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La chica estaba junto a un anaquel del interior del supermercado, en la sección de pastas italianas. No era nada fea, en realidad era bastante bonita, a diferencia de las otras chicas que ponen las diferentes empresas para promocionar sus artículos, ésta era realmente una bella principessa.
Era fin de semana, y Joaquín tenía necesariamente que comprar algunas cosas para la semana que se avecinaba, porque si de algo nadie puede olvidarse, es de comer. Pero el asunto es que aquella tarde de sábado se encontraba recorriendo los pasillos del supermercado buscando algo que le apeteciera, y, en aquel momento, recordó que si algo es fácil de preparar son las pastas, y hay una variedad de ingredientes ya listos que se les puede agregar para preparar una comida deliciosa. Pero volvamos a la chica del pasillo de los productos italianos. Se dirigió entonces, Joaquín, al pasillo de las pastas donde ella se encontraba, la vio y le llamó la atención. Trató de observarla más detenidamente, procurando que ella no se diera cuenta, pero cuando se le estaba acercando, una señora se dirigió hacia ella para consultarle algo, de tal manera que Joaquín tuvo suficiente tiempo para contemplarla detenidamente, mientras fingía interés en un producto del anaquel de enfrente. Sin embargo, aquello le dio la clave para entablar alguna conversación con la chica, se fue a dar una larga vuelta por los demás corredores, esperando a que quedase libre. Después de un rato regresó y allí estaba ella solita, aguardando por algún parroquiano que llegase a consultarle algo sobre los productos que ella representaba.
—Buenas tardes, señorita —dijo Joaquín acercándosele.
—Buenas tardes, señor, —respondió ella muy amablemente, con una sonrisa en sus labios que la hacía verse más atractiva.
«¿”Señor”? —se preguntó Joaquín para sus adentros— ¿será que me veo muy vejete, apenas tengo… bueno, tengo los que tengo?»
—Pudiera usted recomendarme un buen plato de pastas para mi cena de esta noche.
—¿Para usted y su esposa?
«Joder, primero me dice señor, como si fuera un trasto viejo; y luego me insinúa que estoy casado»
—No, señorita, no soy casado. Precisamente porque no tengo quien me prepare mi cena es que he venido a pedirle que me recomiende algo. Estoy seguro que usted me puede sugerir algo sabroso. Sé que no me equivoco —dijo Joaquín, no sin cierta malicia.
La chica, muy profesional en el desenvolvimiento de su trabajo, tomó del estante unos paquetes de espaguetis y comenzó a darle una serie de recomendaciones; luego se desplazaron a otro anaquel y le mostró algunos frascos de pesto, unas salsas y otros ingredientes, explicándole las bondades de cada uno, para que pudiera hacer de su cena una deliciosa experiencia.
¡Vaya! —dijo admirado Joaquín—, me parece que usted debe de preparar unos platos deliciosos. Ya me gustaría que me preparase los míos.
La chica entendió por dónde iban los tiros, y dedicándole una sonrisa amable intentó cerrar la conversación.
—Cuando tenga alguna duda, no vacile en venir a consultarnos. Estamos para servirle.
—Y… — se quedó dudando Joaquín.
—¿Sí? —se apresuró a preguntar la bonita asesora.
—¿Por casualidad las consultas no pueden ser contestadas de una manera práctica y a domicilio?
La chica volvió a sonreír, no dijo sí ni no, y con cierta coquetería agregó:
—Ha sido un placer poder atenderle, si necesita algo más no dude en buscarme —y dio por terminada la conversación con cierta picardía en su mirada.
