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Parte I
La insatisfacción sexual de Rebeca y su posterior obsesión desencadenarán unos acontecimientos donde llegará a probar la polla de su propio hijo.
Con el fatídico accidente de su marido, la vida de Rebeca ya no había vuelto a ser la misma. Agustín tenía sesenta años cuando unos pandilleros le pegaron una brutal paliza que le rompieron las piernas y varias vértebras de la columna. Le robaron un maletín con cien mil euros y le dejaron duras secuelas de por vida. Sufría fuertes dolores en la espalda y en el lumbago, de hecho a veces se pasaba largas temporadas en la cama sin poder levantarse. Le habían operado en cinco ocasiones. Habían transcurrido cinco años desde entonces. Tuvo que vender las acciones de su empresa, su vida se convirtió en un continuo tormento. Por entonces, Rebeca trabajaba como cirujana jefe en uno de los hospitales más importantes de Madrid y tuvo que renunciar a su exitosa carrera para cuidar de su marido. Montó una clínica privada en casa y tuvo que conformarse con la adversidad que le había deparado el destino. Hasta entonces, había sido una mujer feliz. Rebeca era más joven que su marido, cuarenta y dos años, pero se conservaba bien, aunque estaba algo rellenita. Lo que más impresionaban eran sus exageradas tetas, hasta ella misma se avergonzaba porque todos los hombres reparaban en ellas. A pesar de tenerlas bastante erguidas, con pezones empitonados en medio de grandes y señaladas aureolas, le colgaban casi hasta el ombligo, rozándose una contra la otra. También destacaba su amplio culo, de nalgas grandes y flácidas. Era guapa, aunque con la piel demasiado blanca. Tenía la melena larga, un cabello negro y liso, siempre planchado con la raya al medio. Enamoraban sus ojos verdes, su nariz afilada y sus labios sensuales. Estaba un poco harta de los achaques de su marido. Aún era joven cuando de buenas a primeras se truncó su modo de vida. Vivían en un lujoso residencial a las afueras de la ciudad. Llevaba años sin salir de fiesta, sin vacaciones, sin divertirse, sólo dedicada a cuidar de Agustín. Ya apenas mantenían relaciones sexuales, el viejo estaba incapacitado para ello. Debía consolarse masturbándose de vez en cuando en el cuarto de baño o navegando por páginas pornográficas. Sus amigas Eugenia y Teresa a veces la animaban y la sacaban de fiesta, y ella se fijaba en todos los hombres que la rodeaban, pero regresaba a casa desesperanzada. Eran dos pijas casadas con importantes empresarios y vivían la vida locamente, tanto con sus maridos como sin ellos. Las envidiaba. Llevaban una vida desenfrenada. Agustín y ella habían tenido un hijo, Roberto, pero estaba estudiando en Sevilla y se pasaba largas temporadas fuera de casa.
Una noche de principios de verano, asistió a una conferencia de médicos en Valencia. No quería perder el hilo de su profesión. Por suerte, su hijo Roberto estaba de vacaciones y se quedó al cuidado de su padre aquel día. Ella tenía previsto volver, al fin y al cabo estaba a cuatro horas con el coche. Salió temprano, sobre las siete de la tarde. Había sido una jornada intensa y aburrida, rodeada médicos jóvenes y guapos. Ni siquiera se concentró en los temas que se expusieron, sólo se dedicó a mirar a los hombres, a idear fantasías en su mente. Era una mujer insatisfecha sexualmente, y su insatisfacción comenzaba a obsesionarle. Su abstinencia sexual la estaba enloqueciendo poco a poco. Hubiese deseado ligar con alguno de ellos y pasar una noche de escándalo. Nadie se hubiera enterado, pero fue incapaz de seducir a ninguno de los asistentes. Se puso a conducir a pesar del enorme cansancio, pero dos horas más tarde decidió parar en un restaurante de carretera para comer algo y despejarse un poco. Vio una gran cantidad de camiones aparcados en la explanada y el bar estaba abarrotado de gente. Lucía un vestido de punto gris, muy suelto, con un generoso escote redondeado que dejaba gran parte de la masa de sus pechos a la vista, así como el profundo canal que las separaba. Era de manga corta, con la base por las rodillas y bolsillos canguros en la parte delantera. Calzaba unos zapatos negros de tacón y bajo el vestido llevaba unas bragas negras de satén. En la barra se acomodó en una esquina, sentada en un taburete con sus piernas cruzadas, y pidió una caña de cerveza. Algunos de los camioneros solitarios que merodeaban por el bar le lanzaban miradas obscenas, sabía que por su elegancia se había convertido en el centro de atención. Más tarde se abrió un hueco a su lado y vio venir a uno de ellos. Era alto y barrigudo, más o menos de su edad, con una abundante barba en el rostro y el pelo rapado, con pronunciadas entradas. Vestía con una camiseta negra de tirantes y el pantalón de un chándal. El tipo soltó un neceser en la barra y le echó un vistazo con cierto descaro, fijándose sobre todo en el escote y en el tremendo volumen de sus pechos. Hubo una mirada intensa entre ellos. Rebeca llevaba allí bastante rato y daba toda la impresión de ser una buscona. Pidió una cerveza en botellín y cuando llegó el camarero para servírselo miró hacia ella.
