Cuando Miguel sintió que su mujer salía de debajo de él al tiempo que lo empujaba y hábilmente se colocaba ahorcajada encima suyo, supo que ella se preparaba para introducirlo a una de sus más gozosas experiencias sexuales. A pesar de los años de matrimonio y siempre bien dispuesta para el sexo, Nora solo aceptaba hacerlo en dos posiciones; abajo o arriba y no admitía ni siquiera la insinuación de alguna variante que seguramente sería más placentera. El no se animaba a proponérselo por temor a que ella mal interpretara sus intenciones pensando que le exigía cosas que sólo hacían las prostitutas, ignorando que ella a su vez, en esa falta de sinceridad pacata de algunos matrimonios, se desesperaba por hacerlas y no se animaba a pedírselo por esa misma razón.
A pesar de lo limitado de la relación, ella ponía todo de sí para que esas dos posiciones le procuraran tanto placer como imaginaba le brindarían las que no manifestaba. Por eso fue que cuando Miguel sintió sus rodillas presionando contra sus flancos, se relajó y dejó la iniciativa en sus manos.
Nora se enderezó y tomando entre sus manos el miembro que había perdido rigidez, lo restregó a lo largo del sexo haciendo que el glande friccionara la aspereza de la mata de vello púbico y luego lo refrescaba con el espeso flujo que bañaba el interior de la vulva por las aletas de sus pliegues ampliamente dilatadas. Al notar que la verga palpitante recobraba volumen, la introdujo en la vagina y lentamente se dejó caer sobre ella hasta que la sintió golpeando más allá del cuello e inició un suave hamacarse que se fue transformando en galope a medida que en ella aumentaba la excitación.
Una de las virtudes de Nora era el manejo de los músculos interiores de la vagina, dilatándolos y contrayéndolos a voluntad, estrechando al miembro invasor con la misma intensidad y crueldad de una mano. En tanto que subía y bajaba, sus dedos contenían a los senos que levitaban con brusquedad, estrujándolos para incrementar su goce mientras a través de los dientes rechinantes comenzaba a surgir un ronco bramido que brotaba desde el vientre.
Tomándose del respaldar de la cama, comenzó a ejecutar un movimiento que alienaba a Miguel; con los brazos estirados, mantenía rígido el torso y, casi como si actuara en forma independiente, su pelvis iniciaba un ir y venir rotativo en una particular versión de la danza del vientre haciendo que el falo de Miguel la penetrara profundamente.
Los gemidos que escapaban de su pecho fueron creciendo en intensidad y de la boca abierta desmesuradamente chorreaban hilos de una saliva densa y gomosa que goteaba sobre el pecho de su marido quien, fascinado por las expresiones lujuriosas del rostro de Nora, estrujaba fuertemente los pechos generosos que se sacudían alocadamente.
Como poseída, ella salió de su sexo y dándole la espalda, se acuclilló con las piernas abiertas y volvió a penetrarse para reiniciar el galope, pero esta vez con el poderoso empuje que le daban las piernas flexionadas, haciendo que el miembro de Miguel golpeara despiadadamente sus carnes. Echando la cabeza hacia atrás y sacudiéndola con desesperación, hundió las manos en su propio sexo fustigando duramente las masa palpitante del clítoris e introduciendo los dedos junto al falo, en tanto que le reclamaba por más fuerza en sus embates, intensificó el ritmo alucinante de sus piernas y en medio de gritos y sollozos alcanzó el orgasmo al tiempo que Miguel sentía derramarse su simiente en el útero de la mujer.
Una vez conseguido su alivio físico y emocional, olvidada de esa salvaje actitud de momentos antes y con la misma indiferencia que ante un trámite bancario, enjugó su sexo con la bombacha para luego incorporarse y dirigirse al baño.
Durante todo ese tiempo, Miguel no dejó de admirar las cualidades físicas de su mujer; dos hermosos, rotundos y grandes senos; un vientre chato en el que se dibujaban los fuertes y trabajados músculos; dos piernas largas y torneadas y lo más maravilloso, su deslumbrante trasero, de nalgas redondas, erguidas y firmes que provocaban la envidia de las mujeres y la codicia de los hombres.
Viéndola alejarse, se repantigó en las almohadas y casi con un orgullo soberbio, se proclamó el digno poseedor de semejante belleza pero en medio de esos pensamientos triunfales, de manera artera e impensada, se cruzó por primera vez la sombra de una duda que lo desasosegó y fue carcomiéndolo dolorosamente. ¿Sería realmente el único dueño de esa maravilla o antes que él alguien había gozado de los favores de Nora? Ateniéndose a los hechos, no había causa para que pensara de esa manera; había conocido a Nora cuando ella tenía dieciocho años y, durante todo el noviazgo que duró dos años, solo le había permitido entretenerse con su torso pero nunca bajar de allí ni ella se mostró dispuesta a hacer otra cosa. Pensándolo con desprendimiento y fríamente, tampoco nunca le había contado si había tenido alguna simpatía antes que él y, por la practica que mostraba al besarlo y la manera en que gozaba con sus apretones y chupadas a los senos, bien podía haber sido desflorada y sometida sin que él lo sospechara. En su momento, la noche de bodas había sido realmente un acontecimiento y ambos se entregaron al sexo con las ansias de un deseo largamente reprimido, pero Miguel nunca supo si realmente Nora era virgen ni había tenido modo de comprobarlo.