Joaquín se despidió de ella, y siguió su camino con unos cuantos paquetes de espagueti en la carretilla de las compras. Pensó que no era conveniente continuar fastidiando a aquella chica. Por la noche se preparó un plato de penne al pesto tal y como se lo había recomendado la joven asesora, y luego, repantigado en su cómodo sillón reclinable, ante su pantalla gigante, se dispuso a ver una película mientras disfrutaba de aquella especialidad, pues las películas eran su distracción principal. El video que vio aquella noche trataba de un vejete que tenía una amante de unos veinte y tantos años que estaba estudiando para obtener el doctorado en astrofísica. «Yo —pensó después de haber visto aquella producción cinematográfica—, no soy un vejete como el del film, apenas tengo treinta y pocos años, estoy en la mejor edad de mi vida, se justificó. No debo sentirme mal cuando alguien me diga señor, es, seguramente, solamente una señal de respeto» pero, con todo y todo, aquella palabra le había calado hondo en su mente. Y así pasaron los días. La semana siguiente pasó sin pena ni gloria, de vez en vez, Joaquín se acordaba de la chica del supermercado, pero no le daba demasiada importancia, para él aquello no había sido nada más que un flirteo sin consecuencias de ninguna clase. El sábado siguiente pensó en ir otra vez al mismo supermercado para ver si estaba allí la chica; pero un asunto de última hora en la oficina le impidió disfrutar de aquel día, y además se desocupó tarde, bastante tarde; en realidad se desocupó ya entrada la noche. Llegó cansado a la casa, no disfrutó de ninguna película, comió cualquier cosa que encontró en el refrigerador, y se fue a la cama. Pero como dice el dicho: No hay mal que por bien no venga, o mencionado de otra manera: nada ocurre por casualidad. El caso es que al día siguiente, domingo por la mañana para ser más exactos, cuando llegó al supermercado se enteró de que la compañía que producía los espaguetis que promocionaba la chica, estaba rodando un comercial en el mismo local. A Joaquín le picó la curiosidad y fue hasta el lugar en donde estaban haciendo la filmación. ¡Menuda sorpresa! En un escenario, simulando una escena romana se encontraba la chica, sentada frente a él, en un solium vistiendo una túnica que más parecía una minifalda; no se necesitaba mucha creatividad para imaginarla desnuda. Pero había algo más, algo que causaba en Joaquín una cierta sensación erótica. Era que, como complemento de aquella breve vestimenta, la chica calzaba unas sandalias que apenas cubrían nada de sus pies. Aquello para Joaquín era tremendamente sicalíptico: una chica bonita con el cabello castaño cayendo sobre sus hombros, vistiendo una mini-túnica que muy poco dejaba a la imaginación de quien la viera, sus piernas desnudas muy bien torneadas, y aquellas sandalias cubriendo apenas poco de aquellos pies tan límpidos, adornados armoniosamente con unas uñas de color rosa delicado, aquello era demasiado… de pronto, algo en la humanidad de Joaquín comenzó a dar señales de que se estaba despertando a gran velocidad, y no le quedó más remedio que cubrirse con la carretilla para disimular un poco lo que le estaba ocurriendo en su entrepierna. Pero no quería irse de allí, pues estaba embelesado contemplando a la muchacha de los espaguetis. Luego echó mano de su móvil, un caro dispositivo con cámara de alta resolución, y comenzó a tomar fotos, amparado en que otras personas estaban haciendo lo mismo. La chica lo vio y le sonrió maliciosamente; sabía, por alguna razón, que aquella sonrisa iba dirigida a él. Entonces, casi frente a Joaquín, en un gesto bastante provocativo, descruzó las piernas, permitiéndole poder verle más allá de lo poco que cubría la túnica-minifalda. Cambió, entonces el móvil, de modo foto a film, y comenzó a hacer un video, con lo esperanza de que volviera a ocurrir lo mismo: que la chica volviera a cruzar y descruzar las piernas para poder filmarlo. Y sí, después de un breve instante, la chica volvió hacerlo.
—¡San Juan! —murmuró de pronto Joaquín sin poder contenerse.
E inmediatamente se escuchó, cerca de él, una voz que preguntó:
—¿Queee?
