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La dentista

~~Cuando salí por la puerta de casa tenía los nervios a flor de piel. Respiré hondo buscando que el aire calmase mi corazón acelerado, pero tan sólo lo conseguí durante un instante. La visita al dentista que tenía que hacer mas tarde me atormentaba, me agobiaba hasta un extremo enfermizo. Aunque seguramente mis temores tenían muy poco que ver con los de cualquier otra persona en mi situación.
Y es que no era tan sólo el temor al dolor, al sonido metálico de aquellos artilugios diabólicos en mi boca, a la horrible vibración desde los dientes hasta lo más profundo del cerebro. No, en mi caso era algo más. Una enfermedad extraña, un síndrome identificado en tan sólo unas pocas personas en el mundo. Una alergia con síntomas evidentes que me aguardaba en mi visita al dentista.
La primera vez que pude percibir sus efectos fue durante mi adolescencia. Los litros de Cherry Coke y los bollycaos de la época habían hecho mella en mi incipiente dentadura adulta, obligándome a hacer una visita a mi por entonces odontólogo de cabecera, el doctor Lares. No puedo recordar exactamente el motivo concreto de aquella cita, pero lo que nunca olvidaré fueron las sensaciones que allí tumbado en aquella camilla empapelada me invadieron.
–¿Me va a doler, doctor?– pregunté con ojos de cachorro.
–Por supuesto que no, alma de cántaro. Te pondré anestesia con un pinchacito y después no te enterarás de nada en absoluto.
–¿Un pinchacito?
–Si hombre, pero tranquilo que ya verás como ni lo notas. De hecho mi mujer me dice muchas veces: "¡Guillermo, tu si que sabes clavar bien la aguja!"
No supe entender sus carcajadas en aquel momento, aunque la verdad es que tampoco las entiendo hoy en día. En cualquier caso, y actuando en consecuencia para con sus palabras anteriores, el dentista acercó entonces la jeringuilla cargada de anestesia a mi boca. Con los ojos cerrados noté primero el leve pinchazo en la encía, pronto el líquido invadiendo mi organismo. A cada segundo que pasaba notaba como mi boca se adormecía más y más, como mi lengua comenzaba a parecer un trozo de corcho, como mi soldado del amor crecía y crecía bajo mis pantalones.
Y es que sí, amigos y amigas, como si fuese el argumento de un relato porno de poca monta, la anestesia que el dentista me había puesto parecía haber desencadenado en mi organismo una suerte de reacción alérgica de lo mas peculiar. De forma inconcebible e incómoda al mismo tiempo, mi pene parecía ser objeto de un flujo de sangre anormalmente alto que lo hacía ensancharse en las tres dimensiones del espacio. Aun puedo recodar como si fuese hoy mis manos intentando tapar el incipiente bulto, mis miradas de reojo al dentista que taladraba inconsciente mi muela con ojos de psicópata, la vergüenza que invadía todo mi ser.
Años mas tarde llegaría a consultar con un médico acerca de tan extraños síntomas, y su veredicto había sido claro: alergia andropeneiforme de grado tres. O lo que es lo mismo, empalme del quince tras una inyección de anestesia.
Así pues, tenía muchos motivos para estar nervioso. Tras la jubilación de mi antiguo dentista había tenido que pedir cita con un nuevo odontólogo, resultando que por mi seguro sólo entraba uno: la doctora Ladro. El que se tratase de una mujer hacía que mi estado de agitación fuese aun mayor, especialmente porque mi relación con las féminas no acostumbraba a ser todo lo fluida que sería deseable (para mi).
Sin embargo no tenía opción. Semanas antes había empezado a notar un dolor en un lado de la boca, y no podía retrasarlo más. Debía revisarlo sin más demora antes de que la cosa, como suele suceder en estos casos, no tuviese remedio.
Pulsé el botón del interfono en el portal y al momento un zumbido en la cerradura me invitó a empujar y abrir la puerta. Subí lentamente cada escalón hasta el segundo piso, casi esperando que ocurriese cualquier acontecimiento extraño que me sirviese de excusa para escapar de allí. Un infarto fulminante, un terremoto, un vecino poseído corriendo hacia mi. Pero no ocurrió nada. Cuando llegué al segundo la puerta estaba abierta, así que entré.
–¡Pase a la sala de espera, que ahora le atiendo!– escuché desde el fondo del pasillo. Vi una habitación al lado de la entrada con sillas y revistas del corazón y solo tuve que sumar dos y dos.
Tan sólo unos minutos después una mujer apareció en el umbral de la puerta. Con su mano derecha apartó parte de su negra melena hacia un lado, lentamente, como si estuviese en medio de una repetición a cámara super lenta. Su rostro apareció entonces enmarcado por una amplia sonrisa de dientes blancos y labios jugosos, por unos ojos negros y enormes reposando entre un par de pestañas densas como plumas de avestruz. Su cuello blanco como el mármol se perdía en un escote delicado, fugaz, dentro de una blusa de seda dorada. Sus pechos eran demasiado generosos para ser los de una doctora, aquello tenía que ser un sueño. Los botones apenas podían contener aquellas dos montañas de carne magra, aquellos volcanes de lava ardiente, aquellos dirigibles de...
–¿Oye, me estás escuchando?
–¿Eh? ¿Qué.. ? Sí, sí, perdone– contesté azorado al darme cuenta de que el santo se me había ido al cielo.
–Te decía que puedes ir pasando a la consulta.
–Si, claro, voy.
La consulta era como cualquier consulta de dentista. Con su camilla, su aparato con agua parecido a un bebedero de gorriones y su gran foco de luz capaz de avisar a Batman en caso de necesidad. La doctora me indicó entonces que me recostase en la camilla y apoyase la cabeza, mientras ella se sentaba a mi lado con un bloc de notas.
A pesar de llevar puesta una bata blanca, la doctora no la llevaba abrochada. Al sentarse en el taburete pude ver como sus piernas se cruzaban en un gesto de pura poesía, de carnosa suavidad. La falda que las contenía se veía en dificultades ante semejantes muslos hipertrofiados, ante tamañas fuerzas de la naturaleza, ante...
–Oye, ¿sigues ahí?
–¿Eh? ¿Qué..? Sí, sí, perdone– respondí de nuevo avergonzado. La doctora está vez me lanzó una mirada desconfiada como pensando qué droga sería la responsable de mi estado.
–A ver, te preguntaba que cual era el problema.
