La condesita 10. El escuadrón volante.
(EL escuadrón volante de la reina: Una institución histórica... ¿queréis conocerlo de la mano de la cachondísima condesita?)
Un año anduve en la guerra y otro más en el remoto castillo de la Selva Negra, ruinosa heredad de mi capitán. Ahí parí un rubio Sigifrido y lo amamanté, custodiado por una feroz dueña que, en cuanto desteté a mi hijo, me echó: me vendió a unos comerciantes y durante seis meses fui su esclava sexual. Todas las noches tenía que satisfacer a dos o tres de ellos. Pero salvo eso, que no cuento para no alargar más las cosas y porque los mercachifles carecían absolutamente de imaginación, no la pasé mal: follaba, aunque fuera un poco soso, y comía bien. Cuando llegamos a París iba yo a cumplir 15 años y mi figura era envidiable. A pesar de la guerra y de haberme mezclado con gente inferior, había crecido un poco más, hasta alcanzar una estatura casi excesiva para una dama, y mis caderas y pechos se habían redondeado mórbidamente sin por ello perder mi cintura. Ya no parecía yo el modelo del “Nacimiento de Venus” de Boticelli, sino una mujer hecha y derecha. Una bella mujer.
Yo trataba con cariño a mis comerciantes, que habían relajado bastante la guardia. Eran flamencos o algo así y me suponían alemana, de modo que en París no me guardaron como debieron y escapé. Escapé y, preguntando, logré llegar al hotel, al modesto hotel que mi familia tenía en la calle de San Dionisio.
¡Cómo había cambiado todo en tres años! Mi madre había muerto de pesar, lo mismo que mi hermano Luis. Carlote estaba en el seminario, preparándose para convertirse en un santo varón (no sucedió semejante cosa, por supuesto), y mi hermano Francisco, conde y jefe de la casa, era coronel de los reales ejércitos, escoltado por los dos Enriques, uno de 18 años y el otro próximo a cumplirlos. Mi hermana Catalina, una bella mujer, estaba prometida a un segundón de la casa de Montmorency, pues el bestia de Francisco había hecho la guerra y cobrado fama a las órdenes del jefe de esa casa. Mi prima Juanita tenía 13 años y se parecía mucho al que había sido su hermano Enrique, mi primo, en aquel tiempo, porque Enriquito ahora parecía un gallardo guerrero, similar a como había sido antes Godofredo, aunque creo que seguía prestándole el culo a mi hermano Enrique.
Pero no tuve oportunidad de hacer vida de familia, porque me recibieron los tres hombres de la casa. Permitieron que las doncellas de Catalina me bañaran y acicalaran, me alimentaron, dormí y, al día siguiente, tuve una larga plática con Francisco, quien me dijo que se me daba por perdida y que regresar casi tres años después era malísimo para mi reputación y la de la familia, que él, trabajosamente, estaba reconstruyendo, lo mismo que la fortuna.
Así que brutalmente (siempre fue un guerrero brutal) me planteó las tres opciones que tenía: regresar por donde había venido, entrar a un convento de arrepentidas (arrepentida tu puta madre, pensé, sin importarme que también fuera la mía), o ingresar al “escuadrón volante de la reina”.
Como yo ignorara de qué iba eso, me explicó que la reina madre, la viuda del rey Enrique II, tenía un escuadrón compuesto por una treintena de bellísimas jóvenes de buenas familias, que eran las verdaderas cortesanas, las que atendían a los más importantes señores y espiaban por cuenta de la reina, a quien debían fidelidad absoluta. Luego de unos años de servicio las reina las premiaba con una generosa dote y un matrimonio conveniente, así que no lo pensé mucho y tres días después Francisco me presentó formalmente a la reina. Él, con eso, ganaba en al ánimo de la reina algunos puntos, pues servir a las órdenes de Montmorency no lo hacía muy buen visto en la Corte.
Su majestad, Catalina de Médicis, era una mujer robusta sin ser gorda, de mediana edad y cara todavía agradable, iluminada por acariciadores ojos negros. Ha tenido muy mala fama y en su tiempo fue odiada, aunque su política buscó siempre el punto medio, el equilibrio en un país profundamente dividido. Era ella quién en lugar de su pobre y desequilibrado hijo, llevaba las riendas del gobierno. De ella, yo sólo recibí cariño y cuidados. La serví lealmente durante cerca de cinco años.
