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Categoría: Infidelidad

La cita del verano

El día anterior yo le había enseñado la ciudad. Tenía muy claro que no me iba a acostar con él de buenas a primeras, que antes de decidirme a ser infiel tendría que sopesar si merecía la pena un rato de sexo con él. Y lo cierto es que me había encantado su trato, la manera de andar, sus movimientos, los gestos durante la comida y su olor.



Por eso no me costó ningún trabajo quedar para pasar un día en la playa juntos. Aparqué muy cerca de su hotel, bajé mis cosas del coche y me coloqué al pie de una duna, un poco apartada de todo el mundo, con la sombrilla y la silla de playa.



Me fui dando crema protectora por todas partes y comprobé que todo estaba bien y en su sitio: la piel dorada brillando al sol y el bikini de tiritas colocado estratégicamente, enseñando y tapando por igual. Entonces le llamé al móvil para decirle que estaba esperándole en la playa.



Bajó enseguida, me dedicó unas palabras muy amables, pero sobre todo sus miradas fueron devoradoras. Me puse contenta sólo con eso.



Me dijo que había traído tres cigarrillos de "maría" para fumarlos antes de comer y me reí. Yo no soy fumadora y apenas he probado algún "canuto" compartido. Lo habitual es que se me suelte la risa y no pase de ahí. No calculé que él lo tenía todo calculado.



Encendió el primero y le dio una calada, luego me lo pasó y fumé yo. Saqué de mi bolsa unas patatas fritas que tomábamos mientras hablábamos. Me fui soltando porque la que más fumaba era yo y no me daba cuenta de que él lo hacía a propósito. Le miraba fijo y me reía de las tonterías que nos decíamos, estaba tan a gusto que me iba a quitar la parte de arriba del bikini. Él me miró muy serio y se calló tragando saliva.



Así que no tuve más remedio que cumplir, deshice el nudo del lazo por detrás y con un solo gesto dejé mis tetas al aire. Yo creo que son espectaculares y aunque mi cuerpo estaba bronceado y había tomado menos sol en el pecho, lo cierto es que el contraste del blanco de la piel del pecho y el moreno del cuerpo hacía que llamaran mucho más la atención. Desde lejos hubo algunos señores que se volvieron a mirarme. Él estaba como hipnotizado mirándome.



Le dije que encendiera el segundo cigarrito y me puse boca a bajo para que no se acostumbrara a verme el pecho y se volviera indiferente. A medida que inspiraba más y más de marihuana mi voluntad se iba deshaciendo y una marea de sensualidad se iba deslizando por todo mi cuerpo, que por un lado se volvía más tierno y más recio, acrecentando un deseo imparable de follar.



Le dije que nos bañáramos, y me acerqué a la orilla alegre, dando tumbos. Fue entonces cuando comprendí que lo que había fumado no le afectaba en absoluto y encima llevaba un calentón del quince que se manifestaba en un bulto sorprendente en la entrepierna. Eso me hacía feliz y me daba risa, de manera que me metí en el agua saltando, me sumergí y me encantó sentirla fría sobre el torso desnudo. Los pezones se arrugaron y se endureció el pecho cuando salí del agua, le miré y vino a mí como atraído por un imán. Mojada como estaba pasé los brazos por detrás de su cuello y fui posando mi pecho contra el suyo, piel con piel, mientras él me decía al oído que era preciosa, buscando mi boca, besando mis labios y abriéndomelos para introducir su lengua por entre la sal. Mi reacción fue automática, porque estaba queriendo desde hacía un día, porque el cigarrillo me había aflojado mucho y porque su deseo acrecentaba el mío. Los besos me hacían gemir bajito y ese sonido me ponía más en celo.



Entonces me dijo que estábamos dando un gran espectáculo que, sin duda, habría mucha gente que pagaría un montón de pasta por ver y que si esperaba un minuto más me metía un polvazo allí mismo, porque le dolían los huevos de las ganas que me tenía. Entonces comprendí que lo decía completamente en serio y que lo más sensato era irnos a su habitación.



Recogimos las cosas de cualquier manera y me puse una camiseta por encima, sobre la piel desnuda, y como la tenía mojada, y el pelo chorreando, se me pegó al cuerpo, dejando poco margen a la imaginación. Camino de la habitación, en el ascensor no paraba de besarme y de tocarme por encima del algodón.



Ni siquiera me dejó quitarme la sal del cuerpo, me tiró sobre la cama y se echó sobre mí, arrancándome la camiseta y tirando de las braguitas del bikini. Bufaba más que hablaba, no sé qué de las ganas que tenía de hacer lo que estaba haciendo por fin. Y yo me estremecía de gusto sin poder pronunciar palabras porque se me cortaba la respiración, jadeando sin tegua, acariciando su cabeza y su espalda, comiéndome su lengua en cuanto me la ponía a tiro.