Con una rapidez que en su momento lo entusiasmó pero que ahora lo intrigaba, ella se adaptó maravillosamente al sexo; siempre dispuesta, lo hacía con alegre soltura, parecía estar constantemente excitada y demostraba virtudes innatas para practicarlo. Sin embargo, no parecía dispuesta a ensayar otras posiciones o juegos sexuales y sólo aplicaba su fervorosa enjundia en las dos únicas posturas que parecía conocer.
¿Habría sido poseída por otros hombres y, si era así, cuantos habían sido y cómo? ¿Sentiría ella curiosidad o necesidad de hacerlo? ¿Desearía establecer una medida de comparación entre él y otros? ¿Tendría fantasías, necesidades y deseos que él no satisfacía? ¿Estaría ella deseosa de tener un amante o tal vez ya lo tenía?
Esto último no era descabellado, ya que en los últimos tres años la había desatendido un poco debido a que el nuevo trabajo como agrimensor en una compañía vial extranjera, lo obligaba a pasar más tiempo en los obradores y campamentos que en su casa, pero el resultado económico los había compensado de esas molestias. Nora no había demostrado disconformidad con su nuevo puesto y ella misma había conseguido trabajo part-time en una inmobiliaria, lo que le daba una orgullosa independencia económica y la ayudaba a matar el tiempo.
Esa independencia le hacía tomar muy en serio su aspecto físico y con el dinero ganado, había llenado de aparatos gimnásticos la habitación que fuera destinada al hijo que nunca había llegado y que, a pesar de sus descuidos voluntarios en esos cinco años, no daba señales de aparecer. Las horas dedicadas al cuerpo se manifestaban en la esbeltez de sus formas, acentuadas por una musculatura casi varonil que la hacía más atractiva.
Puesto a fantasear, tuvo que admitir que si ella realmente se lo proponía, podría engañarlo cuanto se lo propusiera; desde el lunes al mediodía hasta el viernes por la tarde, él trabajaba, comía y dormía en campamentos, obradores u hoteles baratos cercanos a las obras y sólo durante el fin de semana tenían unas tardías y superficiales relaciones que sólo servían para relajarlos un poco. Ahora pensaba si el continuo trato con clientes de la inmobiliaria, conduciéndolos durante horas a casas solitarias y departamentos, no sería propicio para que ella desfogara las fantasías que la soledad debería de poner en su mente y su cuerpo.
Y no estaba descaminado en sus presunciones sino equivocado. Nora no era virgen desde los catorce años pero el culpable de aquello no había sido un hombre sino una prima mayor que, en un tórrido verano de su adolescencia y en la tranquila soledad de la chacra de sus tíos, la había sometido a las delicias de sus bajos instintos en la calma siestera, viviendo dichosa durante esos tres meses que no volverían a repetirse, el placentero descubrimiento de su sexualidad. También era cierto que cada día y con más frecuencia, se encontraba absorta en la estimación de la virilidad de ciertos clientes que por su apostura o fortaleza le hacían elucubrar tempestuosas relaciones y que debía aliviar manualmente en la soledad de su cama.
Cuando Nora volvió del baño con el pelo húmedo, muestra evidente de haberse refrescado en la ducha, lo hizo vestida sólo con una larga camiseta que realzaba aun más la plenitud de su magnificencia. Miguel tuvo que hacer un esfuerzo para no reiniciar la relación, conocedor de su sistemática oposición a repetir y, resignado, se durmió oliendo el incomparable aroma que surgía de su cuerpo joven, fragante y salvaje como el de una hembra animal.
Durante toda esa semana y a pesar de la alta responsabilidad de sus funciones, no se podía concentrar y aquella chispa de duda se fue convirtiendo en una hoguera de celos que cegaba su entendimiento resonando como un sonsonete en su cabeza hasta que se decidió y tras pensar detenidamente un plan de acción, pidió quince días de licencia especial.
Ese lunes salió de su casa, despidiéndose hasta el viernes como era su costumbre, tras lo cual se registró en un hotel barato y comenzó a desplegar su estrategia. Había confeccionado una lista con aquellas cosas que, en momentos de intimidad o frente a las vidrieras de ciertos negocios, su mujer le había confesado desear secretamente. También ordenó las notas que dirigiría a ella, escritas e impresas con la computadora del trabajo.
Esa misma tarde y por intermedio de un muchacho al que le dio unos pesos, le hizo llegar una rosa roja, acompañada por la primera e intrigante nota. Oculto en su automóvil, vio como tras recibirla ella salía a la puerta de la inmobiliaria, observando extrañada y ansiosa a su alrededor como buscando al invisible admirador. Frustrado pero satisfecho, esa noche recibió su llamado al celular para contarle, ansiosamente alarmada, de la sospechosa aparición de un secreto admirador o enamorado anónimo.