Le conté entonces las molestias que había tenido aquellos días, y todo lo que ella necesitaba saber acerca de alergias a medicamentos y demás. Por supuesto, la parte de mi alergia andropeneiforme de grado tres la mantuve en un profundo silencio.
–Está bien. Vamos a echar un vistazo entonces.– dijo la doctora al tiempo que cerraba el bloc de notas y lo dejaba sobre su mesa.–Tú tranquilo que no te va a doler.
Respiré hondo mirando al techo mientras la dentista preparaba su cosas de espaldas a mi. Y que espaldas. Aun envuelta en aquella bata holgada podía adivinarse bajo el tejido un trasero contundente, firme como las columnas del Partenón en su época, redondo como un balón de Nivea de los que nadie compra pero todo el mundo tiene.
–Está bien, vamos allá.
La doctora, armada con una de mis temidas jeringuillas anestésicas, se acercó entonces hasta mi posición y se sentó a mi lado.
–Gira un poco la cabeza para este lado– me dijo entonces al tiempo que ella ponía con delicadeza su mano en mi cogote. Yo obedecí de nuevo y cerré los ojos. Sabía lo que pasaría ahora, temía lo que pasaría entonces.
–Ya está, enjuágate un poco y empezamos.
Resignado me incorporé hasta el bebedero de gorriones y bebí un sorbo de agua. Con la tensión del momento tragué el líquido en lugar de escupirlo, pero por suerte la doctora estaba preparando sus instrumentos y no presenció la vergonzante escena. De nuevo me recosté en la camilla y esperé. Aunque comenzaba a notar un cosquilleo en la encía, mi pene parecía no reaccionar. ¿Acaso estaba curado?¿Acaso había por fin superado la enfermedad que me atormentaba?
–Bien, abre la boca.– escuche entonces en un susurro, o lo que a mi me pareció un susurro, tras mi oreja derecha. Por enésima vez obedecí y comencé a separar mis labios con parsimonia. Pero de pronto, con un rápido movimiento, la doctora arrimó el taburete hacia donde yo estaba y su cuerpo se apretó contra mi cabeza. Sus brazos me rodearon, mis pupilas se expandieron como si hubiese alcanzado el nirvana al darme cuenta de que la mullida almohada que me arropaba era la delantera sinusoide de mi dentista. Y entonces se desencadenó. La sangre comenzó a fluir por mis arterias como un grifo abierto, casi podía notar cada gota acelerada buscando la ruta mas corta para llegar a mi pene aletargado. La erección era imparable. Intenté mover los brazos para taparme, pero no podía saber hacia donde miraba la doctora.¿Y si mis movimientos llamaban su atención sobre el incipiente paquete? Pronto el dolor comenzó a ser intenso. No en la boca, por supuesto. Pocas cosas hay mas dolorosas que una erección en público bajo un pantalón vaquero con el miembro mal colocado. Fuerzas antagónicas, erección y sangre contra tejido resistente y cremalleras.
–¿Te hago daño?– preguntó la dentista entonces, sin duda alertada por mis gestos de incomodidad. Yo negué con la cabeza al tiempo que hacía de tripas corazón para aguantar aquella tortura.
La pesadilla no tenía fin y comenzaba a ser inaguantable, escenas dantescas aparecían como flashes en mi mente, penes doblados por la presión, operaciones de urgencia para entablillar el miembro viril, escayolas con poco sitio para firmar.
Mis manos comenzaron a moverse con voluntad propia. Tan solo quería acomodarme, levantar lo suficiente el pantalón para colocar bien mi pene. Despacio, así no lo notará. Sólo un momento, sólo un instante es necesario para ser libre, para escapar del dolor. Por fin alcancé la cintura del pantalón e intenté tirar ligeramente hacia arriba. Por desgracia mi erección ya era considerable y mi pene se perdía ya por una de las perneras. Por mucho que lo intentaba no era capaz, no conseguía ponerlo en una posición compatible con la vida.
Aunque la doctora parecía seguir absorta en su trabajo, los movimientos necesarios para poder acomodarme iban a llamar su atención. Era casi imposible que no lo hiciesen, necesitaba ahuecar el pantalón con una mano mientras que con la otra debía empujar mi tieso compañero hacía arriba. Ni siquiera Tamariz sería capaz de lograrlo sin que se notase.
Pero no tenía alternativas. El sudor ya comenzaba a cubrir mi frente fruto del dolor incesante, apenas estaba a un paso de desmayarme en lo que hubiese resultado una de las situaciones mas surrealistas de la medicina moderna. Así que me lancé a la operación. Bajé lentamente mi mano izquierda por mi entrepierna, desviándome por el interior del muslo hasta tocar mi grueso pene pugnando por levantarse con todas sus fuerzas. Con delicadeza empecé a empujar la cabeza hacia arriba, al tiempo que con mi mano derecha intentaba levantar un poco la tela del pantalón.
De pronto un chirrido me hizo levantar las manos.
La doctora se había percatado de la maniobra y en un gesto de histeria se había separado de mí arrastrando con ella el taburete en medio de un sonido estridente.
–¿Te estabas tocando?– comenzó a chillar.
–No, no , vefá...–la anestesia todavía me estaba haciendo efecto, y no podía pronunciar bien.
–¿Te estabas tocando?– gritó de nuevo en un tono de voz todavía mas agudo.
– ¡E no, no e lo e aece!–intenté responder, pero mi catálogo de consonantes estaba totalmente anestesiado. Comencé entonces a incorporarme para explicarme mejor, pero la doctora dio entonces un salto y agarró uno de sus aparatos para a continuación comenzar a echarme agua a presión a la cara.
–¡Quieto no te muevas que llamo a la policía!!!– gritaba la dentista fuera de si al tiempo que no dejaba de fumigarme con aquel chisme del demonio.
–No, No, –hablaba yo mientras intentaba taparme la cara de aquel chorro–¡e una aleia, una alegia!
–¡Te estabas tocando!– seguía sin embargo la doctora a grito pelado. A todo esto yo seguía con el pene como un garrote, formando una obscena tienda de campaña en mis pantalones que apuntaba a la cabeza de la dentista como una pistola.
–¡Alegia anopeeifome!¡Alegia anopeeifome!– grité yo también ya desesperado, sin saber que hacer bajo aquella lluvia infernal. De pronto, el chorro cesó. La doctora estaba parada todavía en posición defensiva con el aparato en la mano, pero no gritaba.
–¿De que grado?
