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"En el reencuentro casual siete años después con una vieja amiga, pasante en un bufete de abogados, ella me pide que la ayude a disfrutar por todo lo alto de su despedida de soltera y le hago el gusto"
Arminda y yo habíamos crecido en el mismo barrio y en calles próximas. Éramos buenos amigos hasta que un día, por alguna tontería de la que ni me acuerdo, cortamos por lo sano. No sólo dejamos de hablarnos, sino que ni siquiera nos saludábamos. Ni «hola» ni «adiós». Nada. Un orgullo estúpido hizo que ninguno diéramos el brazo a torcer. Era como si ella no existiera para mí y como si yo no existiera para ella. Cuando teníamos diecisiete y dieciocho años (yo le llevo uno) su familia se mudó a otra ciudad y ya le perdí la pista.
Hete aquí que volví a verla siete años después, siendo los dos ya veinteañeros largos. Me encontraba en una cafetería madrileña cuando ¡oh sorpresa! se me acerca Arminda y me habla como si tal cosa, como si nunca hubiéramos dejado de ser amigos. Yo no salía de mi asombro:
—Hola, Lucas.
Su sonrisa iba de oreja a oreja. No era un pivón, pero seguía siendo guapilla y tiposa, ni gorda ni flaca.
—Hola, Armi.
Nos dimos los típicos besos en las mejillas y yo traté de sonreír, pero debió salirme una mueca rara rarita. Me sentía nervioso y confuso. Menos mal que ella supo sacarme del atolladero.
— ¡Qué pequeñito es el mundo! ¿Eh, Lucas? En Las Palmas no nos veíamos nunca y de repente nos vemos aquí, en Madrid, ¡a dos mil kilómetros de distancia!
—Llevas razón, sí. Es más, en Madrid hay miles de cafeterías y resulta que hemos venido a coincidir en la misma y a la misma hora. Manda huevos…
—Pues eso, chico… Y bueno, dime: ¿qué hace una gaviota como tú en los madriles?
Así empezamos aquel jueves una conversación de lo menos una hora y pico, pues era como si cada uno lo quisiera saber todo del otro. Arminda vivía en Madrid con sus padres, había estudiado Derecho y trabajaba de pasante en un bufete de abogados. En apenas diez días se iba a casar con su novio formal, Alberto, un socio fundador del bufete... Yo residía también en Madrid, más solo que la una, pero, eso sí, en un piso lujosillo cuyo edificio tenía piscina y jardín. Soy informático y por entonces trabajaba en una empresa dedicada a la programación a medida para entidades diversas. Aquel día nos intercambiamos los números de móviles y Arminda quedó en llamarme una tarde para tomar algo y charlar.
Suerte que esa tarde no se hizo esperar. Ya el sábado recibí su llamada y quedamos en un bar con terraza cerca de mi piso. Yo llegaba andando justo cuando ella se bajaba de un taxi. Entramos, pedimos dos birras, y me lo soltó de improviso:
—Lucas, ¿te gusto como mujer?
—Sí, mucho, ¿por qué lo pregun…?
—Quiero follar contigo.
— ¡¿Queeeeé?!
—Lo que has oído, y dime si sí o si no.
—Claro que sí, Armi. Cuando tú quieres y donde tú quieras.
—Ahora mismo y en tu piso, si fuera posible. Será mi auténtica despedida de soltera y no la fiesta chorra que me preparará el bufete.
Arminda volvía a asombrarme. De camino a mi piso me confesó que tenía una fijación sexual conmigo y que llevaba varios años lamentando que no hubiéramos follado tiempo atrás, cuando pudimos hacerlo fácilmente. Ahora que el destino le brindaba una segunda oportunidad no quería dejarla escapar por nada del mundo.
Tan pronto llegamos al piso traté de cuidar las formas y le ofrecí una cerveza y hasta unas zapatillas para que estuviera cómoda. Su respuesta fue rápida e inequívoca: se colgó de mi cuello y me soltó un beso largo con lengua que me empalmó al instante. Lo que siguió después fue un visto y no visto; ella prácticamente me desnudó a mí y yo la desnudé a ella.
—Jo, Lucas... Sabía que tenías una buena polla, porque medio se adivinaba por tu paquete, pero nunca pensé que fuera ni tan grande ni tan gorda.