Sin embargo y cuando dos días más tarde le hiciera llegar otra nota aun más atrevida junto a dos costosos pañuelos de gasa para el cuello, ella contestó evasivamente cuando él le preguntó si había vuelto a tener noticias de su admirador, diciéndole que el envío de la rosa tal vez fuera obra de un loco ocasional o una equivocación, sin mencionarle para nada los pañuelos.
El viernes por la mañana, antes de regresar, le hizo llegar una de sus compras más especiales y sugestivas; dos años atrás, Nora le había confesado un poco avergonzada frente a la vidriera de una porno-shop cuanto la excitaría ponerse aquel conjunto de lencería. El había comprado el mejor y más suntuoso; el soutien, de satén y brocado, tenía las tazas desprendibles que dejaban ver los senos erectos por el armazón y la facilidad que su cierre estaba al frente. Su complemento, era una trusa triangular, cavada e igualmente recargada que, por una apertura inferior, permitía la penetración al sexo y al ano.
Cuando esa noche conversaron largamente durante la cena y él hizo referencia al admirador de la rosa, ella lo desestimó con una sonrisa nerviosa, ocultándole deliberadamente los siguientes envíos y le mintió cuando le contó que en esos días no había tenido ganas de ir al trabajo, quedándose en la casa dedicada a la gimnasia. Intencionalmente y a pesar de sus ahora insistentes reclamos, él evitó tener sexo en los dos días siguientes, pretextando una indisposición estomacal, fruto de la mala comida en los campamentos.
Creyendo que era de Miguel, Nora había recibido con alegría y luego desconcertada turbación aquella rosa inicial y aunque le preguntara al muchacho, este dijo desconocer a su remitente. Alarmada por la desprotección que le daba la soledad en que vivía, su prejuiciosa turbación cedió ante el halago que los costosos pañuelos le proporcionaron. La ansiedad por saber quien se fijaba de esa forma en ella la intrigó y confundió, ocultándoselo deliberadamente a su marido temerosa de su reacción, pero cuando recibió aquel anhelado conjunto de lencería y la atrevida nota que la hiciera sonrojar por la crudeza de lo que sugería, no supo que pensar. Evidentemente, las intenciones del hombre no eran platónicas y tanto el tenor de las notas como los regalos reflejaban un interés perverso que excedía la admiración.
No obstante su cacareada pacatería que ella sabía era fingida, una alucinada excitación se instaló en su cabeza y en sus noches solitarias, su magín desbordado elaboró turbadoras fantasías eróticas con innominados hombres. Pensamientos de inédita grosería aumentaban la inquietud que no conseguía domeñar con agotadoras sesiones gimnásticas y, emulando aquellas lejanas penetraciones juveniles, hundía sus dedos en la vagina que, elásticamente ansiosa, albergaba hasta a tres de ellos antes de brindarle el alivio de un orgasmo.
Ante la mentira flagrante, Miguel tenía la certeza de que su mujer, sabiamente seducida, era tan vulnerable como cualquiera y se afirmó en la convicción de seguir adelante con su plan que se estaba convirtiendo en una obsesión muy cercana a la paranoia, para comprobar hasta donde podría seducirla y si ella se entregaría a un desconocido con la aparente facilidad ansiosa que estaba demostrando.
Cuando el lunes volvió al hotel, se apresuró a enviarle una nota insidiosamente provocativa, junto con una lujuriosa bata corta de satén rojo. Al día siguiente y para terminar de trastornarla, le envió algo que determinaría si la decisión de Nora sería positiva o si rechazaría sus cada vez más exigentes notas, confesándole a él lo perverso de aquella relación que, aunque insinuada, tendría que resultarle ofensiva y degradante. Dentro de una caja de seda y en un delicado envoltorio, acompañaba al papel un consolador de siliconas, bastante más grande que su pene y con detalles que superaban a la realidad.
Ante esos nuevos envíos que la desasosegaron profundamente y la inequívoca crudeza del lenguaje de las notas, Nora había convertido a su incertidumbre en una nueva y desconocida excitación. En la semipenumbra del cuarto, con tímida gula, había jugueteado en su boca con la ovalada cabeza de ese miembro tan similar a una verdadero. Finalmente, enardecida al fantasear con la posibilidad de ser penetrada por un desconocido, tras excitarlo con los dedos había hundido la verga artificial en su sexo y, complacida con su textura y tamaño, se había penetrado profundamente hasta alcanzar un esplendoroso orgasmo.
Aquel jueves y, como culminación del plan de conquista establecido por Miguel, Nora estaba atendiendo a un cliente cuando recibió una caja conteniendo un antifaz ciego de raso rojo y un pañuelo de seda del mismo color, con una breve nota conminándola a desafiar a la mediocridad y aceptar una cita de sexo total. Si accedía, debería pegar el sticker adjunto a la luneta trasera de su auto y el próximo lunes por la noche, dejar sin llave la puerta de la casa y esperarlo vistiendo las prendas que la había regalado.
Dominando a duras penas su confusa pero incontinente alegría, se disculpó ante el cliente, apresurándose a salir a la calle. Mirando con desconfianza a su alrededor, corrió hasta el coche y, como un chico travieso, pegó la llamativa estrella dorada en el vidrio sin siquiera sospechar que su marido la estaba vigilando.
