Los lunes eran de Helena, una querida amiga que estudiaba la maestría en historia del arte en la Ibero. Tenía 26 años y era una belleza clásica, de larga y ensortijada cabellera azabache, grandes ojos negros que brillaban sobre una blanca cara de barbilla en punta. Su cuerpo era de medidas perfectas y estilizadas y era un poco más alta que yo.
Tres meses antes, saliendo de un evento académico, cenamos juntos y terminamos en el pequeño departamento que entonces rentaba, pero esa es otra historia. Lo mágico fue que logré convencerla de visitarme todos los lunes, porque su novio en turno se ausentaba de la ciudad desde el sábado por la tarde hasta el martes por la mañana y porque, modestia aparte, terminaron gustándole nuestras veladas.
Los lunes la casa se aireaba y desodorizaba. La mucama se esmeraba especialmente en la limpieza y yo me abstenía de encender mi pipa o algún puro. Todo quedaba impecable para recibir a Helena, que llegaba a las cinco de la tarde en punto, vestida con minifaldas de mezclilla y ceñidos bodys negros que afinaban su estilizada figura.
Al cruzar el umbral nos comíamos a besos, con el hambre de una semana. No necesitábamos preparación porque ella, en su coche, ya venía pensando en mí y tocándose bajo la falda, de modo que llegaba ardiendo. Yo también pensaba en ella y, tras el descanso dominical, estaba listo para recibirla, desnudo bajo una bata chinesca, naquísima pero cómoda y práctica.
Los besos en el dintel daban paso a las caricias apasionadas, con ella recargada en la puerta. Mi mano buscaba su suave piel, su delicada cintura. Desabrochaba el body bajo su sexo sabiendo que no llevaba bragas. Pronto rodábamos por el suelo jugando al monstruo de las dos espaldas.
Su cuerpo era flexible y atlético, bien trabajado y decantado por la buena crianza a base de jugos de fruta, club de tenis y clases de ballet. Cuando me deslizaba dentro de ella sentía la especial firmeza de sus paredes musculares, adoraba la dureza de su estómago, las posiciones de fantasía que a veces ensayaba, el largo bramido de su orgasmo.
A las cinco de la tarde yo llenaba la bañera con agua hirviendo a la que añadía sales y espumas. Diez minutos después cerraba las llaves del agua y la dejaba enfriar un poco, de modo que después del primer asalto ella se sumergía en el cálido baño mientras yo preparaba dos tragos largos. Wiskhi con soda bebía ella, con whisky en las rocas la acompañaba. Old Parr casi siempre, a veces un single malt.
La limpieza era para ella una ceremonia, como todo lo que a su cuerpo se refiriese. Cuidaba su alimentación obsesivamente, sus rutinas de ejercicios, su tenis y su ropa, sus piernas y su coño perfectamente depilados, su spa cada seis meses... yo era su excepción, las trancas que los lunes se saltaba: minifalda de mezclilla, dos tragos, dos copas de vino, una cena ligera para mi, inverosímil para ella, que preparábamos desnudos después del baño.
Le gustaba verme cocinar para ella, adoraba –decía- verme comer. Aliñaba yo un salmón, un robalo, un huachinango y lo ponía en el horno, a fuego lento, para dar tiempo a un segundo asalto. La poseía salvajemente, penetrándola casi siempre por detrás, como a ella la gustaba, disfrutando la firmeza de sus nalgas, la deliciosa vista de mi verga entrando y saliendo de su vagina, a ritmo creciente o decreciente, según el impulso o el momento.
Ella necesitaba una rápida ducha: odiaba sentirse sucia. Mientras regresaba, envuelto en mi bata yo sacaba del refrigerador una botella de Albariño, la descorchaba y la ponía en la cubeta de hielo; sacaba el pescado del horno y lo servía junto con sus acompañantes, cortaba el pan y ponía, a bajo volumen, un cuarteto de Mozart.
Salía seca y perfumada, envuelta en un camisón de seda que descansaba en su cajón. Comíamos mientras me hablaba de Siquieros y Orozco, de los desastres del Museo de Arte Moderno, en el que trabajaba. La cena era larga y, mientras duraba, no podía acercármele. Al terminar me daba un largo beso y huía hacia la recámara mientras yo apilaba los trastes en la cocina.
Hacía escala en el baño para cepillarme los dientes y vaciar la vejiga y la alcanzaba en la cama, donde me esperaba desnuda. Acariciaba despacio su cuerpo milagroso, buscando sus puntos sensibles, deseando sus huecos más privados. La besaba con los labios secos, sin prisa, desde los pies hasta la frente, hasta que su cuerpo despertaba y se arqueaba de deseo, exigiendo el embate de mi rígida verga, que encontraba su camino natural, sometiéndola, haciéndola mía, recordando que el sexo también es lucha.
Luego nos dormíamos abrazados y ella partía con el amanecer.