Veintidós centímetros de polla tiesa como un obelisco y un par de huevos casi tan gordos como pelotas de tenis. Eso es lo que veía Arminda y lo que la impactó. Sus tetas a mí también se me antojaban llamativas; no eran muy grandes, pero sí de pezones negros que se alzaban sobre anchas areolas oscuras. A destacar igualmente su coño semi rasurado, de labios carnosos y rojizos, así como su culo: prieto, durito y de perfecta redondez.
La envergadura de mi polla no desalentó para nada a Arminda y menos después de que se fuera familiarizando con ella a base de encapucharla y descapucharla o de darle chupaditas, mientras yo le trabajaba el coño con los dedos hasta dejárselo caliente y mojadito. Lo cierto es que Armi, ya en el dormitorio, me tumbó sobre la cama bocarriba, se montó sobre mí con una pierna a cada lado y ella misma, sin la menor dificultad, se metió mi polla hasta el fondo de su coño, quedando empaladísima, para luego cabalgarme primeramente a trotes lentos, bajando y subiendo despacio, y luego al galope total, desbocado, como una jineta campeona que montara a pelo. Por momentos tuve la sensación de que ella me estaba poseyendo a mí y no yo a ella, y pensé que tal vez no era eso lo que deseaba Armi. Así que me incorporé y la hice cambiar de postura, de manera que ahora era ella la que se tumbaba sobre la cama bocarriba con las piernas abiertas. Fue un misionero clásico en el que yo marcaba el ritmo de la follada, aunque ella llevara la voz cantante:
—Dale, Lucas, dale fuerte, más fuerte que no me haces daño, así, sin miedo, así, así, eso, eso ¡Ohhh! ¡Ahhh! ¡Siiií!
Se corrió dos o tres veces, yo creo, la última coincidiendo con mi copiosa descarga de lefa. Por momentos me preocupó que no hubiéramos tomado ninguna precaución y así se lo hice saber a Arminda, pero ella ni se inmutó:
— ¿Y qué coño importa si me quedo embarazada? ¡Mi futuro marido se pondrá contento sabiendo que va a ser papá!
También estimuló mi hombría diciéndome que la había follado «de puta madre», que había sido «un polvo cojonudo» y que yo había mejorado con los años, como los vinos, pues ahora estaba «más guapo y más buenorro que nunca». En cambio, a mí Armi me tenía muy desconcertado. No se parecía casi nada a la que yo conocía. Ahora era una mujer de armas tomar, retorcidilla, extra rodada sexualmente, perversa, adúltera...
Y allí seguía la Armi fornicaria, en la cama, quietecita, simulando ser la niña buena que nunca ha roto un plato, medio abierta de piernas, destapada, provocándome e instándome a un segundo polvo. Ni que decir tiene que acepté el reto a sabiendas de que mis fuerzas estaban prácticamente intactas y que mis depósitos andaban todavía bien cargados de semen. A modo de preámbulo esta vez me empleé a fondo con sus pezones —lengüeteándolos, chupándolos y succionándolos— hasta dejárselos super erectos, y luego me ensañé también con su chocho y con su alborotado clítoris, desempeño que terminó siendo un sesenta y nueve en toda regla con la boca y la lengua de Arminda haciendo magia en mi verga. Excitada total, volvía a mostrase super ansiosa:
— ¡Fóllame, Lucas! ¡Méteme ese pollón tuyo! ¡Me muero por tenerlo dentro! ¡Lo quiero ya!
La coloqué a cuatro sobre el borde de la cama con las piernas salientes y yo, de pie sobre la alfombra, acomodado entre sus muslos, se la di a guardar en el coño de un solo golpe de cadera y desde la base hasta la punta del glande, toda entera, sin dejar ni un solo centímetro fuera. Después la fui follando a todo meter y con los pollazos briosos y duros que tanto la enloquecían. Armi se volvió al poco rato una especie de posesa jadeante, sofocada, loquita, llorosa de placer… Me corrí y se corrió. Fue el delirio, el sumun, el deleite por excelencia. Mi lefa hermanándose con los fluidos vaginales de su chocho. Maravilla…
Tocaba reposo. Habían sido dos polvazos de calidad, exigentes y seguidos, uno detrás del otro. Así que necesitábamos un impase, coger resuello, respirar hondo, oxigenarnos. Tomamos unos frutos secos y una cola energética allí mismo, en el catre, y luego Arminda, soñolienta, trató de dormir de costado dándome la espalda. A mí me pareció mejor acariciarle el culo, amasarle las nalgas, recorrerle la rajada con mano karateca, de canto, incluso metiéndole un dedo por el ojete. Esto hizo que Arminda se espabilara alarmadilla:
— No estarás estás pensando en follarme el culo, ¿eh Lucas?
