Acomodado en mi silla —ubicada estratégicamente en un ángulo del salón, con excelente vista panorámica—, estoy preparado para todo, junto a una esbelta botella llena de vino superior.
Al comienzo hubo baño y perfume, afeite al ras con ardiente loción mentolada final y, de remate, un preciso recorte y tintura con gomina; luego, musculosa, calzoncillos, medias y timbos, todos renegridos y limpios, la mejor camisa azul, corbata celeste cielo impecable y una pilcha cruzada en clásico tono ceniza, aceptablemente planchada: ¡Diez puntos!.
La espero nervioso —esta vez vendrá, sola o con amigas—. Después de pasar por la barra llegaré a su espalda para sorprender con mi impacto, como aquella primera vez, cuando conocí esos egipcios ojos ambarinos.
Pero será diferente.
Un domingo como hoy, pero hace dos años; con trasfondo de tangos lentos y rasantes, para danzar con lascivia cadenciosa. La marqué con mi visión inexorable y salió —¡qué fragancia!, ¡qué cuerpo!, ¡qué labios!—, con el abrazo inaugural sentí instantáneamente que era mía..., pero para siempre. Nuestros cuerpos se encontraron armónicos y bailamos como única silueta hasta el final de la música; la maldita pausa nos separó, con mutua promesa de volver.
Esa noche y las siguientes de varios domingos, al calor de cada encuentro fraguamos —lerdo, como ocurre en la milonga porteña— el sentimiento que antecede al amor.
Pero luego —sin explicación para mí—, no hubo un nuevo cruce: en los cuatro —los conté— domingos, no vino al baile. Al siguiente, muy tarde y con un goruta —que reconocí milonguero—, ocuparon una mesa en primera fila y bailaron hasta el fin de la reunión. Abrazada en la pista con ese hombre, miró un segundo mis tolerantes ojos rastreadores y creí entender que aún podía conservar una paciente esperanza; pero, incapaz de contener mi angustia, relaté el drama del desaire a “El Pulpo” Bernardino —quien con habilidad magistral y sicalipsis promiscua, sostenía relaciones sentimentales simultáneas—, veterano y permanente compañero de mesa. Terminando su cerveza, aquel bailarín femeninamente admirado y filósofo pro-fundo, tardó un momento para liberar desde su garganta escaldada —con discreción y en silencio— algunas incómodas burbujas por la boca y respondió:
—Viejito, la milonga es así: imprevisible y misteriosa. Vos querés entender todo y no es así. Cuando aceptes lo incomprensible, lo mágico, estarás mejor.
Ella no volvió por un tiempo. Y yo, desanimado, ya no contaba los domingos.
Más tarde, enredado con una colorada —que no daba tregua en la milonga, tampoco en su bulín y menos en el diván de plaza y media, donde enhorquetada me crucificaba—, no pude encontrar el momento para acercarme, cuando volví a verla, solitaria y magnífica. Bailando cada uno con otra persona, nuestros rostros sufridos se enfrentaron muy cerca durante un instante fugaz; me miró, cerró los ojos y movió leve su cabeza con resignación: los papeles estaban invertidos.
—Es así... —repitió luego mi amigo “El Pulpo” con sabiduría pesada—.
La voracidad de la colorada pudo conmigo y literalmente agotado, volví a estar solo; pero el destino me dio revancha: varios domingos después, más linda que nunca, descubrí sentada a mi quimera en una mesa junto a la barra; todo salió estupendo, simple y natural.
Éramos dos adolescentes, por la alegría e inocencia con que nos amamos, ese año de exaltación. Fue el amor que curó las heridas en carne viva de mi vida crepuscular, plagada de pérdidas y ausencias.
Una tarde, mientras disfrutábamos el lento relajar del frenesí sexual, cariñosamente, pidió su libertad sin descartar algún retorno, que sonó piadoso. Simple y natural.
Asombrado y azarado, toda mi experiencia y mis ruegos no sirvieron para retenerla.
Después, envuelto por la nostalgia ensombrecida de la pieza, mi mente repetía:
“... aceptar lo incomprensible...”.
¡No puedo, viejito!, cada vez me cuesta más controlar los frecuentes e inexplicables arranques de rencor —regañón y avejentado—. La soledad ha abierto en mi alma, provectas excoriaciones ulceradas, ¡ya, insoportables!. Por eso escribí esta carta.
Esta vez, solo y arrellanado en un rincón del salón —oculto por la botella verde sin vino tinto— pliego mi carta guardándola, sin apuro y con prolijidad, en un sobre cerrado.
Cuando ella llegue, terminaré el último vaso y entregaré mi confesión al barman.
Antes de disparar los dos tiros que pacificarán mi espíritu.
¡Ay!.
Milonga.