¿Quieres otra, guapa?
¡Uff! Gracias, pero llevo dos y aún me queda un rato para llegar a Madrid. No quiero fastidiarla en un control.
Bueno, por una más no creo que des positivo. Además, a una mujer tan guapa y elegante, los guardias nunca la multarían.
Vaya, muchas gracias.
¿De dónde vienes?
De Valencia…
Charlaron durante un rato acerca de la profesión de Rebeca y cayeron otro par de cañas. El camionero no se podía creer que estuviera ligando con una doctora. Transcurrió una hora. El bar se había ido desalojando y cada vez quedaba menos gente. Las agujas marcaban las once y media de la noche. A pesar de su aspecto ordinario, el camionero la ponía y no se iría de allí sin echar un polvo con él. Estaba decidida a tirárselo, se lo merecía, sabía a ciencia cierta por sus amigas que Agustín había estado de putas más de una vez, que se había corrido un montón de juergas con mujeres. Llegaba su turno. Llegaba su hora de vivir una experiencia sexual. Aquel tipo tan macho y aquel bar de carretera le ofrecían discreción. No paraba de tontear con él, sonriendo, mostrándose amable, dejando entrever su disposición a echar un polvo, echándose hacia delante para exhibir su escote, provocándole descaradamente.
¿Sabes de algún sitio cerca donde pueda dormir? – se atrevió ella, que procuraba mirarle a los ojos con cierta seducción.
La próxima parada está lejos. Y pueden pillarte -. Ambos sonrieron -. ¿Quieres venir al camión? Allí estaremos bien.
Nunca he subido a un camión.
Podrás relajarte un rato antes de ponerte al volante. ¿Por qué no llamas a tu marido y le dices que vas a tardar más de la cuenta?
Rebeca se lo pensó unos segundos, pero enseguida sacó el móvil y se apartó del tipo para llamar. Él la observó de espaldas, su inmenso culo, ancho y voluminoso, y sobre todo sus pechos grandes. Su hijo Roberto atendió la llamada. Preguntó por su marido y mintió alegando que aún se encontraba en Valencia, que probablemente tendría que pasar la noche en la ciudad. Su hijo le dijo que no se preocupara y que tuviera cuidado con el coche. Cuando colgó, el tipo, que se llamaba Pablo, se acercó a ella.
¿Vamos?
Bueno, venga, pero sólo un rato, ¿eh?
Caminaron juntos por la extensa explanada hacia un enorme trailers de dieciséis toneladas. Una mujer de su reputación ligando con un camionero, pero el morbo acrecentaba su excitación. Pablo abrió la puerta y la ayudó a subir por las escalerillas sujetándola por las escaleras. Pudo mirar bajo el vestido, sus muslos, y unas bragas negras brillantes ceñidas a las enormes nalgas. Cuando Pablo subió por el lado del conductor, ella se encontraba sentada en el otro lado con las piernas cruzadas y ligeramente mirando hacia él, echando un vistazo al interior de la cabina. Pablo pulsó un botón en el salpicadero y se corrieron unas cortinas por las ventanillas. Después sacó el paquete, lió un porro y le ofreció una calada. Rebeca aceptó intercambiándose el cigarrillo. Tras las primeras caladas, sacó de debajo del asiento una botella de licor de hierba medio vacía y dos vasos pequeños.
¿Quieres un chupito?
¿No habíamos quedado que dejaría de beber?
Vamos, brindemos, es la primera vez que una chica tan guapa sube a mi camión -. Le entregó el vasito, se lo llenó y brindaron -. Las mujeres guapas se merecen un brindis.