Cuando Miguel volvió ese fin de semana, la encontró demacrada y ojerosa, en un estado de nervios histéricos que la hacía insoportable y que se incrementó por la negativa de él a tener sexo, so pretexto de que el largo viaje y una semana de intenso trabajo lo habían extenuado. Esa noche, él se recostó en la cama con la computadora portátil en sus rodillas, iniciando un inexistente trabajó técnico y después de provocar su iracundia al volverse a negar a los casi serviles reclamos de sexo, la escuchó recluirse en el cuarto vecino para agotarse durante hora y media en los aparatos, soportando las máximas tensiones y velocidades de las máquinas.
Todavía enfadada y totalmente mojada de transpiración, entró bufando rabiosamente y rebuscó en la cómoda entre su ropa interior, luego de lo cual y con varias prendas en la mano, se encerró en el baño. Respondiendo a una súbita inspiración y una vez que escuchó correr el agua de la ducha, Miguel se arrodilló frente a la puerta y como un mirón, espió a su propia mujer a través de la cerradura que, sin llave, le proponía un espectáculo inédito. Al fondo y justo frente a la puerta, la bañera le brindaba la imagen de su cuerpo portentoso, expuesto al agua de la ducha.
Disgustada y aun irascible a pesar de la extenuante sesión de gimnasia, Nora sentía que los agudos y minúsculos estiletes del agua fría, se clavaban en las carnes sudorosas haciéndole recobrar la cordura y poniendo en evidencia la imperiosa necesidad que tenía de sexo. Estaba plenamente convencida de que esa calentura que fogoneaba sus entrañas era provocada por la minuciosa insistencia de la actitud gentil y descarada del desconocido, ese amante virtual del que ignoraba todo pero al que había llegado a desear como a ningún hombre en la vida y que la actitud indiferente de su marido no contribuía a hacerle olvidar.
Mezclando el agua de las canillas, fue variando desde la fría hasta la intensamente caliente y sentía que el agua se deslizaba por su cuerpo, dibujando infinidad de ríos sobre la piel que se erizaba sensibilizada, estremeciéndose por la intensidad del deseo que sus cosquillas le provocaban.
Tomando la pastilla de jabón y con el pensamiento puesto en ese macho abstracto, fue cubriendo sus senos de una espesa capa cremosa. Los senos eran grandes y pesados, proyectándose hacia los lados como sólidos conos de carne en cuyo vértice lucía la oscura sombra de las aureolas albergando a los largos, gruesos y duros pezones. Las manos los envolvieron, apretándolos desde la base y los dedos engarfiados resbalaron sobre la pátina cremosa siguiendo la pendiente que los condujo hacia los pezones a los que, primero acariciaron y luego rodearon, estirando y retorciéndolos, ensañándose sobre ellos con el filo de las uñas.
Olvidada ya del baño, Nora hizo que sus manos descendieran acariciando y rasguñando los músculos del vientre para luego entretenerse en los rulos que su espesa y ensortijada mata de vello púbico le ofrecía como preámbulo al sexo. La densa espuma del jabón los hacía aceitosamente deslizantes y los dedos separaron la enmarañada cortina para acariciar los dilatados labios de la vulva.
Los dedos estregaron los labios mayores y finalmente se alojaron sobre ese mínimo capuchón de carne poseedor de tal sensibilidad que, con tan sólo rozar al diminuto glande, la hizo estremecerse conmovida. Sintiendo que un intenso escozor nacía en su zona lumbar, subía como un rayo flamígero por su columna y se alojaba en la nuca estallando en el cerebro como una lluvia de luces multicolores, intensifico la actividad frenética de sus dedos, abriendo la boca ansiosa a los chorros de agua que suavizaron la sequedad de su garganta.
Con una sapiencia instintiva y atávica, los dedos recorrían urgentes y lujuriosos todo el interior del sexo hasta que se hundieron en la expectante cavidad de la vagina. Una vez dentro, se expandieron como duendes curiosos, rascando y hurgando en las mucosas de la anillada y áspera cuenca del goce, en la búsqueda de ese sitio que se le manifestaba ocasionalmente en la cara anterior muy cerca de la entrada y, cuando lo halló, su contacto la enardeció con un violento estallido de placer.
Olvidada de la presencia de Miguel en la casa, dejaba escapar estentóreos gemidos de satisfacción y, sentándose en el amplio borde de la bañera con la espalda contra los azulejos, alzo la pierna izquierda afirmándola en el otro borde. Buscando a tientas al mojado consolador que había traído junto con la ropa interior, se restregó suavemente el sexo para sentir la enormidad de su tamaño y la tersura de la cabeza que presionaba la vulva.
Ante las proporciones desusadas del falo, lentamente y con sumo cuidado, fue introduciéndolo en su interior. Aunque este ya había estado alojado ahí, los músculos de la vagina se resistían a la intrusión de semejante príapo y lo encerraban prietamente, negándose a la intrusión que finalmente se produjo y su roce, intensificado de esa manera, fue memorable.