–¡Tes, de gao tes!
–Dios mío, es cierto que existe entonces.
La dentista dejó entonces su arma acuática junto con las demás, y agachándose saco una toalla de dentro de un pequeño armario.
–Lo siento mucho, disculpa– comenzó al tiempo que me acercaba la toalla.– Eres la primera persona que veo con una andropeneiforme de grado tres, pensé que no había ningún caso en este país.
Yo comencé a secarme la cara con la toalla.
–No asa nada. Enía que abetelo dixo.
–Sí, tenías que habérmelo dicho cuanto te pregunté si tenías algún tipo de alergia a algún medicamento. Así no me hubiese llevado este susto, hombre– dijo entonces al tiempo que soltaba una risa nerviosa. Yo le respondí también con una sonrisa, al tiempo que mis ojos se posaban fugazmente en su blusa ligeramente húmeda tras la batalla acuática de hacía unos minutos.
–Bueno...y veo que la anestesia te sigue haciendo efecto, ¿no?– comentó con las mejillas ligeramente sonrojadas.
–I, oavía no ueo habar ien.
–No, si lo decía por tu...bueno, por eso...– dijo al tiempo que apuntaba con su mano hacia mi entrepierna y apartaba la mirada tras una velada sonrisa. Cuando me di cuenta de a qué se refería me giré como un resorte hacia la pared.– No no, tranquilo, no quería hacerte sentir incómodo. Es que ya te digo que eres el primero que conozco con este desorden, y la verdad es que es muy curioso. ¿Entonces estás así mientras te dura la anestesia?
–Si –contesté yo todavía sin mirarla a la cara.– Mientas e dua no e me aja.
–Entiendo...¿Que incómodo no?
–Pues si...
–Oye, ¿qué te parece si lo dejamos hoy aquí?. Porque aun tendría que revisarte bien y con todo este desastre es mejor que vuelvas otro día. ¿Qué tal mañana a la misma hora?
–Ueno.– contesté al tiempo que me ponía de pie al lado de la camilla. Rápidamente cogí la chaqueta y la puse delante de mi.
–Venga pues quedamos así, mañana a la misma hora.
–Ale, doctora.
–Vale. Y llámame Marta, que ya hay confianza, ¿no?
2.
Comenzaba ya a anochecer cuando encaré la calle en donde estaba la consulta de mi dentista. Estaba nervioso, no sabría decir si en mayor o menor medida que el día anterior pero desde luego la taquicardia estaba a punto de sobrevenirme. El incidente con la doctora me había dejado en un estado de perplejidad galopante, sin saber qué pensar o cómo reaccionar tras todos aquellos acontecimientos sobre la camilla. Aunque al menos un peso sí me había quitado de encima con la confesión de mi grave dolencia, ya que ahora ya no tenía porque temer nuevos malentendidos.
–Pasa cuando quieras– escuché desde la sala de espera. Respiré hondo como de costumbre y me dirigí por el pasillo hasta la consulta, en donde la doctora Ladro me esperaba anotando algo en su bloc de notas.– Recuéstate en la camilla y acabamos con esa revisión en un momento.– acabo de decir sin todavía mirarme a la cara.
Me subí entonces a la camilla y dejé caer la cabeza sobre el respaldo. Aunque estaba cubierta por una tira de papel podía percibir por debajo la textura a cuero y la firmeza del asiento. Se notaba que era una consulta heredada, añeja, probablemente del padre de la doctora o incluso de su abuelo. Una pequeña lámpara de pie iluminaba la estancia con una tranquilizadora luz amarillenta que se mezclaba con los últimos rayos de sol de la jornada.
– Bien, vamos a echar un vistazo entonces. Gira un poquito la cabeza para este lado... eso es. Venga ya puedes enjuagarte si quieres.
Esta vez sí escupí el agua y volví de nuevo a recostarme en la camilla. Tenía las manos inquietas, sin saber que hacer con ellas. La anestesia estaba comenzando a hacerme efecto poco a poco y por consiguiente mi alergia también se empezaba a revolver. A pesar de que me tranquilizaba saber que la doctora estaba al tanto, y por lo tanto no iba a regarme como el día anterior, el estómago me vibraba de la tensión al saber que el empalme estaba comenzando y la situación se volvería incómoda en cualquier momento. La dentista por su parte tampoco puso mucho de su parte al pegarse de nuevo a mi cabeza y rozarme la parte superior con su majestuoso tetamen.
–Ajá, eso es...– susurraba mientras seguía moviendo sus instrumentos de tortura dentro de mi boca. Mi alergia por su parte seguía a lo suyo, y de nuevo el dolor de la erección cautiva comenzó a invadirme.
–Tranquilo que ya falta poco...
Poco o mucho yo estaba de nuevo en medio de una situación de pesadilla. Otra vez atenazado por el dolor de la presión. Inconscientemente intentaba mover mi entrepierna, cambiar de posición, hacer algo que me aliviase aunque solo fuese unos segundos.
–¿Estás bien? –preguntó entonces la doctora quitando sus instrumentos de mi interior y haciéndome salir del trance en el que me encontraba.
–Eh, i, si –balbucee con la lengua medio anestesiada.
–¿Seguro? Te noto inquieto...
–No, o, etoy ien.
Pero antes de que pudiese terminar la frase, o aquel amago de frase de preescolar, mi mano se me fue en un acto reflejo a tocar mi entrepierna ya absurdamente hinchada.
–Es por la andropeneiforme, ¿verdad? –dijo entonces la dentista con tono serio, sin duda tras percibir mi involuntario movimiento. La sangre comenzó entonces a subirme por la cara hasta las orejas, paralizándome por completo.– Si..., ya veo...–continuó entonces al tiempo que se ponía de pie y dejaba el instrumental en una pequeña bandeja delante de mi cara.– Tienes la parte genital un poco...hinchada, ¿no?
A pesar de acompañar el comentario con una sonrisa, a mi no hizo ni pizca de gracia. En aquellos momentos tan sólo quería acabar con aquello, salir de allí y meter la cabeza y los huevos en un barreño de agua helada.
–Te molesta el pantalón, ¿verdad?
–Eh...ueno, no e...
–A ver...
La doctora se puso entonces de cuclillas delante de un pequeño armario al fondo de la estancia, y comenzó a buscar en su interior. Yo aproveché por fin que no estaba mirando y rápidamente me agarré el miembro para colocarlo mejor. El alivio fue instantáneo y, aunque la tienda de campaña seguía siendo clara y notoria, al menos ahora ya podía pensar con claridad. De pronto la doctora se puso en pie de nuevo. En sus manos traía lo que parecía una fina toalla azul.