Pablo se corrió hacia el asiento del medio, más cerca de ella, para que no le molestara el volante. No paraba de fijarse con descaro en su escote y en sus piernas, pero no se atrevía a lanzarse. Ella se fijó en él mientras bebía el primer sorbo. Poseía una barriga picuda y dura, por el escote de la camiseta sobresalía un denso vello masculino y sus piernas y brazos eran robustos, con un paquete abultado en la entrepierna. Nada que ver con el cuerpo raquítico de su marido, ya bien cerca de los setenta años. Rebeca se fijó en un pósters de una mujer desnuda y lo señaló con el dedo.
Los típicos pósters de los camioneros, ¿no?
De alguna manera tendremos que consolarnos, ¿no te parece? Pasamos muchos momentos solos, ¿sabes?
Y seguro que tendrás las típicas revistas ésas, revistas guarras…
Pablo abrió la guantera y ella misma sacó tres revistas pornográficas que las barajó deteniéndose para ver las fotos de las portadas. Una de ella la hojeó sin detenerse.
Ya tenemos hasta películas.
El camionero abrió un dvd portátil que había adosado al frontal del salpicadero, pulsó la tecla "play" y comenzó a reproducirse una escena porno donde participaban dos mujeres y tres hombres. El ambiente se estaba caldeando por segundos. Rebeca prestó atención a las escenas con las revistas en el regazo. Las mujeres gemían como locas.
¿Ves porno con tu marido?
¿Yo? Son aburridas, ¿no? ¿A ti te gustan?
Me desahogo con ellas. ¿Quieres desahogarme?
¿Me estás pidiendo que te haga una paja? – le preguntó ella con una sonrisa lasciva en sus labios.
Pablo se bajó despacio el pantalón del chándal y exhibió un slip blanco donde se apreciaba la voluminosa silueta del pene y los testículos. Poseía unos muslos velludos y bastos. Se sacó el pantalón por los pies y lo colgó encima del volante. Volvió a reclinarse en el asiento con las piernas separadas, ofreciéndole su paquete.
¿Quieres tocarme? – le preguntó extendiendo el brazo para acariciarle la cara con las yemas.
Rebeca, decidida, plantó su manita encima del bulto. Pablo se fijó en sus deditos con las uñas pintadas de un rojo brillante. Sobó con suavidad la silueta del pene y de los testículos hasta que muy lentamente metió la mano por encima de la tira superior rozando con la palma todo el tronco hasta llegar a sus huevos, ásperos y blanditos. Mientras le manoseaba con la mano dentro del slip, se echó sobre él para besarle. Comenzaron a morrearse, ella con sus tetazas apretujadas contra la picuda barriga. Él le pasó el brazo derecho por la cintura para acariciarle el culo por encima del vestido. Ella le sacó la verga y los huevos para sacudírsela con lentitud. Apartó sus labios de los de él para verle el enorme nabo, ancho y afilado. Deslizaba su manita a lo largo del tronco con extrema suavidad a la vez que se corría en las bragas. Mientras, Pablo le besó en la oreja y metió su basta mano izquierda dentro del escote para acariciarle las tetas. La mano derecha le subió la falda del vestido hasta la cintura para acariciarle el culo por encima de la braga. Rebeca volvió la cabeza para besarle de nuevo sin parar de masturbarle. La mano izquierda continuaba sobándole las tetas bajo el escote. Tras unos momentos en esa posición, ella se irguió sin parar de menearle la porra. Estaba haciéndole una paja a un desconocido. Pablo permanecía relajado, reclinado en el asiento con las piernas separadas. Él mismo terminó de bajarse el slip hasta quitárselo sin que ella cesara la masturbación. Se quitó la camiseta y se quedó completamente desnudo, mostrando su barriga picuda y peluda, su cuerpo grasiento y robusto. Ella aún se mantenía con la base del vestido en la cintura, sentada sobre sus bragas, concentrada en hacerle una buena paja.
Desnúdate – le ordenó Pablo a modo de jadeo.
