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Voy a relatar una de mis primeras aventuras juveniles y que visto lo que ha sido mi vida desde entonces, puedo asegurar que marcó de forma indeleble mi devenir con respecto a la búsqueda de compañeras sexuales.
Me llamo Alex Mañara y nací en Porlamar, en la bella Isla Margarita en una familia de origen español, hace ya muchos años, en mejores tiempos que los actuales. Mis padres, sin haberse hecho ricos, si que puedo afirmar que habían prosperado desde su llegada al país.
Deseosos de proporcionarme un futuro mejor concentraron gran parte de sus esfuerzos en procurarme una amplia formación y cuando ya tenía 18 años decidieron enviarme a estudiar a los Estados Unidos, razón esta por la que me inscribieron en una institución especializada en la difusión de la cultura norteamericana y en la preparación para el ingreso en las universidades de este país.
Así que me convertí en un alumno de la escuela privada más importante de las afueras de Miami. He de señalar que yo vivía en un pequeño apartamento de alquiler en el barrio de Coconut Grove y me trasladaba a diario al centro educativo en un viejo cacharro de segunda mano que pude comprar a bajo precio.
Físicamente diré que medía 1,80 metros, una piel bronceada por el sol de mi tierra, ojos y cabello castaños y con una complexión que se puede considerar atlética gracias al deporte.
De carácter puedo decir que sin ser tímido, me mostraba lo bastante introvertido como para intentar pasar desapercibido en la medida de lo posible, esto sin embargo no evitaba que mis amigos y yo mismo tuviéramos algunos roces con la ‘gente guapa’ del lugar (los ‘ganadores’, los deportistas y los que tenían a todas a sus pies).
El hecho que voy a relatar sucedió unos meses después de mi ingreso, en el centro se organizó la gran fiesta anual, una de esas reuniones con las que Jonathan Albers, el director de la institución trataba de recaudar fondos para las diversas actividades no académicas que se llevaban a cabo.
La celebración se circunscribía principalmente al impresionante salón de actos en el cual se podían retirar las filas de butacas dando lugar a un amplio espacio, que hacía las veces de pista de baile y barra de bar, todo bajo el control del escenario situado en la parte anterior.
Todo el mundo sabe como son estas reuniones, pequeños corrillos de matrimonios, algunos con hijos adolescentes, dedicados a conversar sobre los temas más triviales y a esparcir los más sórdidos, y la mayoría de las veces sin ningún fundamento, rumores sobre los vecinos y conocidos. O presentando en sociedad a sus retoños.
Moviéndose prestamente de uno a otro de estos grupos se veía a Jonathan Albers halagando a todas y magnificando las contribuciones de todos.
Pero había otra persona que también destacaba entre la multitud, y no era otra que Susan Albers, la esposa del director. Diez años menor que él y una mujer realmente hermosa con muy buenas formas tanto físicas como en modales.
Era Susan una mujer estilizada de 1,70 metros de altura potenciados en esta ocasión con unos zapatos altos con un fino tacón de aguja, que la elevaba casi ocho centímetros más. Una larga cabellera morena que caía sobre sus hombros, una piel suave, coloreada por el sol de Florida. Piernas magníficamente torneadas, busto prominente y curvilíneas caderas.
Para la ocasión lucía un precioso vestido de tirantes, en seda de color negro azabache, hasta la rodilla, con mucha caída, lo cual contribuía a acentuar sus formas.
Sin temor a equivocarme puedo asegurar que era la envidia de todas las mujeres presentes y el objeto de deseo de los hombres. Esto quizá explicase el rumor que corría por el campus del centro sobre devaneos con alumnos y jóvenes profesores, nada se había podido comprobar, pero esto no impedía hablar de ello, e incluso yo con mis amigos lo habíamos comentado en más de una ocasión, y habíamos fantaseado con la idea.
Como digo, todo puro rumor hasta esta fiesta. Allí estaba yo, con algunos de mis amigos, haciendo acto de presencia para dar el color estudiantil a la reunión, desesperados ya tras más de una hora sin haber podido convencer a ninguna condiscípula para poder bailar en el espacio central de la sala. Habíamos acabado por formar nuestra propia tertulia mientras degustábamos el típico ponche elaborado para la ocasión.