Por un segundo Joaquín pensó que era el santo quien le correspondía, pero era nada más el camarógrafo que le preguntaba algo al escenógrafo, quien hizo un gesto con las manos. Parecía que la filmación había terminado. La chica se levantó de la silla en donde se encontraba. En el escenario se armó un cierto barullo, y ella comenzó a caminar hacia algún lugar dentro del supermercado. Joaquín hubiese querido seguirla, pero le fue imposible por la situación de evidente excitación en que se encontraba. Y tuvo que seguir pegado a la carretilla de compras, tratando de pensar cosas desagradables para que el abultamiento que se le había formado en la entrepierna desapareciera, y así poder separarse de la carretilla y comenzar a comprar lo que necesitaba para la semana.
Más tarde, cuando Joaquín llegó a su casa, se dedicó, antes que todo, a colocar en el refrigerador y en las alacenas lo que había comprado; luego se fue a sentar en su sillón reclinable de la sala de estar, frente a la pantalla gigante, y empezó a revisar las fotos y la filmación que había hecho de la chica. Comenzó lentamente a repasarlas, pero decidió que aquella pantalla del móvil era demasiado pequeña, de manera que lo conectó a la pantalla grande, en la que veía sus películas, y comenzó a contemplar su obra. Allí estaba la chica, aparecía con gran nitidez, con gran definición, su rostro, su cuerpo, sus piernas…, sus pies… «¡Vaya! —pensó—, aquí estoy de nuevo yo, admirando y excitándome con los pies de una chica. Antes, esto me parecía una perversión, pero ahora, después de lo que me pasó con Laura hace un par de años, ya no estoy tan seguro de ello». Y continuó contemplando los pies que aparecían en aquella proyección virtual. Viendo aquellos cuadros no tardó en sentir ciertas pulsiones que le obligaban a aliviar, de alguna manera, aquel desbordante deseo de placer sexual, que se manifestaba dentro de él. Y así se quedó, inmóvil, contemplando aquellas partes tan insinuantes de la anatomía de la chica que ahora eran proyectadas en la pantalla; mientras, no le quedó más remedio que desahogar manualmente aquel lujurioso deseo de poder poseerla, de poder tocar aquellas piernas y besar esos pies tan impúdicamente mostrados, y obscenamente delicados.
Terminada la tarea de autocomplacencia, contemplando los encantos de aquella chica, aun exhibiéndose en la pantalla, cerró los ojos y pensó en ella. Luego se preguntó: «¿Qué extraño influjo ha podido ejercer en mí esa chica para que yo me encuentre deseándola como lo estoy haciendo?» Y con esa idea pasó el resto de la tarde y, llegada la noche, se vio obligado a tomar un té relajante para poder conciliar el sueño.
A media semana, tratando de evitar que su mente se viera invadida por el pensamiento de la chica del supermercado, decidió pasar por una librería y comprar un libro, se decantó por uno que llevaba por título: Afrodita. Se lo llevó a la casa, y un poco más tarde, acomodado ya en su sillón reclinable, teniendo a la par una mesita plegable con una copa de vino tinto riojano y un emparedado de jamón serrano, comenzó a leerlo. Ya avanzada la lectura se encontró con un párrafo que decía así:
[…] se arrodilló en señal de acatamiento, y tomó entre sus manos con delicadeza para besárselo, el bello pie desnudo que la joven princesa le ofreció como uno de sus objetos preciosos.
No fue necesario nada más, aquel párrafo le trajo a la mente el momento en el que la chica del espagueti parecía una princesa romana sentada en su solium a punto de dictar una orden, mostrando impúdicamente su pie apenas cubierto por la sandalia. Joaquín dejó el libro sobre la mesita plegable que tenía a un lado, donde se encontraba la copa de vino ahora vacía, y unos pocos restos del emparedado de jamón serrano. Decidió mejor abandonar la lectura. Tenía temor de caer nuevamente en la tremenda obsesión sexual por la chica. Entonces, aunque generalmente no lo hacía, decidió mejor repasar algunas cosas del trabajo de su oficina.