–Mira, creo que podemos usar esto. Las toallas de mano que tengo creo que son demasiado pequeñas para tu volumen genital–sonrisa, sonrisa– pero creo que con esta te puede valer.
Y acto seguido se acerco a mi y me puso la toalla en el pecho. Aun doblada no parecía demasiado gruesa, casi parecía una pequeña manta infantil. La doctora se dio entonces la vuelta con la cabeza agachada mirando hacia la parte de arriba de su mesa. Yo me quedé entonces quieto y callado, sin saber que hacer.
–Eh...eona...¿e hago on eto?– pregunté entonces levantando un poco la cabeza para mirar a mi dentista. Ella se giró un poco para mirarme.
–Es para que te lo pongas por encima y te aflojes los pantalones. Aun nos queda un rato y no puedes estar con esa incomodidad todo el tiempo.
De nuevo me dio la espalda por completo, y yo me quedé con la boca abierta y la baba colgando. Posiblemente fuese porque tenía ese lado anestesiado, pero tampoco es descartable que el morbo del momento me hiciese salivar mas de la cuenta. No podía creer que la doctora me pidiese que hiciese aquello allí, en medio de su consulta. Era tan surrealista que por un momento pensé que debía ser un sueño y me pellizque la mejilla para confirmarlo. Al no notar dolor alguno supe que así era, un sueño, una pesadilla convertida en fantasía, una broma del propio Morfeo. Entonces me di cuenta de que me había pellizcado la mejilla dormida, me pellizqué la otra y supe que aquello era real.
Comencé a desdoblar la manta con más lentitud de la que mi cerebro pedía. Mis sospechas se vieron confirmadas cuando en medio del tejido azul empecé a ver osos dibujados, globos y piruletas. Era una mantita de niño, quizás de un metro por cada lado pero bastante fina. Una vez que la tuve extendida sobre mi entrepierna y muslos metí mis manos por debajo para desabrochar el pantalón y bajar (con cuidado) la cremallera. Levanté un poco el culo sobre la camilla y poco a poco acabé de bajar los pantalones junto con los calzoncillos hasta las rodillas. El tacto de la manta en mi piel desnuda me produjo entonces un escalofrío, y un calambre de placer recorrió mi pene cuando el tejido rozó su cabeza.
–Ia..ia etá.–hablé en un susurro casi inaudible hasta para mi. La doctora se dio de la vuelta y abrió los ojos como platos, para a continuación mostrar una media sonrisa. Sin embargo no dijo nada y de nuevo se colocó en su puesto en el taburete al lado de mi cabeza.
–Bueno, yo te había dicho que aflojases solo un poco los pantalones, ¿eh? –habló entonces cuando ya tenía sus instrumentos de tortura en mi boca. Yo me moví nervioso pensando que la había cagado y temiendo una nueva rociada de agua a presión, pero la doctora me puso su mano derecha sobre el pecho.–No, no, tranquilo que no pasa nada. Si estás cómodo así no hay ningún problema.
Sus palabras me tranquilizaron y de nuevo me tendí sobre la camilla. Cerré los ojos mientras la doctora seguía trabajando y pude percibir mejor las sensaciones que mi cuerpo me transmitía. La mantita estaba claramente empeorando mi alergia, de forma que mi pene que antes ya tenía una dureza considerable ahora mismo podría desnucar a un toro de lidia. Incluso a veces notaba como mi miembro más rebelde cabeceaba bajo el tejido, casi como una cobra al ritmo de un flautista hindú.
–Vale, ahora necesito que te estés muy quieto, ¿de acuerdo? Te voy a poner un par de marcadores y necesito que mantengas la boca abierta mientras preparo el reactivo. ¿vale?
Yo emití un sonido gutural para asentir (posiblemente mas de Neanderthal que del Homo Erectus en que me había convertido), y la doctora fue apartando poco a poco las manos de mi boca.
–Eso es...–susurraba con cierto tono de tensión– aguanta mientras preparo el reactivo.
La dentista bajo entonces de nuevo del taburete y comenzó a dar unos pasitos sin dejar de mirarme a la cara como asegurándose de que lo dejaba todo bien puesto. Y entonces sucedió.
Lo recuerdo como hubiese sido a cámara lenta, como si hubiese tenido lugar fuera de la cuarta dimensión. Su giro de ciento ochenta grados, el vuelo de su bata, el aire huracanado levantado hacia arriba la ligera mantita. Mi cara poco a poco desencajándose al ver el vuelo, los ojos abriéndose de par en par mientras aquel trozo de tela azul caía centímetro a centímetro, micra a micra sobre mi piel. La cara de la doctora al darse cuenta, sus labios carnosos formando primero una "u", después una "o", por último una "a". Sus manos corriendo para encontrarse con mi pecho y mantenerme firme sobre la camilla mientras de sus pulmones salía un profundo "¡no...te..muevas!" en el que las vocales se alargaban hasta el infinito. Mi pene partiéndose de risa mirando al techo libre, henchido de orgullo, lleno de razón.
–¡Quieto quieto, no te muevas ahora!–seguía la doctora mientras aprisionaba sus manos contra su pecho.–¡Espera que ya te tapo yo!¡Tranquilo!
Cuando notó que mi cuerpo perdía parte de su fuerza, la dentista se separó de mi y su mirada pasó fugazmente por mi abdomen, por mi pene tieso y por mis testículos apretados hasta posarse en la manta en el suelo. Se agachó a por ella manteniendo su culo en pompa y mi pene cabeceó de nuevo ante tamaña visión.
–¡Espera que esta sucia, te traigo otra del armario!
Corriendo sobre sus tacones plateados a pasitos ridículamente sexys (en aquel momento hasta la visión de un melocotón depilado me lo habría parecido), la doctora llegó hasta el armario y de nuevo se puso en cuclillas delante de él.
–Vaya...–escuché entonces en un tono muy bajo.– No tengo otra manta como esa, pero tengo una toalla de mano... a ver si podemos...