A pesar de tener una cierta confianza con el director, no en vano era mi profesor en algunas asignaturas como Introducción a la Historia de los Estados Unidos y Organización Política de los Estados Unidos y solía acudir a su despacho a realizar muchas consultas, no dejo de extrañarme cuando se me acercó una compañera y me comunicó que el Sr. Albers deseaba verme.
¿El director? inquirí, y ante su insistencia me dirigí hacia el grupo de gente donde se hallaba. Cuando llegué donde se encontraba departía con algunos padres y representantes municipales sobre la trayectoria deportiva que llevaba nuestro equipo de atletismo. Al punto de percatarse de mi presencia, se disculpó y llevándome a un aparte.
Me explicó que su esposa no se encontraba muy bien, y que al no serle posible abandonar el acto había pensado en mi para llevarla a casa sabedor de que poseía licencia para conducir.
Le conteste que lo haría encantado, deseoso como estaba de encontrar una excusa para poder salir de la aburrida fiesta, y él me entregó las llaves de su coche, indicándome que su señora ya estaría allí disfrutando el suave aire de la noche.
Entre las bromas de mis compañeros y esquivando los corrillos formados me dirigí hacia los jardines y el aparcamiento frente al edificio.
El coche era un coche americano descapotable y muy espacioso. Yo me encaminé hacia él, no sin un poco de nerviosismo, tanto por la responsabilidad como por la pasajera, con la cual no había llegado a cruzar más allá de un saludo en los pasillos del centro.
El hormigueo que sentía se acrecentó cuando la vi, allí en pie junto al vehículo con su perfil recortándose al contraluz de la Luna llena.
Me saludó casi sin mirarme y caballerosamente le abrí la puerta, ella entró de un modo casi indolente y apoyándose sobre el respaldo, recostó la cabeza en el asiento y entornó los ojos.
Puse en marcha el coche, y lentamente lo saqué del estacionamiento y me dirigí a la calle. Entonces me habló, con una voz entre firme y autoritaria dijo: ‘Toma la autopista que conduce al bosque, que es más corto’. De forma casi automática obedecí su petición y enfile por una amplia avenida en dirección a la autopista.
Al acomodarse en el vehículo y echarse hacia atrás en el asiento, su vestido se había elevado dejado a la vista parte de sus bien formadas piernas. Yo no podía dejar de mirar sus piernas y su pronunciado escote, procurando hacerlo con el mayor de los disimulos posible, a pesar de pensar que: ‘total, como ella tenía los ojos cerrados, no se daba cuenta’. O al menos, eso me creía.
El cosquilleo que había sentido se transformó en una sensación de calor y comencé a notar un creciente aumento de volumen en mi entrepierna. Yo seguía sin poder dejar de dirigirle furtivas miradas y de repente pude observar como mi acompañante empezaba a subir lentamente su vestido aumentando mi visión.
Comencé a transpirar mientras el corazón notaba como se aceleraba. Abriendo los ojos me espeto: ‘¿Te gusta lo que ves?’. Vaya sorpresa, casi pierdo el control del vehículo. ‘¿Que estas haciendo?. Nos vamos a estrellar’ exclamó. No alcanzaba más que a balbucear: ‘Si …, si …’ sin poder articular otras palabras.
‘¿Estas nervioso por algo?’, preguntó. ‘No señora, ¿por qué?’ respondí a pesar de la evidencia en contra. En ese momento ella se incorporó del asiento y me susurró al oído: ‘Tranquilo, baja un poco la velocidad’, mientras posaba su mano entre mis piernas con una mezcla de dulzura y firmeza.
Obedecí como un autómata su indicación en tanto ella descorría la cremallera de mi bragueta e introducía la mano en busca de su presa. Mientras tanto en su rostro se dibujaba una sonrisa maliciosa.
Tras unos instantes de caricias, procedió a extrae el pene de la opresión que le suponía el ‘boxer’ que portaba y ya en casi todo su esplendor me dispuse a disfrutar de una lenta y tranquila masturbación por su parte.