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—¡Marcus¡ dijo alzando la voz la princesa Ania Valeria.
El esclavo se presentó prontamente ante la princesa, y haciendo una breve reverencia dijo:
—¿Sí, mi señora?
—Dile a Joaquín, el esclavo extranjero, que venga inmediatamente, que lo quiero aquí en mi presencia.
Unos instantes después, Joaquín, el esclavo foráneo, se presentó ante la princesa Ania Valeria.
—¿Me habéis mandado llamar, mi señora?
—Sí —respondió secamente la princesa.
—¿Qué queréis de mí, señora? —preguntó Joaquín, viéndola que llevaba una túnica tan corta que, al tener la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, dejaba ver mucho de sus bellas extremidades y darse cuenta, además, que estaba descalza.
—¿Qué veis? ¿Acaso osáis desear mi cuerpo?
—No mi señora, es que…
—Vaya, entonces queréis decir que mi cuerpo no te resulta atractivo, esclavo insolente. ¿Debería, acaso, mandaros a dar unos cuantos azotes?
—Perdonadme, señora, pero no. No he pensado nada de eso.
—¿Es que acaso no piensas?
—Pero es que…
—No quiero que me des ninguna excusa. Ven, acuéstate bocabajo y sírveme de escabel para poner mis pies sobre tu cuerpo.
Joaquín tuvo que obedecer sumisamente a la princesa, se acercó hasta el solium en el cual ella se encontraba sentada y se puso de rodillas para luego descargar su cuerpo sobre el suelo.
—¡Detente! —dijo imperiosa la princesa— antes desnúdate hasta la cintura.
Joaquín se quedó de rodillas, como pudo se desembarazó de la parte de la túnica que cubría su torso, y se acostó sobre el frío mármol del piso.
—Sí —dijo la princesa, apoyando sus pies desnudos sobre la espalda del extranjero—, esto está mejor, no soporto en mis pies desnudos lo helado del mármol.
La princesa, entre tanto, continuó con sus laborees de costura; faena que la entretenía para no caer en el tedio de sus largos días de holganza.
Después de un buen rato, la princesa le dijo al esclavo:
—Bueno, ya estuvo bien de estar en esa posición, ahora date la vuelta.
Joaquín obedeció sin rechistar.
—Tened —le dijo la princesa entregándole un cojín forrado de seda para que le sirviera de almohada— colocad vuestra cabeza sobre él.
Nuevamente, el esclavo obedeció sin un atisbo de protesta. Y la princesa, separando un poco sus piernas, colocó su pie izquierdo sobre el pecho del forastero, y el otro cerca de su pene; con lo cual Joaquín se puso bastante inquieto.
—Os siento un poco intranquilo —dijo la princesa con cierto tono irónico, mientras deslizaba suavemente el pie por encima de su pene —, ¿qué es lo que os pasa?
—Nada señora, nada me pasa.
—Vaya, —exclamó la princesita—, qué es este bulto que se os está formando por aquí —preguntó con malicia mientras con el pie hacía cierta presión sobre aquel extraño abultamiento que se le estaba formando al esclavo en la entrepierna.
La cara de Joaquín se había puesto roja, y sudaba.
—Señora…
—Qué queréis.
—Es que tengo temor
—De qué tenéis temor.
—No, de nada.
La princesita le hizo por una vez más una cierta presión con el pie, en el pene, por encima de la túnica, y luego añadió:
—¡Ya basta!, ahora quiero que me beséis los pies¡
En aquel momento Joaquín se sintió un poco aliviado de aquella tortura que estaba padeciendo. Se colocó de rodillas apoyando las caderas en los talones, y tomó entre sus manos uno de los delicados y bellos pies de la princesa Ania y comenzó a besárselo con fruición, pues a él aquella tarea le parecía en extremo delectable. Desde mucho tiempo atrás había deseado hacer aquello.
