la bombacha. En ese instante me interrumpió separándose.
"Acá no, puede llegar tu esposa".
"¿Vamos a tu casa o a un hotel si te parece?", se me ocurrió decirle.
"No estoy preparada aún", "no sé como comportarme", y agregó. "Nunca fui a un albergue transitorio en mi vida, tengo vergüenza", me confesó.
Sus excusas no me amilanaron e insistí. Sabía que terminaría cediendo.
"Nos encontramos lejos del barrio, no temas", "Confía en mi", fueron mis palabras cortando la conversación en el momento que entraba mi esposa.
Días después la cité en una confitería de Belgrano lejos de miradas indiscretas. Pareció dudar al principio pero finalmente aceptó. Concurrió puntualmente. Su atuendo me sorprendió. Acostumbrado a verla con la ropa de trabajo, lucía con elegancia un vestido escotado donde se insinuaba su busto generoso. La pollera arriba de las rodillas mostraba sus magníficas piernas. A pesar de su edad admiré su piel y el gusto para vestirse, y me deshice en elogios. Tomamos un trago largo y conversamos animadamente. Dijo no saber porque había aceptado mi invitación pero sus argumentos no tenían consistencia; la traición a mi esposa, el duelo de su marido, el que dirán, su timidez y su inexperiencia fueron algunas de las excusas que esgrimió sin mucha convicción. Fui derribando uno a uno sus dudas hasta que le propuse concurrir al lugar para disfrutar de la intimidad que ambos deseábamos.
Olga estaba nerviosa cuando pagué y nos levantamos. Sabía adonde íbamos y no había vuelta atrás. Antes de subir al automóvil miró hacia todos lados como desconfiando que alguien nos reconociese. Estaba tensa cuando llegamos al albergue y solo se relajó cuando cerré la puerta de la habitación.
Nos besamos y me confesó que fantaseo con nuestro encuentro desde que me conoció. Supo, me dijo, en su fuero íntimo que iba a ser mi amante y se imaginó más de una vez compartiendo mi vida. Parecíamos dos adolescentes pecadores. La fui despojando de la ropa. Estrenaba su lencería que me dijo había comprado para la ocasión. Olga me pidió ir al baño. La seguí con la mirada admirando su figura solo cubierta por el corpiño la bombacha, el portaligas, las medias y sus zapatos de tacos altos. De mientras me desnudé. Cuando retornó mi miembro estaba rígido palpitando de deseo.
"¡Es enorme!", exclamó. Luego de besarnos se arrodilló y tomándolo con sus manos comenzó a lamerlo y besarlo. Sentí su estímulo y un cosquilleo creciente hasta que acaricié su cabeza y la impulsé tratando que introdujese toda mi verga dentro de su boca. Cuando eyaculé, se atragantó con el semen haciendo arcadas y derramó el resto por la comisura de sus labios. Las uñas largas de sus dedos rascaban mis testículos con sabiduría y buscaban mi orificio anal hurgando en su interior.
"Nunca me lo han hecho así", "eres maravillosa".Le dije con espontaneidad.
"¿Tu esposa no te lo hace como yo?", preguntó con un mohín. "No te creo".
Nos recostamos en la cama. Le pasé mi brazo izquierdo por sus hombros y Olga se puso de costado con su pierna izquierda sobre las mías y se abrazó acurrucándose.
"¿Como lo hacen?". Inquirió
"Que curiosa, te gusta saber como cogemos, verdad".
"Por supuesto" me susurró mientras nos besábamos.
"Todavía no empezamos, y ya se me estoy excitando nuevamente de solo sentir tu piel, tus caricias y tus palabras".
Me levanté y luego de besarla la puse de espaldas recostada y abierta de piernas. Su vello pubiano rojizo cubría la entrada de la vulva de labios carnosos. Separé los gruesos labios y a medida que me aproximé a la entrada de la vagina percibí el olor propio y los jugos pringosos que escurrían de esa concha ávida de ser atendida después de tanto tiempo. Comencé a lamer y chupar el néctar que fluía de sus entrañas. Mi lengua entraba y salía, mojando la cueva y lubricando sus paredes. Empezó a mover su pelvis y abrir sus piernas arqueándose e incitándome a continuar con las caricias. Jadeaba y gemía. Entrecerró sus ojos y me suplicó que no me demorase y la cogiese cuanto antes, pero yo estaba dispuesto a prolongar el momento supremo del placer.
"¿A si la haces sufrir a tu esposa?", me preguntó con voz desfalleciente.
"No solo a vos que eres una amante especial".
"Malo, no me hagas sufrir más", me regañó con un mohín.
Me incorporé y acerqué mi verga a la entrada de la concha húmeda y lechosa. El glande acarició el clítoris y jugué llevando la verga con mi mano de arriba abajo hasta que no pude más con el cosquilleo y los gemidos de Olga suplicando que la poseyera. Le introduje el miembro hasta la profundidad de la vagina lubricada que se fue dilatando para recibirla totalmente. Solo quedaron a la vista los testículos y allí comenzó el verdadero bombeo. La verga entraba y salía. Olga gemía y se movía frenéticamente acompañando los movimientos.
"Me corro, mi vida, no aguanto más", le dije sintiendo que iba a eyacular.
"Yo también, quiero toda tu leche adentro", "¡Que bendición!".
Me contuve haciéndola desear hasta que la giré frente al espejo para verla echada de espaldas con la verga enterrada derramando el semen en la profundidad de esa concha abierta que recibió el tributo de mi calentura y el desborde del semen escurriendo por sus muslos.
Nos bañamos en el jacussi donde terminamos jugando y excitándonos para luego ducharnos terminando en una nueva cópula.
Mientras nos vestíamos me preguntó como seguiría nuestra relación, ya que no se atrevía a mirar a la cara a mi esposa después de haber disfrutado tanto. La tranquilicé comentando que María no se daría cuenta ya que mis relaciones eran esporádicas y ella eludía tenerlas.
"No lo puedo creer", "Tienes todo para hacerla feliz", "Es como dice el refrán", "Dios le da pan al que no tiene dientes".
"Seguirás trabajando y gozaremos de la sexualidad compartida, y quien te dice terminemos juntos gozando del sexo y del amor entre los tres".
Sellamos nuestra relación con un beso profundo y sensual cuando cerré la puerta de la habitación. La dejé cerca de su casa y el martes siguiente volvió a sus tareas como si nada hubiese pasado. En un próximo relato les haré saber como continuó
Munjol