Continúa la traducción del manuscrito encontrado en los Archivos de Sevilla:
Eugenia estaba recostada de lado, apoyada en su codo izquierdo. Menuda y esbelta, pero con unas generosas caderas y unos grandes pechos cuyos pezones resaltaban sobre la morada aureola, recordaba los relatos de las diosas griegas que el párroco, nuestro perceptor, me había evitado, pero que yo había leído prestados de los dos Enriques, a quienes se los facilitaba don Guido. Al lado de Eugenia seguía Godofredo, tendido boca arriba, con los ojos cerrados y su bello cuerpo brillando por el sudor. Eugenia acariciaba sus fuertes muslos con la mano que tenía libre.
Yo me acerqué despacio, muy despacio, tal como Eugenia me había pedido. En realidad me lo había ordenado, pero era aún pronto para que yo lo aceptara así. A pesar de mi corta edad, era tan alta como ellos, y aunque demasiado delgada, el color de mi piel, el dorado de mis largos cabellos, mis ojos, mis facciones, mis manos, eran muy hermosas, capaces ya de atraer a cualquiera. No lo creerán, pero me parecía ya a la puta italiana esa, la parienta de Américo Vespucio, que sirvió de modelo a Sandro Boticelli para pintar “El nacimiento de Venus”. Pienso hoy que fue una lástima que no hubiera nacido yo unos treinta años antes, para que el gran Sandro me pintara a mí y no a la vieja puta aquella.
Cuando estaba a un paso de la cama, Eugenia me ordenó que esperara, y la mano que hasta ese momento estaba ocupada en los muslos de Godofredo subió hasta mi sexo. Me acarició suavemente y al notar que estaba húmedo dijo:
-Ya está a punto.
Se movió entonces haciendo algo inaudito, algo que, supe luego, había aprendido de una esclava turca en Nápoles: se metió el miembro de mi primo a la boca y empezó a chuparlo. Me di cuenta de la efectividad de la maniobra porque a los pocos segundos lo sacó de su boca ya completamente erecto.
-Ahora sí, señor caballero, poseed a la dama.
Godofredo se levantó. Estaba muy cerca de mi y veía el brillo de sus ojos, sus sensuales labios entreabierto sugerían una promesa pronto cumplida, y el calor de su aliento excitaba aún más, si cabe, mis sentidos. Cuando sentí sus manos en mi cintura y su pecho contra el mío, sentí que para eso había nacido, y cuando rozó mis labios con los suyos, cuando se fundió conmigo en un largo beso, lo confirmé. Decidí, en ese preciso momento, que pesare a quien le pesare, no iba a ser monja, ni señora de algún caballero con poca bolsa y mucha honra, sino cortesana, aventurera.
Mi primo me cargó con sus fuertes brazos y me depositó en la cama, de la que Eugenia se había levantado. Me abrió delicadamente las piernas y puso la cabeza de su miembro, no tan grande como el de mis hermanos (todo Godofredo era más pequeño) pero lo suficiente como para darme miedo, en la entrada de mi cueva.
Mientras presionaba y la iba metiendo poco a poco, empezó a dolerme y empecé a asustarme. Me inundaba el miedo, de hecho, y dejé de gozar... cerré los ojos y apreté los dientes y, en ese momento, las suaves manos de Eugenia acariciaron mi cara, y oí su voz, muy quedo, muy cerca de mi:
-No tengas miedo. Si te asustas así te va a doler y no disfrutarás. –Levantó la voz y la cara y ordenó-: Godofredo, sácasela...
Mi primo lo hizo y Eugenia me obligó a quedarme en la posición en que estaba y en lugar de recibir el miembro de Godofredo, lo que obtuve fue la lengua de Eugenia. El camino que mis dedos conocían bien fue ahora explorado por una húmeda lengua, una lengua húmeda y sabia, porque las sensaciones que me provocaba eran mucho mayores que las que había sentido hasta entonces. Casi no me di cuenta cómo Godofredo penetraba otra vez a Eugenia, entrando desde atrás, y cómo se sacudía con furia parecida a la de mis hermanos con sus aldeanas y criaditas. La gentil doncella (es un decir) sólo interrumpió su labor para ordenar:
-Apúrate, mi señor, fóllame fuerte –yo nunca había escuchado ese término-. Lléname y luego ingéniatelas para estar listo otra vez, o perderás el dulzor de estas primicias.
La verdad es que ahora yo estaba más dispuesta que en el intento anterior. Cerré los ojos y sólo escuchaba mis gemidos y los suyos, y sentía la fuerte lengua de Eugenia yendo de mi clítoris a mi vulva, al ritmo de los embates que recibía por atrás. No los abrí cuando Eugenia cesó sus movimientos ni cuando retiró su lengua de mis partes. No los abrí tampoco cuando volví a sentir la dura poya de mi primo en la entrada de mi caverna. No los abrí tampoco cuando a golpes fue hoyándome, a golpes suaves, lentos pero dolorosos. Me dolía, pero no como la vez anterior. Pronto supe que, ahora sí, había entregado la virginidad, y que tenía dentro, completita, la poya de mi primo.
Se quedó quieto un instante y luego empezó a moverse dentro de mi, arriba de mi, muy despacito. Poco a poco el dolor fue dejando paso al placer hasta que llegué a mi explosión final y sentí un generoso calor en todo el cuerpo, principalmente en el sexo. Godofredo se hizo a un lado y siguió acariciándome. Mi piel estaba receptiva como nunca y disfrutaba cada avance de sus dedos... mientras tanto, Eugenia vertía agua tibia en mi sexo y susurraba:
-Luego te enseñaré ciertos cocimientos de plantas que debes usar para no quedar encinta y...
En ese momento fue interrumpido por el vigoroso toque de una trompeta que, adivinamos, venía de la entrada del castillo, al otro lado del foso seco, e inmediatamente después una voz, igualmente vigorosa y marcial, que de gritó:
-¡Mensaje urgente de monseñor el Condestable para su excelencia el conde de X y para el señor capitán Godofredo de X.
Intuyendo la alarma y el caos que se desatarían inmediatamente, Godofredo empezó a vestirse más que aprisa y semidesnudo aún huyó del cuarto, mientras Eugenia me ponía la bata sobre los hombres y me empujaba por el pasadizo secreto.
Media hora después mi tío Godofredo y Francisco mi hermano nos enteraban a todos de la derrota de Francisco de Montmorency en Terouanne, y del avance implacable de los alemanes y los españoles. El rey nuestro señor, por conducto del condestable, ordenaba a todos sus leales vasallos concentrarse en la Ile de France para construir dos grandes ejércitos. Mi tío Godofredo anunció que todos los nuevos reclutas, poco más de un centenar, más una veintena de los veteranos, marcharían con él y con mis hermanos Francisco, Luis y Carlos a la guerra, mientras permanecían de guarnición los treinta hombres restantes a las órdenes de don Ludovico y mi primo Godofredo.
Pensé entonces, en mala hora, que la guerra traía buenas nuevas.
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