Que maestría, con qué habilidad me acariciaba, una firmeza sutil que surtía el deseado efecto proporcionándome una sensación muy placentera, sin hacerme perder el control y llevando mi órgano al máximo nivel de volumen y dureza.
En esta situación un nuevo susurro me pidió que tomase un desvío del camino que llevábamos y me introdujera en el bosque que nos flanqueaba. Aun no podía salir de mi asombro por la situación que estaba viviendo. Sin más obedecí su indicación y no habríamos recorrido ni 50 metros desde el cruce que finalizaba el camino. Paré el coche y note el silencio y la quietud que lo dominaba todo.
Aprovechando la parada, Susan inclinó la cabeza y tras estampar un suave beso en la punta del pene, comenzó a recorrerlo a lo largo con su juguetona lengua, y a rodearlo con sus labios introduciéndolo lentamente en su boca. Y aquello fue el acabose, imagínense bajo un manto de estrellas, yo por la postura prácticamente inerme, lo más que podía moverme me permitía acariciarla el pelo y la espalda y el trasero por encima del vestido. Aun así comencé a descorrer la cremallera del vestido, en tanto ella seguía a su labor, que lametones, que succiones, que caricias.
Aquello ya no podía durar mucho, parecía que me iba a estallar y con un espasmo de placer que recorrió todo mi cuerpo eyaculé una gran cantidad de semen en el interior de su boca y que ella acogió relamiéndose.
En ese momento se apartó de mí, y aproveche el momento para adecentarme la ropa, arrancar el vehículo y retomar el camino hacia su casa. Entretanto ella volviendo a recostarse en el asiento se dedicó con gran deleite a acariciarse por todo el cuerpo.
Nuestro destino era el vecindario de Bay Harbour, uno de los más exclusivos de Miami. Una mansión de estilo colonial con jardines y un amplio porche abierto al frente. En los escasamente diez minutos que tardamos en llegar ya había podido recuperar el aliento y las fuerzas para lo que me esperaba, también ayudaron sus eróticamente salvajes caricias que se profesaba y alguna que nuevamente me dirigió.
Llegados a la mansión, cruzamos los jardines a gran velocidad y ella se bajó corriendo hacia la puerta en tanto yo paraba el coche y salía a continuación en su busca. La conseguí alcanzar al punto en que ella abría la puerta y sólo alcancé a terminar de bajar la cremallera del precioso vestido que llevaba. Entramos en la casa prácticamente a trompicones yendo a parar a un amplio salón decorado en tonos pálidos, con una gran lámpara en centro y con todo el suelo cubierto de una gran alfombra azul de pelo largo.
Una vez dentro de la casa se apartó un par de pasos de mí y en tanto se volvía hacia mí, encogiendo los hombros dejo resbalar el vestido hasta sus pies mostrándose en todo su esplendor y belleza. Una autentica ‘diosa’ surgida de la mitología clásica, únicamente conservaba los zapatos de tacón, y una delicada combinación de tanga y sujetador de reducido tamaño, en color gris con calados y bordados.
Con gran rapidez y presteza se arrodilló y procedió a desabrocharme el cinturón y la cremallera del pantalón para seguidamente y de un solo golpe dejarme tanto el pantalón como el ‘boxer’ al nivel de los tobillos. En esta situación y con mi arma nuevamente enhiesta reeditó la escena del coche con sus caricias, frotamientos, lametones y succiones con la finalidad de llevar mi pene al punto de máximo volumen y extensión.
Mientras yo aproveché para desprenderme de mi calzado y demás prendas y procedí a asir firmemente sus pechos arrancando de un tirón el sujetador que los cubrían, que firmeza presentaban, con qué placer se dejaban amasar y estrujar. Podía ver como se agrandaban y obscurecían las aureolas y notaba como el pezón aumentaba en tamaño y dureza.
Aprovechando el momento en que consideró que yo ya me mostraba en plenitud y no necesita seguir con sus jugueteos Susan apartó su cabeza de mi cuerpo, me situé detrás de ella y con una leve presión en su espalda la hice adoptar una posición a cuatro patas.
