(A petición de mis lectores, continúo con la paleografía y traducción del manuscrito que ya conocen).
La vida transcurría plácida en el castillo. Yo follaba todas las noches y dormía buena parte del día y era feliz, hasta que llegó una carta de mi hermano mayor , en la que avisaba a Godofredo que los imperiales avanzaban imparables sobre nuestras tierras y que había que huir rumbo al corazón de Francia sin pérdida de tiempo.
Don Ludovico mandó espías y descubrió que dos fuertes columnas enemigas amenazaban con encerrarnos y dio una orden: él, con los 30 hombres de armas más expertos, los dos Enriques, mi madre y las pequeñas Catalina y Juana, además de mi persona, saldríamos esa misma noche, sin impedimenta y en los mejores caballos. Al amanecer saldría Godofredo, con cinco hombres de armas, unos 60 reclutas y gran aparato, escoltando a las doncellas Ana y Eugenia. Estas protestaron por ser tratadas como carnada. Godofredo intentó calmarlas ofreciéndoles seguridades hasta que yo les dije que las acompañaría: así verían que no había riesgo. Me costó trabajo convencer a Godofredo y a mi madre, pero finalmente aceptaron, sobre todo porque había prisa y no querían seguir discutiendo.
Cuando se fueron, Godofredo encargó a un tal don Juan, veterano hombre de armas, que preparara la salida del día siguiente y se encerró en sus aposentos.
Esa noche nos amamos Eugenia, él y yo como si supiéramos que era la última noche. Al día siguiente salí vestida con una armadura de mi hermano Enrique, con las armas de la familia y Godofredo se vio obligado a dejarme ir así.
Marchamos varias horas bajo un sol inclemente y lamenté mis ansias de fingirme varón y guerrero, pues Ana y Eugenia iban cómodamente sentadas y a la sombra.
El sol caía cuando entramos al bosque que separaba nuestras tierras de las del marqués de C. La columna de cansados aldeanos improvisados como guerreros se alargaba y los rezagados perdían contacto. Al lado del carruaje que llevaba a las doncellas de mi madre íbamos los cinco guerreros reales, Godofredo y yo, montando briosos caballos, y delante de nosotros cabalgaban cansinamente media docena de supuestos exploradores, que murieron asaetados sin darse cuenta: los alemanes salieron del umbrío bosque, en número considerable, y se lanzaron sobre nosotros.
El combate, si tal puede llamársele, no duró ni tres minutos: los aldeanos fueron hechos picadillo en un tris y Godofredo y nosotros resistimos como héroes, hasta que el número nos hizo sucumbir. Yo alcancé a espolear mi yegua, furiosa y herida, hacia un lado del camino, antes de que un furioso golpe de plano me descabalgara, cayendo con gran estrépito metálico a una zanja.
No estaba herida, pero el golpe me había hecho perder el sentido. Volví en mi ya entrada la noche. No podía menearme mucho y, con los ojos ocultos tras la visera, vi como los lansquenetes preparaban su campamento y los oficiales empezaban a levantar el campo. Ya habían despojado a los míos de sus arreos y empezaba a creer que, oculta tras los árboles como estaba, no me verían, cuando se acercó un oficial maduro, de rubia y larga cabellera, luenga barba, elevada estatura y unos ojos acerados que a la luz de la luna brillaban implacables. Ya se había despojado de su armadura.
El tipo llegó a la orilla de los árboles y sacó su miembro para orinar largamente y fue así, orinando, como me vio. Debo reconocer que era bello y tenía un miembro muy hermoso.
Seguro le gustó mi armadura, porque desabrochó los herrajes del peto y lo arrancó de un tirón. Yo pensaba fingirme muerta pero la violencia del jalón, combinada con el dolor de mis magulladas costillas me arrancó un gemido. El tipo dio un salto hacia atrás desenvainando la espada: era un buen guerrero, sin duda.
Entonces, aunque a media luz, vio cómo asomaba entre los girones de mi camisa una blanca teta. Se acercó a mi cautelosamente, sin soltar la espada, y me ordenó que me quitara el yelmo.
Mi larga cabellera rubia se desparramó sobre mis hombros y me desnudo seno. La luz de la luna iluminó mis facciones, dignas de mi estirpe, y mis grandes ojos verdes, de venada asustada.
El oficial me vio de hito en hito y sin decir nada, sin soltar la espada, se quitó la camisa y sacó del calzón su verga. Dos zarpazos de la siniestra mano bastaron para abrir los restos de la camisa y bajarme el calzón. Yo seguía en el suelo, sin moverme, aunque mi miedo empezaba a dar paso al gusto, a la certeza de que pasaría algo que yo conocía bien, y disfrutaba. La larga verga del alemán apuntaba hacia mí, y eso podía manejarlo mucho mejor que su espada.
Otros dos zarpazos bastaron para abrirme las piernas y para acomodar su miembro sobre la entrada de mi cuevita. No había reaccionado yo cuando, de dos empujones entró hasta el fondo.
Tenía furia y hambre, se movía con rabia, haciéndome daño, en la costilla dañada y en mi sexo mismo, pero me gustaba saber que satisfacía a un guerrero hambriento, aunque ese guerrero hubiera destruido tantas cosas amadas. Con él encima, con él dentro, supe que mi vida había dado un vuelco, aunque fuera por un tiempo: de vagar y ser violada por otros, de ir detrás de un ejército, de tratar de sobrevivir yo, que no sabía hacer otra cosa que follar, prefería hacerme amante de un oficial, hasta que pudiera ponerme a salvo otra vez, en el seno de mi familia.
Así que cuando sacó su verga, goteando y se relamió satisfecho, hice un gran esfuerzo, me incorporé y me acerqué a gatas. Abracé sus musculosas piernas y haciendo un esfuerzo más, me metí su miembro semierecto, sucio y todo, en la boca. El me tomó de los pelos y me hizo seguir un nuevo ritmo, hasta que su duro miembro llenó sobradamente mi boca. Seguí chupando y, cuando empezó a latir, lo empujé y él, extrañamente, accedió.
Moviéndome lo más despacio posible me subí a horcajadas sobre él. Me metí su miembro cuidadosamente y me moví como me gustaba moverme, hasta que su leche y mis jugos formaron un solo río. Entonces, por primera vez, me besó.
Nos abrazamos, mientras, a lo lejos, se oían las risotadas de los borrachos y los gritos en la bárbara lengua tudesca. Luego de un rato él se paró. Me habló con dulzura en su lengua, si es que eso es posible. Yo no entendía las palabras pero si el sentido y lo dejé amarrarme a un árbol próximo.
Al cabo de unos minutos regresó con ropas tomadas del vestuario de las que hasta la víspera eran las doncellas de mi madre: me ayudó a vestirme con ellas, demostrándome que empezaba a pensar en todo: no podía llegar semidesnuda al campamento.
Las que sí estaban semidesnudas, según vi luego de pasar entre las lúbricas miradas de los soldados borrachos, eran Eugenia y Ana, que esa noche me contaron su historia... ¿queréis saberla?
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