La doctora paro bruscamente de hablar una vez que se colocó a mi lado, justo a la altura de mi entrepierna. Su mirada se dirigió ahora sí ya directamente a mi miembro, que se levantaba desafiante sobre mi vientre. Yo miraba a la dentista de perfil, absorta ella, absorto yo. Su boca entreabierta con un leve hilillo de saliva, sus mejillas suavemente sonrojadas. Agarró la pequeña toalla de mano por dos de sus esquinas, y suavemente la colocó encima de mis muslos para empezar a subir poco a poco. Al rozar los testículos me visión se nubló. Al rozar la cabeza hinchada y congestionada de mi miembro las piernas me temblaron y se me escapó un suspiro que casi se convierte en el último de un moribundo al tener la boca abierta de par en par.
–Bueno...vale...–rió nerviosa la doctora– ¿Vaya situación, eh?
Yo intenté sonreír también pero probablemente estuve lejos de conseguirlo.
–Vale...–carraspeó ligeramente al tiempo que se ponía seria de nuevo– voy a preparar el reactivo y ya acabamos.
Durante un par de minutos permanecimos en silencio, ella de espaldas a mi preparando sus cosas y yo mirándola descaradamente mientras intentaba que la diminuta toalla no se escurriese también. Lo cierto es que a duras penas era suficiente para taparme todo lo que había que tapar y apenas debían sobrar un par de centímetros de tela por encima de mi pene y por debajo de mis testículos. Además los cabeceos cada vez más húmedos de mi tranca hacían que la prenda se moviese ligeramente hacia los lados comprometiendo el precario equilibrio en el que se encontraba.
–Bien, esto ya está.–comunicó la doctora al tiempo que se volvía a acercar a mi. En esta ocasión no se sentó en el taburete si no que directamente de pie se puso tras mi cabeza e introdujo un nuevo aparato en mi boca que no alcancé a ver bien.– Vale, ahora voy a presionar esto durante minuto contra las muelas para activar el marcador, ¿de acuerdo? Tengo que apretarlo un poco fuerte para tener la reacción, así que no te asustes, ¿vale?
Yo no le hice caso y me asusté, pero no se lo dije. La doctora se movía tras mi cabeza con sus manos rodeándome la cara por cada lado, y en un momento dado comenzó a presionar algo con su mano derecha dentro de mi boca.
–¿Preparado?
No, no lo estaba. Subestimando la fuerza de aquella mujer, su presión sobre mi adormilada cara me pillo mal colocado y mi cuello se giró mas de la cuenta dándome un pinchazo que me obligó a revolverme sobre mi asiento.
Pasando lo que tenía que pasar. Y sí, lo que tú estabas esperando que pasase.
La minúscula toalla de mano, al igual que yo, tampoco estaba preparada para el brusco apretón de la doctora. A pesar de intentarlo con cada fibra de su ser, el tamaño del pene que debía cubrir era una tarea inalcanzable para ella, surgida de una simple planta de algodón.
En un impulso intenté estirar mi mano para sujetar la toalla en su caída, pero justo cuando estaba a punto de rozarla con mis dedos la dentista tiró hacia atrás de mi cabeza y la prenda acabo cayendo al suelo.
–¡Ahora no puedo dejar esto, aguanta solo un momento!
La dentista forzuda me sujetó todavía mas fuerte, al tiempo que acercó su cara a mi oreja. Podía sentir la calidez de su aliento nervioso, la suavidad de su piel a tan solo unos pocos átomos de distancia de la mía. Lancé un vistazo hacia abajo y pude ver mi polla totalmente destapada con una gota de fluido asomando por su pequeña boca. Aquello no era una andropeneiforme de grado tres, era de grado veinte por lo menos. La doctora no decía nada pero podía sentir su mirada allí donde también se dirigían mis ojos. Ella también estaba mirando mi miembro en todo su esplendor, pegajoso, emitiendo un calor solo comparable al de la superficie del sol.
–Aguanta un poco, ya casi está...
Sus palabras salían de su boca solo para mi oído, nadie más habría sido capaz de oírlas a mas de un centímetro de distancia. Palabras llenas de humedad y sofoco, palabras hechas de un material mas denso que el aire. Mi pene cabeceó sobre mi vientre al sentir aquella voz melosa penetrar mi cerebro y la doctora soltó al verlo un suspiro inconsciente, ahogado. Sus manos se estremecieron alrededor de mi cabeza cuando la gota de fluido comenzó a estirarse desde la abertura de su origen hasta los pelos de mi vientre, fruto de la fuerza de la gravedad y de otra aun mas fuerte: la fuerza del deseo.
–Vale, ya...ya casi está...–comenzó de nuevo la dentista al tiempo que comenzaba a aflojar su presión.–Ahora te voy a quitar esto y necesito que cierres la boca y muerdas con fuerza de ese lado un momento, ¿de acuerdo?
No dije nada y cuando al fin me vi libre de instrumental cerré la boca y apreté con fuerza las mandíbulas. La doctora por su parte dejó los instrumentos sobre la pequeña bandeja y avanzó de nuevo hacía donde estaba la toalla infiel. Otra vez se agachó dejando sus piernas casi estiradas por completo y haciendo que sus glúteos se pusiesen duros como una roca. Al alcanzar la toalla y volver a incorporarse pareció dudar durante un momento y se giró de nuevo para mirarme.
–Bueno, no se que pensarás tú, pero esto es lo mas extraño que me ha pasado en la consulta en mi vida.
Como no podía abrir la boca, mi única réplica fue un arqueo de cejas.
–Es que mira que ya es raro encontrarse con un caso clínico tan raro como el tuyo, para encima sumarle estos problemillas técnicos, ¿eh?–sonrió– Y la verdad es que a estas alturas no creo ni que te haga falta taparte esto–dijo al tiempo que giraba su mirada a la derecha para mirar mi pene directamente–si ya casi has estado más tiempo con él al aire que cubierto... No se ¿tú qué dices?
Obviamente no podía decir nada, así que repetí arqueo de cejas y lo dejé todo en sus manos.
– Pues entonces ya te dejamos así, que también estás mas fresco–sonrió de nuevo al tiempo que su mirada volvía a separase de la mía y se posaba en mi pene a punto de claudicar–Es que además se te junta todo, porque en otro aun no sería tan grave pero en tu caso con este tamaño...pues todavía se hace mas difícil de llevar ¿no? Porque vaya volumen...
Sus palabras fueron bajando de tono poco a poco hasta apagarse, aunque sus ojos permanecían clavados en mi entrepierna.
–Bueno, venga, eso ya está–habló de pronto al tiempo que con su mano derecha me daba dos toques cómplices en el muslo. Unos centímetros más arriba y se habría montado en la consulta una escena dantesca con actores principales yo, mi pene y unas cuantas garrafas de semen derramado.