Procedí a retirarle el tanga bajándolo hasta las rodillas y realizar una profunda penetración entre sus piernas. El momento es indescriptible, yo bombeando con fuerza y rítmicamente, ella movía la cintura realizando un preciso movimiento circular que le ayudaba a mantener sujetando y dirigiendo su cintura. El pequeño ronroneo que emitía al principio, poco a poco fueron aumentando de volumen para convertirse en sonoros gemidos y en el momento del clímax en un autentico aullido de placer.
Yo seguía frenético mi labor cuando ella me pidió que parara y se abalanzó desmadejada sobre un ancho sofá oscuro que había en el centro de la estancia.
En ese momento no tenía intención de abandonar la presa y siguiéndola me acomodé a sus pies, retiré el tanga que aun permanecía enredado entre sus piernas y firmemente se las separé situándolas alrededor de mi cintura.
Un momento me contuve para observar el maravilloso espacio que hacía poco había penetrado y mirar su mata de vello, perfectamente depilado y perfilado en forma de triángulo, asemejaba una flecha indicando la dirección a seguir.
Casi por instinto hundí mi cara entre sus piernas e introduje mi lengua en los recovecos más recónditos de aquel sexo húmedo, caliente, enrojecido que se me brindaba. Movimientos de mi lengua, que parecía tener vida propia, que rodeaban y acariciaban su clítoris y lo llevaba hacia mis labios para poder apresarlo y mordisquearlo.
Susan, que parecía agotada tras el asalto anterior mostró una increíble recuperación y al momento estaba sujetando con fuerza mi cabeza evitando que dejase a medias mi labor, la empujaba con fuerza hacia su cuerpo mientras sus labios pedían, exigían, imploraban más.
Tras unos minutos en esta posición pude notar como todo su cuerpo se tensaba y finalmente en un movimiento espasmódico se producía una nueva emisión de jugos vaginales que resbalaban por las comisuras de mis labios para desparramarse por sus piernas y por la superficie del sofá.
En ese momento, recorriendo con mis labios su sudoroso cuerpo desde el vientre hasta su cuello aproveche el movimiento para volver a introducírsela y comenzar una nueva sesión de placer. Mi verga en un frenético vaivén como un embolo, mis manos en tanto recorriendo su cuerpo, acariciando aquí, amasando allá, como si de un erótico masaje se tratara, y mi boca, mis labios, mi lengua jugueteando, lamiendo, mordisqueando y succionando sus duros pezones.
Ella volvía a elevar el tono de sus suspiros llevándolos de nuevo a convertirse en más que audibles gemidos de pasión y de placer. Y yo llevado por la euforia del momento volví a alcanzar un sublime orgasmo y emití un nuevo chorro seminal que borboteo por su vagina hacia el exterior.
Tras esto quedé exhausto sobre su cuerpo durante un rato fundido en un profundo e intimo abrazo.
Pasado un tiempo me alcé con la intención de vestirme y regresar a la fiesta cuando Susan presa de un impulso casi de ninfomaníaca se abalanzó sobre mí y nuevamente reiteró sus besos y lametones recorriendo mi pene en toda su longitud y descendiendo hasta los testículos. Se lo volvía a introducir en su boca con ardiente furor y palpaba los testículos como sopesando si volvían a llenarse de semen, en tanto que, con cierta dificultad, conseguía que experimentase una nueva erección.
También esta tercera vez logré eyacular en su boca, en su rostro, en el cuello y los pechos aunque de una forma mucho mas débil. Y por fin pareció darse por satisfecha y pude recuperar la ropa y salir de la casa dirigiéndome con paso vacilante hacia el coche que había dejado estacionado a la puerta.
Llegué por fin al Centro y tras devolver las llaves al director, confirmándole que no había tenido ningún problema, fui raudo al encuentro de mis amigos y sin excesivos detalles me despedí de ellos y marche a mi apartamento, mi emoción persistente estaba necesitada de un trago algo más fuerte que el ponche de la escuela.
Mis amigos comenzaron a sospechar la verdad cuando días mas tarde cogieron el teléfono en mi casa y resulto ser una llamada de Susan. Se auguraban nuevas y apasionadas tardes y experiencias, pero eso ya son otras historias.
Además como dijo un poeta español:
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
Alex.
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