Conmigo, el escuadrón ajustaba la cuenta que la reina quería: 32 señoritas, la mayor de 27 años (doña Ana de B.), la menor era yo, aunque había otras dos que ajustaban los 15 años. Estábamos divididas en cuatro secciones y, justamente era doña Ana quién mandaba la mía.
Durante tres años no hubo cambios en mi sección, formada por Ana de B.; Luisa de S., rubia como los amores, de una de las familias más nobles del mediodía, que tenía 24 años; Charlotte B., de la nobleza de toga, pequeña, morena, linda, de 23 años; Leonora R., florentina, de larga cabellera negra y rizada y ojos como soles, de 20 años; también 20 tenía María de M., cuyo apellido nos daba escalofríos, pues era de los más altos de Francia; Juana de S., chica de 18 abriles, cuya morena piel y su aguileña nariz, como su impronunciable apellido, denunciaba la rancia aristocracia de los Pirineos; finalmente, Alice B., también de la nobleza de toga, de 16 años. La octava era yo.
Todas teníamos nuestra historia y éramos unas “perdidas” de no estar cobijadas por la reina: nos había tocado eso o las arrepentidas y la idolatrábamos, pues gracias a la noble reina disfrutábamos de la corte, y nos premiaba con hermosos vestidos y joyas, que íbamos atesorando para sumar a nuestra dote, que llegaría si nos portábamos con lealtad y prudencia.
Dormíamos de dos en dos, en pequeñas habitaciones del piso más alto del Louvre, aunque teníamos a nuestra cuatro disposición amplios y lujosos aposentos para “servicios especiales”. Yo compartí habitación con Luisa, quien me tomó bajo su protección. La primera noche, cuando creí que nos retirábamos a dormir, me dijo que tenía algunas cosas que enseñarme, “la primera es la sensibilidad” y me besó y acarició mis hombros con una delicadeza y suavidad que desde Godofredo y Eugenia no había sentido.
“Debes enloquecer a los hombres más experimentados”, me dijo. Me desnudó lentamente y siguió besándome. Yo desfallecía en sus brazos. Acarició mis pechos y me ofreció los suyos para que los besara. Eran grandes, blancos como la leche y suaves como los míos. Me acostó sobre una de las dos camas, la suya y llevó sus dedos a mi cueva, sin dejar de besarme. Sus caricias eran dulces y sabias y yo recordé mi vida en el castillo familiar y supe que ésta sería aún mejor.
Cerré los ojos y aflojé el cuerpo. Dejé de participar y sólo gocé. Mi piel, mi pelo se erizaba mientras la lengua de Luisa recorría mis hombros, mi cuello, mis senos, mientras sus largos y suaves dedos exploraban mi vagina. Luego, su boca recorrió el camino inverso de mis pezones a mis hombros, mi cuello y mi oreja. Chupó y besó mi oreja, lo que me enloqueció aún más. Y entonces murmuró: “Casi estás lista: ahora no te muevas hasta que te penetre el varón que nos espera”.
Cuando se separó de mi sentí morir. Oí cómo descorría un cortinero y sentí los pasos de un varón. Como ella me mandó no moví un músculo cuando sentí unos nudosos dedos masculinos abriendo mi húmeda cueva, ni cuando metió su miembro de un solo envión. Entonces, mientras él me gozaba, yo lo envolví con mis brazos y piernas y, sin verlo, sin saber quién era, cómo era, si lindo o feo, si joven o viejo, lo hizo disfrutar mi joven cuerpo, hasta que ambos alcanzamos las estrellas.
Se retiró silencioso y a oscuras, como había llegado, y Luisa se acostó a mi lado otra vez. Volvió a besarme y a acariciarme, pero ahora dulcemente, arrullándome. Cuando estaba a punto de dormirme me dijo: “Mañana te darán tus instrucciones. Estás aprobada, chiquita linda”.
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Hace rato ya que soy fan de tus maravillosos cuentos de la condesita, pero por falta de conexión a internet, había dejado de leerlos, ahora que estoy de nuevo de vuelta me gustaría leer lo siguiente de la condesita, relato que me ha parecido maravilloso y excelente.