—No. No tenéis que besar la planta del pie, eso me resulta un poco incómodo. Besadme más bien encima y cerca del arco. Además, esclavo tonto, debéis acariciarme las piernas cuando me besáis los pies.
«Vaya —pensó Joaquín—, esto todavía me resulta más agradable».
Y, sin hacerse de rogar, comenzó a acariciar la tersa piel de las piernas de su ama.
Momentos después, la princesa palmeó con sus manos, Y Joaquín interrumpió lo que estaba haciendo con tanto agrado.
—Y vos, ¿por qué dejáis de hacer lo que estabais haciendo? ¿Acaso yo te he indicado que te detengáis? ¿Acaso quisierais que os mande a azotar por desobediencia?
Al instante Marcus, otro sirviente, se hizo presente. Garabateó una reverencia y dijo:
—Mande usted señora.
—Decidle a Vera que se presente con sus enseres.
Unos instantes después, Vera, una chica tan atractiva como la princesa, hizo su aparición:
—Estoy a sus órdenes, señora.
—Bien, haced lo que debéis hacer.
La chica tomó de la mano a la princesa y la llevó a un aposento detrás de unas cortinas como de brocado; dejando a Joaquín con las ganas de seguir haciendo lo que hacía con la princesita.
Después de un rato, quizás unos tres cuartos de hora, Vera salió de los aposentos a donde había llevado a la princesa y se encaminó a donde Joaquín, se le acercó, y sin decir más ni más, terminó de quitarle la túnica hasta dejarlo nada más con la ropa interior, pero después también le desató el subligar dejándolo totalmente desnudo, mostrando su miembro erecto. Vera no se inmuto ante tal espectáculo, antes bien tomó uno de los pequeños frascos que había llevado consigo, derramó algo de su contenido en una de sus manos, se frotó ambas manos, y luego comenzó a ungir el cuerpo del esclavo extranjero con aquel aceite aromático de lavanda. Volvió a derramar un poco de aquel óleo fragante y continuó con su tarea hasta cubrir todo el cuerpo; vertió una vez más en su mano del perfumado líquido, y esta vez se lo frotó a Joaquín en el pene y sus testículos. Por último, la chica volvió a repetir la operación, pero esta vez le pidió al esclavo forastero que se agachara un poco, y con el dedo medio de su mano derecha, goteando aceite aromatizado, se lo introdujo en el ano. Y, aunque Joaquín trató de librarse de aquella acción, Vera lo sujetó con fuerza para que no se retirase. Y el pene se le puso más enhiesto y el capullo pareció aumentarle de tamaño. Antes de llevarlo de la mano hasta los aposentos detrás de la cortina, donde estaba la princesa, una vez más Vera le froto el pene con el pretexto de untarle más óleo fragante. Luego lo tomó de la mano y lo llevó hasta los aposentos del otro lado de la cortina.
Al entrar, Joaquín se encontró a la princesa totalmente desnuda, recostada sobre una especie de amplio y mullido triclinio, mostrando desenfadadamente todos sus atributos femeninos. Vera se acercó a un lado de aquel ancho diván y la princesa le tomó la mano. Joaquín, entretanto, se quedó al pie del triclinio expectante de lo que iba a ocurrir.
—Acompañadme —le dijo Ania a Vera; dejadme ungir tu cuerpo con el aroma del mío, ven, disfruta conmigo.
La chica se quitó la breve túnica que vestía, la cual cayó sobre sus desnudos pies; y se quedó completamente descubierta, mostrando totalmente su venustez, luego se recostó junto a su ama en el cómodo diván. Una vez juntas comenzaron a hacerse una serie de eróticas caricias, y a darse lascivos besos en sus cuerpos y en sus bocas. Juntaron sus lenguas y permanecieron en aquel erótico ritual por un momento. Luego Vera buscó con su boca el jardín de la intimidad de la princesa y comenzó a besarlo ansiosamente, a lamerlo con avidez y ternura al mismo tiempo.