Nora no podía dar crédito a que tal placer le fuera brindado por semejante objeto y a pesar de la intensidad del goce, sentía los desgarros y laceraciones que la fricción le provocaba y que ella misma se infligía. La mano fue acelerando el ritmo de la penetración y la otra restregaba con verdadera saña al erecto clítoris hasta que sintió como desde cada rincón de su cuerpo verdaderas marejadas de lava hirviente se vertían en sus entrañas dejándola exhausta y expulsó la fluida evacuación que escurrió sonora entre las carnes y el falo.
Cuando rato después volvió al dormitorio cubierta por un mínimo camisón de algodón, la firmeza y esplendor de sus carnes y la luminosidad chispeante de su mirada satisfecha expresaron a Miguel en muda exhibición el alivio gozoso que había obtenido.
Ese lunes y seguro de que esa noche dilucidaría la verdad sobre su sexualidad, Miguel se despidió de ella hasta el próximo viernes con un beso afectuoso. Nora aun se debatía en la incertidumbre y su voluntad escindida por sentimientos encontrados; por un lado valoraba la actitud de sacrificio de su marido, conformándose con vivir en campamentos u hoteluchos de mala muerte, sólo para mantener el nivel económico al que ella estaba acostumbrada y se recriminaba el hecho de no recompensarlo debidamente en la cama , por el otro, se cuestionaba a sí misma por la desaforada reacción que la sola mención de conocer sexualmente a otro hombre había desatado tanto en su cuerpo como en su mente. Aunque sabía a que atenerse al entregarse de forma tan inmoral, las fantasías que había elaborado en esos días superaban todas las barreras de la decencia y ansiaba entregarse totalmente y sin condicionamientos a todo aquello que el desconocido quisiera someterla.
Con la ilusión de una quinceañera, ese día lo dedicó a ella y, yendo a un instituto de belleza, se entregó mansamente a las casi torturantes sesiones de baños, masajes y depilación total, que culminó con un nuevo corte y color de sus cabellos. Con los nervios a flor de piel y sin poder contener la avalancha de pensamientos que la excitaban, volvió a su casa y se dedicó a acomodarla de acuerdo a lo que ella suponía era necesario.
Por su parte, Miguel se había dedicado a hacer algunas compras especiales y, tras bañarse en varias ocasiones para eliminar cualquier resto de aroma por el cual su mujer pudiera identificarlo, esperó pacientemente hasta las once de la noche.
Cuando probó el picaporte y comprobó que cedía silenciosamente a la presión, acusó dolorosamente el impacto de la certidumbre pero, rehaciéndose, penetró decididamente a la casa. Nora debería de haber pensado que eso era lo indicado o había sido influida por demasiadas películas, ya que el aire del living estaba impregnado por sutiles aromas, supuestamente íntimos y eran difundidos por varios velones que iluminaban tenuemente el cuarto con su luz rosácea.
Alertada por el ruido de la puerta, Nora se había levantado del sillón en el que esperaba con impaciencia al desconocido y se erguía oferente ante los ojos de Miguel, que no pudo menos que admirar la belleza de su mujer, aureolada por la luz sugerente de los cirios. Mostrando la estatuaria desnudez de sus piernas, se exhibía envuelta en la sedosa y brillante bata roja con los ojos cubiertos por el antifaz que la cegaba y un pañuelo de seda enrollado nerviosamente entre sus manos. Se la notaba tensa, expectante y temblorosa aunque su actitud fuera soberbia y, cuando Miguel señaló su presencia con un pequeño carraspeo, desanudó con dedos titubeantes el cinturón de la bata y dejó ver el sensual conjunto negro y rojo que acentuaba la plenitud rotunda de sus carnes, prietas y musculosas. Más segura de sí misma y con cierta licenciosa confianza, al escuchar los ruidos que hacía el hombre al desnudarse, se desprendió con lentitud de la bata y extendiendo los brazos lo invitó lujuriosamente a acercarse.
Miguel hizo un portento de prudencia para no identificarse y una vez desnudo, colocándose un par de finísimos guantes de cabritilla negra se aproximó a su mujer. Nora percibió el calor de su cuerpo y escuchó con angustia el leve jadeo que este dejaba escapar roncamente por su boca entreabierta e involuntariamente se estremeció, no sabiendo sí de miedo o ansiedad.
Cuando el hombre rozó su piel tuvo una sensación de extrañeza, pero luego comprendió que era por los guantes de cuero que, lejos de repelerla, la incitaban con su suavidad. Miguel acarició lentamente los hombros y el cuello de su mujer en tenue compresión estrangulante que puso un jadeo de aprensión en su boca y luego las manos se deslizaron sobre la trabajada superficie del corpiño, provocando pequeños espasmos de sorpresa en los senos de Nora que, con quejidos entrecortados, comenzó a acezar quedamente envolviéndolo en un vaho caliente y aromático. Suavemente, desprendió las copas del corpiño y los senos quedaron al descubierto, fuertes, grandes, sólidos y temblorosos con un inquietante movimiento gelatinoso que el jadeo hacía oscilante. Los dedos rozaron con las costuras del cuero la tersa piel que, a su contacto, se contrajo con esa vibración animal con que los caballos espantan a las moscas.