A continuación la doctora volvió a acercarse a mi cabeza, y me pidió que volviese a abrir la boca para asegurarse que la prueba había ido bien. Tras unos segundos de observación me dio el visto bueno y me indicó que podía levantarme, al mismo tiempo que ella se giraba hacia su mesa para apuntar algo en su bloc de notas.
– Creo que ya casi tengo el diagnóstico, pero me gustaría hacerte alguna prueba más, ¿tienes algún inconveniente en volver la próxima semana?– dijo entonces al tiempo que giraba su cabeza para mirarme.
–Eh...no, no, in pobema–contesté mientras con dificultad intentaba subir mis pantalones hasta su posición habitual. Debía levantar el trasero de la camilla para hacerlo y no quería acabar estampado contra el suelo durante el proceso.
Cuando al fin lo conseguí me bajé de la camilla y me despedí de la doctora, hasta la semana siguiente. Y por primera vez en mi vida estaba deseando que llegase cuanto antes aquella cita con el dentista.
3.
Fecha de la declaración : 24-08-2017
Orden en la sesión: 01
Intervienen
Presidenta del comité: Dña. Anabel Ruiz (PC)
Vocal: Dña. Clara Perez (V)
Secretaria: Dña. Belén Sito (S)
Declarante: Dña. Marta Ladro (M Ladro)
(n.t): Nota del Transcriptor
16:32
PC: Abrimos la sesión de control para la ética y la decencia en la profesión médica en relación al caso de la señora Ladro, a fecha de ocho de agosto del año 17.
PC: Como vocal se presenta Dña. Clara Perez, del colegio salmantino, y como secretaria Dña. Belén Sito, del colegio de Alcorcón.
PC: Presido yo, Anabel Ruiz, en representación del colegio odontológico de Burgos.
PC: A continuación se tomará declaración a la interpelada, la doctora Marta Ladro, colegiada número ochenta mil ochenta y cinco, en relación a los sucesos acontecidos en su consulta el día veinte de diciembre del año 14.
PC: Vocal, tiene usted la palabra.
V: Gracias señoría. Pues bien...
PC: Perdone, señora vocal, pero no me llame señoría como si fuese una jueza, que no lo soy.
V: Ah, perdone, es que es mi primera vez y bueno, ya sabe...estoy algo nerviosa...
PC: Continue...
V: Ejem...Sí, con la venia, po...
PC: Pero que venia ni que venia...
V: Eh...perdón, perdón... Son los nervios, que cuando me dan no se ni lo que digo, ya lo dice mi padre mucho, que soy una cotorra como mi madre, ya ve usted, y eso que llevan 40 años casa...
PC: Señora vocal, le ruego se centre que está usted divagando.
V: Eh...sí, sí. Ejem. Sí...veamos... Señora Ladro, puede decirnos su nombre completo.
PC: Señor... (n.t.: casi inaudible)
M Ladro: Me llamo Marta Ladro.
V: Bien...es correcto entonces lo que pone en el papel... Veamos... ¿Sabe usted porqué está usted aquí hoy ante este tribunal?
PC: No es un tribu...Es igual... responda, señora Ladro...
M Ladro: Sí, estoy para responder por una acusaciones de supuestas prácticas indecentes en mi consulta.
V: ¿Y como se declara?
PC: A ver, que no estamos aquí para juzgar a nadie, es una comisión para conocer la versión de la doctora, nada más.
PC: Veamos, señora Ladro, ¿podría contarnos lo que sucedió el día indicado en su consulta?
M Ladro: Está bien. Esto es lo que sucedió.
(efecto desenfoque, neblina dentro, neblina fuera, efecto enfoque)
M Ladro: Aquel día tenía una cita con mi paciente Raul Lopez, al que había visto en dos ocasiones anteriormente con relación a unas molestias en el lado derecho de la boca. Raul era un paciente especial, ya que poseía una grave dolencia crónica. Sufría de alergia androipeneiforme de grado tres.
PC: ¡Santo Dios!
S: Ufff (n.t: suspirando)
V: Y eso que es lo que es.
PC: Señora vocal, le ruego cuide las formas. La enfermedad conocida como alergia andropeneiforme de grado tres provoca en los pacientes masculinos una suerte de erecciones involuntarias al ser tratados con diversas sustancias anestésicas.
V: ¿Pero erección, de erección de... pitilín?
S: Que se les pone como una mazorca de dura, vamos.
PC: ¡Secretaria! ¡Le ruego mida sus palabras!
V: Que fuerte...
PC: Señora Ladro, continue, por favor.
M Ladro: Como iba diciendo, se trataba de un paciente muy especial. Su dolencia había interferido en cierta medida en la última cita que habíamos tenido, y no puedo negar que a pesar de tantos años de profesión me encontraba en cierta forma nerviosa ante aquel nuevo encuentro.
Su alergia era severa, lo que unido a un aparato genital más que desarrollado hacía que fuese complicado su tratamiento en condiciones de normalidad. Así que en cuanto llegó a la consulta aquel día le pedí que se quitase los pantalones nada mas llegar.
–¿Co..como dice?
–Tranquilo, si total ya el otro día acabaste en cueros. Así empezamos más cómodos desde el principio.
La verdad es que el señor Lopez era un paciente muy respetuoso, y aunque algo reticente al principio, comenzó poco a poco a desabrocharse el pantalón. Yo mientras me giré para preparar el anestésico, al tiempo que escuchaba el ruido de sus pantalones al caer al suelo y sus movimientos para subir a la camilla. Cuando tuve preparada la jeringuilla con la dosis me di de nuevo la vuelta y observé como mi paciente se había quitado por completo los pantalones junto con los zapatos, y que todas esas prendas se encontraban apiladas en el suelo a los pies de la camilla.
Recuerdo haberle sonreído levemente tras verlo de esa guisa, ya que a pesar de su evidente estado de nerviosismo parecía estar en cierto grado excitado. De hecho, a pesar de no haberle colocado todavía la anestesia, su pene ya presentaba síntomas de una incipiente erección sobre su muslo.
–Parece que la alergia empeora por momentos– le susurré al oído mientras poco a poco inyectaba el anestésico en su interior– Ahora casi parece que hay cierta reacción incluso antes de recibir la anestesia...
El chico no respondió, pero pronto el rubor de su cara lo hizo por él. No voy a negar que no estuviese disfrutando un poco con aquella situación, pero no era nada más que un juego.