El viajaba por mi cuerpo como en trance, ni un lobo podía codiciar tanto su presa, loco de deseo. Exploraba con sus manos, con su boca todo de mí, el cuello, la nuca, acariciaba toda la espalda, me volvía y me miraba la cara, la boca, luego mimaba mis tetas como un tesoro, para levantarme los brazos y besarme las axilas, amasaba mis caderas con delicadeza y fuerza, rodeaba mi ombligo con su lengua, señalaba con sus dedos mis costillas, la cintura. Nunca me sentí tan adorada, nunca vi un hombre tan subyugado por mi cuerpo. Esa manera de amarme me encendía por completo, estaba como en una nube, flotando en el placer, sintiéndome toda sexo, como si mi cuerpo entero tuviera la capacidad de sentir, de provocar el climax previo al orgasmo, y aún no me había tocado ahí.



Después de reconocerme entera abrió mis piernas y respiró muy cerca de mi coño porque noté el calor de su aliento. Habló entonces, palabras sencillas sobre lo adorable que era, describía la perfección de todo lo que veía, y me explicaba que yo era mucho mejor de todo cuanto había imaginado. No sé cuántas cosas encantadoras dijo de mi sexo, de mi olor, del deseo enorme que me tenía, del regalo inmenso que era para él estar así conmigo. Quería quedarse allí para siempre me dijo, y yo apenas podía contestarle porque no tenía aire ni siquiera para hablar. Comenzaba a moverme compulsivamente, buscando desencadenar los movimientos necesarios para correrme porque no podía ya más.



Tocó con sus dedos la parte exterior de mi sexo y arrancó de mí un aullido porque estaba ya muy caliente, tan cachonda que iba a hacer falta muy poco para encenderme por completo. Fue separando apenas con las yemas de los dedos, en pequeños toques, mis labios mayores, dejando en el centro el clítoris dentro de su rojo capuchón, y arrastró por allí levemente la lengua, con un gemido que removió mis cimientos. Metió un dedo por mi vagina y directamente se puso a comerme con delicadeza y furia. Levanté las caderas y los glúteos de la cama y con un par de movimientos se fueron desencadenando, primero un orgasmo muy fuerte que me rompía por dentro, luego menguaba y volvía a abrirse en medio de mi pecho, ocupando todo el cuerpo un placer inmenso que me transportaba, y volvía sobre mí una y otra vez. No sé cuánto tiempo estuve así, me movía y me agitaba entre sus manos, cuando parecía que se iba a acabar volvía a empezar, retorciéndome, estirando las piernas para aprovechar hasta la última gota de placer y volver a repetirlo. Acabé completamente agotada entre sus brazos, y le miré llena de agradecimiento. Me dijo que no había visto nunca nada igual y yo me reí. Le abracé y le dije que yo no había tenido nunca un amante como él, y que estaba deseando tenerlo entre mis piernas, dentro de mí. Me besó intensamente, metiendo su lengua y explorando mi boca, mientras me abría más las piernas y montaba sobre mí. Sentí en mi sexo, rojo y húmedo, la punta de su polla, abrirse paso y entrar. Suspiró, diciéndome al oído lo caliente y suave que estaba por dentro. Yo le dije que me había puesto tan caliente que era capaz abrirme entera delante de un cuartel y dejar que los soldados se pusieran en cola para que me follaran todos. Gimió y se movía muy despacio, quería prolongar lo más posible el tiempo en que estuviera dentro de mí. Nos movíamos los dos despacio, como a cámara lenta, restregando todo el cuerpo, en tiempos acompasados, simétricos, despertando el placer lentamente, dejando que nos inundara, rebosando por toda la piel.



En un momento dado se paró y me paré, la polla ardiendo dentro de mí, quieta. Él con los ojos cerrados me dijo: ¡Joder, qué corrida me voy a dar!, como si estuviera borracho, embargado por completo por el deseo. Apenas hizo falta un roce más. Sentí como se agrandaba la polla hasta notarla en el fondo, en mi interior, expandiéndose caliente y dura, y estallar regando con semen en varias secuencias. Se movió entonces, me moví con él, al tiempo, con su compás, y junto a mi oído sentía sus gemidos de placer, muerto de gusto en cada movimiento…estuvo mucho rato así, hasta que paró completamente desmadejado sobre mi cuerpo. Le acaricié la cabeza mientras sentía resbalar por mis muslos todo el líquido que me había inyectado.



Y todavía quedaba otro cigarrillo.


Datos del Relato
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