El los maceró largamente con sobamientos que crecían paulatinamente en intensidad y luego dejó lugar a la sierpe de su lengua gruesa y dura que, tremolando agitada, se deslizó por toda la superficie del seno despertando cosquillas placenteramente exigentes que ella desconocía, provocando involuntarias y profundas contracciones en su vagina. El rastro húmedo se concentró en las oscuras aureolas que habían acentuado su volumen y la rugosidad de sus gránulos para iniciar luego un metódico ataque al endurecido pezón. Allí se escarneció sobre la carnosa excrecencia que había aumentado su grosor destacando el pequeño agujero mamario. Ella estrujaba entre sus dedos al sedoso pañuelo e inconscientemente, aferró la nuca del hombre con él, presionando la cabeza contra los senos como si deseara que ese placer se prolongara indefinidamente.
La revolución que la presencia del hombre había desatado en su cuerpo le hacía comprender cuanta había sido su abstinencia del verdadero sexo y cómo ella estaba histéricamente predispuesta para ejercitar las más perversas relaciones que el hombre le exigiera, desechando las últimas dudas que una mínima decencia le imponía.
Los labios de Miguel rodearon con delicadeza la ardiente piel del pezón y encerrándolo entre la húmeda suavidad de su interior, comenzaron a succionarlo, primero tenuemente y, ante el ronco bramido que Nora dejaba escapar desde su pecho, incrementaron fuertemente la presión al tiempo que los dientes se clavaban en la carne con una ternura que ella no había experimentado jamás.
La boca abandonó con renuencia los pechos, escurriéndose por las anfractuosidades y canales que el abdomen le proponía, lamiendo y succionado la tersa piel que ya estaba cubierta por una finísima película de transpiración. La caricia, nueva, deslumbradora e incomparable para la mujer, hacía que sus flancos se sacudieran sin control por la angustia que poblaba sus fibras más íntimas. Las manos de Miguel recorrieron avariciosas los intrincados y fantásticos bordados de la rica tela de la trusa, introduciendo furtivamente los dedos por debajo de las elaboradas puntillas de los bordes y despertando sensaciones singulares en la mujer, que se estremecía como presa de febriles arrechuchos.
Nora no había experimentado nunca esas vibraciones que la sacudían por entero sin control alguno en tanto tenía la sensación de que su sexo era inundado por oleadas de humores caliginosos. Los dedos del hombre separaron el encaje que festoneaba la apertura de la bombacha y ella sintió hondamente el contacto húmedo y ardiente de sus labios cuando él los acercó suavemente al mínimo triangulito a que había sido reducida su espesa mata de vello púbico y el contacto de su lengua explorando la superficie de la hinchada vulva la hizo estallar en un sollozo de satisfacción que no pudo evitar. La lengua exploró con desesperante lentitud los oscurecidos labios del sexo y luego, con delicadeza extrema presionó sobre ellos para adentrarse entre sus carnosos pliegues que se dilataron complacientes ante la exigencia del mojado áspid.
Los labios se sumaron al accionar de la lengua y juntos se deslizaron a lo largo del sexo, lamiendo y succionando los jugos vaginales que rezumando desde su interior escurrían goteantes, mezclándose con la saliva en un fragante almizcle que chorreaba por sus muslos interiores en diminutos arroyuelos. La boca del hombre subió hacia la carnosidad del clítoris y allí se ensaño sobre el sensible pene femenino, aprisionándolo entre los labios y mordisqueando como si quisiera arrancarlo en dolorosos tirones a la capucha de fina piel en tanto que sus dedos índice y mayor se introducían unidos en la vagina, escudriñando y escarbando hasta encontrar en la parte anterior del anillado conducto esa callosidad, el lugar preciso, ese punto único que gatillaba los disparadores de su satisfacción más excelsa. Los dedos del hombre bajaron la trusa hasta sus pies e instintivamente, estremeciéndose de ansiedad, los levantó alternativamente para que él la despojara de ella.
Como nunca, sentía esas manos diminutas que se aferraban exigentes a cada uno de sus músculos y pretendiendo separarlos de los huesos intentaban arrastrarlos hacia la volcánica temperatura de sus entrañas, al tiempo que las espasmódicas contracciones de la vagina expulsaban dulces bocanadas de cosquilleantes líquidos que la llevarían al enervante alivio del orgasmo. Cuando sus rugidos eran estentóreos y el tibio jugo encharcó su mano, Miguel volvió a pararse y tomando entre los dedos índice y pulgar los pezones de ambos senos, liberados ya del sostén, clavó en ellos el filo de la gruesa uña del segundo y comenzó a retorcerlos como si diera vuelta a las perillas carneas de algún instrumento.
Tras la inédita experiencia del sexo oral que aun la conmovía, recibió insólitamente complacida lo que ella hubiera supuesto una tortura. El dolor era inmenso; parecía como si una espina se clavara en su nuca y sin embargo, ese mismo dolor la conducía a una dimensión del goce que no hubiera sospechado fuera capaz de disfrutar tan gozosamente.