Apenas pasaron unos segundos cuando comencé a observar como el pene de mi paciente pasaba de un estado de semi-erección a una erección completa y absoluta. Su miembro viril estaba totalmente hinchado y sonrosado, además de dar pequeño golpecitos en el aire de vez en cuando.
S: Ufff... ¿Y cuanto le medía?
PC: ¡Señora secretaria! No creo que ese dato sea relevante para el caso que nos ocupa.
V: Seguro que no la tenía como mi novio, que mi novio tiene una polla que te parte por la mitad cuando...
PC: ¡Señora vocal!
V: Uy, perdón, quería decir "pene" señoría.
PC: ¡Silencio todo el mundo! (n.t: gritando).
PC: Usted no, señora Ladro, usted puede continuar.
M Ladro: Está bien. Una vez que comprobé que la anestesia le había hecho efecto, me coloqué en posición para proceder a su reconocimiento. Debo confesar que en ocasiones me gusta acercarme un poco más de la cuenta a mis pacientes cuando los trato, de forma que su cabeza en ocasiones queda ligeramente pegada a mis pechos. Pero ya saben ustedes, no es mas que un juego.
El caso es que durante el reconocimiento descubrí un pequeño indicio de problemas en el hueso maxilar, por lo que se lo comuniqué al paciente al tiempo que le indicaba que debíamos hacer una radiografía de la zona.
– Será solo un momento. La máquina da un poco de susto porque se pone a dar vueltas alrededor de tu cabeza, pero no te preocupes que no pasa nada. Venga, levántate y ven conmigo.
La sala de rayos en mi consulta está como dicta la normativa en un lugar distinto a donde se trata a los pacientes, en este caso hay que avanzar hasta el final del pasillo para llegar a ella. Recuerdo haber dudado en aquel momento si pedirle a mi paciente que se vistiese completamente para aquel trayecto de unos pocos metros, pero como parte del juego, ya saben ustedes, le dije que no hacía falta.
– Tranquilo, que no hay nadie en la sala de espera. No hace falta que te pongas los pantalones que es solo un momento.
Mi paciente de nuevo cumplió con mis ordenes, y pronto lo tuve desnudo andando delante de mi hacia la sala de rayos X. Debo reconocer que era un chico ciertamente atractivo físicamente, con unas piernas musculosas y unas nalgas compactas y prietas.
Cuando llegamos a la sala de rayos le pedí que se sentase en el taburete mientras lo preparaba todo. Confieso que mientras rebuscaba en el armario en busca del chaleco de plomo protector lo hacía con premeditados movimientos de mis piernas, agachándome y levantándome en varias ocasiones para provocar en mi paciente ciertos sentimientos eróticos. Obviamente, eran simples juegos.
– Está bien, tengo que ponerte este chaleco. Cuidado que pesa un poco, levanta los brazos.– le dije una vez que encontré la prenda protectora.
Yo estaba delante de él, mientras su pene totalmente levantado se situaba entre ambos. Aunque lo intentaba era muy complicado para mi ignorarlo. Aquella masa de carne jugosa y palpitante parecía hablarme, comunicarse conmigo mediante feromonas de todos los tipos.
– Ahora voy a bajar esto sobre tu cabeza y no vas a ver nada durante un rato, pero tranquilo que en seguida terminamos.
Bajé el aparato de rayos X sobre la cabeza del paciente, que quedó así sin poder ver nada a su alrededor. Yo sin embargo pude recrearme entonces en su anatomía desatada, en aquel pene que parecía llamarme cada vez mas fuerte, en aquellos testículos de semental que descansaban entre sus muslos de acero...
S: Ahhh (n.t: jadeando)
PC: ¡Señora secretaria, compórtese!
V: Me parece que le pica algo por ahí...
S: Lo que tengo es el agujero encharcado ya.
PC: ¡Secretaria! (n.t: golpes en la mesa) ¡Secretaria la llamo al orden!
V: ¡Hala que bruta!
PC: ¡A la próxima les juro que suspendo esta vista! ¡Como vuelvan con otra salida de tono las mando desalojar!, ¿me han entendido?
S: De tono no se, pero salida estoy yo un rato... (n.t: susurrando)
PC: ¡Secretaria!
S: Que sí, que sí, que ya me callo.
V: Ni una palabra mas. Chitón. Nada mas de hablar, ni de interrumpir, ni de hacer que...
PC:¡Silencio, silencio, silencio!
PC: Bien. Veamos por donde íbamos... Ah, si, la radiografía.
M Ladro: Como decía, delante de mi estaba mi paciente con su enorme estaca apuntando hacia el techo. Mis ojos no eran capaces de apartarse de aquella sonrosada cabeza grande como una ciruela, de aquel tronco con alguna vena marcada fruto del gran flujo de sangre que debía soportar. Sin embargo conseguí reponerme y salí de la habitación para activar la máquina y hacer la radiografía. Mientras esta trabajaba debo admitir que no pude resistir la tentación de introducir una de mis manos por la cintura de la falda y palpar por encima de la ropa interior mi pequeño botoncito...
V: Se refiere al clítoris... (n.t: susurrando).
S: No me digas...
PC: ¡Silencio!
M Ladro: Lo acaricié solo un par de veces por encima de las braguitas de seda. Estaba duro como un guisante congelado, como un cacahuete pelado. Le di un par de golpecitos con la punta del dedo y noté como una descarga eléctrica recorriendo mi cuerpo. Y quizás eso fue lo que hizo que el juego se precipitase.
En cuanto escuché el pitido anunciando el final de la radiografía, abrí la puerta de la sala de rayos por completo. Allí seguía Raul con la máquina alrededor de su cabeza. Y su polla continuaba también allí lanzándome miradas suplicantes. "Cómeme, cómeme, cómeme".
Entré en la habitación y no dije nada. Tan solo me arrodillé delante de él y la besé. Mis labios apenas rozaron su tronco y el calor me invadió por completo como una llamarada solar. Raul pegó un bote sobre el asiento con la sorpresa, pero rápidamente alargué mi mano derecha hasta rozar su izquierda y apretársela con ternura. Él me devolvió el apretón y pareció calmarse, aunque casi podía escuchar su corazón latir desbocado bajo su pecho. O quizás era el mío el que oía. A pesar de que no podía ver nada con la máquina sobre su cabeza, Raul comenzó a levantar su mano derecha a tientas. Yo alargué entonces mi mano libre hasta encontrarme con la suya y pronto quedamos así unidos, como dos bailarines sin música.
