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Como cada viernes, tomó el tren que le llevaba de regreso a su casa. Desde hacía dos años repetía este mismo viaje durante los meses que duraba el curso en la universidad.
Se trataba de un recorrido vespertino que partía a las cuatro y dos minutos de la estación de León y el tren, en aquella fría tarde de febrero, iba medio vacío.
Alberto disponía de todo el compartimento para él solo y se dispuso a sacarle el mayor partido posible a la situación. El viaje hasta Oviedo era largo y convenía acomodarse. Estiró las piernas, sacó el País y se enfrascó en su lectura.
Mientras leía un proceloso articulo sobre el enfrentamiento perenne entre gobierno y oposición, se sumió en un agradable estado de semiinconsciencia que le conducía hacia el sueño.
Su novia Sonia ocupó su adormecido pensamiento. Hacía una semana que no la veía y ansiaba el instante de encontrarse con ella en la estación. A sus veintidós años Sonia se le antojaba como la mujer más bella del mundo. Alta, sin duda sobrepasaba el uno setenta, buena figura, pelo largo rubio y lacio, que caía en cascada hasta sus hombros con un flequillo que coqueteaba perennemente con su frente y que ella se empeñaba en retirar con un movimiento de cabeza que la hacía aún más adorable. Sus ojos claros destacaban sobre una piel levemente dorada que enmarcaba unos labios carnosos que invitaban al beso.
El vivo recuerdo de su novia y la expectación ante placeres venideros hicieron que Alberto perdiera la noción del tiempo. En su duermevela sintió que el tren se detenía en una estación o dos. No prestó demasiada atención hasta que sintió abrirse la puerta del compartimento.
Amparándose en su condición de supuesto viajero dormido, no se movió y así pudo observar a su compañera de viaje con total impunidad. Abrió levemente los ojos y vio a una mujer de unos cuarenta años sentarse ante él. Iba vestida enteramente de negro con un abrigo largo, negro que le llegaba hasta debajo de las rodillas y que al desabrocharlo dejó ver un jersey de cuello cisne y una falda recta, clásica, que le cubría hasta las rodillas. Todo negro por supuesto. Incluso sus medias y zapatos lo eran. Su aspecto era el de una viuda tal y como siempre se vistieron en la España de nuestros padres. Pensó que en aquellos pueblos de Castilla aún persistiría la costumbre del luto riguroso, así que mentalmente le asignó la condición de viuda.
Comenzaba a perder interés en su compañera de viaje cuando ella se quitó el abrigo y se sentó en los asientos de enfrente suyo. Entonces él se fijó en que bajo aquellas vestiduras se escondía una mujer atractiva. Sus grandes pechos no los podía ocultar el negro del jersey, ni siquiera disimularlos. Ni tampoco la voluptuosidad de sus formas redondeadas que se escapaban bajo las telas negras que las cubrían.
Alberto se imaginó quitándole la ropa negra que la cubría y descubriendo una piel blanca y firme. Tan blanca como le sugería su pálido rostro y que se rompía apenas empezado el cuello con el negro de su cisne.
Los entornados ojos de Alberto descendieron por las sugestivas curvas de su figura imaginando los placeres que aquella ropa escondía. Imaginó sus manos recorriendo las medias desde los tobillos en una lenta y excitante ascensión por sus muslos hasta morir en su coñito que él imagino cubierto con una faja braga negra que lo oprimía y mantenía sus carnes apretadas bajo la tensión de la lycra.
Estaba en estos pensamientos cuando observó que ella le miraba insistentemente en dirección a su bragueta. Entonces se dio cuenta. Aquellos pensamientos, aquellos sueños le habían excitado y su polla amenazaba con traspasar la fina tela de sus pantalones. No se atrevió a moverse, así que prefirió seguir haciéndose el dormido y esperar. Si daba a entender que no estaba dormido y se movía para ocultar su erección, la situación se le hacía violenta y más aún si al abrir los ojos la sorprendía mirando insistentemente a su paquete.
Ella tenía una media sonrisa delatora. Sin duda aquel chico joven estaba teniendo sueños eróticos mientras dormía. Y eso a ella le trajo recuerdos que le provocaron un súbito enrojecimiento de las mejillas que a Alberto no le pasó desapercibido. Aquella visión hizo que su polla redoblase sus esfuerzos en su lucha contra la tela del pantalón. La situación comenzaba a hacérsele insostenible y optó por "despertarse".