Viendo como ella flexionaba las piernas en la medida en que incrementaba el martirio, el hombre fue bajando sus manos tirando de los senos hasta que el dolor la obligó a arrodillarse y Miguel, aferrándola por los cabellos la acercó hacia su entrepierna, introduciendo entre los labios abiertos por el intenso calor que brotaba de su pecho, el ariete del pene. Contra lo que ella hubiera supuesto, recibió esa exigencia con agrado, como si estuviera esperándola y aferrando entre sus dedos el miembro endurecido besó con tímida ternura la cabeza y la lengua lamió la monda superficie.
Hay en los hombres y mujeres una sabiduría atávica que, más allá de la cultura, religión o raza, los hace acometer los actos sexuales con una naturalidad insólita, ejecutándolos a la perfección sin que nadie jamás les haya indicado como hacerlo. Nora no era una excepción y su boca se adaptó fácil y rápidamente a lo que su instinto le indicaba que el hombre deseaba sin expresarlo. Los labios envolvieron al glande y succionándolo muy cuidadosamente, lo fue introduciendo en la boca mientras los dedos súbitamente hábiles, estrechaban al rugoso tronco en un lento vaivén que complementaba con una leve rotación.
Corriendo la piel suavísima del prepucio, introdujo la lengua en el surco que este dejaba al descubierto y se deslizó tremolante por él, acompañándola con fuertes chupones de los labios. Los bramidos del hombre y la fuerza con que empujaba su cabeza le hicieron comprender su necesidad y lentamente, fue introduciendo la verga en la boca al tiempo que iniciaba un suave hamacar de la cabeza. Gratamente sorprendida por el goce que aquello le provocaba, succionó fuertemente haciendo que sus mejillas se hundieran profundamente y acelerando el ritmo, sintió la necesidad imperiosa de tragar la verga hasta donde las arcadas sofrenaron sus ímpetus. Adquirido un cierto compás, sometía al falo a la acción de manos y boca hasta que sintió como el hombre iba envarando su cuerpo y volcaba en ella la melosa cremosidad del semen que degustó como si se tratara de un elixir, deglutiéndolo con fruición y sintiendo como el agridulce y almendrado sabor del esperma volvía a encender los fogones de sus entrañas.
Una vez que hubo eyaculado en la boca de su mujer, Miguel tomó de su bolso un arnés que soportaba a un miembro artificial mucho más grande que el suyo, provisto de anfractuosidades y escamas que lo hacían formidable. Acomodando sus genitales hacia atrás, se lo colocó y acercándose a Nora que aun permanecía de rodillas recuperando el aliento, esparciendo con morosidad por su cuello y senos los restos de esperma que habían escapado a su succión y tomándola de la mano la llevó hasta un sillón próximo.
En un silencio sepulcral, la hizo acostar boca arriba justo en el borde del asiento y tras untar todo su sexo, tanto interna como externamente, con una crema dilatadora, afrodisíaca y lubricante, le alzó las piernas de manera brutal hasta el mismo respaldo y apoyó la cabeza desmesurada del príapo en el sexo. La crema tuvo un efecto primario instantáneo y la vulva comenzó a hincharse en forma desmesurada, mientras Nora sentía la sangre acumulándose en los pliegues y la vagina con una fuerte pulsación y un escozor inaguantable que sólo podría calmarse con la fricción de un miembro. Con la garganta reseca por la fiebre y la excitación, le suplicó al hombre que la poseyera, sin saber la inmensidad de la verga artificial.
Con una lentitud exasperante, el hombre fue separando los dilatados pliegues a esa altura ya casi negros hasta que dejaron ver el rosado intenso del interior y poco a poco, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, el falo fue penetrando en su vagina. Recién en ese momento, Nora cobró conciencia del tamaño y consistencia del miembro y tratando de incorporarse ensayó una leve protesta, que ella misma se encargó de reprimir al sentir como un mazazo, el tremendo placer que la dolorosa penetración le daba.
Le parecía imposible que no sólo pudiera soportar sino gozar inmensamente el sufrimiento, los desgarros y heridas que esa enorme verga le producía. Tras la puntiaguda cabeza de tersa silicona, se alzaba una cordillera de profundas depresiones y filos sobresalientes que en la parte posterior, adquiría una aparente suavidad, ya que se trataba de gruesas escamas que, al ser retirado el miembro, se expandían lacerando la piel como minúsculos cuchillos.
El dolor le atravesaba la nuca, explotaba en su cerebro y se expandía a lo largo de la columna para instalarse definitivamente en sus riñones y desde allí generar una serie de cosquilleos rijosos que le hacían sacudir la pelvis involuntariamente y, apoyándose en sus codos, impulsar su cuerpo en una ondulación que se acoplaba a los ritmos del hombre, facilitando la violenta introducción del formidable ariete.