Mientras tanto, el pene de Joaquín tremendamente enhiesto comenzaba a causarle cierto dolor que ya no era muy placentero, ya no podía más. Y entonces lo agarró con su mano derecha dispuesto a terminar con aquella tortura, pero entonces la princesa intervino:
—¡No, no puedes hacer eso! Ven, acércate, bésanos los pies mientras nosotras nos dedicamos a lo nuestro.
La Princesa Ania y su esclava se recostaron a lo largo del diván mientras se besaban y acariciaban, en tanto que, Joaquín, al pie de la cama, se arrodillaba para besarles los pies a ambas. Y mientras pasaba de una a otra, y de pie a pie, desde su ángulo podía contemplar con mucho deleite el nido de placer de cada una. Después de un momento, Vera se bajó del triclinio, se acercó al esclavo y le indicó que se pusiera de pie; luego agarrándole el pene le dijo:
—Mi ama quiere que le des esto ahora.
La calidez de la mano de Vera hizo que aquel miembro se hinchara todavía más. Entonces Vera lo dejó libre, y Joaquín, tratando de disimular su ansiedad se subió al triclinio con cierta calma forzada, la princesa Ania separó entonces las piernas esperando la embestida del sufrido miembro de Joaquín, el esclavo extranjero; cuando un extraño sonido, algo así como las notas de una extraña y persistente sinfonía comenzaron a escucharse en el ambiente…
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La alarma del despertador de Joaquín estaba sonando, eran ya las seis de la mañana. Abrió los ojos y se dio cuenta que todo aquello había sido un sueño, agradable, pero en fin, sólo un sueño. Como prueba de aquel sueño feliz, sobre su entrepierna, la sábana había tomado la forma de una choza india o tepee. Trajo de nuevo a su mente consciente lo que recordó del sueño y… pudo ver con claridad mental que la princesa Ania de su aventura onírica, no era otra más que la chica del supermercado. Aquello le hizo cierta gracia porque al día siguiente, sábado, tendría que ir de nuevo, como todos los fines de semana, a tal lugar.
El sábado por la mañana, al igual que siempre, Joaquín tomó una de las carretillas para colocar los artículos que iba a comprar, y comenzó a desplazarse por los pasillos entre anaqueles. No había caminado mucho cuando vio que la chica de su sueño se encontraba allí, como siempre, esperando asesorar a alguien con respecto a cómo preparar las pastas italianas de la compañía que ella representaba. Joaquín se acercó despacio y cuando estuvo cerca de ella, de forma bastante alegre le dijo:
—¿Qué tal, bella princesa?
—Muy bien —le contestó la chica de manera jovial y zalamera.
—Vaya, eso me alegra mucho. ¿Sabes una cosa?
—Qué cosa.
—Una de estas noches pasadas soñé contigo.
—¿Algo bueno?
—Delicioso…
—¿Lo puedo saber?
—Sólo si me das una asesoría privada y a domicilio.
—Es posible, pero sólo si va conmigo una amiga.
—No hay ningún problema… ¿A qué hora puedo pasar por vosotras?
—A las seis de la tarde ya estamos libres, ella trabaja también aquí en las oficinas administrativas.
—De acuerdo, paso por ambas a las seis de la tarde,…Sólo una cosa…
—¿Sí?
—Perdonad mi mala educación, mi nombre es Joaquín, Joaquín Quiroga.
—El mío es Ania Valeria y el de mi amiga: Vera. Te estaremos esperando a la seis…
Joaquín se quedó altamente asombrado, pues aquellos nombres coincidían exactamente con los de las chicas del sueño. Nada más había que esperar a que se comportaran de igual manera.
—Claro que sí, Valeria, a ver si nos preparas un exquisito penne al pesto.
—Por supuesto —dijo la chica despidiéndose, mientras Joaquín se retiraba, Y luego para sus adentros pensó: «Aunque a mí lo que me gustaría es tu pene sin pesto».
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