"Hola, buenas tardes", acertó a decir mientras se sentaba correctamente en su asiento y posaba el periódico sobre su regazo, en un intento de disimular lo indisimulable. Ella le contestó con un gesto de aprobación y una sonrisa, pero de su boca no salió ni una palabra.
Él la miró sin habla, entreabriendo la boca como quien busca aire sin encontrarlo. Estaba irremediablemente cachondo y no sabía que hacer. Sentía algo que le empujaba hacia aquella desconocida y algo le empujó a traspasar su sentido de la decencia y de la razón.
La miró fijamente. Ella le sostuvo un instante la mirada y luego bajó los ojos. Él se incorporó más en su asiento, se echó hacia delante y posó su mano sobre la rodilla de aquella mujer. Se detuvo al sentir el tacto suave de las medias y esperó la reacción de ella que seguía mirando hacia abajo sin hacer gesto alguno.
Pasados unos instantes comenzó a deslizar la mano bajo la falda y subirla suavemente por la pierna hasta sobrepasar la seda de las medias y encontrarse con la piel calida de sus muslos cerrados. Sus dedos comenzaron a pasearse por la franja de carne que separaba las medias de las bragas y le pareció percibir que ella entreabría tímidamente las piernas. Eso le animó a seguir.
Calló de rodillas ante ella que seguía sin mirarle directamente. Con sus dos manos separó suavemente sus rodillas y ella cedió ante la leve presión de los dedos de aquel chico que le estaba haciendo recordar situaciones de tiempos ya muy lejanos en que ella coqueteaba con su novio en los bancos de la alameda del pueblo, donde él se empeñaba en llevarla al atardecer.
Y en aquel instante se abandonó al placer de sentir aquellas manos jóvenes de nuevo sobre su piel.
Alberto puso sus manos sobre las piernas, por encima de la falda y fue arrastrándola hacia arriba hasta que el contorno de las ligas dio paso a aquella estrecha franja de carne que antecedía a las bragas.
¿Cuántas veces había soñado con acariciar un coñito bajo unas bragas como aquellas?
Él creía que aquellas prendas no existían nada más que en el vestuario de las películas de época y en el atrezzo de los fotógrafos eróticos. Adoró a quién hubiese fabricado aquella bella prenda de seda, aquellas perneras gemelas, delicadas, divididas por delante y por detrás, unidas tan solo en la cintura por un cordón de raso atado con un lazo gemelo de los que cerraban las perneras a sus muslos frunciendo la seda en un excitante volanteo de tela y carne. Aquellas bragas le daban a ella una sensación de pudor, ya que eran muy cerradas y cubrían sus partes íntimas y le permitían efectuar las funciones naturales sin tener que quitárselas, tan solo con apartar la tela hacia un lado. Eran la viva reencarnación de las bragas de los vestidos de época. Y él jamás pudo soñar que mujer alguna las usase todavía. Pero ahora se mostraban ante sus ojos desorbitados, enfundando aquel maravilloso culo como promesa de placeres inmediatos...
Sus manos, poco a poca, fueron dejando paso a sus labios, que siguieron el mismo recorrido que antes abrieran sus dedos, demorando la lengua en el sabor de las medias, en el sudor de la piel y solazándose en la suavidad de la seda de las bragas.
Al mismo tiempo sus manos se abrían paso por la rendija abierta en las bragas. Su propio diseño hacía fácil acceder a los secretos íntimos de la dama.
A pesar de las contracciones nerviosas de los muslos, a Alberto no le resultó difícil separarle los labios y buscar su botón secreto. La mujer ahogó un gemido y se abandono a las caricias de aquel muchacho.
"¿Qué me estás haciendo?" fue lo único que acertó a decir mientras ponía sus manos sobre la cabeza de Alberto y lo empujaba contra su pubis. El enloquecía lamiendo, comiendo, mordiendo sus piernas y pubis, perdiéndose entre los ensortijados rizos que cubrían aquel coño que se abría ante él. Con las dos manos la tomó por el culo y la empujó hacia sí. Ella, poco apoco iba resbalando por el respaldo de la silla y su coño se estrellaba más y más contra la boca de Alberto que sentía que los jugos le inundaban hasta atragantarle.
En aquel instante sintieron que el tren comenzaba a detenerse en una estación. Los dos fueron conscientes de que cualquiera que se subiese al tren podría sorprenderles y ella le empujó hacia atrás. Él se sentó de nuevo frete a ella. Pero tan solo fue un instante. Rápidamente se puso en pié, abrió la puerta del compartimento y, al ver que no venía nadie, la tomo de la mano y la arrastro por el pasillo tras de él.