Retiró la mano de la verga para quitarse el vestido por la cabeza. Sus tetas resultaban grandiosas, pegadas una junto a la otra, casi rozándole los muslos de las piernas, ocultando todo su vientre. Eran dos domingas impresionantes, blancas y blandas, de gruesos pezones en medio de aureolas que abarcaban toda la base. A continuación se bajó las bragas, presentando su enorme chocho, de pronunciados y carnosos labios vaginales en medio de la espesura del vello. Sólo se dejó los tacones. Existía un gran contraste entre su cuerpo, blanco, de piel fina y delicada, y el de aquel camionero, tupido de vello por todos lados, gordo y seboso. Se echó sobre él para morrearle de nuevo, a mordiscos, con sus tetas rozando su barriga, agarrando la polla con fuerza para agitarla con más ritmo. Los labios de Rebeca fueron bajando por la oscura barba de sus mejillas, por su cuello sudoroso, hasta llegar a los pectorales, donde se detuvo a chupetearle las tetillas. La lengua continuó por el vientre, introdujo la punta en el peludo ombligo y continuó hasta echarse sobre él, esta vez mamándole la verga con ansia mientras le sobaba los huevos con la mano derecha. Bajaba la cabeza hasta notar el glande en la garganta y ascendía despacio hasta la punta dejando el rastro de su saliva por todo el tronco. Sabía amarga y apestaba a orín, pero se la chupaba como una descosida hambrienta. Mientras tanto, la mano derecha de Pablo acariciaba los bajo de su culo, le palpaba su chochó húmedo, y ascendía la palma por las nalgas, pasaba por la cintura y le achuchaba aquellas tetas grandes y blanditas. Con la izquierda la ayudaba a mamar apretándole la cabeza contra la porra, ladeándole el cabello a un lado para verla. Pronto Pablo comenzó a gemir un placer incontrolado. Ella no se sacaba la verga, quería probar su semen, y no paraba de sobarle los huevos. Él comenzó a contraer el culo follándola por la boca, notaba el glande chocando contra la garganta y el paladar, notaba el roce de los dientes y la humedad de la lengua. Extendió el brazo derecho plantando su mano en el chocho, hurgándole con los dedos bajo el culo. Le rezumaban flujos vaginales que le humedecían la mano. Rebeca se irguió masturbándole deprisa. Cogió el vasito de licor y le bajó la verga a modo de manguera, colocando el vaso debajo. Miró a Pablo. Le sonrió como una posesa y volvió a concentrarse en la paja. El camionero rugía de placer ante las enormes agitaciones que sufría su polla. Quería beberse su leche. Ahora con su mano derecha le magreaba las tetazas, pasando de una a otra con rabia. Pronto una gruesa porción de semen cayó dentro del vaso llenándolo hasta la mitad. Algunas gotas salieron disparadas hacia el salpicadero, pero otros pegotes cayeron dentro. Le escurrió la verga hasta que el vaso de chupito rebosó de una leche amarillenta y gelatinosa. Luego soltó la porra y con la yema del dedo índice recogió algunos restos de salpicadero. Después se chupó el dedo degustando el sabor amargo y caliente del semen. Pablo la miró fascinado sin cesar el magreo sobre la inmensidad de sus pechos. Rebeca estaba fuera de sí, envuelta en una aureola de placer desquiciante. Alzó el vasito hacia él.
¿Brindamos?
El camionero cogió su vaso y se lo llenó de licor. Brindaron. Luego ella se tragó el vaso de leche, empinando el vaso hasta que la última gota cayó sobre su lengua. Se lo tragó todo sin desperdiciar nada. Soltó el vaso y se echó sobre él, con sus pechos reposando sobre aquella barriga peluda. Él le pasó el brazo por los hombros abrazándola.
¿Te ha gustado? – le preguntó Rebeca.
Me has hecho una buena paja.
Se morrearon con pasión sobándose mutuamente por todos lados. Luego Rebeca se irguió para encenderse un cigarrillo. Le dio una calada y se lo pasó. Se mantuvieron abrazados como dos amantes durante un buen rato, hasta apurar el cigarrillo. Rebeca le confesó que era una esposa aburrida, que su marido estaba enfermo y que a veces le gustaba divertirse un poco. Pablo también estaba casado, tenía tres hijos y se pasaba largas temporadas de viaje. Reconoció que se desahogaba en los clubes de carretera yéndose de putas.
Y hoy tienes una puta en tu camión, ¿eh? – bromeó ella irguiéndose para hacerse una cola.
Una puta muy guapa. Voy a tener que bajar a hacer pís.
¿Vas a dejarme sola en el camión? ¿Por qué no meas en la botella?
Yo meo donde tú me digas.
Enloquecida de placer, estaba dispuesta a vivir una experiencia extrema. Le sujetó la polla, algo blanda por la flacidez, acercó la botella y dirigió la punta del glande hacia el interior. Pablo orinó llenándola hasta casi la mitad. Rebeca la levantó para examinar el líquido amarillento y se la entregó.
Te toca, también me apetece mear.