—Se me apetece, la verdad, pero sólo si tú lo quieres…
— ¡¿Yoooo?! ¡Ni de coña! ¡Demasiada polla para un agujero tan escuchimizado!
—Tengo un lubricante infalible. El mejor del mundo…
— ¡Hummm! No me fío. Creo que me harías un destrozo.
—A ver, Armi… Te embadurno el ojete con el lubricante y me unto la polla; luego te la meto un poquito y, si me pides que la saque porque te duele, pues te la saco y punto.
—Bueno, okey, probaremos, pero si grito ¡sácala! tú la sacas de inmediato, sin dejármela dentro ni un segundo más.
—Hecho.
Fui un momento al baño y volví con la crema de marras, una de las más baratas del mercado. Se la apliqué en la misma posición en la que se encontraba, de costado, y luego me puse en la polla para segundos después enfilársela al ojete. Ciertamente era casi impensable que aquello tan gordo pudiera caber por un orificio tan chico. Pero sí. No le entró a la primera ni a la segunda ni a la tercera, pero sí a la cuarta; después de presionar fuerte y hábilmente, ya pude meterle el glande y hasta dos o tres centímetros más. Armi se quejó lo suyo, pero no me dijo que se la sacara y encima se calló enseguida. Aproveché ese silencio para ensartarle más o menos tres cuartos de polla —unos dieciséis centímetros— y entonces ella sí que aumentó la frecuencia y el volumen de sus quejidos, aunque, para mi sorpresa, tampoco me pidió que se la sacara. Temiendo yo que me lo fuera a pedir de un momento a otro, opté por adelantarme a la jugada y se la hinqué toda, los veintidós centímetros completos. Sus gritos se elevaron entonces a la quinta potencia y puede que se oyeran en todo el edificio y hasta en la calle.
— ¡Sácala ya, sácala! ¡Ah! ¡Ay! ¡Uf! ¡Que la saques te digo, leche! ¡Ay! ¡Uy! ¡Uf! ¡Sácala que me haces daño! ¡Que no la aguanto! ¡Ah! ¡Ay! ¡Uf!
Pero no se la saqué, no. Le dije que me estaría quieto hasta que su culo se amoldara a mi polla y la aceptara. Arminda se negaba en redondo, exigía que se la sacara, y yo le pedía que esperara un poco, que se tranquilizara, que me diera una oportunidad. Y esperó, claro, pero sin remedio, porque no se la saqué ni lo más mínimo. Lo curioso es que poco a poco su griterío fue amainando hasta casi permanecer callada y a la espera de mis embates. Fue justo en ese momento cuando empecé un bombeo suave, casi imperceptible, que gradualmente fui aumentando de fuerza y de ritmo. Al ratito ya me la estaba follando con normalidad, incluso con cierta virulencia, sin que Arminda rechistara. Lo mejor vino cuando aproveché aquella posición de cuchara para tirarle una mano al coño y afianzarle más el culo contra mi cuerpo, a la par que le metía hasta dos y tres dedos o le palmeaba el clítoris. El resultado fue que sus anteriores gritos quejumbrosos ahora se tornaban en jadeos y exclamaciones de placer. Yo no soy gran devoto del polvo anal, pero reconozco que el culo de Arminda me causaba un placer enorme debido a que tenía el calor ideal y la estrechez perfecta para mi polla, a la que le hacía la presión justa, cien por cien placentera. Tan a gustito estaba horadando aquel trasero que por momentos medio enloquecí de gozo y le asesté un montón de pollazos bestiales, tremendos, que paradójicamente ahora ella los aguantaba sin problemas. Cuando me corrí pensé que no iba a parar nunca del lanzar chingarazos de leche, y la mano con la que yo le masajeaba y le palmeaba el chocho también acabó empapada de flujos vaginales.
Después de esta enculada sí que nos dormimos más o menos dos horas. Cuando me desperté ella ya se iba a vestir con la intención de marcharse, y yo le dije que sí, que muy bien, que nos iríamos, pero que antes nos diéramos una ducha juntos. Arminda aceptó mi plan y lo mejoró con creces haciéndome una mamadita bajo la ducha. Me chupó la polla tan ricamente, con fervor, golosita, y yo me corrí en su boca sin que ella le hiciera ascos a mi pringosa leche. Fue el colofón de su despedida de soltera y el de nuestro casual reencuentro. Inolvidable…
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