Y no aguanté más.
Sin poder usar las manos para colocarla, mi boca tuvo que hacer todo el trabajo. De nuevo la besé casi en la mitad de su asombrosa longitud, un beso de saliva caliente y pegajosa. Un nuevo beso está vez más arriba y Raul apretó mis manos con furia. Saqué mi lengua ardiente y toque con la punta su frenillo tenso por completo. Un pequeño circulo, otro más y esa polla majestuosa respondía como si tuviese vida propia, cabeceando contra mi, deseosa de entrar en mi interior.
Tuve que estirar todo mi cuerpo para colocar mis labios sobre aquella cabeza sonrosada, para rodear con mi carnosa suavidad aquel pequeño orificio babeante. De nuevo moví la lengua hacia delante hasta notar como la punta se encontraba cara a cara con aquella abertura, cómo la intentaba penetrar como si los papeles hubiesen cambiado y él fuera el penetrado y yo la penetradora. Sus manos sujetaban las mías con una fuerza primitiva, animal. Tirando hacia abajo al tiempo que sus nalgas se separaban levemente hacia arriba en el asiento buscando la penetración que ambos deseábamos.
No quise hacerlo sufrir mas, y separé mis labios para que se fuesen abriendo poco a poco al paso de aquella polla primorosa. Aquella herramienta que me llenó la boca por completo y pronto comenzó a querer hacer lo propio con mi garganta. Tuve que empezar a respirar por la nariz cuando casi dos tercios de aquella monstruosidad habían entrado dentro de mi ser. Raul no soltaba mi manos y seguía tirando de ellas hacia él al tiempo que continuaba empujando su polla en mi garganta. Noté una gota de flujo escaparse fuera de mi coño cuando los primeros pelos de su pubis me rozaron los labios, cuando el orgullo invadió mi cuerpo al verme capaz de amarlo en toda su extensión. Su sabor me pertenecía por completo, su dureza era toda mía a lo largo de mi dilatada garganta.
Raul dejó de tirar de mi y yo lo aproveché para subir la cabeza y dejar de nuevo al aire la mayor parte de su pene. Había disfrutado con la sensación al penetrarme, ahora disfrutaba con la de dejar de estarlo. Sin embargo no llegué a sacarla por completo de mi interior y cuando noté de nuevo su frenillo rozando mi labio inferior volví a engullirlo con pasión. De nuevo enterré mi cara en sus pubis, de nuevo mi paciente recompensó mi devoción con un apretón de manos masculino y eterno. Mi cabeza comenzó a subir y a bajar como un pistón, lentamente pero de forma constante sin dejar nunca que aquella hermosura abandonase mi calidez por completo. Cada vez que la penetración era total Raul intentaba levantar su culo para clavármela todavía mas dentro, para penetrarme más allá de lo físicamente posible. Una vez tras otra salía lentamente de mi ser para inmediatamente después volver con fuerza a refugiarse en mi interior. Yo notaba mi clítoris irritado, enfadado por no poder ser tocado, lamido, rozado. Pero no podía hacer nada por él, mis manos pertenecía a mi amante, mi boca a su polla.
Notaba ya el sudor cayendo por mi espalda, entre mis muslos. El sube y baja era sexualmente agotador. Pero pronto supe que el final estaba cerca. Una de las veces en las que estaba dentro de mi por completo, sus manos no me dejaron ir. Todo su cuerpo ardía como un hierro al rojo vivo, incandescente. Su culo se levantó sobre el asiento al tiempo que su brazos se abrieron hacia sus costados y con ellos los míos, obligándome a tragar como nunca antes había tragado. Los pelos de su pubis ya no solo tocaban mis labios, sino que rozaban ya casi mi nariz. Pero ya casi estaba, su inminente descarga me calmaría, su corrida me llenaría por fin.
Raul soltó un quejido y su polla vibro entera como si la hubiese conectado a un enchufe. Los chorros de esperma comenzaron a caer en mi garganta, uno tras otro mientras yo aguantaba la respiración para poder resistir aquella inyección de semen caliente y espeso. Tres, cuatro chorros y Raul seguía sin dejar de tirar de mi hacia abajo, sin dejar de levantar su pelvis para dejarme bien claro que estaba dispuesto a follarme la boca como nadie lo había hecho antes. Noté como la corrida empezaba a llegar a mi estómago y aquello fue como si un interruptor se bajase en mi cerebro. Apreté los muslos con fuerza y por primera vez en mi vida comencé a correrme sin haberme tocado antes. Contracciones continuas desde mi vagina hasta mi útero, desde la raíz de mi clítoris hasta lo más profundo de mi ser. Ni siquiera podía gritar mi placer, pues seguía todavía con Raul derramándose en mi interior, así que tuve que correrme en silencio, espasmo a espasmo, notando el flujo salir empapando la tela de mi ropa interior por completo.
Poco a poco Raul se dejó caer sobre el taburete, al tiempo que sus manos aflojaron su presión sobre las mías. Seguía igual de duro que al principio en mis entrañas, y el saber que aquello no se iba a bajar hizo que notase como un pinchazo de placer en el vientre. Yo aun me recuperaba de los últimos coletazos de mi orgasmo cuando lentamente fui subiendo mi cabeza hasta dejar de nuevo aquella polla a la vista, ahora totalmente reluciente. Solté sus manos al tiempo que con dificultad me intentaba poner de pie, y de un movimiento levanté la máquina que cubría su cabeza.
PD: Está bien, pare, ¡pare! Creo que no hay mucho mas que añadir, su conducta no es que pase mas de lo indecente, es que ya le da la vuelta a la palabra de lo pa...¡pero qué están haciendo ustedes dos! (n.t: gritando)
S: ¿No quería usted que esta se estuviese callada? Pues callada está...
PD: ¡Pero que es esto!¡Esto es un insulto a la institución!
S: Ni insulto ni pollas, no voy a estar aquí caliente como una antorcha escuchando semejante morbazo sin hacer nada al respecto.
PD: Pero, pero... y usted señora vocal como permite...
S: Chitón, la señora vocal hace lo que mejor sabe hacer, que es usar la boca, así que a callar. Y tú guapa sigue comiéndome el coño así que lo estás haciendo muy bien...

 

Datos del Relato
  • Categoría: Varios
  • Media: 10
  • Votos: 1
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