Ambos bramaban como animales y ella soltaba imprecaciones de las que se sabía ignorante, pidiéndole con soez lascivia que la hiciera llegar al orgasmo. Cuando él aceleró el hamacarse haciendo que la verga destrozara sus entrañas, ella dejó de agitar la pelvis, alzando el torso para después desplomarse contra el sillón y desde allí reiniciar el movimiento, cada vez con mayor ímpetu hasta que en medio de gemidos estremecedores, sintió como su cuerpo todo volvía a derramarse en una catarata sensorial y líquida que invadió todos los huecos, sumergiéndola en una bruma de satisfactoria plenitud.
Miguel estaba asombrado de la capacidad y el apetito sexual larvado de su mujer que excedía lo que en sus fantasías él había supuesto. También le sorprendían sus propias virtudes e imaginación, aunque las atribuía a los videos pornográficos que había visto repetidamente y hasta en cámara lenta en estos quince días. Enojado por el entusiasmo desmedido de su mujer ante las penetraciones del colosal falo que deberían haberla espantado, la sacó de su ensoñación y poniéndola arrodillada en el sillón con la cabeza apoyada en el respaldo, volvió a penetrarla desde atrás por el sexo que latía oferente.
Para darle mayor vigor a su empuje, colocó un pie sobre el asiento y, manteniendo la otra pierna en el suelo en un arco de sorprendente vigor, empujaba con tal fuerza que sus carnes chasqueaban al estrellarse contra las nalgas enchastradas por los humores de Nora, quien, aferrada al respaldo, recibía con masoquista satisfacción la penetración del príapo que socavaba el útero tras martirizar la vagina.
A pesar del placer que eso le procuraba, no podía evitar el violento hipar de los sollozos ni las lágrimas que surcaban su rostro para mezclarse con los hilos de saliva que manaban de su boca desmesuradamente abierta y que confluían a su barbilla para desde allí, deslizarse por el cuello hasta sus pechos que se bamboleaban alocadamente, desparramando sobre el cuero los líquidos goterones. Ella había impreso a su cuerpo un movimiento pendular que incrementaba el roce de la penetración, entrando en una especie de delirio enajenado cuando él introdujo y revolvió en los esfínteres del ano su dedo pulgar revestido en el cuero que, mojado de transpiración, se había hecho áspero.
Ella siempre había supuesto y temido que la penetración de aquel sería terriblemente dolorosa, negándose sistemáticamente a que fuera intrusado hasta por ella misma y no lograba comprender el goce maravilloso que ahora la invadía. Aunque el dedo era relativamente pequeño, le había hecho alcanzar un nuevo grado en la escala sensorial y el placer, único e indescriptible, atenazaba de gozosos gemidos su garganta.
Tomando la iniciativa, se escurrió de las manos del hombre que sujetaban sus caderas rogándole que se sentara en el sillón. Cuando aquel lo hubo hecho y guiada por sus manos, con los pies apoyados en el asiento se acuclilló sobre él y tomando entre sus manos el tronco de la verga, muy lentamente, se fue penetrando por el ano. El dolor era espantoso, pero aun así, mucho menor que el placer inefable que le daba.
Asimilado el primer impacto que la hizo bramar roncamente, aferrada a la nuca de Miguel, comenzó a flexionar suavemente las piernas, cabalgando la enorme verga con una satisfacción tal que se manifestó en la amplia sonrisa que iluminó su rostro mientras prorrumpía en una sarta de increíbles suciedades disfrutando de los intensos chupones con que Miguel sometía a sus pechos oscilantes.
Enloquecida por la satisfacción, hizo maleable su cuerpo a la guía del hombre quien la dio vuelta y, con los dos pies afirmados en el piso, volvió a penetrarse reiniciando la jineteada. Sus manos no permanecían ociosas estregando dolorosamente al clítoris y se perdían en ocasiones dentro de la vagina, masturbándose duramente.
Manteniéndola asida por los senos y haciendo que ella se aferrara con las manos extendidas hacia atrás a los brazos del sillón, la acercó contra su pecho. La posición no era cómoda, ya que apenas podía flexionar sus piernas temblorosas pero el ángulo que había adquirido el falo, hacía que recibiera con regocijo los poderosos embates que destrozaban a la tripa y las manos del hombre colaboraron con eso haciéndose dueñas de su sexo, una sobre el clítoris y la otra penetrando la vagina con dos dedos.
El placer y la satisfacción eran tan inmensos que su cuerpo entero temblaba descontroladamente mientras a gritos le pedía al hombre que no cejara en su agresión, sintiendo en burbujeante efervescencia de regocijado placer como las primeras oleadas del orgasmo la invadían con la fantástica y dolorosa euforia que antecedía a su eyaculación. Estaba en esa cúspide del goce cuando, en un momento determinado, las manos de Miguel abandonaron su sexo y mientras ella le reclamaba de viva voz que no lo hiciera e incrementara la profundización de la penetración, sintió estupefacta como desde la misma boca de la vagina y atravesando todo el abdomen hasta golpear contra el esternón, la fría y afilada hoja de un cuchillo de monte la hendía en dos y, con un gorgoteante estertor en el que se confundían la satisfacción y el terror, murió.
Es una barbaridad no admite ningún comentario. Si el relato fuera verídico a este Loco habría que ajusticiarlo. Si queria jugar con su mujer o probarla porque matarla.