Apenas dos puertas mas allá estaba el servicio. Él abrió la puerta con decisión y entro. Luego, mientras la miraba fijamente a los ojos, tiró de ella hacia adentro y ella se dejó llevar. Cuando ella traspasó el umbral de la puerta él la cerró y echó el pestillo.
El servicio era estrecho, tan estrecho que apenas cabían los dos. Estaban juntos, inevitablemente pegados el uno al otro. La besó apasionadamente antes de darle la vuelta y dejarla mirando hacia la puerta. Turbada, ella oculto su rostro entre los brazos que se asían a la percha que estaba atornillada ala puerta, mientras Alberto le subía la falda por detrás dejando su culo solo cubierto por las bragas. Le levantó la falda hasta dejarla completamente enrollada en su cintura, paseó las manos por la sedosa seda y se abrió paso entre las perneras. Acarició la carne calida mientras mordía el cuello pálido que asomaba sobre el jersey. El ruido de la cremallera de la bragueta hizo que ella contuviese la respiración y tan solo un segundo después sintió la calidez de la polla del muchacho rozándose con sus nalgas.
Él le separó los pies con el suyo hasta que ella abrió los muslos lo suficiente para permitirle acercar su polla a los labios carnosos del coño que lo esperaba húmedo y caliente.
La empujó hacia adelante todo lo que pudo, mientras tiraba de su culo hacia fuera. Así, con sus brazos descansando contra la puerta, su falda arremangada y su culo sacado hacia fuera, sintió la embestida de aquella polla que estaba comenzando a enloquecerla.
Entró fácil. Lo hizo con la premura y la urgencia que los pocos años de su amante le imponían. Pero ella encontró en aquel alocado ritmo, el placer casi olvidado de los encuentros urgentes. Y se dejo arrastrar. Y sintió como el placer le llegaba en oleadas hasta hacerla estallar en un orgasmo que la dejó derrotada contra la puerta. Alberto continuaba con sus embestidas y Ella retomó los movimientos buscando con su culo los movimientos de aquella polla. Se acopló de nuevo a su ritmo y comenzó a devolverle las embestidas. Al hacerlo, Alberto ya no pudo contenerse más y sintió que la polla se tensaba hasta estallar en un sinfín de espasmos mientras ella conseguía su segundo trofeo.
Apenas repuesto de la corrida., Alberto entreabrió la puerta, y apenas acababa de guardar su polla tras la cremallera cuando salía del servicio sin pronunciar palabra. Cerró la puerta tras de sí, regresó al compartimento y se sentó desfallecido.
Pasaban los minutos y las estaciones y él veía que su compañera de viaje no regresaba del servicio. Comenzó a impacientarse y por dos o tres veces se acercó hasta la puerta y escucho. Oyó ruido de agua una vez y la otra el inconfundible ruido de la cisterna. Eso le tranquilizó y regreso de nuevo a su asiento.
Al sentarse notó que el tren aminoraba la velocidad y entraba en una estación. El corazón le dio un vuelco. Era la suya y estaba apunto de pasarse sin darse cuenta. Apresuradamente tomó su maleta, recogió el periódico, colgó su abrigo bajo el brazo y se dirigió hacia la puerta del vagón. El tren ya estaba casi parado cuando pasó ante la puerta del servicio. La miró pero no se atrevió a llamar la atención de su ocupante.
Cuando bajó al andén, su novia se abalanzó sobre él, abrazándolo y recibiéndolo con un largo y apasionado beso. Él la abrazó y comenzaron a andar por el anden camino de la salida. Mientras iban caminando el tren se puso de nuevo en marcha. Cuando los sobrepasó el vagón donde había viajado, él pudo verla nuevamente.
Iba de pie, asomada a la ventanilla abierta y con su cuerpo pegado al cristal. Sus miradas se cruzaron y ella le dedicó una cálida sonrisa. Mantuvieron su mirada hasta que el tren se perdió de vista en la lejanía. Él seguía caminando abrazado a su novia, que adorablemente cariñosa se colgaba de su cuello cubriéndolo de besos y caricias. Al salir de la estación, ella dejó caer su mano rozándole la bragueta. "¡cariño!, ¡Como te has puesto!", le dijo al oído con una sonrisa picarona en sus labios.
Mientras, él pensaba en quien era la verdadera culpable de "aquello". Pero lo sucedido siempre sería un secreto para su novia. Aún hoy, más de veinte años después, Sonia sigue creyendo que aquella erección, de la que ella se benefició unos minutos mas tarde, era de la emoción del reencuentro.
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