Separó las piernas y Pablo acercó la botella a su chocho. Rebeca se puso a orinar de forma dispersa, con varios chorros que resbalaron por la botella y la mano del camionero. Ambos sonreían mientras ella meaba. Se llenó unos centímetros más. En el suelo se había formado un pequeño charco y de la mano de Pablo resbalaban algunas gotas. Pegó la boca de la botella al coño deslizándola sobre sus labios vaginales. Ella, reclinada sobre el asiento, volvió la cabeza hacia él. Pablo sabía que a la doctora le gustaban las sensaciones fuertes y muy despacio hundió la boca de la botella en el chocho. Ella gimió con la boca muy abierta y cabeceando. La introdujo unos centímetros más abriéndole exageradamente los labios vaginales. Era una botella de cuello largo y le había metido al menos cinco centímetros. Pablo movía la botella a modo de rosca y ella levantaba la cadera del asiento, muerta de placer. Muy despacio, le sacó la botella del chocho y elevó el brazo acercando la boca a sus labios. Rebeca lamió saboreando sus propios flujos. Pablo empinó la botella para darle de beber y un chorro de orín mezclado le cayó dentro de la boca. La mantuvo empinada, no le quedó más remedio que tragar aquel caldo caliente y agrio. Sufrió una arcada y se le formó un buche en la boca sin poder tragar. El orín se derramó por la comisura de sus labios vertiendo sobre sus tetazas. Entonces Pablo retiró la botella soltándola sobre el salpicadero. Se reclinó en el asiento separando las piernas.
Quiero follarte.
¿Tienes preservativo?
No tengo, pero no creo que puedas aguantarte. Tienes tantas ganas como yo.
Rebeca, con toda la boca y las tetas impregnadas de orín, se subió encima de él, con sus domingas descansando sobre su barriga. Ella misma se colocó la verga y se dejó caer clavándosela hasta el fondo.
No te corras dentro, sólo faltaba que me quedara embarazada.
Sé dar marcha atrás – le contestó él.
Comenzó a cabalgar sobre la porra con nerviosismo. A veces se echaba sobre él para morrearle, con sus pechos apretujados contra los velludos pectorales. Pablo la agarraba por el culo y la obligaba a moverse. Ella daba saltos gritando como una loca mientras que Pablo permanecía inmóvil. A veces se erguía brincando, con sus tetas balaceándose alocadas. La estuvo follando en esa posición un buen rato.
Date la vuelta – le ordenó el camionero.
Se colocó de pie entre sus piernas, dándole la espalda. Pablo se colocó la polla recta y empinada y ella se sentó sobre ella fijándola en su chocho. Y empezó a mover el culo aligeradamente con la polla dentro, a elevarlo y bajarlo para clavársela. Sus anchas y blandas nalgas chocaban contra la barriga. Él la ayudaba sujetándola por las caderas. A veces se erguía para besarla en la espalda o rodearla con sus brazos para achucharle las tetas. Ella se sentaba y alzaba el culo con ligereza. Pablo se reclinó con los brazos extendidos hacia los lados dejando que ella realizara todo el trabajo. Jadeaba envuelto en una lujuria incontrolable. Veía cómo el inmenso culo se asentaba sobre su verga y volvía alzarse con velocidad. Emitió un grito contrayendo el culo y entonces ella se quedó sentada sobre su regazo con la porra dentro. Notó cómo le vertía la leche dentro. Sintió sus ásperas manos sobre la espalda y las nalgas. Se había corrido bien. Al levantarse, un grueso pegote de semen se le quedó colgando del chocho. Se sentó a su lado. Tenía la verga machacada por su culo, con todo el glande impregnado de leche. Ella se echó sobre él y Pablo la abrazó.
Un rato más tarde, ya de madrugada, Rebeca bajó del camión. Pablo salió a despedirla, ambos ya vestidos. Se dieron un apasionado beso en los labios, como si fueran grandes amantes.
Me lo he pasado muy bien, Pablo – le confesó.
Tienes mi teléfono, llámame algún día.
Lo haré. Adiós, guapo.
Había vivido una experiencia sexual fascinante con un desconocido en la cabina de un camión. Había hecho unas guarradas que años antes hubieran sido impensables en una señora de su reputación. Pero todo era fruto de su desesperada situación. Se había convertido en una ninfómana.
Fin Primera Parte.
En la segunda parte, su hijo Roberto le recomienda que contrate un fisioterapeuta amigo suyo para que la ayude a cuidar de su padre.
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